MI recuperación tardó casi tres semanas. Durante ese tiempo, vi a Moisés en un par de ocasiones y él se ofreció a interceder por mí ante Lara Pardo. Le agradecí el gesto, pero le pedí que no lo hiciera. No deseaba que el jefe de redacción me aceptara de nuevo en el diario solo por lástima, o porque alguien más se lo hubiera pedido. Tampoco quería que Moisés tuviera dificultades por mi causa o le creara un ambiente de animadversión. En ocasiones, Lara Pardo podía ser muy voluble.
Moisés me informó que, hasta donde él sabía, las autoridades no habían logrado dar con el asesino de Antigny. En cuanto a Gómez, ni siquiera se le mencionaba. La embajada de Francia y los directivos de la fábrica de Río Blanco enviaron una carta abierta al Presidente protestando por el crimen y exigiendo que se iniciara una investigación. El reclamo fue atendido. Sin embargo, hasta ahora la policía no había logrado aclarar el homicidio.
Por cierto, en una de sus visitas, Moisés vino acompañado del Moro, el herrero que editaba su propio diario de oposición. Él me invitó a visitarlo en cuanto me recuperara. Dijo que su periódico recibiría cualquier colaboración mía, siempre y cuando escribiera en contra del gobierno, de los empresarios o de los aristócratas. Moisés me reveló que él había redactado numerosos artículos para la publicación de su amigo, pero sin que se enterara el jefe de redacción de El Imparcial. Llevaba, por decirlo así, una doble vida de periodista.
Pese mis problemas de salud, no interrumpí las clases de mecanografía de Matilde. Sus progresos fueron tan notables que, cierto día, la señora Meléndez nos sorprendió al anunciarnos que había adquirido, a plazos, una máquina de escribir Triumph para su hija. De esta forma no tendríamos que depender solo de mi Blickensderfer. La nueva máquina era grande y sólida. Si Matilde le daba buen uso podría durarle toda la vida.
En aquella ocasión no perdí la oportunidad de recordarle a la señora Meléndez que tanto su hija como ella tenían una deuda conmigo, la cual pretendía hacer efectiva en cuanto me recobrara.
De esta forma, un domingo de mediados de noviembre, salí del brazo de Matilde y de su mamá rumbo al Parque Luna, en Chapultepec, donde pretendíamos pasar todo el día. Al grupo se sumaron todos los contertulios de la pensión, lo cual hizo que tuviéramos que ir en dos carruajes. En uno iba doña Martina, su hija, las señoritas Palma y yo. En el otro viajaban los Servín y el señor Zubizarriaga. En el último momento se sumó al grupo el profesor Eulogio. Ello a pesar de que, como él nos informó, ese parque había sido instalado por una compañía extranjera y ofrecía un tipo de entretenimiento “completamente contrario a nuestra idiosincrasia”.
—El capital extranjero pretende acabar con nuestras tradiciones —declaró enfático mientras ocupaba su lugar en el segundo coche.
El parque estaba muy concurrido. Entre risas y bromas, subimos a la montaña rusa, abordamos el columpio aéreo, entramos en el laberinto e intentamos patinar. La felicidad que me embargó entonces me hizo olvidar durante algunas horas los acontecimientos de las últimas semanas.
Después de tanto ajetreo, la señora Meléndez se dejó caer en una silla mimbre. Dijo que no podía dar un paso más. Así, mientras ella descansaba junto con los demás, Matilde y yo paseamos entre los puestos de comida y los juegos. La invité a que tiráramos al blanco, para lo cual mostró una gran destreza. En cambio, yo fui incapaz de atinarle a las dianas con aquellos fusiles de juguete.
Las mejillas de Matilde lucían ruborizadas a causa del calor y la actividad. Además, uno de los mechones de su cabello persistía tercamente en salir del sombrerito que llevaba puesto. Eso la hacía lucir muy bonita.
Nos sentamos en una banca y aproveché para contarle el desenlace de la truculenta historia de la que ella también había sido parte. Le referí lo ocurrido en el Tívoli del Eliseo y mi suspensión del periódico. También le hablé de mis sospechas anticipadas y de la carta de Aurora, la cual vino a confirmarlas. Como es natural, no mencioné aquel beso fugaz.
—¿Y usted qué piensa, Tristán? —dijo reflexiva.
—¿Respecto a qué?
—A lo que hizo Aurora. ¿Lo aprueba? —había demasiado interés en su pregunta.
—Bueno, antes de responder le voy a pedir un favor.
—Vamos a ver, usted dirá.
—Que me permita hablarle de tú.
—Solo si me deja hacer lo mismo —en sus ojos había una chispa desconocida.
Estuve de acuerdo y los dos nos dimos un apretón de manos bastante teatral, como si acabáramos de cerrar un importante negocio. Pero no por eso dejó de insistir.
—Repito mi pregunta: ¿apruebas lo que hizo Aurora?
—No puedo aprobar que alguien mate a otra persona.
—¿Ni siquiera si existen buenas razones? —prosiguió, intrigada por mi respuesta contundente.
—Ni siquiera así —concluí.
—La señorita Urdaneta vengó la muerte de su hermano. A eso se le puede considerar un acto de justicia, ¿no lo crees? —reflexionó ella—. Las autoridades no hubieran hecho nada en contra de alguien como Antigny. Ese hombre era muy rico y eso lo volvía intocable.
—Eso no es una razón, Matilde. Para castigar existen las leyes —intenté persuadirla.
—Pero ¿qué pasa si las leyes son injustas, si solo sirven a los poderosos?
—Entonces hay que cambiarlas —respondí—. Si no tomáramos en cuenta las leyes, ¿a dónde iríamos a parar? Cualquiera se sentiría con derecho a matar a quien quisiera. Sería como vivir en el salvajismo de los bárbaros.
—¿Y no es eso lo que sucede en México actualmente? ¿Ya olvidaste lo de Río Blanco? ¿Acaso crees que quienes ordenaron la muerte de los obreros tuvieron en cuenta la ley? Los asesinos no fueron solo los patrones; recibieron ayuda del ejército y de la policía. ¿No se supone que ellos están para defender al pueblo?
—Caray, Matilde. Eres más aguerrida que el profesor Eulogio.
—Yo solo te digo lo que pienso —se defendió.
—Mira, estoy de acuerdo contigo. Hay un montón de cosas que no están bien en este país y es necesario cambiarlas. Pero sigo pensando que, a pesar de todo, la ley debe existir. Así que, regresando a tu pregunta, creo que Aurora hizo mal. El hecho de que los hombres que mató fueran responsables de las muertes de Martín y de los primos de Ruth no la exculpa.
El sol comenzaba a caer cuando nos levantamos de la banca para regresar con los demás. Un vientecillo fresco comenzó a soplar agitando los banderines y las lonas de los puestos. El otoño llegaba a su fin.
En una parte de esta crónica dije que los labios de Aurora sabían a menta y a durazno. Espero no pecar de indiscreto si revelo que los de Matilde tenían el gusto de la canela y la hierbabuena.
Regresamos a la pensión alrededor de las seis de la tarde. Todos estábamos cansados pero felices. Descendimos de los carruajes, y cuando doña Martina abrió la puerta de la pensión, vi un sobre en el piso. Seguramente alguien lo había deslizado por debajo de la puerta. Tenía mi nombre escrito con tinta negra y procedía de las oficinas de El Imparcial. Adentro encontré dos órdenes de trabajo para el día siguiente, junto con la advertencia del señor Lara Pardo, jefe de redacción, de que debía entregar las notas correspondientes antes del cierre de la edición de mañana.