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AQUEL día, en la salita de la adivina, Aurora me habló de su hermano. La tarde iba cayendo lentamente, invadiendo de sombras la habitación.

Martín Urdaneta era cinco años mayor que ella, por lo que se convirtió en su protector. Siempre estaba velando por su hermanita, la cuidaba y orientaba, sobre todo tras la muerte del padre, el general Ignacio Urdaneta Vilchis que había servido bajo las órdenes de Benito Juárez, de Lerdo de Tejada y, finalmente, de Porfirio Díaz. Era un militar de casta que sabía adaptarse a las cambiantes circunstancias del país y sacar provecho de ellas. Ello le permitió hacerse de una pequeña fortuna, gracias a la cual adquirió, entre otras propiedades, el lote de la colonia Juárez donde mandó construir el chalet que yo conocía.

El general deseaba con toda el alma que su hijo siguiera la carrera de las armas y se esforzó para allanarle el camino. Pero, según Aurora, su hermano no estaba hecho para la milicia. No poseía el temperamento para ello. Hubiera sido un gran ingeniero o un exitoso arquitecto. Le encantaba todo lo que tuviera que ver con la construcción. Continuamente estaba dibujando planos de casas de ensueño. De hecho, la residencia en la que vivían la había proyectado él. No obstante, el general Ignacio Urdaneta no estaba dispuesto a renunciar a su sueño: quería ver a Martín luciendo uniforme y galones a como diera lugar. Lo obligó a seguir el camino de las armas y el muchacho no tuvo más opción que obedecer a su padre, quien no admitía que nadie lo contradijera. La madre intentó interceder, pero de nada sirvió.

Martín asistió al Colegio Miliar y, al salir, fue ascendido rápidamente gracias a las influencias del general y enviado a distintas plazas desde donde le escribía a Aurora cada tercer día.

—En sus cartas —recordó Aurora—, Martín me contaba muchas cosas. Asuntos de su regimiento, de la gente que conocía y de los lugares a los que era enviado. Sin embargo, yo seguía siendo su hermanita pequeña y estoy segura de que no me lo decía todo. Había muchos detalles que callaba, quizá por considerarlos desagradables, o porque pensaba que una señorita no debía conocerlos.

—Es natural. Lo hacía para protegerla —sugerí convencido.

—Mi hermano quería protegerme de la maldad del mundo. ¡Como si eso fuera posible! —suspiró.

En 1905, Martín Urdaneta fue enviado a Veracruz. Estuvo en un cuartel de Orizaba, donde conoció e hizo amistad con mucha gente del lugar. Según Aurora, su hermano era muy abierto y generoso, además de simpático. Siempre ayudaba a todo el que se lo pidiera. Ello le permitía ganarse a la gente con facilidad. Además, Martín leía los periódicos y estaba muy enterado de las cosas que ocurrían en el valle.

Debido a su carácter, Martín se interesó en la situación de los agricultores y, sobre todo, de los obreros. Al principio sus cartas eran optimistas. Le sorprendía gratamente comprobar que la industria textil daba trabajo a muchos hombres y mujeres permitiéndoles sostener a sus familias y alejándolos de la miseria. Elogiaba la eficiencia de las modernas fábricas, la rapidez de sus máquinas y la disciplina de los trabajadores. Hizo amistad con algunos de los dueños de estas empresas, casi todos de origen francés. Al parecer, se comprometió con la hija de uno de ellos.

A mediados de 1906, poco después de la muerte del padre y de su cumpleaños número 25, el tono de las cartas de Martín comenzó a cambiar. Siguiendo su costumbre de no contarle cosas desagradables a su hermana, el teniente no entraba en detalles. Se limitaba a señalar que había conocido a algunas personas que, al principio, le parecieron unos revoltosos. Por ello trató de alejarse de ellos. Sin embargo, luego los conoció mejor y, aunque no compartía sus opiniones, lo habían hecho reflexionar.

—¿Quiénes eran esas personas? —le pregunté a Aurora.

—No lo sé. En la última carta que me envió, antes de regresar a la Ciudad de México, mencionó a un tal Lisandro, con quien había hecho gran amistad, pero no me dijo su apellido. Me dio a entender que desempeñaba un puesto de cierta responsabilidad en una fábrica.

—¿En cuál de todas? —indagué.

—La fábrica de hilados y tejidos de Río Blanco.

—Me parece… ¿No fue donde ocurrieron los motines de enero?

Aurora asintió. En ese momento llamaron a la puerta y entró el sujeto que me había recibido. Encendió las lámparas en silencio y sin mirarnos. Cuando salió, la joven continuó con su relato.

Aurora me contó que Martín y su regimiento presenciaron los disturbios y recibieron órdenes de controlar la situación. Sin embargo, todo se complicó con la llegada del 13° Batallón, comandado por el general Rosalino Martínez. Ella se enteró de los sucesos por los periódicos y temió que su hermano resultara herido. Poco después recibió un telegrama de él diciendo que se encontraba bien y que había pedido licencia para regresar a la Ciudad de México. De acuerdo con el texto, había invitado a Lisandro a venir con él.

El viernes 11 de enero, Martín llegó a San Lázaro en el mismo tren que yo. A Aurora le dio mucho gusto recibirlo y comprobar que estaba bien. Sin embargo, lo encontró muy afectado por lo sucedido. Estaba triste y meditabundo. También había roto su compromiso con la hija del empresario francés. Le contó que las cosas habían terminado mal en Río Blanco; que el ejército había reprimido las protestas de los obreros; que hubo incendios y varios muertos. Al ver que Martín había llegado solo, Aurora le preguntó por el amigo del que le había hablado en su última carta y que, según su telegrama, lo acompañaría. Él respondió que Lisandro se encontraba en un hotel y que otro día irían a verlo, o lo invitarían a comer. Pero ese día nunca llegó. Cada vez que Aurora le preguntaba por el misterioso Lisandro, Martín respondía de manera vaga, o cambiaba de tema.

—¿Por eso me preguntó hace rato si su hermano venía acompañado el día que lo conocí en la estación? —concluí al comprender aquella trama.

—Sí, fue por eso. Quería saber si era cierto que había venido el tal Lisandro y qué aspecto tenía —confirmó.

—¿Qué ocurrió tras la llegada de Martín? Dice usted que no se encontraba bien.

—Estaba raro, distraído, molesto, inquieto… Muchas cosas al mismo tiempo. Salía con frecuencia, pero ni a mi madre ni a mí nos decía a dónde iba.

—Quizá se encontraba más deprimido de lo que parecía. Tal vez sufría algún trastorno.

—Ya sé a dónde quiere llegar, Tristán. Pero ya le dije que él no se suicidó. Sí, estaba afectado por lo ocurrido en Río Blanco, por la muerte de esos obreros y también por la ruptura de su compromiso; sin embargo, no se hubiera quitado la vida por eso. Había algo más que no me quiso decir, relacionado con la persona que, supuestamente, venía con él. Y ese es precisamente el favor que quiero pedirle.

—¿Quiere que encuentre a Lisandro? —deduje de inmediato.

—Exacto. Necesito enterarme de quién es ese sujeto y qué relación tiene con la muerte de mi hermano. No creo que él lo haya matado, pero seguramente sabe quién lo hizo. Estoy desesperada. Debo saber qué hay detrás de esto.

—Pero ¿por qué yo? Usted no me conoce —le advertí.

—No tengo a quién más recurrir. Cuando conocimos, usted dijo que estaba en deuda con mi hermano. Solo le estoy pidiendo saldar esa cuenta buscando a ese hombre. Por favor, encuéntrelo. Es lo único que le pido —dijo ella y extendió su mano para tomar la mía.

Aurora me miraba fijamente, temblando. Hubiera querido abrazarla y asegurarle que todo estaría bien, que no descansaría hasta dar con la persona que buscaba y que juntos aclararíamos el asunto. En lugar de eso fui más circunspecto.

—Haré un esfuerzo, Aurora. Pero no puedo asegurarle nada.

—Con eso me basta —dijo ella e intentó sonreír, sin lograrlo.

Nos soltamos de las manos. Ella consultó el relojito dorado que pendía de la solapa de su abrigo y se puso de pie. Entendí que la entrevista había terminado.

—Confío en que esto quedará entre nosotros, Tristán. Por favor, no vaya a divulgar lo que le he contado. ¿Me lo promete? —insistió tras ponerse de pie.

Le aseguré que no diría nada.

Aurora se puso los guantes y el amplio sombrero y fue hacia la puerta. Cuando estaba por salir, se detuvo en el umbral y me miró como si hubiera recordado algo.

—Casi lo olvido. Quizá no sea importante, pero el día anterior a su muerte, Martín me comentó algo curioso. Dijo que si llegaba a ocurrirle algo, buscara donde florecen los limones.

—¿Qué significa eso?

—No tengo idea. He pensado mucho en esas palabras, pero sigo sin saber a qué se refería.

—Suena como una clave. Como si hubiera ocultado algo donde florecen los limones —repetí sin querer.

—Eso fue lo que se me ocurrió. Tenemos un limonero en el jardín y le pedí al jardinero que excavara debajo del árbol. Esperaba encontrar algo enterrado allí, pero no había nada. Creo que se refería a otra cosa.

—¿Qué podría ser? —pregunté; ella solo se encogió de hombros.

Saqué el lápiz plomo y apunté aquellas palabras en mi libreta de bolsillo. Afuera ya era de noche. Le pregunté si necesitaba que la acompañara a su casa. Aurora respondió que no era necesario. Solo me pidió que, por prudencia, la dejara partir primero y que, cuando ella se hubiera marchado, bajara. Así lo hicimos. La escuché salir de la habitación, despedirse de alguien en el recibidor y descender por la escalera. Me asomé por la ventana para verla salir. Su Ford la esperaba en la puerta. Ella lo abordó y el automóvil se puso en marcha de inmediato.

Unos instantes después, otro vehículo, un Pope Hartford color negro, avanzó detrás y lo siguió… o al menos me dio la impresión de que lo hacía. Intenté distinguir el semblante del conductor, pero la oscuridad de la noche me lo impidió.