18

LLEGUÉ a la pensión cerca de las cuatro de la tarde y subí de inmediato a mi cuarto. Iba tan sumido en mis pensamientos que en un principio no creí que Matilde estuviera allí, leyendo ante el escritorio. Cuando abrí la puerta, casi se cae de la silla.

—¡Uy! ¡Qué susto me ha dado, Tristán! ¡Pensé que era mi mamá!

—No era mi intención —me disculpé—. Es que ando muy distraído y…

—¡Shh! Cierre la puerta, por favor. Alguien podría vernos.

Hice lo que me pidió y me acerqué a ella.

—Qué sorpresa verlo por aquí tan temprano —dijo mientras cerraba el libro y se ponía de pie, dispuesta a marcharse.

—Solamente vine a recoger unos documentos y en seguida me voy. Por favor, no se levante. Lamento haberla interrumpido.

—No importa. De todas maneras ya me iba. Mamá quiere que lave la cristalería y desempolve la vitrina. Luego tengo que limpiar la sala y los vidrios de las ventanas. ¡Ay!, a veces quisiera estudiar algo y conseguir un empleo, en lugar de pasarme la vida desempolvando, lavando y barriendo.

—Bueno ¿y por qué no se anima? Digo, a estudiar.

—Otra vez con sus cosas, Tristán. Dese cuenta que para usted es muy fácil porque es hombre —respondió con cierta impaciencia.

—Lo importante sería intentarlo y salir adelante —la animé.

—Como si fuera tan fácil. No conozco a sus padres, pero si usted hubiera nacido mujer no lo habrían dejado venir a trabajar a la capital. Estaría en Jalapa ayudándole a su mamá con el quehacer y lavando la ropa de sus hermanos hasta que llegara alguien y fuera a pedirla. Y ya casada, se pasaría el día haciendo el quehacer de su nueva casa y lavando los trapos de su marido.

—Con un poco de suerte, no. Las mujeres también estudian —le informé—. Hace poco entrevisté a Matilde Montoya. ¿No ha oído hablar de ella? Es la primera mujer médico del país. Y no es la única.

—Abra los ojos, Tristán. Las escuelas para señoritas son para gente de dinero y yo no lo tengo. Y si lo tuviera, no creo que mamá me dejara; si hasta parece que la oigo.

—Yo podría hablar con ella, decirle que…

—¡Ni lo piense! Mejor vamos a dejarnos de desfiguros. Usted tiene cosas que hacer y yo igual —dijo mientras se dirigía hacia la puerta.

—Espere, Matilde. Se me ocurre…

Regresé al escritorio y saqué la Blickensderfer de su caja. La hija de la señora Meléndez me veía sin comprender.

—Usted redacta bien; lo sé por las cartas que me deja sobre el escritorio. Yo podría enseñarle mecanografía. ¿Qué tal? ¿Le parece? —le señalé mi máquina de escribir.

—No sé… —respondió, dudosa, abriendo mucho los ojos.

—En estos tiempos modernos las personas que saben escribir a máquina consiguen trabajo de inmediato, no importa si son hombres o mujeres. Hay un gran futuro en esa actividad.

—Déjeme pensarlo —dijo y salió de la habitación, no sin antes asegurarse de que el pasillo estuviera desierto.

Volví a guardar la Blickensderfer en su estuche. Nadie más que yo usaba esa máquina. Era mi tesoro. Ni siquiera me animaba a sacarla de la habitación y ni pensar en llevarla al periódico. Sin embargo, estaba dispuesto a dejar que Matilde aprendiera mecanografía en ella. Tenía la sospecha de que, pese a la oposición de su madre, terminaría por aceptar mi ofrecimiento.

Acomodé los libros y los papeles que descansaban sobre el escritorio y saqué los ejemplares de El Despertar para volverlos a revisar en busca de alguna otra referencia a Lisandro Arteaga. Mientras lo hacía, no pude dejar de leer varios de los artículos.

Uno de ellos describía la vida en las fábricas de textiles de Orizaba, en particular la de Río Blanco, la cual había sido inaugurada en 1892, en un valle rodeado de montañas, entre las cuales destacaba majestuoso el volcán Citlaltépetl. La fábrica era enorme y a su alrededor se alzaba una verdadera ciudad, con sus propias calles, tiendas y casas para los obreros. Estas últimas eran, en realidad, largas barracas con muchos cuartos en los cuales vivían los textileros con sus familias.

Al principio, los dueños de la compañía no habían logrado encontrar en la zona tejedores suficientes para trabajar en sus fábricas, así que trajeron gente de Puebla, Oaxaca, San Luis Potosí y Jalisco. Muchos de ellos eran campesinos que habían sido expulsados de sus tierras a causa de la expansión de las haciendas. Todos llegaron al Valle atraídos por el espejismo de una vida mejor. Fue así como cambiaron la vida al aire libre y la agricultura por una existencia que los condenaba a permanecer encerrados en una fábrica durante largas horas, soportando los malos tratos y el estruendo de la maquinaria.

Casi toda la mano de obra estaba compuesta por hombres, pero también había mujeres e incluso niños y niñas. Según El Despertar, la vida de las mujeres trabajadoras de Río Blanco era especialmente difícil. “Con mucha frecuencia —se afirmaba— las señoras y señoritas del departamento de hilados de estas fábricas se ven mortificadas y asediadas con multas y son despedidas del trabajo por no admitir ciertas proposiciones del cabo de operarios. Todo ello ante la mirada indiferente de los patrones.” No había que ser muy listo para adivinar a qué tipo de “proposiciones” se refería el artículo. Esto me indignó.

Las injusticas que ocurrían Río Blanco hicieron que muchos trabajadores comenzaran a organizarse. Más tarde se les unieron obreros de otras fábricas de la región, como Santa Rosa, Mirafuentes y San Lorenzo. Entre todos formaron el gran Círculo de Obreros Libres. Esta organización buscaba apoyar a los textileros para que defendieran sus derechos y mejoraran sus condiciones de vida, algo que no fue del agrado de los patrones, quienes pidieron el apoyo del gobierno.

Este y otros artículos me afectaron bastante, pues hablaban de cosas que ocurrían en mi estado natal y que, sin embargo, yo ignoraba.

Pese al cuidado con el que revisé cada ejemplar, no encontré ninguna otra referencia a Lisandro Arteaga. Su nombre figuraba solo en la lista de desaparecidos. Tras pensarlo mucho, sopesé la conveniencia de ir a las oficinas de aquella publicación porque la dirección aparecía en una de las páginas, para preguntar si lo conocían. Era poco probable, pero no contaba con ninguna otra pista. También podía investigar si existía en la ciudad alguna filial del Círculo de Obreros Libres. Allí podrían saber algo sobre el sujeto que buscaba.

En cualquier caso, me di cuenta de que, para realizar la pesquisa necesitaría el apoyo de Moisés; él conocía bien la ciudad y tenía muchas relaciones que podían darme información. No obstante, si quería que mi colega me ayudara, sería necesario contarle todo, empezando por el suicidio del teniente, la entrevista con Aurora y sus sospechas sobre la muerte de su hermano. Había prometido no hablar con nadie sobre esto, pero si deseaba avanzar en mi investigación, tendría que hacer a un lado mi promesa y revelar lo que sabía.