LLEGUÉ a la salida del Tívoli. El encargado de vigilar le puerta y cobrar los cincuenta centavos no estaba en su puesto. Quizás había ido a presenciar la llegada del globo.
Fui hasta el portón y me asomé a la calle. A lo lejos, entre los transeúntes, divisé el Ford de los Urdaneta, estacionado a unos diez metros. En el asiento delantero estaba el chauffeur, y en la parte posterior vi a Moisés fumando con nerviosismo. No estaba solo. A su lado estaba Ruth.
Corrí hacia ellos.
—¿Qué te ocurrió? —preguntó Moisés al verme llegar agitado, de mala traza y con el chaleco roto.
—Tuve un encuentro con un viejo conocido. Un episodio bastante desagradable. Ya te contaré —dije volteando hacia la joven—. Veo que encontraste a Ruth.
—Aurora y yo la interceptamos cuando llegaba —explicó Moisés—. Intentamos avisarte, pero no te encontramos por ningún lado. Tal como sospechábamos, traía oculta una de las pistolas de Martín. Por suerte no tuvo oportunidad de usarla. Entre los dos la trajimos hasta acá.
—¿Dónde está la pistola? —murmuré.
—Tranquilo —me apaciguó mi amigo—. Aurora se la quitó.
—¡No tienen derecho a detenerme! —protestó Ruth furiosa.
Rodeé el auto y me aproximé a ella. Debía hacerle ver su error.
—Entiendo cómo se siente, señorita Lisandro, pero no podíamos permitir que matara a esos dos hombres.
—¡Esos tipos son unos asesinos! ¡Peor que basura! ¡Merecen morir! —replicó. En su voz se advertía una profunda indignación.
—Estoy de acuerdo con usted, pero uno no debe hacerse justicia por propia mano. Existen leyes, jueces y procedimientos para enjuiciar a gente como esa.
—No sea ingenuo, Tristán. Esa gente se ríe de las leyes.
—Pudo haber terminado en la cárcel. ¿Cree que vale la pena ir a prisión por tipos así? —traté de disuadirla
—No me importa ir a la cárcel —dijo, apretando los dientes, y agregó—: No voy a descansar hasta que esos dos estén muertos.
La joven hablaba con tal convencimiento que preferí callar. Consideré que no era el mejor momento para discutir con ella. Me dirigí a Moisés para preguntarle dónde estaba Aurora. Al parecer había ido a buscarme. Me quedé helado.
—¿Por qué la dejaste regresar? —le reclamé a Moisés—. ¿Hace cuánto se fue?
Sacó su reloj de acero, pestañeó con rapidez e hizo una mueca de incomodidad.
—Creo que un poco más de media hora —una súbita inquietud se dibujó en su rostro—. ¿Crees que corre peligro?
No le respondí. Temí que Aurora tropezara con el infame Gómez en alguna vereda solitaria del parque. El tipo estaba trastornado; era capaz de hacerle daño. Si algo le ocurría a ella…
Le dije a Moisés que esperaran allí y me dirigí a la entrada del Tívoli. Estaba dispuesto a recorrer todo el lugar hasta encontrarla. No saldría de allí sin Aurora. Sin embargo, en la entrada estuve a punto de chocar contra ella.
—¡Aurora, gracias a Dios! ¿Está usted bien? —exclamé con auténtico alivio.
—Lo mismo le pregunto. Lo he buscado por todos lados. ¿Dónde se había metido? —dijo.
Tomé del brazo a Aurora y literalmente la arrastré hasta su automóvil. Le dije que más adelante tendríamos tiempo de hablar sobre lo ocurrido.
Contando al chauffeur, ahora éramos cinco personas; ya no cabíamos todos en el Ford, Moisés propuso que Aurora, Ruth y yo nos fuéramos en el auto; más tarde él y yo nos encontraríamos en el periódico.
Los últimos estallidos de los fuegos artificiales nos acompañaron mientras nos alejábamos. Habíamos logrado evitar que Ruth cometiera un delito atroz, lo cual podía considerarse un éxito. Di por hecho que el vuelo del dirigible de El Buen Tono también había sido un éxito.
Viajamos en silencio. Cuando llegamos al chalet de la colonia Juárez bajé del automóvil y ayudé a las dos a descender. Ruth rechazó mi brazo y se dirigió al interior de la casa sin decir nada. Lucía ensimismada y triste. Me quedé con Aurora junto al automóvil. Le pregunté qué haríamos ahora. Ella me pidió que le permitiera hablar a solas con Ruth, pues pensaba que si ambas conversaban, lograría persuadirla de abandonar sus deseos de venganza.
—¿Y si no consigue convencerla? —pregunté—. La veo muy decidida.
—Haré todo lo que esté a mi alcance. Mi mayor deseo es que recapacite.
—¿Y si vuelve a intentarlo? Podría volver a fugarse —le advertí.
En la mirada de Aurora vi tristeza y determinación.
—Ruth no es una prisionera, Tristán. Puede abandonar mi casa cuando quiera. No tengo derecho a retenerla en contra de su voluntad. Si decide irse otra vez, no creo que debamos salir a buscarla.
Aurora tenía razón. Podíamos intentar ayudar a Ruth y hacerle ver las consecuencias de lo que intentaba hacer. Sin embargo, no nos correspondía decidir por ella, ni convertirnos en su sombra. Al final, ella debía tomar sus propias decisiones. Le deseé suerte con Ruth y le dije que contara conmigo. Solo tenía que llamarme.
—Muchas gracias, querido Tristán. No puedo imaginar qué hubiera hecho sin su ayuda. Le debo tanto; jamás podré pagarle por todos sus esfuerzos.
—Le seguro que usted no me debe nada, tómelo como algo… —empecé a decir.
Y entonces, de manera inesperada, se aproximó a mí y me besó. El contacto de sus labios contra los míos duró un instante; fue un aleteo de mariposa, pero suficiente para producirme un estremecimiento que recorrió todo mi cuerpo. Fue una conmoción que me trastornó. Intenté sonreír, pero me parece que solo logré esbozar una mueca alelada.
Antes de entrar en su casa, Aurora le dijo al chauffeur que me llevara a donde yo le indicara. Le respondí que no era necesario; podía ir en tranvía, estaba acostumbrado. Ella insistió y no pude negarme. Así pues, abordé el Ford y le indiqué al conductor la dirección de El Imparcial.
El automóvil se detuvo en la esquina De las Damas y Puente Quebrado. Durante todo el trayecto me había sentido lacio, lacio, con la ligereza de una nube. Era como si en cualquier momento fuera a salir flotando del vehículo para elevarme sobre la ciudad, igual que el globo dirigible de El Buen Tono.
Caminé hasta la entrada y subí a trancos los escalones que conducían al primer piso de la redacción. Aún conservaba el sabor a menta y durazno de los labios de Aurora Urdaneta. Sabor a gloria, en realidad. Me sentía feliz. No obstante, en cuanto entré en la redacción, el hechizo terminó y comenzó a volverse calabaza. La mirada gélida que me lanzó Lara Pardo al verme llegar me dio a entender que algo muy terrible ocurría. Su rostro mostraba una expresión de agria severidad que le desconocía. Hasta ese momento había sido testigo, y hasta víctima, de su actitud hosca e incluso de sus rudezas. Sin embargo, en ese momento había algo en su mal temple que me heló la sangre.
—¡Por fin! ¡Hasta que llega, Quintanilla! —ladró—. ¡A mi despacho! —dijo con un ademán imperativo.
Su altanería hizo que los colegas voltearan hacia mí. Algunos me miraron con piedad; el resto, con oscuro morbo. Canallas hay en todas partes. Lleno de confusión entré en la oficina del Lara Pardo y me senté. Ante mí, sobre el escritorio, estaba el enorme y feo tintero de hierro con el águila republicana. Don Benito Juárez me miraba desde la pared con expresión adusta.
El jefe de redacción entró en el despacho detrás de mí y dio un portazo bastante más enérgico que lo habitual.
—Hoy en la mañana le advertí que no toleraría escándalos. Sin embargo, veo que le ha dado igual. Con eso me doy cuenta de que no le interesa su trabajo.
Este charro andaba realmente de malas y con el cincho en las manos.
—Señor Lara, no diga eso. Usted sabe que yo sería incapaz. Yo… claro que quiero conservar mi empleo —tartamudeé.
—¿Entonces cómo explica lo del Tívoli? ¿Qué relación tiene usted con el crimen? —se dejó caer con estruendo en su silla.
—¿Crimen? Yo le aseguro —dije irreflexivo, llevado por los nervios—. ¿Cuál crimen? —traté de ubicar el hecho.
—¡Usted de inocente tiene lo que yo de cura! —rugió el jefe de redacción.
—Se lo juro. No entiendo. Por supuesto que estuve en el Tívoli. Fui con Moisés y… Bueno, verá —en mi desconcierto, yo mismo me enredaba—… pero no hubo ningún crimen. No lo hubo —aseguré concluyente, recordando lo ocurrido.
—¿Y cómo llama usted al hecho de que un prominente hombre de negocios y su guardaespaldas aparecieran muertos?
—¡¿Cómo dice?! —el asunto, de tintes pardos en un principio, se estaba ennegreciendo rápidamente.
Resoplando y con fingida paciencia me relató lo ocurrido.
—Me han informado que alguien muy importante de la fábrica de hilados de Río Blanco fue asesinado junto con uno de sus empleados. A los dos los encontraron en los jardines del parque, cada uno con una bala en el pecho.
—¡No es posible! —exclamé—. Definitivamente no puede ser.
—¿Qué es lo que no puede ser, señor Quintanilla? —dijo insidioso Lara Pardo.
Me sentía tan confundido que no encontraba palabras para aclarar el asunto. Antigny y Gómez ¿muertos? ¿Cuándo ocurrió? La última vez que los vi fue en la pagoda y ambos estaban vivitos y coleando. Incluso, Gómez estuvo a punto de romperme la nariz por órdenes expresas de su jefe. Era evidente que Ruth Lisandro no pudo hacerlo, pues Moisés y Aurora lograron detenerla en cuanto llegó al Tívoli. Entonces, ¿quién había sido?
Lara Pardo volvió a la carga arreando toda la caballada.
—Demasiadas “casualidades”, señor Quintanilla. Demasiadas. Donde hay olotes hubo maíz —dijo Lara Pardo al ver que no respondía—. Cuando el teniente Urdaneta se suicidó usted supo mejor que nadie de la noticia. ¿Cree que lo he olvidado? Y esta misma mañana viene a buscarlo nada menos que la hermana del difunto. Y a mayor abundamiento, minutos después, entra a mi despacho urgiéndome que lo enviara al Tívoli del Eliseo, para reportar el vuelo del dirigible de El Buen Tono. Además, está eso de los golpes que recibió durante su secuestro del que, por otra parte, no dijo gran cosa. No necesito tener lente de joyero para darme cuenta de que todos esos hechos están relacionados. Así que, a menos que me lo cuente todo de pé a pá, tendrá que olvidarse del periódico. Y también llamaré a la policía. Dígame usted. Soy todo oídos.
Durante unos instantes consideré cómo resolver el dilema. Podía negarme a hablar; sin embargo, el jefe de redacción había sido muy claro y, por lo que yo sabía, nunca amenazaba en vano. Así pues, decidí contarle lo que había sucedido hasta ese momento. Después de todo, mi intervención había sido fortuita o llevada por las circunstancias.
Comencé diciéndole cómo había conocido a Martín Urdaneta. Luego, acerca del día en el que entré en su casa, junto con los gendarmes, y lo vi muerto. También le referí mi encuentro con Aurora en la Casa de Correos y mi cita con ella en el piso de la vidente, la misma ocasión en que me pidió buscar a Lisandro, y la vez que fui perseguido hasta la Alameda por los dos hombres que, tiempo después, me secuestraron. Finalmente, conté cómo, durante el plagio, tuve el doloroso privilegio de conocer a Gómez, el empleado de Antigny.
A grandes rasgos, le relaté también la historia que Ruth Lisandro había contado en casa de Aurora: su vida en Orizaba, el invento de sus primos y los intentos de Antigny por apoderarse del motor. Le dije que Ruth consideraba que Antigny era responsable no solo de la muerte de sus primos, sino también de la del teniente Martín Urdaneta, quien murió cuando Gómez y su gente lo interrogaban para que les revelara dónde había ocultado el invento. Según Ruth, fueron ellos quienes hicieron pasar la muerte de Martín Urdaneta por un suicidio. Continué mi crónica describiendo cómo un vals de Strauss nos había llevado al descubrimiento del diagrama del motor. Concluí describiéndole lo ocurrido esa mañana en el Tívoli, dejando muy claro que el francés y su escolta se encontraban vivos cuando salí del lugar.
A lo largo de mi relato traté de no mencionar demasiado a Moisés. Consideré que lo mejor era no aludir a la participación de mi amigo, pues no deseaba causarle problemas. Él me había apoyado de manera incondicional durante todo ese tiempo y hubiera sido una verdadera ingratitud de mi parte exponerlo ante Lara Pardo. Si las cosas terminaban mal —lo cual era probable— estaba dispuesto a cargar con toda la responsabilidad.
—¿La policía ya sabe esto? —quiso saber el jefe de redacción.
—No creo; al menos no todo lo que le he contado —respondí—. Aunque estoy seguro de que el capitán Linares, de la policía reservada, sospecha algo.
—¿Eh? ¿Qué pito o flauta toca Linares en esta historia? —se interesó Lara.
—Él me rescató de los secuestradores y pienso que ha intentado averiguar por su cuenta quién mató al teniente Urdaneta. Pero más bien lo ha hecho por Aurora, no porque le interese verdaderamente el asunto. Está enamorado de ella. Creo que haría cualquier cosa para quedar bien y que lo tomara en cuenta.
—¿Cualquier cosa? ¿Incluso matar a los asesinos de su hermano? —preguntó el jefe de redacción.
Existía esa posibilidad. Yo conocía muy bien las destrezas de Linares en esos terrenos.
—¿Usted cree que él mató al francés y a Gómez? —traté de sonsacar a Lara.
—No lo sé. Podría ser, pero solo es una suposición.
Lara Pardo permaneció en silencio durante unos minutos. Era obvio que estaba reflexionando sobre el caso. Su expresión se había vuelto un poco menos dura; sin embargo, aún había severidad en su mirada. Dejó de restregarse la barbilla y me miró fijamente.
—No tengo por qué creerle, Quintanilla —dijo al fin—. ¿Cómo sé que me está diciendo la verdad?
—Todo lo que le he dicho es cierto. No tendría por qué mentir. No obtendría nada al hacerlo.
Lara Pardo dio por terminada la reunión. Dijo que pensaría en lo que acaba de contarle y que, por lo pronto, estaba suspendido.
¡Suspendido! La palabra me cortó las alas del corazón. No esperaba algo así. Me puse de pie para dirigirme a la puerta. Pensé que no quedaba nada más por decir, pero cuando estaba a punto de abrir la puerta lo escuché gruñir su última encomienda.
—No se vaya sin antes redactar la nota sobre el globo dirigible. La quiero aquí en quince minutos. Cuando me la haya entregado, puede retirarse… ¡ah!, y no regrese hasta que lo mande llamar. ¿Entendió?