DON Eulogio me miró con recelo cuando lo abordé en la escalera de la pensión. Como todos los domingos, se dirigía a la Alameda, donde acostumbraba reunirse con los miembros de su club de ajedrez. Bajo el brazo llevaba la caja de madera que contenía las piezas del juego.
—Buenos días, profesor. Bonita mañana; ni pintada, como para darle un susto al escaque, ¿no le parece? —dije esbozando una sonrisa que pretendía ser atenta y cordial.
—¿Qué se le ofrece, Quintanilla? —preguntó con sequedad.
—Solo saludarlo, ¿qué otra cosa? —me encogí de hombros.
—Pues ya lo hizo. Si me disculpa… —dijo entre dientes y continuó su camino.
—Unas palabritas, profesor —lo detuve—. También quería preguntarle sobre el periódico que leía ayer. El Despertar, si no me equivoco.
Su gesto se tornó aún más desconfiado. Cambió el tablero de brazo.
—No creo que le interese. No se parece en nada al periódico para el que usted escribe. Dice cosas que El Imparcial nunca se permitiría publicar.
El profesor Eulogio me observó durante unos segundos. La suspicacia no se había borrado de su rostro. Quizá se preguntaba si mis comentarios iban en serio o solo era una chanza.
—Si no le molesta —continué tozudo—, ¿sería posible que me prestara el ejemplar que estaba leyendo? Ni qué decir que se lo devolvería tal cual. Como le acabo de contar, solo me interesa conocer otras formas de escribir.
El profesor no parecía convencido de mi sinceridad. Sin embargo, me dijo que esperara. Volvió a subir la escalera para dirigirse a su cuarto. Al poco tiempo regresó con varios números de El Despertar y me los entregó. Dijo que podía regresárselos cuando quisiera, que no tenía prisa. Luego se marchó con toda parsimonia y donaire.
Una vez en mi habitación comencé a leer aquellas hojas. No me quedaba duda, era la misma publicación cuyos ejemplares había visto en casa del teniente Urdaneta. Estaban en su recámara, apilados sobre una silla. También podía recordar con claridad otros detalles de esa habitación: el color del tapiz, los objetos sobre el buró, la luz mañanera que se filtraba a través de las cortinas de muselina y, por supuesto, los ojos del cadáver, fijos en el cielorraso. Como en ocasiones anteriores, en esa imagen mental, algo pequeño pero significativo estaba fuera de lugar. Sin embargo, aún no podía determinar qué era.
El Despertar resultó ser un periódico obrero. Según el directorio, se imprimía en la Ciudad de México, pero no aparecía el nombre del editor responsable o de los colaboradores. Lucía muy distinto del El Imparcial. No tenía fotografías ni grabados. Tampoco anuncios. Constaba de solo cuatro hojas de papel de mala calidad. Y aunque la impresión era clara, la tipografía se notaba gastada y de estilo anticuado. En sus páginas se hablaba del trabajo realizado por mineros, artesanos, campesinos y operarios de las fábricas. En distintos artículos se denunciaban sus injustas condiciones laborales, sus inconformidades y demandas. También se aludía a huelgas y disturbios ocurridos en varios puntos del país. Se mencionaba, por ejemplo, un paro obrero que hubo el año anterior en una mina de Sonora, en un sitio llamado Cananea. No estaba enterado de aquellos hechos. Ni siquiera había escuchado el nombre del lugar.
Me pregunté cuál era el interés del teniente Urdaneta en esta publicación. Él era un militar de carrera, no un obrero. ¿Por qué había tantos números de El Despertar en su casa? Tras pensarlo un poco, concluí que, en su calidad de hombre culto y ciudadano preocupado por su país, era natural que le hubiera interesado todo lo que ocurría a su alrededor, incluyendo la situación de los obreros. Esta explicación me pareció cabal y razonable, por lo que seguí revisando los periódicos del profesor Eulogio.
En el número correspondiente a febrero de 1907 encontré una crónica titulada “La verdad sobre Río Blanco”. Me acomodé en mi escritorio para leer el artículo.
Según el redactor, casi ninguno de los periódicos que informó sobre lo ocurrido en el valle de Orizaba había sido fiel a los hechos. La cantidad de mentiras, exageraciones y omisiones que circulaban en todo el país faltaban a la verdad y a la justicia, haciéndole creer a la sociedad que lo sucedido en Río Blanco había sido un alzamiento sin justificación, un motín arbitrario alentado por un pequeño grupo de exaltados que no representaban a la mayoría de los trabajadores.
El artículo afirmaba que, en contra de lo que muchos decían, no fue una huelga. En todo caso no una huelga de obreros, sino un paro patronal. En efecto, habían sido los dueños de las fábricas y no los empleados quienes, frente a la ola de descontento surgida en la industria textil, decidieron cerrar temporalmente las puertas de sus negocios. El propósito era darle una lección a los inconformes, haciéndoles ver lo que podían perder si se quedaban sin su fuente de trabajo.
Así fue como, una fría mañana de diciembre, los trabajadores se encontraron con un letrero en la entrada de las diferentes fábricas. Los que sabían leer vieron que se les informaba que las labores serían suspendidas hasta nuevo aviso. Esto tomó por sorpresa a los habitantes de Río Blanco y las villas cercanas, como San Lorenzo y Santa Rosa. Era la manera en que los patrones castigaban a sus empleados por buscar mejores condiciones de trabajo. Porque, de acuerdo con el autor del artículo, los tejedores e hilanderos del valle eran explotados de diversas formas: trabajaban de las 6 de la mañana hasta las 8:30 de la noche, incluidos los sábados y, en ocasiones, eran obligados a laborar de noche, o los domingos. También se les multaba por los productos mal terminados y se les obligaba a pagar las piezas de maquinaria y las herramientas que se dañaran con el uso. Por si fuera poco, los administradores tenían el derecho de despedir a un trabajador por cualquier razón e impedirle conseguir trabajo en la zona.
Otro motivo de descontento eran las tiendas de raya, las cuales formaban parte de la fábrica y vendían a un precio excesivo. Los trabajadores no podían comprar en otro lado, pues parte de su sueldo era en vales que solo servían en esas tiendas. En el caso de Río Blanco, la tienda de raya pertenecía a un francés llamado Víctor Garcín, quien además era propietario de otros establecimientos similares y de nueve pulquerías. Este nuevo rico era aliado de los patrones y acordó con ellos negarles el crédito a los trabajadores mientras durara el paro patronal.
El domingo 6 de enero del año en curso, los trabajadores fueron convocados por sus dirigentes para informarles sobre el resultado de las negociaciones con el gobierno, se había ofrecido a mediar en el conflicto. Tales negociaciones habían fracasado. En un teatro de Orizaba se les dijo que debían regresar a su trabajo de inmediato y que tenían prohibido hacer huelgas. Esto avivó el descontento, el cual estalló al día siguiente. El lunes 7 de enero los empleados de las fábricas textiles, animados por sus esposas, madres y hermanas, apedrearon las fábricas y luego se dirigieron a la tienda de raya de Víctor Garcín para que les vendiera los productos que necesitaban para alimentar a sus familias. Al verlos llegar, uno de los empleados de la tienda se asustó y disparó contra la multitud. Eso desató la ira de los presentes, quienes incendiaron el establecimiento. Intervino la policía y luego los rurales, los cuales reprimieron a los trabajadores, pero al ver que el enojo aumentaba, el jefe político pidió al ejército que interviniera. Así fue como llegó desde Orizaba el 13° Batallón y, poco después, el gobierno federal envió en tren a dos compañías del 24° Batallón.
Los soldados detuvieron a numerosas personas y dispararon contra quienes se resistían. Durante toda la noche los militares recorrieron la zona buscando sospechosos y sacando de sus casas a quienes se ocultaban. Al día siguiente fusilaron indiscriminadamente a varios detenidos, entre ellos a muchos dirigentes del Gran Círculo de Obreros Libres, organización que representaba a la mayoría de los trabajadores. No obstante, algunos de los obreros más activos y unos cuantos líderes del Gran Círculo lograron escapar y se encontraban prófugos. La policía de todo el país tenía la orden de buscarlos y aprehenderlos.
En el último párrafo, el autor preguntaba si esta era la forma de tratar a los trabajadores del país. No era justo, decía, que se les reprimiera así cuando lo único que pedían era justicia y un trato más digno. ¿Acaso no eran los obreros y los campesinos los que, con su esfuerzo y dedicación, habían construido la riqueza y la prosperidad del país?
El artículo de El Despertar concluía con el listado de los nombres de algunos de los obreros muertos durante los disturbios de Río Blanco, o fusilados al día siguiente. En realidad, el número exacto de víctimas se desconocía. También había otra lista donde figuraban los desaparecidos. Estos sumaban cuarenta y tres. Miré ambas listas. Al principio no advertí nada peculiar. Hice el periódico a un lado y me puse de pie. Tomé el aguamanil y vertí agua dentro de la jofaina para refrescarme la cara mientras reflexionaba sobre este asunto. En ese momento algo iluminó mi mente. Regresé al escritorio, abrí el periódico y leí de nuevo la lista de los desaparecidos. Entre aquellos nombres resaltó ante mi vista el de un tal Lisandro Arteaga.