21

MOISÉS y yo llegamos a la plaza de San Pablo, donde abordamos el tranvía de regreso. En el camino le di las gracias por su ayuda. “No fue nada”, dijo y volvió a recomendarme que tuviera cuidado. Se bajó en Mesones y yo seguí hasta Santo Domingo. Allí descendí del transporte y crucé el pequeño parque hacia los portales, acompañado por las campanas de la iglesia. Los últimos rayos del sol teñían de rosa el contorno de las nubes, las cuales parecían hechas de muselina.

Decidí dirigirme a pie hacia la pensión. No me importó caminar las diez cuadras que me separaban de la casa de la señora Meléndez. Tenía mucho en que pensar y nada mejor que hacerlo mientras recorría la ciudad.

De un tiempo a esa parte había cosas que comenzaban a preocuparme. Para mí, trabajar en El Imparcial representaba mi mayor logro hasta ese momento. Era el periódico más vendido de México. También el mejor impreso y el que tenía mayor cantidad de fotos. Entre sus páginas podía encontrarse de todo: noticias nacionales, internacionales, taurinas, científicas, de espectáculos, de moda, de policía y sociales. Incluso de vez en cuando aparecían artículos sobre deportes. Este último era un tema que otras publicaciones consideradas “serias” se negaban a incluir.

Por el momento no me pagaban tan bien como a otros periodistas que también laboraban allí. Sin embargo, era probable que, más adelante, mi situación mejorara. En resumen, no tenía motivos para quejarme. Muchos otros jóvenes deseosos de convertirse en periodistas hubieran hecho cualquier sacrificio a cambio de un puesto en el diario. Sin embargo, el haber oído a varias personas decir que El Imparcial estaba sostenido por el régimen me incomodaba. Debido a eso muchas cosas no se podían decir, o bien, lo que se decía debía favorecer al gobierno, sobre todo cuando se abordaban cuestiones políticas. ¿Cuánta verdad había en ello? Al leer El Despertar, me di cuenta de la diferencia entre las versiones de un mismo suceso. Esta impresión se reforzaba al escuchar al profesor Eulogio y al Moro. Sin conocerse y tal vez por motivos diferentes, cada uno consideraba que El Imparcial mentía para favorecer al gobierno. Me hubiera gustado preguntarles qué era para ellos la verdad y cómo podían saber quién mentía y quién no. ¿Y quiénes eran los hermanos Flores Magón de los que había hablado el Moro? En cualquier caso, comenzaba a reflexionar sobre muchas cosas que, hasta hace algunos meses, no me preocupaban en lo absoluto.

Cuando llegué a la esquina de la Calle de la Magnolia, vi a lo lejos a Matilde, quien en ese momento salía de la pensión con una canasta en la mano. Seguramente iba a comprar pan. Me saludó y yo le hice una indicación para que me esperara. Le iba a pedir que me permitiera acompañarla, pero no alcancé a hacerlo. En cuanto bajé de la banqueta un automóvil se acercó y se detuvo a mi lado. Todo ocurrió con tal rapidez que no tuve tiempo de reaccionar. Un sujeto saltó del vehículo y, antes de que pudiera identificarlo, me cubrió la cabeza con lo que supongo que era un saco de arpillera. Después me sujetó e intentó meterme a la fuerza en el coche.

Resistí cuanto pude, pero durante el forcejeo perdí el equilibrio y mis gafas cayeron al piso. Luego fui derribado. Quedé boca abajo mientras mi atacante apoyaba una de sus rodillas sobre mi espalda para inmovilizarme. Creí que me iba a romper el espinazo. Luego sentí que era levantado en vilo y arrojado al interior del auto. Una vez dentro, el tipo me sujetó, impidiendo así que me incorporara. Entonces puso algo metálico contra mi cuello.

—¡Si gritas, te rajo el pescuezo!

El auto arrancó y fue dando tumbos por el empedrado. Primero sentí una gran confusión, pues no entendía lo sucedido. Luego comprendí y sentí miedo. Estaba siendo secuestrado. Pero ¿por qué? La idea me pareció absurda.

—¡Oiga…! —intenté protestar.

—¡Que te calles! —ladró el desconocido y hundió un poco la hoja de metal.

Empecé a temblar. La capucha que me cubría la cabeza olía mal y casi no me dejaba respirar. Además, el individuo me aferraba impidiéndome realizar cualquier movimiento.

En ocasiones, El Imparcial publicaba noticias sobre raptos ocurridos en la capital. Sin embargo, en todos ellos la víctima era alguien adinerado: un empresario, el propietario de un gran almacén o un aristócrata. Yo no era rico, ni importante, ni famoso. ¿Por qué me secuestraban? ¿Cuánto dinero podrían obtener a cambio de mi libertad? Por un momento creí que los maleantes se habían equivocado y que, en cuanto se dieran cuenta de su error, me dejarían ir. Sé que esto último suena demasiado ingenuo, pero en aquellos momentos no era capaz de pensar con claridad.

No sé durante cuánto tiempo estuve en el auto. Pudo ser una hora o cinco. Me encontraba tan nervioso y asustado que cada minuto era interminable. Los saltos del vehículo provocaban que la navaja, el cuchillo o lo que fuera que el tipo sostenía tocara mi cuello. Temía que en cualquier momento el arma hiciera un corte accidental en mi piel.

Finalmente nos detuvimos y escuché que alguien descendía del automóvil. Luego oí abrirse un zaguán y, unos instantes después, el vehículo volvió a avanzar. A juzgar por los sonidos, ahora parecía que íbamos sobre gravilla, luego entramos en un espacio cerrado. Esto último lo deduje al advertir el eco que producía el auto.

Cuando nos detuvimos, el tipo que me tenía inmovilizado aflojó la presión y se hizo a un lado. Intenté quitarme el saco de la cabeza, pero aquel hombre me lo impidió. Me hizo descender a empujones. Estaba tan entumido que casi no podía mantenerme de pie. Aun así fui obligado a caminar. Me invadió una nueva oleada de miedo.

Me sentaron en una silla y me ataron las manos a la espalda. La cuerda que usaron estaba tan apretada que me laceraba. Volví a temblar. Me retiraron el saco de arpillera de la cabeza y me vi en una habitación vacía y gris, con dos pequeñas ventanas a través de las cuales solo se podía ver que ya era de noche. Ante mí había una mesa de madera sobre la cual un quinqué lanzaba un tenue resplandor. Dos hombres me observaban. La penumbra y la pérdida de mis gafas hacían que todo luciera irreal. Aun así reconocí al que me había seguido en la Alameda. El otro me resultó un total desconocido; tenía el rostro cubierto de granos y los ojos pequeñísimos, como cerdo. Ambos iban armados.

—Se han equivocado de persona, señores —dije en mi defensa—. Soy un simple periodista. Trabajo en El Imparcial. Si hubiera un aparato telefónico aquí podrían llamar al diario y comprobarlo.

—¡Cállate, escoria! —me ordenó el de los granos, mientras sacaba su reloj del chaleco. Luego de ver la hora lo regresó al bolsillo y se quedó inmóvil frente a mí, examinándome.

Su compañero comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación. Se notaba impaciente.

—¡Deja de moverte, gusano! Mosqueas y me pones nervioso —le espetó el de los granos—. Vete a la calle a esperar el carro.

El otro obedeció.

Pasados unos veinte minutos escuché caballos y el sonido de un zaguán al abrirse. Alcancé a escuchar el rumor de una conversación, pero fui incapaz de entender qué decían las voces. El tipo que había salido regresó acompañado de un hombre delgado, pequeño y bien vestido, de facciones alargadas que le daban un aspecto zorruno. Entrecerré los ojos para tratar de verlo mejor. Su expresión era de fastidio, como si estuviera allí a disgusto. Se paró ante mí para examinarme y luego, con impaciencia, miró a su alrededor como buscando algo.

—¡No han de querer que siente el suelo, par de imbéciles! —les dijo a los tipos—. ¡Una silla!

Uno de los secuestradores salió de la habitación. Unos segundos después regresó con una silla. El recién llegado sacó un pañuelo blanquísimo del bolsillo y lo usó para limpiar el asiento antes de acomodarse frente a la pequeña mesa. Me miró en silencio. Parecía entregado a una profunda meditación. Sus rasgos resultaban borrosos a causa de mi mala vista y la débil luz del quinqué. Sacó un cigarrillo y, con la mano derecha, extrajo de uno de los bolsillos del saco una caja de cerillos para encenderlo.

—Confío en que esto no nos tome mucho tiempo —dijo escueto—. Todo depende de usted. Podemos resolver esto de inmediato o quedarnos aquí toda la noche…

—Ya le dije a estos hombres que han cometido un lamentable error —lo interrumpí—. Yo soy…

—Sabemos quién es usted, señor Quintanilla. No hay ningún error —respondió—. También sabemos que era buen amigo del tristemente desaparecido Martín Urdaneta y que conoce bien a su hermana.

El sujeto volvió a guardar silencio, seguramente para ponderar el efecto de sus palabras. El hecho de que conociera mi nombre me intrigó. Le aclaré que de ningún modo había sido buen amigo del teniente y que, de hecho, solo lo había visto vivo una vez, y a su hermana la había tratado muy poco. El hombrecillo hizo un gesto de impaciencia con la mano, dando a entender que no le interesaba ninguna de mis explicaciones. Pensé que iba a preguntarme sobre Lisandro, pero no lo hizo.

—Mire, iré a lo que me interesa. Dígame dónde está el motor y terminemos con esto —dijo apremiante.

—¿Motor? —mi sorpresa fue auténtica—. No sé de qué me habla.

—¿Está usted seguro, Quintanilla?

—Se lo juro. No sé a qué motor se refiere —aseguré.

—Muy bien, señor Quintanilla, si prefiere hacer las cosas a la brava, pues lo haremos como usted quiere —dijo y miró al hombre de los granos, quien había permanecido, junto con el otro, en el fondo de la habitación, oculto en la semipenumbra. El de los granos se quitó el saco y se lo dio a su compañero.

—Te lo advierto, Emeterio —dijo el tipo elegante—, no quiero que ocurra lo mismo que la vez pasada. Ten mucho cuidado. ¿Entendiste?

—No se preocupe —respondió el otro y avanzó hacia mí con lentitud amenazante.

En realidad, el golpe no me sorprendió. Lo que me realmente me asombró fue que, a pesar de haber usado solo el puño desnudo, la sensación fue como si me hubieran pegado con una piedra. Fue un impacto seco y firme a la altura de la ceja derecha que me produjo un dolor agudo, el cual se extendió como una quemadura hasta cubrir media cara. El mazazo hizo que me tambaleara con todo y silla. Sin embargo, no caí. Fue después del segundo puñetazo —el cual recibí en la oreja— cuando me fui de espaldas. Como tenía las manos atadas no pude evitar golpearme la cabeza contra el piso. El sujeto elegante permaneció impasible mientras los otros dos levantaron la silla para colocarme una vez más frente a mi interrogador.

—Confío en que haya recuperado la memoria —dijo parsimonioso—. ¿Ya recordó dónde está el motor?

—¡Le repito! ¡No lo sé! —exclamé. El zumbido de cien abejas me retumbaba en el cerebro.

El individuo movió la cabeza con desaprobación. Luego dio una larga fumada. Observó durante nos segundos el cigarro, poniendo especial atención a la ceniza que se había formado en punta y que estaba a punto de caer. Volvió a mirarme. Sin alterar la voz en lo más mínimo me reconvino.

—Mire, Tristán, no perderé más el tiempo. Emeterio podría pasarse golpeándolo durante horas. Pero, si le he de ser sincero, tengo cosas más importantes y agradables que hacer que estar aquí viendo cómo le desfigura el rostro. Hagamos esto: le voy a preguntar otra vez dónde está lo que busco. Si no me lo dice, le pediré a Emeterio que le corte un dedo… o algo mejor, que sean dos. No creo que le vaya a resultar fácil escribir a máquina con dos dedos menos.

El tipo volvió a sentarse, golpeó suavemente el cigarrillo contra el borde de la mesa para tirar la ceniza y me miró a los ojos.

—Señor Tristán Quintanilla, se lo pregunto por última vez: ¿dónde está el motor?