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EL miércoles siguiente, Moisés llegó a la sala de redacción y puso ante mí tres invitaciones para El genio alegre, una comedia de los hermanos Álvarez Quintero, cuyo estreno se realizaría el sábado siguiente en el flamante Virginia Fábregas. Me puse tan contento que le di un abrazo a mi buen amigo.

—Suerte con la muchacha —dijo en tono socarrón.

—No es lo que piensas, Moisés —le aclaré—. Es solo una amiga. Su madre es la dueña de la casa de huéspedes donde estoy. En realidad, soy algo así como su mentor.

—Te creo, sí, y yo soy el rey de los turcos —completó sonriendo antes de irse.

Esa misma anoche, durante la cena, solicité silencio a los presentes para hacer el anuncio. Le dije a doña Martina que, para agradecer las numerosas atenciones que había tenido conmigo y para reconocer el excelente servicio de su establecimiento, quería invitarla al teatro.

Y si su hija quería ir… pues, nada, la chica podría acompañarnos.

La dueña de la pensión quedó patidifusa. Pero luego, cuando le aclaré que no era una función cualquiera, sino la inauguración del teatro Virginia Fábregas y que la propia actriz estaría sobre el escenario, casi se va de espaldas de la sorpresa. Estaba tan emocionada que estuvo a punto de tirar la olla que sostenía en ese momento. Matilde, por su parte, abrió mucho sus negros ojos y me miró con una mezcla de incredulidad y temor, pero luego, al ver la felicidad en el rostro de su madre, terminó por sonreír.

Mi anuncio fue muy celebrado por el resto de los contertulios. Todos estaban encantados. Incluso las señoritas Palma llegaron a aplaudir.

Mi plan de invitar a la señora Meléndez en primer lugar y luego sugerir que podía llevar a Matilde fue un golpe maestro. Todo parecía haber salido a pedir de boca. Sin embargo, pronto apareció un inconveniente que casi arruina mi plan y que me confirmó lo poco que conozco a las mujeres.

Al terminar de cenar, y una vez que la señora Meléndez se encontraba más tranquila, se acercó a mí para preguntarme cuándo sería el estreno. Le dije que el sábado.

—¿Este sábado? ¡Jesús! ¡Pero si hoy es miércoles! ¡Qué horror, joven Quintanilla! —exclamó con el rostro lívido, como si fuera a desmayarse. Entre todos la ayudaron a tomar asiento. El señor Servín fue por un vaso de agua, mientras el profesor Eulogio la abanicaba con un ejemplar de El Imparcial, una ironía que nadie notó, solo yo.

Entre tanto permanecí parado, con cara de bobo, ignorando qué había ocurrido. Fue la señora Servín quien me iluminó.

—¡Cómo se le ocurre, joven Quintanilla! No puede usted invitar a una dama a un estreno con tan poco tiempo. Eso no se hace. Un hombre no tiene esos problemas, pero nosotras necesitamos tiempo para arreglarnos.

—Se precisa un buen vestido para la ocasión —intervino una de las señoritas Palma—. ¿No pensó en eso? ¿Dónde lo vamos a conseguir?

—Además, hay que ir con una peinadora, arreglarse y cuidar muchos otros detalles —completó su hermana.

Mientras la señora Servín y las hermanas Palma me hacían ver mi suerte con sus reclamos, intenté localizar con la mirada a Matilde en busca de apoyo, pero no me correspondió; ella recogía tranquilamente los platos de la cena, fingiendo no alterarse con lo que ocurría. Hasta cierto punto la comprendí. Si bien ella era el motivo principal de aquella invitación, no le convenía mostrar demasiado entusiasmo frente a su madre. El profesor Eulogio, en cambio, fue menos discreto; sonreía malicioso desde su butaca. Sin duda, aquello le resultaba muy divertido.

Por fortuna, el tropiezo aquel pudo resolverse. Durante todo el jueves y el viernes, las mujeres de la pensión se dedicaron, en cuerpo y alma, a poner al día un vestido que la señora Meléndez tenía guardado en su ropero desde hacía por lo menos una década. En el caso de Matilde fue necesario comprar telas apropiadas y, con la ayuda de algunos patrones, lograron confeccionar un bello modelo.

El trabajo se realizó en el comedor, el cual quedó convertido en un improvisado taller de costura. Mientras tanto, el resto de los habitantes de la casa se dedicaba a observar y pasar incómodas privaciones. Y es que la señora Meléndez estaba tan ocupada que ni ella ni su hija tenían tiempo para cocinar. Los huéspedes tuvieron que conformarse con caldo de habas y frijoles, una combinación más que escandalosa por sus efectos. Yo estuve tan atareado en el periódico que no me daba cuenta de nada. Regresaba tarde a la pensión, cuando ya todos estaban dormidos.

Y llegó el día del estreno. Ese sábado, poco después del desayuno, la dueña de la pensión y su hija desaparecieron. Una de las señoritas Palma me informó que estarían fuera toda la mañana y parte de la tarde, pues habían ido con la peinadora. Recuerdo que no tuve que ir al diario, lo cual me permitió quedarme todo el día en mi habitación leyendo un poco y después escribiendo una carta a mis padres. Alrededor de las cinco de la tarde guardé mi Blickensderfer, acomodé mis libros y comencé a arreglarme, lo cual no me llevó demasiado tiempo.

Me puse una camisa blanca y saqué de un cajón uno de los cuellos de celuloide que había comprado recientemente. Completé mi atuendo con mi mejor levita, una corbata de terciopelo que había traído de Jalapa y un chaleco que parecía parte del conjunto, si no se ponía demasiada atención a los matices. El pantalón, los botines y el sombrero eran los de siempre.

Así ataviado bajé a la sala, donde reinaba una gran expectación. Allí estaban todos esperando que salieran de sus habitaciones la señora Meléndez y su hija. Eran las 7:30 y el coche de alquiler no tardaría en llegar.

De pronto, un gran ¡ah! de asombro se escuchó cuando la señora Meléndez apareció en la sala. Lucía un vestido de tafetán verde, con un sombrero del mismo color sobre el cual se asomaban algunas flores amarillas. Llevaba también un abrigo de paño, aunque ya no era época de frío. El español Zubizarriaga se acercó a ella y le besó la mano con una cortesía que me pareció exagerada.

—¡Hostia! Que digo yo que simplemente luce espectacular, madame.

El requiebro hizo que la dueña de la pensión se sonrojara, lo que provocó un curioso efecto al combinarse el color de su tez con el verde de su vestido. Sin poder evitarlo, pensé primero en una verdura y, si me apuran un poco, hasta en la bandera.

Cuando Matilde entró en la habitación el asombro se manifestó de forma distinta. Nos dejó sin habla. La muchacha de trenzas que servía la comida y todos los días barría el patio se había esfumado; en su lugar estaba una hermosa señorita con el pelo recogido, un vestido plisado y una blusa de muselina blanca de cuello alto. Al verla pensé que nada tenía que envidiarles a las jóvenes de la mejor sociedad que paseaban los domingos en carruaje por Plateros.

Matilde no supo cómo interpretar nuestro mutismo. Permaneció en el umbral sin decidirse a entrar. Era evidente que nuestras miradas la contrariaban. Su expresión era de desconcierto. Fue un momento embarazoso que, para alivio de todos, vino a romper el certero comentario de Zubizarriaga.

—Vamos a ello, ¡igual de guapas! Tan guapa la madre como la hija.

Todos sonrieron y Matilde, un poco más relajada, se animó a entrar. Incluso esbozó una tímida sonrisa cuando todos comenzaron a alabar su peinado. Los contertulios lucían tan emocionados que cualquiera hubiera dicho que también ellos estaban invitados.

En ese momento se oyó la campana del portón. El señor Servín se asomó por el visillo de una de las ventanas y nos informó, nervioso, que el coche había llegado.

Cuando llegamos a la calle del Factor, nos encontramos con que no se podía pasar debido a la gran cantidad de carruajes y automóviles que se habían detenido frente al teatro. La mamá de Matilde, quien temía llegar tarde, propuso que nos bajáramos y que hiciéramos el resto del camino a pie. Me pareció buena idea.

—Déjeme ayudarla, señora Meléndez —le dije tras descender del coche.

—Muy gentil de su parte, Tristán, pero mejor váyase con Matilde. La muy burra no sabe caminar con tacones y me da no sé qué… ¡Ay!, no se vaya a caer la zonza. ¡Se imagina el papelón!

Entonces me aproximé a Matilde y le ofrecí mi brazo, al tiempo que le sonreía inhibido. Era una sensación extraña ir a su lado por la calle; me sentía emocionado y al mismo tiempo confundido. Me costaba trabajo admitir que esa bella joven que estaba junto era la misma muchacha de ruda hilaza con la que conversaba de libros en la pensión; una joven cuyo porte ahora me sorprendía, pero también me intimidaba. No podía evitar mirarla de reojo mientras caminábamos. Su madre nos seguía varios pasos atrás.

—Le prohíbo que intente burlarse de mí —murmuró.

—Yo sería incapaz. ¿A qué viene eso? —dije sorprendido de su advertencia.

—Ya me di cuenta de cómo me mira. Seguramente me veo ridícula con este vestido. Nunca había usado algo así.

—Luce usted muy bien —le dije con sinceridad y sonrisa de conejo.

Hubiera querido decirle “luce usted bellísima”, pero temí tartamudear. Avanzamos entre la gente que también había descendido de sus vehículos para llegar caminando al teatro.

—Sé que no tengo la educación de sus amigas, ni sé desenvolverme en sociedad como ellas.

—¿Eh? Usted es mi única amiga aquí en la capital, Matilde.

—No me mienta —susurró sin verme.

—Pero si es la verdad.

—¿Y la mujer del retrato? —preguntó levantando la barbilla.

—¿Qué retrato?

—Pues el que tiene en su cuarto. Ya lo vi.

No sabía de qué me estaba hablando hasta que recordé el dibujo a pluma que me había regalado Juan Pedro. El de Aurora Urdaneta. Lo había puesto sobre mi escritorio porque consideré que poseía un indudable valor artístico.

—¡Ah, ya! Pues, tanto como amiga… Más bien es la hermana de un conocido. Se llama Aurora Urdaneta. Vive en la colonia Juárez —le aclaré.

—¡Uy! Entonces debe ser gente rica.

—Imagínese —respondí tratando de no darle importancia al asunto.

La conversación se interrumpió cuando llegamos a nuestro destino. Frente al teatro se detenían cabriolés, cupés, duquesas y coches motorizados de los cuales descendían distinguidos caballeros y atractivas damas luciendo sus mejores galas. Nos unimos a ellos y, tras presentar nuestros pases, entramos al foyer, el cual lucía espléndido con su decoración en blanco y oro. Los grandes espejos lo hacían parecer mucho más grande de lo que era. La gente no escatimó su admiración ante el decorado y las mejoras arquitectónicas.

Pero el foyer no era nada comparado con la platea. Allí dominaba el rojo. Las butacas, el telón, las balaustradas y el fondo de los palcos hacían pensar en el interior de una caja de chocolates o, mejor aún, en un joyero forrado de terciopelo. Sobre nuestras cabezas, en el plafón, había un mural con figuras alegóricas.

Pese a que nuestros lugares estaban en el segundo piso y demasiado a la izquierda, ni la señora Meléndez ni su hija manifestaron inconformidad alguna. Por el contrario, lucían encantadas observando con ojos vivarachos a la elegante concurrencia. Yo también estaba feliz, aunque intentaba no demostrarlo, pues me encontraba representando mi papel de hombre de mundo, de reporter acostumbrado a los estrenos y a codearse con la mejor sociedad. Sentí que mi dandismo, aunque fingido, era necesario.

Las numerosas risas surgidas a lo largo de toda la representación y los aplausos que estallaron en cuanto la gran Virginia Fábregas entró en escena, no dejaron lugar a dudas sobre el éxito de la función. También fue evidente el interés que despertó en Matilde la pieza; no perdía detalle de cuanto ocurría sobre el escenario. Y aunque solo se trata de una comedia, mostraba una completa concentración, que contrastaba con la ligereza de la trama. Por momentos, estar pendiente de sus reacciones me resultaba más interesante que la pieza misma.

Tras el atronador aplauso final, la Fábregas salió para agradecer la presencia del público, y mientras el escenario se llenaba de arreglos florales, nos dirigió algunas palabras. Habló sobre el nuevo teatro y sus proyectos, además de destacar el trabajo de su compañía: actores y actrices, apuntadores, electricistas, utileros, el jefe de máquinas, el escenógrafo, etcétera. La ovación se repitió con mayor fuerza.

Al salir del teatro llevé a mis invitadas a cenar churros a un lugar agradable aunque modesto. Allí estuvimos hasta las diez. Luego emprendimos el regreso a la pensión.

Para nuestra sorpresa, los huéspedes se encontraban despiertos. Decidieron esperarnos para que les hiciéramos la crónica de lo sucedido durante la velada. La señora Meléndez no se hizo del rogar y contó de manera puntual lo ocurrido antes y después de la representación. También reseñó la pieza sin olvidar ningún detalle. Pero no solo eso, a petición de las señoritas Palma y de la señora Servín, también se ocupó de describir al público, poniendo especial atención en los vestidos y accesorios de las damas.

Cuando la crónica de la señora Meléndez comenzó a alargarse más allá de lo razonable, Zubizarriaga se despidió cortésmente y se retiró a su cuarto. Dijo que estaba exhausto. El profesor Eulogio también aprovechó la oportunidad y se retiró. Plegó el periódico que había estado leyendo y se puso de pie. Cuando se dirigía al patio, alcancé a ver el nombre de la publicación: El Despertar. El título me resultó vagamente familiar. ¿Dónde lo había visto? Una imagen comenzó a formarse en mi memoria; era un recuerdo difuso. Sin embargo, no fue sino hasta la mañana siguiente cuando la imagen cobró nitidez.