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DURANTE el resto de la semana estuve pensando, una y otra vez, en mi encuentro con Aurora Urdaneta. La entrevista —realizada en un sitio tan peculiar— se volvía cada vez más irreal con el paso de los días, como si formara parte de un sueño. Varias veces estuve tentado a regresar al número 15 de la calle de Santa Clara para asegurarme de que de veras existía la casa de la vidente donde ella y yo habíamos conversado.

Estaba dispuesto a cumplir mi promesa de no revelarle a nadie lo que ella me había confiado. No obstante, respecto a la otra promesa, la de encontrar al tal Lisandro, mi disposición ya no era la misma. Es cierto que tenía una deuda con el teniente y que, al faltar él, me sentía obligado con Aurora. Sin embargo, viendo las cosas con frialdad, me resultaba cada vez más claro que su petición no estaba dentro de lo razonable. Quizás el dolor por la muerte de su querido hermano había afectado su buen juicio. La idea del suicidio le resultaba inaceptable y, tal vez por eso, se había inventado lo del asesinato. Ella misma admitía que carecía de pruebas para sostener esa acusación.

Además, aunque estuviera en lo cierto, ¿qué podía hacer yo? ¿Cómo con tan poca información iba a encontrar al amigo del teniente en esta ciudad? Lo único que sabía era la fecha de su llegada a la capital (el mismo día que yo), su procedencia (Orizaba) y su nombre de pila (Lisandro). No conocía su apellido, ni su aspecto físico. El tipo podía estar en cualquier parte y encontrarlo tal vez me tomara meses o quizás años. En el peor de los casos era posible que ya no estuviera en la ciudad. Martín le había dicho a su hermana que se hospedaba en un hotel, pero no le dijo en cuál. No podía ir preguntando en todos los hoteles y mesones existentes. Y aun en el remoto caso de que encontrara al misterioso sujeto, ¿qué le diría?

También estaba la frase donde florecen los limones, la cual repetía mentalmente tratando de entender su significado. ¿Qué había querido decir el teniente?

Conforme pasaron las semanas, otras preocupaciones distrajeron mi atención y el asunto de Aurora dejó de ser prioritario. El trabajo me absorbía por completo, obligándome a cruzar la ciudad de un extremo a otro y a desplazarme en ocasiones a los pueblos aledaños, como Popotla o Santa Anita. El clima se había vuelto caluroso, por lo que a veces resultaba una tortura recorrer las calles a pleno sol.

En la Ciudad de México ocurrían tantas cosas que los periodistas no podíamos informar de todo. Por las mañanas, al salir de la pensión, no sabía lo que me depararía la jornada. Cada día era distinto: un fraude en las oficinas del Ferrocarril Central; un incendio en una fábrica de muebles; un nuevo brote de tifo en la capital; la llegada de una compañía de opereta española, o la presentación de las cartas credenciales del nuevo embajador de Austria-Hungría. La semana pasaba volando. Muchas veces, el señor Lara Pardo me obligaba a trabajar los fines de semana, lo cual hacía a regañadientes, pero no me quejaba, pues tenía la esperanza de que mis esfuerzos fueran recompensados con un nuevo aumento de sueldo.

Pero, aunque hubiera contado con más tiempo libre, no habría sabido en qué emplearlo. Mi vida social era mínima. En ocasiones salía con Moisés, Juan Pedro y el señor Cuyás a tomar una cerveza. Un par de veces los Servín y el español Zubizarriaga me invitaron al cinematógrafo. En la pensión, conversaba con los huéspedes durante las comidas, y cuando la señora Meléndez se encontraba fuera, platicaba con Matilde, cuya compañía se estaba volviendo cada vez más necesaria para mí. Ella había resultado una lectora voraz; leía una novela completa por semana, en ocasiones hasta dos y las comentaba con entusiasmo. Mi sueldo no hubiera alcanzado para adquirir tantas novelas, así que me vi obligado a frecuentar el antiguo Templo de San Agustín, donde estaba la Biblioteca Nacional, y pedir libros en préstamo.

En una ocasión le conseguí a Matilde un volumen que contenía varias piezas teatrales, sin saber si le iba a gustar. Quedó encantada. Me dijo que, mientras leía, se imaginaba los decorados, el vestuario y a los actores diciendo sus parlamentos. Luego me confesó que uno de sus mayores anhelos era asistir al teatro. A lo largo de su vida había visto algunas representaciones —escenas de la pasión de Cristo y pastorelas—, pero ella soñaba con ver una verdadera obra teatral, como las que aparecían reseñadas en El Imparcial y en El Mundo Ilustrado. Cuando le dije que yo la llevaría, se emocionó. No obstante, su alegría duró poco.

—Si le digo a mi mamá, lo más probable es que me agarre a cuerazos.

—Yo se lo podría pedir —propuse—. Iría usted conmigo.

—¿Los dos solos? Está loco. Si le dice eso a mi madre, lo más probable es que lo corra de la pensión y a mí me encierre durante seis meses.

—No exagere, Matilde —me resultaba difícil creerlo.

—Ah, qué usted, Tristán. A veces es tan ingenuo.

Dos días después de esta conversación ocurrió algo que me permitió cumplir el sueño de Matilde. Llegaron al periódico varias invitaciones para la reapertura del Teatro Renacimiento, el cual a partir de ese día se llamaría Teatro Virginia Fábregas. La gran actriz mexicana y su marido, el actor y empresario Francisco Cardona, habían comprado esta sala de espectáculos para remodelarla y convertirla en la sede de su compañía. Con el fin de darle realce a dicho acontecimiento estrenarían en México una comedia de gran éxito en España.

Por supuesto, ninguna de las invitaciones recibidas en la sala de redacción llevaba mi nombre. Yo era un simple aprendiz y, por lo tanto, ninguno de los privilegios de los que disfrutaba la “nobleza” de El Imparcial se encontraba a mi alcance. Los estrenos teatrales, las galas de ópera, los bailes de sociedad y las recepciones en el Palacio Nacional estaban reservados para unos cuantos privilegiados. Tampoco Moisés solía recibir invitaciones de ese tipo, pero no era un problema para él, pues gracias a las numerosas relaciones que había hecho por toda la ciudad, era capaz de obtener lo que quisiera. Fue a él a quien me dirigí para preguntarle si me podía conseguir entradas para el estreno del nuevo teatro, pues deseaba llevar a una amiga.

—Creo que ya no queda ni un solo lugar disponible, querido Tristán —dijo—, pero uno de los contadores del nuevo teatro es conocido mío y quizá pueda facilitarme un par de entradas.

—Gracias, Moisés, pero, verás, en realidad voy a necesitar tres.

—¿No dijiste que irías con una amiga?

—Sí, pero se nos va a pegar la mamá. También necesito llevarla.

—¿Y no quieres llevar también a su primo y al que les vende la leche?

—Si no la invito, no la va a dejar salir —argumenté.

—Te entiendo, no te apures —dijo con una sonrisa cómplice—. Eso nos ha pasado a todos. Veré qué puedo hacer. Cuando estuve enfermo, tú hiciste mi trabajo. Eso solamente lo hacen los verdaderos amigos y yo nunca olvido cosas como esa.