LA casa de los Urdaneta se veía sumida en la oscuridad. La única luz provenía del ventanal de la sala. Mientras Moisés y yo nos acercábamos, pensé que quizá nos dirigíamos hacia una trampa. Tal vez alguien obligó a Aurora a enviarme el mensaje para hacerme ir a su residencia y, en ese momento, ese alguien nos acechaba desde una de las ventanas. Estuve considerando compartir mi sospecha con Moisés, pero el temor a parecer un chicuelo espantadizo fue más fuerte e hizo que me contuviera.
En cuanto la hermana del teniente abrió la puerta mi inquietud se disipó. No parecía tratarse de una trampa. Con todo, había una expresión de inquietud que ensombrecía el delicado rostro de Aurora. En cuanto fijó su mirada en Moisés su nerviosismo se transformó en desconcierto. Antes de que pudiera objetar algo, me apresuré a explicarle que se trataba de un muy buen amigo; alguien en quien se podía confiar totalmente.
—Le prometí no contarle a nadie lo que está ocurriendo —le dije a Aurora—, pero las cosas se han complicado demasiado. La participación de Moisés en este asunto puede sernos de enorme ayuda.
Aurora lucía indecisa; indudablemente enfrentaba un conflicto interior, pero al final hizo un gesto de aceptación y le dio la mano a Moisés.
—Encantado de conocerla, es un verdadero honor, señorita Urdaneta —dijo mi amigo—. Tristán me ha hablado de usted. Le aseguro que puede confiar plenamente en mí y no dude que haré todo lo que esté en mis manos para ayudarla. Le doy mi palabra.
Esta amable determinación pareció borrar las últimas reticencias de Aurora. Sin decir nada, nos condujo a la sala. Allí se encontraba Ruth, quien se puso de pie al vernos entrar. Me adelanté para saludarla y presentarle a mi amigo. Él empleó la misma cortesía que con Aurora.
Tuve la impresión de que Ruth era de naturaleza desconfiada o así se había vuelto. Los recientes acontecimientos lo hacían comprensible; sin embargo, esto no le impidió aceptar de buen grado la mano que se le extendía. Era indudable que Moisés sabía muy bien cómo ganarse a los extraños.
—Me disculpo una vez más por haberlo citado con tanta precipitación —comenzó Aurora una vez que nos sentamos—, pero me urgía verlo para comunicarle dos cosas muy importantes. Mi madre regresa mañana por la noche de Popotla y está decidida a que nos embarquemos para Europa lo más pronto posible. Dice que no le importa si tenemos que tomar un buque de carga. Se encuentra tan afectada por la muerte de Martín que no quiere saber nada de México. Dice que el país está maldito.
—¿A dónde irán? —pregunté tratando de ocultar la súbita congoja ante la posibilidad de no verla más.
—Los Landa y Escandón nos han invitado a pasar un año en su casa de Londres —lo dijo sin afectación y más bien contrariada.
—Circunstancia afortunada, sin duda —la felicitó Moisés.
—¿Acaso cree que quiero ir? —le espetó ella con dureza—. Abandonar el país sabiendo que el asesinato de mi hermano sigue impune es algo que me resulta insoportable. Aunque, siendo sincera, no veo cómo podría negarme a ir sin despertar las sospechas de mi madre. Ella no sabe nada, o quizá no desea enterarse de las cosas. Para ella sigue siendo un suicidio.
Aurora permaneció en silencio mientras una mezcla de indignación y tristeza comenzaba a dibujarse en su mirada. Ruth, sentada a su lado, le puso la mano en el hombro para confortarla.
—Me decía de dos cosas importantes —le recordé.
Ella se recompuso un poco y fue hasta una mesita en la que había licores y nos preguntó qué deseábamos beber. Moisés sugirió un whisky, si lo había, de lo contrario cualquier bebida fuerte estaría bien. Ruth prefirió un vaso de agua mineral y yo lo mismo. No soy un gran bebedor. Casi no tomo, ni siquiera pulque. Cuando lo hago, siento que me ataranta demasiado. Y aunque no sabía qué era lo que Aurora estaba por revelarme, sospeché que iba a necesitar todos mis sentidos en alerta.
—Ayer hablé con Linares —nos informó tras regresar a su sitio—. Hice que me invitara a comer al Gambrinus. Deseaba que me dijera quién era el individuo que lo secuestró —su ojos se detuvieron en mí.
Me sorprendió un poco que Aurora se hubiera tomado la molestia de investigar la identidad de aquel tipo bien vestido. Sin embargo, sus motivos no estaban relacionados conmigo, al menos no del todo.
—Sospechaba que ese hombre tenía alguna relación con la muerte de mi hermano —declaró taciturna.
Moisés asintió vivamente interesado.
—¿Y qué averiguó? —intervinó él tratando de apresurar la respuesta.
—Linares me dijo que ya salió —nos lanzó una rápida mirada—; sí, tal como lo oyen, el sujeto ese ya está libre —dijo contrariada.
—¡¿Cómo dice?! —salté de mi asiento.
—El capitán me contó que, pocas horas después de haber sido aprehendido, se presentó un desconocido en la inspección de policía donde era interrogado y pagó una fianza. Supongo que compraron a los funcionarios para acelerar los trámites.
—¿Cómo es posible que lo dejaran ir? ¡El tipo es un criminal! —balbuceé alterado.
—Así es la justicia en este país —sentenció Moisés—. Todo tiene un precio. Ya lo decía Quevedo: Poderoso caballero es don Dinero.
Aurora me advirtió que debía tener mucho cuidado, pues si aquel malhechor estaba suelto podía ir a buscarme. Le respondí que no le temía y que, en esta ocasión, estaría preparado para recibirlo. Me venció mi propia soberbia y quise lucir valiente ante sus ojos. Por supuesto, solo estaba fanfarroneando.
—Lo bueno fue que, antes de que lo sacaran, Linares lo estuvo interrogando. No quiero imaginar cómo lo hizo. Pero el capitán, lo sabemos, no es un ángel guardián. El caso es que el tipo, cuyo apellido es Gómez, reveló quién lo había mandado. Dijo que su jefe es un francés.
—¡Antigny! —exclamé, francamente alterado.
Aurora continuó.
—Precisamente. El principal administrador de Río Blanco, el mismo que intentó comprarle el motor a los primos de Ruth y que, por cierto, es el padre de Catherine, la exnovia de Martín.
—Así que ese hombre está en la ciudad. ¿Fue él quien pagó la fianza? —deduje ya con más calma.
—Linares no lo puede asegurar, pues no estaba presente cuando lo soltaron, pero, sí, les apostaría que fue el francés.
—Aurora y yo, señor Quintanilla, coincidimos en que los hombres que lo secuestraron trabajaban para ese maldito Antigny —intervino Ruth—. Como puede ver, el tipo está decidido a apropiarse del motor. No solo asesinó a mis primos, sino también al hermano de Aurora.
—Un momento, eso todavía no lo sabemos —replicó Moisés—. Hasta ahora no hay pruebas concluyentes de que haya sido él, solo sospechas. Perdonen ustedes, pero ni siquiera sabemos si lo de Martín fue un homicidio.
—Estoy segura, fue Antigny. ¿No se dan cuenta? —insistió Ruth, ahora con vehemencia—. Todo lo incrimina. Él fue el que envió a uno de los suyos para comprar el invento de mis primos y, al no lograrlo, los amenazó con quitárselo a la fuerza. Seguramente él los mandó matar. Como les conté, durante los motines de Río Blanco llegó gente a nuestra casa. Según ellos, buscaban material subversivo, pero en realidad les interesaba otra cosa. Antigny conocía al hermano de Aurora; el teniente había sido novio de su hija. Y sin duda averiguó que yo trabajaba en el edificio del Consejo, y que Marco y Mateo eran mis primos. Seguramente alguien le avisó que Martín y yo tomamos el tren de Río Blanco a la capital. Eso lo hizo sospechar que huíamos con el motor. Por eso vino junto con sus matones.
—No perdamos la cabeza. Tan solo son conjeturas —argumentó Moisés—. Es necesario contar con algo más sólido.
—¿Algo más sólido? —dijo Aurora, desafiante—. Entonces vengan conmigo. Es la segunda cosa de la que quería hablarle, Tristán; pero será mejor que la vean.
Todos nos pusimos de pie y seguimos a Aurora, quien nos condujo al otro extremo de la casona. A su paso iba encendiendo las luces. Aunque la casa era espléndida y estaba decorada con excelente gusto, había algo lúgubre en el ambiente.
Llegamos a una amplia habitación cuyas paredes estaban cubiertas de libreros y planos arquitectónicos. Estos se encontraban enmarcados y mostraban diagramas de edificios y palacios. Aurora nos informó que eran obra de su hermano. También había una vitrina con rifles y pistolas de distintos tipos. En el centro había un escritorio de roble con papeles, un tintero de plata y el busto de un personaje barbudo que, supuse, era algún filósofo griego.
—Este era el estudio de mi hermano —nos informó Aurora—. Desde su muerte nadie había vuelto a entrar aquí. Ayer le ordené a la doncella que lo limpiara un poco y descubrió esto.
Moisés y yo miramos hacia donde señalaba Aurora. En el suelo, debajo del escritorio y medio oculta por la sombra que producía el propio mueble, había una mancha oscura. Me agaché para verla mejor. Moisés también se aproximó y la examinó con atención.
—Parece que la mancha era más grande y que alguien limpió la mayor parte. Sin embargo, lo hizo mal, quizá por las prisas. Esa parte de la mancha quedó oculta bajo el escritorio.
—¿Sangre? ¿Esto es sangre? —pregunté tras examinar aquella mancha.
Aurora lo confirmó entrelazando sus manos.
—¿Es que no entienden? —dijo Ruth—. Aquí asesinaron al hermano de Aurora. Seguramente los hombres de Antigny entraron en la casa mientras el mozo y la doncella estaban fuera y quisieron obligar a Martín a decirles dónde había ocultado el motor. Algo debió salir mal, quizás el teniente los enfrentó. A lo mejor le pusieron el arma en la sien y lo amenazaron con matarlo si no revelaba dónde estaba el invento. En algún momento, pudieron verse obligados a disparar, o haberlo hecho accidentalmente. Luego, para ocultar el crimen, limpiaron la sangre y subieron el cadáver a su recámara. Allí acomodaron el cuerpo para que pareciera que él mismo se había disparado. Estamos seguras de que no obtuvieron nada, pues de lo contrario no habrían secuestrado al señor Quintanilla.
Mientras Ruth hablaba, recordé la primera vez que estuve en la casa de los Urdaneta. Llegué a la residencia con los gendarmes y juntos subimos al primer piso, a la habitación del teniente. Allí vi su cadáver. Aquella desagradable imagen permaneció grabada en mi memoria junto con la sensación de que algo no encajaba en la escena. Era algo que parecía evidente, pero se me escapaba. Durante todo este tiempo estuve preguntándome qué podía ser. Ahora, al escuchar a Aurora hablar de la mancha de sangre del estudio, logré entender qué era ese algo.
—La mañana que entré con los gendarmes a su habitación, Martín llevaba pantalones y camisa de franela, y estaba descalzo. En la mano derecha sostenía el arma con la que, supuestamente, se había dado muerte. El cuello de su camisa y la sien derecha se encontraban manchados de sangre, y su cabeza descansaba sobre una almohada blanquísima. En ese momento, no le di importancia al hecho, pero ahora me doy cuenta…
—No entiendo. ¿A qué se refiere? —preguntó Aurora, totalmente desconcertada.
—Si el cuello y la sien estaban manchados de sangre, ¿cómo es que la almohada estaba limpia? No había ni una sola gota en ella. Eso solo puede significar que Martín no murió en su cama. Si la sangre hallada aquí, en el estudio, es de su hermano, eso confirma la hipótesis de que el teniente murió precisamente aquí y que alguien lo llevó a su cuarto.
—El hecho de que ahora sepamos que el teniente no se suicidó, no prueba aún que fue la gente del francés la que lo mató —sentenció Moisés con rigor matemático.
—Oiga, ¿de qué lado está usted? —le reprochó Ruth.
—De parte de ustedes, por supuesto —aclaró mi amigo en tono conciliador—. Disculpen si sueno odioso y petulante, pero es necesario ser racional y estar seguros de lo que realmente sucedió. Debe haber pruebas. Acusar a alguien de asesinato no es cualquier cosa. Y puede ser peligroso, sobre todo cuando se señala a alguien tan importante de Río Blanco.
Mientras Moisés exponía sus razones, advertí una mirada extraña en los ojos de Ruth. Una mirada que fui capaz de descifrar, pero me desconcertó. Era una mezcla de frialdad y determinación, de sólida certidumbre. Si en ese momento hubiera sabido lo que pasaba por la cabeza de aquella joven, quizás el final de esta historia hubiera sido distinto. Sin embargo, urdir en el aire lo que pudo ser, no cuenta. Las cosas sucedieron de una determinada manera y en ese momento no tenía forma de prever el desenlace.