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JUAN Pedro y el administrador Cuyás me abordaron en cuanto entré a la sala de redacción. El aspecto de mi rostro había mejorado, pero aún se advertían en él las huellas de la golpiza. Les expliqué lo que me había sucedido, pero sin abundar en detalles. Aunque los consideraba mis amigos, no quería complicar las cosas revelando información que era mejor mantener oculta.

Les relaté que me habían secuestrado y que, gracias a la oportuna intervención de algunas personas, había sido rescatado por la policía. El saldo fue dos secuestradores muertos, uno detenido y algunos golpes sin graves consecuencias. A pesar de que todo estaba apegado a la verdad, ninguno de los dos quedó conforme con la explicación, pero no preguntaron más.

Lara Pardo también me miró con recelo. Sin embargo, a él no parecía interesarle lo ocurrido. Lo único que le importaba era que cumpliera con mis órdenes de trabajo, las cuales se habían ido acumulado.

Sin darme tiempo de quitarme siquiera el saco, Lara Pardo hizo un resumen de mi itinerario periodístico: a las once de la mañana debía estar en la Escuela de Tiro de San Lázaro, donde el general Manuel Mondragón, ministro de Guerra, presidiría una demostración de artillería ligera; a la una de la tarde, la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes mostraría a los periodistas una colección de piezas arqueológicas mixtecas y zapotecas recién adquirida para el Museo Nacional, y a las cuatro se impartiría una conferencia moralizante organizada por la Liga Antialcohólica, cuyo tema era: “Los estragos de la bebida entre los obreros y artesanos”. Por la noche, en el Casino Español, la colonia española había organizado una gran cena para celebrar el nacimiento del príncipe de Asturias. Yo no estaba invitado a sentarme a la mesa; debía limitarme a identificar a los comensales distinguidos y luego regresar al periódico para redactar los artículos correspondientes. En efecto, me esperaba un día difícil.

Al salir del periódico, miré hacia ambos lados de la calle para asegurarme de que no hubiera autos sospechosos. Pasarían semanas antes de que recuperara la confianza y dejara de mirar con recelo a los transeúntes y a los vehículos, pues necesitaba estar seguro de que nadie me estuviera siguiendo.

A lo largo de la jornada recorrí la ciudad de un lugar a otro para cumplir con mis órdenes de trabajo. Sin embargo, tuve tiempo de ir a la estación de San Lázaro y averiguar si había una bodega en la cual se guardara equipaje, bultos o cajas. Me dijeron que existía un almacén anexo en el que se colocaban temporalmente los envíos de los vagones de carga.

Tuve que darle dinero al empleado para que me permitiera ver el libro de registro. Revisé la página correspondiente al 11 de enero, pero no figuraba el nombre de Martín Urdaneta. Quizás había usado un nombre ficticio, pero eso no podía saberlo.

También solicité que me dejaran echar un vistazo al almacén, pero el responsable dijo que era contravenir la ley. Una vez más tuve que ofrecer dinero para lograr que el sujeto me franqueara el paso. Pero, desde el momento en el que puse un pie dentro del almacén, me di cuenta de que perdería el tiempo: era un sitio enorme, lleno de bultos, baúles y cajas de todos los tamaños. Deambulé durante una media hora entre los estantes hasta que me di por vencido. A lo mejor el motor de los primos de Ruth estaba allí, pero encontrarlo sin la documentación respectiva sería imposible.

Alrededor de las siete salí del Casino Español. En el camino al periódico me detuve en un puesto callejero para comerme unas enchiladas. Al llegar a las oficinas de El Imparcial me senté ante una de las Remington, coloqué una hoja de papel en el rodillo y abrí mi libreta para revisar mis notas.

Aunque la inflamación había disminuido bastante, el morado berenjena del pómulo y de la ceja aún me hacían sentir incómodo frente otras personas. Todas miraban mis lesiones fijamente y luego me preguntaban qué me había ocurrido. Ello me obligaba a repetir la versión simplificada de mi historia entre tres y cuatro veces por día.

Me levanté temprano, pese a que estaba muy desvelado; había terminado de redactar mis artículos a la medianoche y no regresé a la pensión hasta la una. Con gusto me habría quedado en cama más tiempo, pero era necesario ir a trabajar. Cuando bajé al comedor, los huéspedes estaban desayunando mientras escuchaban con atención al señor Zubizarriaga, quien leía en voz alta un artículo aparecido en el Mundo Ilustrado. Al verme llegar, en seguida interrumpió la lectura.

Todos me saludaron amablemente desde sus asientos y me felicitaron por lo rápido de mi recuperación. Agradecí sus comentarios y ocupé mi lugar en la mesa, donde ya me esperaba un buen jarro de café. Minutos después, Matilde puso ante mí dos huevos estrellados en salsa verde.

Una de las señoritas Palma llamó mi atención.

—El señor Zubizarriaga encontró un artículo interesantísimo —dijo entusiasmada.

—Figúrese usted que acaban de inventar un aparato que sirve para mandar fotografías por el cable del telégrafo. ¿No le parece extraordinario? —completó la hermana.

Antes de intervenir, el señor Servín se acarició el bigote.

—No deja de impresionarme el tremendo avance de la ciencia. Prácticamente todos los días se inventa algo nuevo —señaló con petulancia.

Como una consideración hacia mí, los huéspedes le pidieron al señor Zubizarriaga que volviera a leer el artículo, cuyo título era “Una fotografía da la vuelta a Francia en veinte minutos”. El español sonrió, se aclaró la garganta y comenzó:

El pasado 22 de junio tuvo lugar en París una verdadera ceremonia científica. Eduardo Belin presentó al público un aparato que ha inventado para la transmisión de la fotografía a distancia. En el curso de la conferencia, una fotografía de la reina Guillermina de Holanda fue transmitida por el circuito telegráfico de París-Lyon-Bordeaux-París. Partió el retrato a los ojos del público y volvió a inscribirse después de haber recorrido 1,700 kilómetros, o sea después de haber dado una vuelta alrededor de Francia. El resultado, que se proyectaba sobre una pantalla, le valió una ovación al joven sabio.

El artículo continuaba con una larga y un tanto confusa explicación sobre la manera en la cual funcionaba el aparato de monsieur Belin. Como era de esperarse, al concluir la lectura, la conversación giró en torno a los nuevos inventos. El señor Servín se refirió a los dirigibles, los cuales se estaban convirtiendo en una moda en todo el mundo. Según él, un día esos aeróstatos sustituirían al tren y al automóvil. Por su parte, el señor Zubizarriaga había leído acerca de unos científicos que estaban experimentando con vistas cinematográficas sonoras. Esto se lograba al juntar el aparato que proyectaba las vistas con el fonógrafo de Edison. Yo mencioné la plancha eléctrica que había visto funcionar en las oficinas de la Compañía Mexicana de Luz y Fuerza Motriz, asegurándoles a los huéspedes que pronto estaría a la venta en México.

Sin embargo, fue la intervención de las señoritas Palma la que causó mayor impresión entre los huéspedes. Ellas hablaron del “hombre eléctrico”, el cual habían visto paseándose por las calles de Plateros y San Francisco. Dijeron que era un individuo que vestía levita, sombrero de seda, bastón con puño de oro y anillos en los dedos. Un dandy, en toda la extensión de la palabra. Lo curioso era que en la espalda llevaba tres hileras de pequeños focos incandescentes que, al encenderse, daban vida al siguiente rótulo: “Fume usted cigarros de El Buen Tono”.

La plática se estaba poniendo sabrosa, pero debía irme de inmediato para no llegar tarde al periódico, así que, a las ocho en punto, me levanté de la mesa y me despedí de todos. Sin embargo, justo cuando me dirigía hacia la puerta, la señora Meléndez me detuvo.

—Espérese tantito, Tristán. Tengo algo que pedirle —tiró de mi brazo con discreción.

—Dígame, doña Martina —dije con cierta intranquilidad a causa de la hora.

—Es sobre Matilde. ¡Ay!, ya no sé qué hacer con esa chamaca. Se ha vuelto muy respondona. Ahora me salió con que quiere aprender a escribir a máquina. Dice que va a ir a una de esas academias nuevas para que le enseñen. ¡Hágame usted el favor! Está aferrada y no hay manera de convencerla de lo contrario. Es terca como una mula. Para mí que lo único que quiere es tener un pretexto para salirse a la calle y buscar novio.

Mientras la señora Meléndez hablaba, yo asentía con aire reservado para darle a entender que la razón estaba de su parte.

—Ya le dije a esa mocosa del demonio que no la voy a dejar ir sola a ninguna academia —continuó la señora Meléndez—. Se enojó mucho, pero no me va a convencer. Por eso quisiera pedirle un favor enorme.

—Usted dígame. ¿Qué puedo hacer?

—Pues mire, le estaría inmensamente agradecida si pudiera enseñarle a escribir a máquina a mi hija. Ya sé que usted es una persona muy ocupada, pero a lo mejor puede darle algunas lecciones de vez en cuando. Así dejaría de darme lata todos los días. No podemos pagarle mucho, pero…

—Cuente conmigo, doña Martina —la interrumpí poniendo la mano en la aldaba para darle a entender que tenía prisa—. Para mí será un honor enseñarle. Y por lo de la paga, no se apure; no le cobraré nada.

—Ah, no; eso no, Tristán. No puedo aceptar que trabaje usted de gratis —protestó.

—No lo haré gratis. Me daría por bien pagado si, uno de estos domingos, usted y su hija aceptan que las lleve al Parque Luna. Está en Chapultepec. Es un lugar nuevo y muy bonito donde, según he oído, se la pasa uno muy bien. Dicen que hay una montaña rusa, columpios aéreos, pista de patinaje, un cinematógrafo y muchas otras cosas. ¿Qué me dice?

—¡Ay, Tristán, es usted un ángel! —doña Martina aplaudió rápido y bajito con los dedos de ambas manos.

Mientras me dirigía al periódico admiré la astucia de Matilde. Había logrado que su mamá la dejara aprender mecanografía y que fuera precisamente yo quien le enseñara. Su hábil proceder surtió el efecto deseado: le dijo a su madre que quería ir a una academia sabiendo que se negaría y que, en lugar de eso, le propondría tomar las clases en la pensión. ¿Y quién mejor para enseñarle que el huésped más reciente? El periodista, que, para mayor bendición, tenía su propia máquina de escribir. De esta forma, Matilde se salió con la suya haciéndole creer a la señora Meléndez que había impuesto su autoridad. ¡Caray! ¡Ni yo hubiera podido hacerlo mejor!

Cuando entré en la sala de redacción me informaron que Lara Pardo llegaría tarde. Mientras lo esperaba, le confié a Moisés que había ido a la estación de San Lázaro para averiguar si existía una caja a nombre de Martín Urdaneta. Sin embargo, el teniente no figuraba en el libro de registro y en el almacén era imposible encontrar algo si no se contaba con el número o la contraseña respectiva. A lo mejor el motor estaba allí, pero no había manera de dar con él.

Más tarde, cuando me preparaba para salir a cumplir con mis órdenes de trabajo, recibí un sobre. No necesité verlo dos veces para saber quién era la remitente. Dentro encontré la conocida tarjeta con monograma e identifiqué la letra escrita con tinta magenta del remitente.

Tristán:

Es imperativo que nos veamos. Ojalá pueda ser hoy mismo. Sé que es una falta de cortesía convocarlo de manera tan precipitada, pero tengo algunas cosas importantes que decirle relacionadas con su seguridad y con la muerte de mi hermano. En caso de que pueda venir, lo espero a las siete de la noche en mi casa.

Aurora

Moisés me vio leer el mensaje y supe, por la expresión de su cara, que sabía quién lo enviaba. Hubiera preferido que no se enterara, pues seguía empeñado en no involucrarlo. El problema era que él estaba decidido a ayudarme aunque me negara.

—Noticias de la colonia Juárez, ¿verdad?

Sin decirle nada, le entregué la tarjeta para que la leyera.

—Si nos apuramos con las órdenes de hoy, creo que podríamos estar en la casa de la Urdaneta a tiempo —dijo mi amigo mientras me devolvía el mensaje.

—Te lo agradezco, pero ya te dije que no quisiera que te mezclaras en este enredo. Me quedaría con muchos remordimientos si te ocurriera algo.

—El que no se perdonaría si te pasa algo soy yo. Además, hace rato que me creció el bigote; sé lo que hago —me dijo, dándome un golpecito en el hombro.

—Está bien, pero te lo advertí —dije, declarándome vencido y aceptando que, en efecto, la curiosidad no se cura con nada.

En una tarjeta escribí rápidamente la respuesta, la introduje en un sobre y se la entregué al mensajero que se había quedado esperando. En ella le hacía saber a Aurora que estaría en su domicilio a las siete. Omití mencionarle que iría acompañado.