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—YO soy de un pequeño lugar de Jalisco llamado Tlajomulco. Cuando tenía dos años el cólera llegó a la región y, entre otras muchas personas, se llevó a mis padres. Fue un milagro que a pesar de mi corta edad lograra sobrevivir. Gracias a Dios no me quedé sola en el mundo, pues unos tíos se hicieron cargo de mí y me llevaron a su casa, en Guadalajara, donde me criaron. Ellos tenían dos hijos gemelos, Marco y Mateo, un año mayores que yo. Crecí con ellos. Aunque eran pobres, mis tíos se esmeraron para que mis primos y yo tuviéramos educación, aunque fuera elemental. Mis primos fueron a la primaria y siempre destacaron; los dos eran muy buenos para el estudio. Yo no pude ir a una escuela, pues no había ningún colegio de niñas cerca de donde vivíamos, pero mi tía me enseñó a leer, a escribir y a hacer cuentas. Y como demostré que no era tan dura de mollera, también me enseñó lo poco que sabía de historia, geografía y ciencias naturales. Me encantaba conocer cosas nuevas, era algo que me hacía muy dichosa. Siempre competía con mis primos para ver quién sabía más.

Ruth Lisandro hizo una pausa. Examinó con una sonrisa melancólica el té de su taza, como si intentara encontrar en el fondo las imágenes extraviadas de aquella época feliz.

—Mis tíos eran artesanos. Tenían un pequeño telar para hacer ropa y, al principio, el negocio les daba para vivir, no con lujos pero sí con dignidad. Sin embargo, la situación cambió poco a poco. Por más que mis tíos se esforzaban, el taller les dejaba cada vez menos. Esto no solo les ocurría a ellos, sino a la mayoría de los artesanos de la región. Aguantamos durante varios meses, pero cuando las privaciones aumentaron… Con decirles que a veces no teníamos ni para comer —apretó los labios, conteniendo la emoción, después prosiguió—: Bueno, pues así estaban las cosas. Entonces nos vimos obligados a emigrar. La verdad, fue muy difícil, pero no teníamos de otra. Mi tío había oído que las fábricas de Veracruz estaban ocupando gente; decían que pagaban bien y daban un lugar para vivir a los trabajadores. Así que una tarde de 1900, llegamos al valle de Orizaba. Allí nos encontramos con otras familias que también venían de fuera buscando trabajo. En el valle había siete factorías, todas dedicadas a los textiles: Santa Gertrudis, Cerritos, Cocolapan, Mirafuentes, San Lorenzo, Santa Rosa y Río Blanco. Mi tío logró colocarse en la de Río Blanco. La paga daba lo suficiente para irla pasando; teníamos techo y en las tiendas de raya había todo lo que necesitábamos, desde sacos de arroz hasta máquinas de coser. El problema fue que a mi tío no le resultó fácil acostumbrarse, pues siempre había sido su propio jefe y ahora debía recibir órdenes. Además, había que trabajar muchas horas y, al hacer cuentas, resultó que no alcanzaba porque los precios en la tiendas de raya eran altos y solo se podía comprar allí, pues no había muchos comercios en el valle y, a veces, pagaban con unos vales que no eran aceptados en otro lugar. Es cierto que el señor Garcín, el dueño, nos daba crédito en sus tiendas, pero a la larga terminábamos debiendo mucho porque la deuda crecía y crecía, y uno nunca terminaba de pagar.

Mientras Ruth hablaba recordé algunos párrafos de El Despertar. Todo lo que nos estaba contando coincidía con lo que se decía en las páginas de ese periódico.

—Poquito después de llegar a Río Blanco —continuó Ruth—, mis primos también tuvieron que entrar a trabajar a la fábrica, pues el exceso de trabajo estaba matando a mi pobre tío. Ellos tenían diecisiete años y empezaron en el departamento de hilados, que era donde estaba la mayoría de los obreros. Siempre era lo mismo y no se necesitaba ser muy listo. Todo era cosa de encontrarle el modo. Sin embargo, a los pocos meses, los jefes se dieron cuenta de que mis primos tenían más inteligencia e iniciativa que los demás, así que los cambiaron al salón de grabado, donde se hace el estampado de las telas. Allí conocieron a trabajadores que venían de Europa, sobre todo de Alsacia y Alemania. Por esa época mi tía se enfermó y, para pagar las medicinas, yo también fui a pedir trabajo. Me presenté para entrar al departamento de hilados, pero como sabía leer y escribir fui enviada al edificio del Consejo, un lugar elegante, limpio e iluminado donde estaba la administración de la fábrica. Me sentía muy afortunada.

”Mis primos también estaban muy contentos; casi desde el principio se interesaron en los telares automáticos y en las máquinas estampadoras. Solo habían ido a la escuela hasta el quinto grado y no sabían de ingeniería, pero rápidamente entendieron el funcionamiento de aquellas máquinas. Con la ayuda de los técnicos alemanes, que fueron los que les enseñaron todo, se volvieron expertos en mantenimiento y reparación de las máquinas. Tenían una especie de don para eso. Los dos se hicieron tan famosos, que todo el mundo en la fábrica los conocía como los 'Cuates mecánicos'. Cuando alguna máquina empezaba a dar lata, los llamaban a ellos.”

La taza de Ruth Lisandro estaba vacía; la propia Aurora tomó la tetera y le sirvió un poco más. La doncella aprovechó el silencio para entrar con el vinagre y el agua tibia que había recomendado el doctor. Yo estaba tan interesado en el relato Ruth que casi había olvidado mis lesiones. No fue sino hasta que me toqué ligeramente el pómulo derecho, cuando el intenso dolor me recordó lo ocurrido.

Matilde se ofreció a aplicar el remedio con una pequeña toalla, pero le dije que podíamos esperar un poco; no quería interrumpir la narración de Ruth.

—Por aquel entonces conocí a un militar que iba muy seguido al edificio del Consejo. Luego supe que era el novio de Catherine, la hija del señor Jean-Claude Antigny, uno de los meros dueños. Llegaba por las tardes a recoger a su prometida, que trabajaba en el mismo edificio que yo. Bueno, trabajar, lo que se dice trabajar, sería mucho decir. En realidad, su señor padre creó un puesto para ella a fin de hacerla sentir útil o, más bien, para vigilarla, pues la francesita tenía fama de pizpireta. Catherine iba tres días a la semana y se quedaba media jornada en el despacho que le había asignado la empresa. El teniente, quien, como ya habrán adivinado, no era otro que Martín Urdaneta, iba por ella y la acompañaba en carruaje a su casa. Él y yo conversábamos mientras esperaba a que su novia se arreglara y saliera. Martín siempre me pareció apuesto, pero para mí solo era un conocido, pues lo nuestro ni siquiera podía considerarse amistad. Él era un militar comprometido con la hija de uno de los dueños de la fábrica, mientras que yo nada más era una empleada de oficina con la que él conversaba para hacer un poco de tiempo.

”Pues resultó que, de tanto desarmar las máquinas de la fábrica para repararlas, a mis primos se les ocurrió crear un motor eléctrico muy práctico, pequeño y potente. Dibujaron los planos y lo construyeron. Una maravilla. Según me contaron, podía variar la velocidad y cambiar el sentido del giro. Eso no se le había ocurrido a nadie. Además, su fabricación era muy económica. Ellos construyeron el modelo con piezas viejas o fabricadas por ellos mismos. Si ustedes no saben cómo funciona un telar eléctrico, una pabiladora o una estampadora, déjenme decirles que ninguna de estas máquinas tiene motor propio, todas funcionan con grandes motores centrales que comunican el movimiento por medio de barras giratorias que están arriba, en el techo de la fábrica. Cada máquina está conectada a esas barras por bandas de cuero, largas, largas. Cuando alguno de los motores falla, o cuando una banda se sale de su eje, o se rompe, lo cual ocurre a cada rato, la producción tiene que detenerse. En cambio, el motorcito de mis primos permitía que cada máquina pudiera funcionar solita por su cuenta.

”Cuando Marco y Mateo mostraron su invento a la junta directiva, los franceses no lo podían creer. Estaban encantados. De inmediato les ofrecieron comprar el diseño, pero aunque la oferta no era mala, ellos tampoco eran tontos; los dos soñaban con abrir su propia empresa y vender los motores a las fábricas no nada más de Orizaba, sino de todo el país. Se daban cuenta de que un motor como ése podría usarse para otras cosas, no solo para los telares. Ese aparato podría hacerlos millonarios.

”Pero por esa época empezaron las protestas y el descontento de los trabajadores de Orizaba. Desde principios del año pasado, cada vez más gente asistía a las reuniones del Gran Círculo de Obreros Libres. En todas las fábricas del valle se hablaba de pedir a los patrones reducir las jornadas de trabajo, quitar los vales y las tiendas de raya, terminar con las multas y pagarles lo mismo a los obreros mexicanos que a los extranjeros. Aunque mis primos no estaban en el Gran Círculo, simpatizaban con la causa. En la casa solo se hablaba de ese tema y eso no terminaba de gustarme.”

—¿No estaba usted de acuerdo con lo que pedían los trabajadores? —pregunté extrañado.

—Yo me sentía otra cosa. Trabajaba en el edificio del Consejo, que era como estar en las nubes. Nunca había visto un lugar tan bonito. Allí todos eran amables y educados conmigo. En cambio, en la fábrica el ruido era insoportable; el trabajo muy pesado y a cada rato había accidentes. Además, los capataces trataban mal a los hombres y molestaban a las mujeres. Pero eso no era todo. También comencé a creerme más que los obreros, pensaba que yo estaba por encima de ellos porque trabajaba en las oficinas de los patrones. Me creía muy importante. Ahora reconozco que fui una tonta.

—¿Qué ocurrió después? —preguntó Matilde, quien se mostraba tan interesada como yo en el relato de Ruth.

—Un domingo, a mediados del año pasado, fui con mi familia a Orizaba. Cuando salíamos de oír misa en la iglesia del Carmen, nos encontramos con Martín, quien paseaba solo por la ciudad. Muy amablemente se acercó a saludarme; le presenté a mis tíos y a mis primos. Pensé que seguiría su camino, pero se quedó con nosotros y hasta nos acompañó a dar un paseo por el parque Castillo. Le explicó a mi familia que era de la Ciudad de México y que estaba acantonado en Orizaba con su regimiento desde hacía un año. Todo eso ya me lo había contado a mí cuando platicábamos en el edificio del Consejo. Martín era muy simpático y se ganó a mis tíos. También se entendió con mis primos, y a partir de allí lo veíamos con frecuencia. Aunque él era de otra clase social, nunca se apenó de nosotros; nos trataba como a cualquiera de sus amistades. Después me di cuenta de que tenía interés en mí, pero no le correspondí porque sabía que era novio de la francesa y no quería meterme en líos.

”Con mis primos, Martín se la pasaba hablando de la situación de los trabajadores; del Gran Círculo de Obreros Libres y de las protestas que ocurrían en distintas partes del país. Decía que las demandas de esa gente le parecían justas, pero dejó claro que como militar no podía involucrarse. Por aquel tiempo, Marco y Mateo aún estaban construyendo el motor y le mostraron a Martín sus avances. Él los felicitó, pero también les advirtió que tuvieran mucho cuidado con su invento, pues alguien podría intentar robarles la idea. Por desgracia ellos no tomaron en cuenta este consejo, y eso fue un terrible error.”