25

EL gran reloj de péndulo del salón marcó las doce de la noche con una suave serie de campanadas. El té se había terminado desde hacía rato y no quedaba ningún bocadillo en la bandeja; sin embargo, ninguno de nosotros mostraba deseos de retirarse. Todos estábamos pendientes del relato de Ruth.

—Como les dije antes, ni mis primos, ni mi tío, formaban parte del Gran Círculo —continuó la muchacha—, pero asistían a las asambleas y procuraban estar enterados de todo lo que ocurría. A mí nada de eso me interesaba. En el fondo me parecía una insensatez, de las más grandes. ¿Ya habían olvidado las miserias que pasamos en Guadalajara? Ahora teníamos trabajo, techo y comida. Estábamos mejor. En lugar de agradecerles a los dueños de las fábricas, los ingratos trabajadores organizaban protestas. Para mí, eso no tenía sentido.

”Entonces llegó diciembre con la sorpresa de que los empresarios franceses decidieron cerrar sus fábricas. Al principio no entendí cuál era la razón. Luego supe que era una manera de preocupar a los trabajadores, haciéndoles ver lo que podían perder si continuaban con sus protestas. Los dueños no sufrirían mucho cerrando de manera temporal, tienen suficientes riquezas para aguantar el tiempo que quieran; pero para nosotros era una muy mala noticia, pues siempre estábamos al día. Así que la Navidad y el Año Nuevo fueron para todos los trabajadores del Valle días muy tristes y llenos de apuraciones, pues no sabíamos cuándo podríamos volver al trabajo.

”Y fue precisamente durante ese mes cuando un representante del señor Antigny, padre de Catherine, se presentó en nuestra casa y pidió hablar con Marco y con Mateo. Les informó que su patrón quería comprar su invento. Ellos agradecieron la oferta, pero repitieron lo mismo que habían dicho durante la demostración en la fábrica: que preferían sacarle provecho por su propia cuenta. Entonces el representante tomó una actitud prepotente y dijo que no estaba allí para negociar. El señor Antigny les mandaba decir que la máquina había sido construida con materiales de la fábrica, y que aunque hubieran sido de desecho, todo pertenecía a la empresa. Además, los ingenieros alemanes y alsacianos que trabajaban allí también habían contribuido al diseño del aparato y, por lo tanto, tenían derechos sobre el invento. Esto último era torcer las cosas para confundirlos. El tipo ese, un tal Gómez, incluso amenazó a mis primos hasta que ellos, hartos de tanta altanería terminaron echándolo a patadas de la casa. Yo me enojé mucho con los dos; no solo habían rechazado el dinero que tanto necesitábamos, sino que lo más probable era que el señor Antigny me corriera en cuanto se enterara de que éramos parientes.

”Así estaban las cosas cuando, el lunes 7 de enero, ocurrieron los disturbios de los ya se habrán enterado… La gente estaba muy enojada. Algunos solo querían regresar al trabajo, pero la mayoría seguía en pie de lucha y estaban decididos a que se cumplieran las demandas que les habían hecho a los patrones. Mis primos salieron muy temprano de la casa y se reunieron con otros de sus compañeros que estaban afuera de la fábrica.

”A pesar de que mis tíos me habían prohibido salir —continuó Ruth—, también yo fui para asegurarme de que mis primos se encontraran bien. Estaba decidida a traerlos de regreso. Vi los vidrios rotos de la fábrica; según parece los propios trabajadores les habían lanzado piedras. La tienda del señor Garcín estaba convertida en cenizas. Me tocó ver cómo el 13° Batallón disparaba contra los manifestantes que estaban desarmados. Entre la gente que murió también había mujeres. Por la noche, los soldados entraban a las casas y sacaban a las personas que habían participado en los motines, para fusilarlos allí mismo. Mis primos no aparecían y no aparecían. Luego… Luego supe que los habían fusilado…”.

Ruth guardó silencio y, sin poder evitarlo, comenzó a sollozar. Se cubrió el rostro con las manos, mientras Aurora intentaba consolarla. Matilde también se aproximó para acercarle un pañuelo y tomarla de la mano. Era evidente que no podía continuar, así que Aurora completó la historia, tal como se la había contado la joven. Dijo que Ruth localizó los cuerpos de sus primos al día siguiente y se enteró, por uno de los trabajadores, de que también la andaban buscando a ella. Como no sabía a quién recurrir, buscó al teniente Urdaneta. Este ya conocía los hechos y estaba tan horrorizado por la matanza que, alegando un problema de salud, había pedido licencia para regresar a la Ciudad de México. No quería saber nada de aquella carnicería. Había roto con Catherine y deseaba alejarse por completo de Río Blanco. Cuando estaba a punto de partir, Ruth pudo localizarlo; entonces le contó que sus primos habían sido asesinados y que a ella la estaban buscando. Martín le ofreció traerla a la Ciudad de México y esconderla hasta que las cosas se calmaran.

—Fue entonces cuando me escribió el telegrama anunciando su regreso —recordó Aurora—. También me informaba que llegaría acompañado por un “amigo” llamado Lisandro. No dijo que era una mujer, seguramente para no exponerla.

—¿Y el motor? ¿Qué pasó con él? —indagué preocupado.

Tras enjugarse las lágrimas, Ruth se recompuso y continuó su historia.

—Aprovechando la confusión, un grupo de desconocidos entró a nuestra casa para registrarla. Dijeron que buscaban armas. No eran militares. Yo creo que se trataba de gente de la fábrica enviada para llevarse el invento de mis primos.

—¿Y lo encontraron?

—No; revisaron todo, incluyendo el pequeño taller de mis primos, pero no lo pudieron hallar —respondió ella.

—Quizá se lo llevaron en la noche o durante un descuido suyo —deduje.

—Hace rato le dije que el motor de mis primos era bastante pequeño comparado con los motores de la fábrica, pero aun así no era tan reducido ni fácil de llevar. Tenía el tamaño de un tonel de vino de ochenta litros y pesaba unos noventa kilos. Como le digo, no era fácil de transportar ni de ocultar. Cuando mis primos lo llevaron a la fábrica para hacer la demostración, se necesitaron tres personas para subirlo a un carretón. Si alguien se lo hubiera robado, mis tíos o yo nos hubiéramos dado cuenta.

—¿Entonces dónde está escondido? —intervino Matilde.

—No lo sé. Cuando le conté a Martín lo ocurrido, me dijo que no me preocupara, que él se encargaría del motor. No sabría decirles qué hizo. Supongo que, con la ayuda de algunos compañeros, lo metió en una caja y lo subió al tren que nos trajo a la Ciudad de México, pero, la verdad, no estoy segura. Dijo que, por mi seguridad, era mejor que no lo supiera.

Volteé hacia Aurora y le pregunté si, a su regreso de Orizaba, su hermano traía consigo una caja grande que pudiera contener el motor. Ella respondió que solo vio su equipaje y, durante los días posteriores a su llegada, no le habían llevado nada tan voluminoso.

—Entonces dejó el motor en el valle de Orizaba, o tal vez lo ocultó en alguna bodega —aventuré.

—Cuando subieron al tren, ¿no tuvieron problemas? —intervino Matilde.

—Nadie nos impidió el paso. Sin embargo, Martín no estaba seguro de que estuviéramos a salvo. Temía que nos estuvieran esperando al llegar a la capital, por eso nos separamos en el andén. Salí de la estación sola y tomé un coche de alquiler, y tal como habíamos acordado, le pedí al cochero que esperara; media hora después llegó Martín y nos fuimos hacia el Centro. Rentó una habitación en el hotel Gillow, un lugar muy lujoso. Me dijo que debía permanecer en ese sitio hasta que las cosas se calmaran. No me llevaba a su casa porque temía que fueran a buscarme. Insistió en que yo corría peligro. Fue a verme en dos ocasiones y siempre se portó como un caballero.

Luego, un día al abrir el periódico me enteré de que había muerto. Para mí era claro que había sido asesinado. Estoy segura de que las personas que me buscaban o que buscaban el motor intentaron que él hablara y, al negarse, lo mataron. Luego planearon el mitote del suicidio. Al quedarme sola, no supe qué hacer. No tenía dinero para seguir en el hotel, así que pensé regresar a Orizaba, pero ni siquiera podía pagar lo del tren. Lo único que se me ocurrió fue venir a buscar a la hermana de Martín. Él me había dado la dirección de su casa. No quería causarle problemas a Aurora; mi intención era pedirle prestado algo de dinero para poder regresar, pero ella ha sido muy generosa y me dejó quedarme unos días.

—Como te lo he dicho antes, puedes permanecer aquí el tiempo que quieras —le aseguró Aurora.

—Gracias, pero lo mejor es que me vaya pronto. No quisiera ponerte en peligro. Tampoco al señor Quintanilla ni a la señorita Matilde. Ya vieron de lo que son capaces esos tipos.

—No creo que haya de qué preocuparse —le aseguré—. Dos de mis secuestradores están muertos y su jefe fue detenido por la policía.

—Pero la persona que los mandó puede enviar a otros como ellos —advirtió Ruth.

—¿Quién podría ser esa persona? ¿El señor Antigny? —pregunté con algo de inquietud. La cosa volvía a pintar mal.

—Podría ser, pero también puede ser la misma policía. Recuerde que estuve en los motines de Río Blanco y eso me vuelve una agitadora peligrosa.

Me pareció que su situación no era tan extrema.

—Usted solo fue a buscar a sus primos. No intervino en los disturbios —le recordé.

—Eso no les importa, Tristán —respondió ella con amargura—. Mis primos tampoco hicieron nada malo y ahora están muertos.