BAJAMOS del automóvil y pagamos la admisión. En mi calidad de periodista hubiera podido entrar de manera gratuita, pero eso implicaba identificarme, hablar con el encargado y dar explicaciones que, sin duda, nos harían perder tiempo.
Una vez adentro, caminamos bajo el verde suntuoso de los fresnos y pasamos junto a los kioscos, cada uno inspirado en un país distinto. Seguimos a la gente hasta llegar a la pista de patinaje. Detrás de esta se encontraba un campo despejado donde se habían colocado toldos y sillas para los invitados. En el centro, estaba el aeróstato. Aurora, Moisés y yo nos aproximamos para examinarlo. Medía unos veinte metros de largo y estaba hecho de tela de seda impermeabilizada. Era alargado, como un puro, y debajo tenía una canastilla con forma de prisma. En la proa lucía una hélice, la cual era accionada por un motor, y en la popa estaba el timón. A ambos costados del globo vimos letreros que anunciaban: “El Buen Tono, S.A. Los mejores cigarros Alfonso XIII”.
Aunque aún faltaba una hora para el despegue, ya había alrededor de treinta personas en el lugar. No obstante, era de suponerse que llegarían más. Eso representaba un problema, pues solo éramos tres. ¿Cómo vigilar a tanta gente? Decidimos separarnos para abarcar más terreno; quien fuera el primero en ver a Ruth debía avisarles a los demás. En caso de que no pudiéramos encontrarnos, el lugar de reunión sería la entrada del Tívoli.
A las once habían llegado unas cien personas. La temperatura comenzaba a elevarse y el sol caía a plomo sobre los asistentes. Los que habían llegado temprano se refugiaban bajo los toldos, los demás buscaron la protección de los árboles. Algunas mujeres se cubrían con parasoles.
Un hombre subió a un pequeño templete y pidió silencio. Se presentó como el representante de Ernesto Pugibet, dueño de la cigarrera El Buen Tono. Tras dar la bienvenida a los asistentes, pronunció un breve discurso en el que destacó los logros de la compañía, la cual —dijo— era una de las más prósperas del país, verdadero ejemplo de que en México las grandes fábricas habían contribuido al progreso y el bienestar de la nación. También se refirió en términos elogiosos al señor Pugibet, quien a pesar de haber nacido en Francia, se consideraba mexicano por los cuatro costados. El orador también recordó que, además de la cigarrera, don Ernesto era dueño de la textilera San Ildefonso y de la Compañía Explotadora de las Fuerzas Hidráulicas, que abastecía a la Ciudad de México con una parte de la energía que iluminaba las calles y movía a las factorías.
Finalmente vinieron las presentaciones. El orador pidió una ovación para el aeronauta Jack Dallas, un estadunidense alto y rubio que se puso de pie. Luego se mencionaron los nombres de los invitados especiales, entre ellos había varios miembros de la comunidad francesa de México. En cuanto escuché el nombre de Jean-Claude Antigny estiré el cuello para verlo. Era un hombre alto, delgado y con largas patillas entrecanas que se juntaban con el abundante bigote. Vestía un ligero pero elegante atuendo veraniego blanco y se cubría la cabeza con un sombrero de paja. Me abrí paso entre la gente. Temí que, en cualquier momento, se escuchara un disparo.
Cuando estaba a escasos metros del francés, me encontré con un rostro conocido y me detuve de golpe. No era Ruth, sino Gómez, el tipo bien vestido, el secuestrador. Se encontraba junto a Antigny y, evidentemente, era su guardaespaldas. Al verme se sobresaltó y, de manera instintiva, se llevó la mano al interior del saco, donde seguramente guardaba un arma. Luego pareció pensarlo mejor, sacó la mano y me dedicó una sonrisa. Incluso levantó la mano con todo descaro para saludarme.
Recordé el interrogatorio al que me había sometido y la frialdad con la cual le ordenó a uno de sus cómplices que me golpeara. El recuerdo de eso me enfermó, llenándome de ira. No me considero un hombre violento, pero si en ese instante hubiera tenido un revólver en mis manos, es probable que le hubiera utilizado. Lo paradójico era que me encontraba allí precisamente para lo contrario: debía evitar que a él y a su jefe los mataran.
Mi presencia hizo que Gómez mirara con inquietud a su alrededor en busca de algún peligro que pudiera amenazar a su amo. Antigny, por su parte, lucía ajeno a todo esto. Observaba entusiasmado cómo Dallas, el piloto, abordaba el aeróstato y encendía el motor. La hélice comenzó a girar, provocando un murmullo de admiración por parte del público. Luego, cuando los ayudantes desataron las cuerdas que servían de anclaje y el dirigible comenzó a separarse lentamente del suelo, estalló una fuerte ovación, acompañada una algarabía generalizada.
Traté de no prestar mucha atención al espectáculo, pues una distracción podría resultar fatal. Miré hacia la gente buscando a Ruth. Un par de veces creí verla entre la multitud, pero en ambas ocasiones me equivoqué. El nerviosismo comenzó a dominarme. El calor aumentaba.
El aeróstato ganó altura poco a poco, elevándose sobre nuestras cabezas, mientras el piloto maniobraba para ajustar el rumbo moviendo el timón. El ascenso fue lento, pero en cuanto el aparato alcanzó una altura de unos treinta metros, comenzó un desplazamiento cada vez más rápido y se alejó hasta salir de los límites del jardín. Cuando lo perdimos de vista, el orador dijo que en distintos puntos de la ruta habría observadores que, a través del telégrafo, nos informarían sobre la posición del globo. Terminó diciendo que mientras esperábamos el regreso de la nave podíamos ir a los kioscos, donde se ofrecían bebidas refrescantes y antojitos.
Los asistentes se dirigieron lentamente hacia los puestos de comida mientras comentaban entusiastas los pormenores del exitoso despegue. Fui detrás del francés y de Gómez sin intentar ocultarme. Este último sabía de mi presencia, así que resultaba inútil actuar con sigilo. Aun así mantuve una distancia prudente. Esperaba encontrarme en algún tramo del camino con Aurora y con Moisés para advertirles.
A diferencia de las demás personas, que iban sin prisa, charlando y gozando del parque, aquellos dos hombres avanzaban en silencio y con paso vivaz. Noté que se alejaban de la multitud hacia una zona aislada. La vereda serpenteaba entre los árboles, haciendo que, por momentos, ambos quedaran fuera de mi vista. Tenía que apretar el paso para no perderlos. No obstante, en uno de los recodos del camino, desaparecieron. Caminé más aprisa, pero todo fue inútil. ¿Dónde estaban? Mi única alternativa era seguir el sendero con la esperanza de tropezar con ellos más adelante. Así lo hice, pero a poco de caminar, me encontré ante una encrucijada y me detuve, preguntándome cuál de los dos caminos que se abrían frente a mí habrían tomado. Elegí uno al azar y continué la marcha. Estaba desorientado, no frecuentaba ese lugar. Aunque el día era espléndido, el tupido follaje de los fresnos hacía que aquella zona en particular luciera sombría. Los pocos rayos del sol que lograban filtrarse entre las hojas formaban dibujos caprichosos sobre el suelo.
Cuando estaba a punto de perder la esperanza, advertí un movimiento a lo lejos. Era una figura alta y espigada que se alejaba. Parecía ser Antigny. Avancé con más rapidez y me di cuenta de que, en efecto, se trataba de él. Se dirigía hacia un pabellón que imitaba una pagoda. Volví a detenerme para darle tiempo de entrar y me acerqué de manera imprudente. Me llamó la atención el hecho de que estuviera solo. Antes de que pudiera preguntarme dónde estaba Gómez, una voz a mis espaldas me sobresaltó.
—Volvemos a encontrarnos, señor Quintanilla. Debo reconocer que es una sorpresa verlo por aquí. Su amiga nos aseguró que llegaría sola, pero ahora veo que nos mintió.
Era él; al parecer mi torpe temeridad lo invocó. Giré sobre mis pasos dispuesto a enfrentarlo. Sin embargo, él metió la mano dentro del saco, dándome a entender que no tendría oportunidad. El mensaje era claro: si daba un paso al frente, él utilizaría su arma.
—La forma en la que acabó nuestro encuentro de aquella noche me hizo quedar muy mal ante mi jefe. Ese maldito franchute cree que soy un inútil —dijo con rencor.
La chulería del tipo me repugnó; pero debía seguirle el juego.
—Sin embargo, ese mismo franchute pagó la fianza para liberarlo —le recordé—. Algún aprecio debe tenerle.
—¡Na!, no lo hizo por aprecio, sino porque no quería que se supiera lo ocurrido y saliera enlodado con el mitote aquel —argumentó Gómez. Luego me indicó con un movimiento de la cabeza que caminara rumbo a la pagoda.
Hice lo que me indicó. Fui hacia el pabellón y subí los tres escalones que conducían a la estrecha veranda. Allí me detuve para observar a Gómez, quien venía detrás de mí. Él señaló hacia adelante, así que deslicé la delgada puerta de madera y tela y pasé.
El interior medía unos cinco metros cuadrados y se encontraba vacío. El único mobiliario eran cuatro o cinco sillas colocadas una sobre otra. Antigny estaba de espaldas, contemplando el follaje a través de la ventana. Cuando entramos se volvió y me miró con extrañeza.
—Es Quintanilla —le informó presuroso Gómez.
Antigny asintió lentamente. Su frialdad era intimidante.
—¡Ah, el periodista! ¿Y qué hace él aquí? —preguntó el francés en un español que arrastraba el fuerte acento galo.
—No se lo he preguntado. Lo acabo de encontrar afuera. Es probable que haya venido con la mujer.
—Si es así, entonces ofrézcale una silla, Gómez. No sea usted descortés con este jeune homme.
—La muchacha dijo que vendría sola, patrón. No me gusta que nos haya mentido —advirtió el guardaespaldas.
—Oh, seguramente ella quería sentirse más segura y le dijo al señor… Por favor ¿cuál dijo que era su apellido?
—Quintanilla —le recordó Gómez.
—Ah, oui. Le dijo al señor Quintanilla que la acompañara. Es comprensible y, en el fondo, carece de importancia. Después de todo, esta es solo una cita de negocios.
—De seguro llegó con más gente —le previno Gómez—. Le dije que no era buena idea venir. ¿Por qué no dejó que yo me ocupara de esto?
—Mon cher ami, le recuerdo que la última vez que puse el asunto en sus manos usted terminó en prisión, dos de sus hombres murieron y debí pagar por su ineptitud.
—No fue culpa mía. Yo no podía saber que… —comenzó a justificarse Gómez, pero el francés dio por terminada la charla con un gesto. Luego nos dio la espalda para volver a contemplar el paisaje a través de la ventana.
Ocupé la silla que Gómez colocó a mi lado y me dispuse a esperar. No me quedaba duda. Esperaban a Ruth. Supuse que ella había citado a Antigny en el parque; probablemente le dijo que deseaba venderle el motor o, más exactamente, el diagrama del motor. Por eso el francés acababa de mencionar que era una “cita de negocios”. Deduje que la verdadera intención de Ruth no era ofrecer el esquema, sino vengar la muerte de Martín y de sus primos. También supuse que el francés y su ayudante no tenían intención de comprar nada. Simplemente tomarían el diagrama y matarían a Ruth Lisandro. Y lo más probable era que también terminaran conmigo, pues era un testigo presencial. Deseaba estar en un error, pero si mis suposiciones eran acertadas, las cosas pintaban bastante mal.
Traté de elaborar un plan para huir o defenderme. Miré el lugar buscando algo que pudiera utilizar como arma, pero no vi nada que me fuera útil. ¿Qué hacer con todo en contra? Pensé en Moisés y en Aurora. En esos momentos estarían buscándome por todo el parque; sin embargo, ellos no tenían forma de saber que estaba en ese pabellón.
La incertidumbre me hacía fantasear. Alguna vez había leído algo acerca de la telepatía. Según ese texto existían individuos capaces de enviar mensajes con la mente a otras personas. Hubiera querido poseer ese don para comunicarme con Moisés y con Aurora para avisarles dónde me encontraba. Les informaría sobre mi ubicación y les diría que llamaran a la policía.
Tras varios minutos de espera, Antigny se volvió hacia mí, sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco y lo consultó.
—Falta un cuarto para la una, señor Quintanilla. Su amiga dijo que nos veríamos aquí a las doce y media. ¿Acaso piensa dejarnos esperando?
Pensé responderle que no sabía de qué me estaba hablando; que su cita de negocios no me importaba; que ninguna amiga mía haría tratos con ellos; que yo había sido enviado por mi periódico para cubrir el vuelo del globo dirigible, nada más. No obstante, después de pensarlo decidí farolear a mi favor.
—Quizás ella ya se dio cuenta de que usted y su empleado le han tendido una trampa y decidió no presentarse. Es muy probable que en este momento esté con la policía.
—Pero ¿de qué trampa habla, monsieur? Ya le dije: esto es una cita de negocios. Ella tiene algo que necesito y que, en parte, me pertenece. A cambio, estoy dispuesto a compensarla con generosidad.
—¿Tan generosamente como a Marco y a Mateo? —dije con hostilidad y malicia.
El francés se mantuvo impasible.
—A esos jóvenes los perdió la ambición. No tuve nada que ver con su fallecimiento. Parece ser que fueron fusilados por el ejército durante los motines de Orizaba. En cualquier caso, yo no causé los desórdenes.
—¡Usted los mandó matar para quedarse con el motor! ¡Igual que a Martín Urdaneta!
—No sabe cómo lo lamento. Lo que le ocurrió al teniente fue un error —dijo el francés, consternado—. Gómez me explicó que lo de Martín fue un lamentabilísimo accidente. Uno de los socios de mi empleado, como usted lo llama, se excedió al interrogar al teniente. ¿No es así, Gómez?
El aludido gruñó. Luego se aproximó al francés.
—Usted disculpará, patrón, se lo digo con todo respeto, creo que no es bueno hablar de más frente al periodista. ¿Qué tal si publica lo que usted acaba de decir?
—No sea bobo, Gómez —contestó Antigny con una mezcla de burla y desprecio—. ¿Qué puede hacer este pauvre garçon contra mí? ¿Qué pruebas tiene? ¡Ninguna! Sería su palabra contra la mía. ¿A quién le iban a creer? Pero, aunque tuviera alguna prueba, ¿qué periódico importante se atrevería a publicar una acusación en mi contra? Soy muy amigo de Pugibet, de Limantour y del secretario de Relaciones.
—Pero es un riesgo que no debemos correr —replicó el otro—. Podrían acusarnos de homicidio.
—¿Acusarnos? Le recuerdo, Gómez, que yo no he matado a nadie. Nada más le pago para que resuelva ciertos problemas de los que no puedo ocuparme personalmente. No es mi culpa que usted sea un bárbaro y termine asesinando a la gente. Al único que podrían acusar de homicidio en esta habitación es a usted, así que deje de decir necedades.
Gómez contempló con ferocidad al francés, quien le sostuvo la mirada. Por un momento creí que lo enfrentaría, pero no se atrevió. Bajó la vista y apretó los puños con impotencia.
En ese momento se escuchó un ruido apagado fuera del pabellón. Fue un ligero crac; como si alguien hubiera roto una rama al pisarla. Luego oímos pasos que se alejaban con premura. El francés le ordenó a Gómez que se asomara. Este salió y, unos minutos después, volvió a entrar.
—No había nadie afuera, patrón —informó—, pero creo que lo mejor es irnos de aquí. Algo me dice que esto ya se pudrió.
Antigny estuvo de acuerdo. Se puso los guantes con prontitud, tomó el bastón de bejuco que había dejado recargado contra la pared y se caló el sombrero de paja.
—Dígale a su amiga que fue un error no asistir a nuestra reunión —me dijo sin alterarse—. Explíquele que me veré obligado a tomar otras medidas.
Dicho esto fue hacia la puerta. Antes de salir, se dirigió a su empleado.
—Por cierto, Gómez, creo que nuestro amigo necesita una lección. Haga el favor de ocuparse de eso.
—¿Qué quiere que le haga? —preguntó este.
—Ustedes los mexicanos tienen una graciosa expresión; me gusta. ¿Cómo es? Ah, sí: “andar de metiche”. Se me ocurre que, para evitar que este joven ande de metiche, podría usted romperle la nariz. De esa forma aprendería a no meterla donde no lo llaman. Pero, por favor, no se exceda; no necesitamos más muertos.
Afuera comenzaron a sonar algunos estallidos. Por un momento pensé que eran disparos, pero pronto me di cuenta de que se trataba de fuegos artificiales.
—¡Escuchen eso! —exclamó el francés desde el umbral—. Parece que el dirigible ha regresado. Espero que los bárbaros que están lanzando los cohetes para darle la bienvenida no le atinen al globo. Solo a los mexicanos se les ocurre recibir con pólvora un dirigible lleno de gas. ¡Qué país!
Una vez que Antigny salió, Gómez se quitó el elegante saco y lo puso con sumo cuidado sobre el respaldo de una de las sillas para evitar que se arrugara. Ello me permitió ver la sobaquera de cuero que portaba. Extrajo una pistola de ella y, en lugar de tomarla por la empuñadura, la sostuvo por el cañón. No era necesario ser adivino para entender que iba a usar la chacha para golpearme. Lo primero que pensé fue ponerme de pie y echar a correr. Con un poco de suerte lograría salir de la pagoda antes de recibir un tiro. También consideré la posibilidad de lanzarme a través de una de las ventanas y, una vez del otro lado, correr hacia los árboles.
Pero en lugar de eso, simplemente embestí al tipo. Lo hice sin pensar, como un acto reflejo. El sujeto era pequeño, pero por desgracia muy correoso y no conseguí derribarlo. Quien estuvo a punto de caer fui yo. Gómez no tardó en recuperarse e intentó golpearme con la chacha de su arma. Antes de que pudiera hacerlo volví a lanzarme contra él, ahora con más energía. Quizá fue el miedo lo que me dio la fuerza necesaria. El caso es que logré empujarlo contra la pared, la cual cedió sin dificultad, pues solo era un marco de madera forrado de tela. Los dos caímos al suelo y fuimos a dar contra el pasillo exterior de la construcción.
Gómez gruñó al golpearse contra el barandal de madera y soltó la pistola. Aproveché el descuido y empujé el arma con la mano lo más lejos que pude y traté de desasirme de mi atacante, quien me sujetó por el chaleco. Logré zafarme y me incorporé a medias. Luego intenté saltar sobre el barandal, pero Gómez me agarró del tobillo. Sus dedos nudosos se aferraron y apretaron con fuerza mi canilla. Sacudí la pierna hasta que me liberé y volví a impulsarme. Pasé por encima del barandal y caí de bruces del otro lado. Me enderecé hasta ponerme de pie y comencé a correr trastabillando. Temí que, en cualquier momento, escucharía un tiro y sentiría el impacto de una bala en la espalda. Por fortuna, no fue así.
Antes de adentrarme entre los setos volteé y vi a Gómez parado en la veranda. En ese momento guardaba el arma en la sobaquera mientras me lanzaba una sonrisa despectiva. No parecía tener ningún interés en perseguirme. Aun así, corrí entre los árboles hasta llegar a una de las veredas. El estruendo de los fuegos de artificio se intensificó hasta volverse ensordecedor. Sonaba como una carga de fusilería.
Cuando llevaba un buen trecho recorrido me detuve para recuperar el aliento. El corazón golpeaba dentro de mi pecho como un fuelle sin control. Tenía el chaleco desgarrado y la cadena del reloj rota.
Pensé regresar al lugar del despegue. Tenía la esperanza de encontrar allí a Moisés y a Aurora para decirles lo que acaba de ocurrir. Luego consideré que lo mejor era dirigirme a la entrada del parque, pues allí era donde habíamos quedado de reunirnos. Así pues, reemprendí la marcha a trompicones. A cada momento miraba hacia atrás para asegurarme de que Gómez no me siguiera. Los fuegos artificiales seguían estallando.