–El viaje a Londres fue estupendo –dijo Amelia a sus socias.
Se hallaban sentadas a la mesa de la sala de reuniones. Le parecía que hacía siglos que había dejado de trabajar, aunque solo había transcurrido una semana. Como le había pedido Natalie, no fue a trabajar el fin de semana después de volver. Natalie estaba en lo cierto con respecto al desfase horario. El viernes, Amelia se quedaba dormida cada vez que estaba sin hacer nada.
–Retiro todo lo malo que dije de Tyler –añadió.
–Te lo dije –observó Gretchen–. ¿Qué fue lo mejor del viaje?
–Me lo pones difícil. La comida fue magnífica, así como visitar los lugares históricos y los monumentos. Me harté de comer scones.
–¿Se te han pasado las náuseas? –preguntó Bree.
–Sí –no había vuelto a tener desde que llegaron a Londres. También tenía más energía, lo cual le había venido muy bien durante el viaje–. Estaba muy contenta de poder comer. El hotel era precioso. Allí, todo es diferente, pero parecido, salvo lo de conducir por el lado contrario. Estuve a punto de que atropellaran varias veces al cruzar la calle porque miraba al lado equivocado. Incluso han pintado letras en la calzada que dicen «mire a la derecha» para los idiotas como yo.
–Probablemente no seas la única que hayas estado a punto de ser atropellada –apuntó Natalie.
–¿Y el amor? –preguntó Bree con una sonrisa traviesa. Amelia notó que no estaba interesada en los scones ni en los monumentos–. Tienes aspecto de que te han querido bien.
–¡Bree! –protestó Amelia, sin poder evitar sonreír.
Las cosas habían cambiado entre Tyler y ella en Londres. Cuando acordaron derribar las barreras, la conexión física y emocional se había fortalecido. Aunque todavía quedaba mucho por hacer, habían progresado de forma significativa.
–¿Estás enamorada? –preguntó Gretchen–. A Tyler solo le queda hasta el miércoles para conseguirlo, pero, a juzgar por el hecho de que no dejas de sonreír, creo que ya lo ha logrado.
–Yo también lo creo –reconoció Amelia.
–¿Se lo has dicho?
Amelia frunció la nariz.
–No, voy a esperar a que pasen los treinta días para hacerlo oficial. Además, nunca se lo he dicho a un hombre. Estoy un poco nerviosa.
–Que te lo diga primero él –propuso Natalie, sin dejar de mirar la tableta.
No era mala idea. Amelia seguía recelando de los sentimientos de Tyler. Externamente no le había dado motivo alguno para dudar de ellos, pero no podía evitarlo.
–¡He traído regalos! –anunció–. Esperad.
Fue a su despacho y volvió con tres bolsas. En cada una había una caja con la bandera inglesa que contenía galletas de mantequilla, té y macarrones franceses que había comprado en Harrods.
Todas estaban admirando los regalos cuando sonó el teléfono móvil de Amelia. Ella vio en la pantalla que era el número de su hermana. Era extraño. Su hermana y ella no estaban muy unidas. Whitney se parecía a su madre, por lo que Amelia y ella diferían en muchas cosas. Rara vez hablaban por teléfono, salvo en ocasiones especiales, como un cumpleaños o una fiesta; e incluso entonces, la conversación era forzada. Sus socias eran más sus hermanas que su hermana biológica.
Amelia pulsó la tecla para rechazar la llamada. Llamaría a Whitney cuando acabara la reunión. Ya llevaba mucho tiempo sin atender a sus deberes laborales.
–Pensé que os gustarían –dijo mientras oía el zumbido del teléfono que le indicaba que le había llegado un mensaje. Antes de que pudiera añadir nada más, apareció el mensaje de su hermana: «Llámame inmediatamente».
Amelia suspiró.
–¿Os importa que salga un momento a llamar a mi hermana? Parece muy nerviosa. Supongo que mis padres habrán hecho algo que la ha puesto así.
–Claro, sal –dijo Natalie–. Voy a empezar a repasar la boda del fin de semana con ellas. Hablaremos de la comida cuando vuelvas.
Amelia fue a su despacho. Para hablar con su hermana tenía que estar sentada y tomarse un analgésico para el dolor de cabeza que inevitablemente le provocaría. Sacó un frasco de Tylenol del cajón y se tomó un par de pastillas. Le dolían los riñones, así que, al tomarse las pastillas, mataba dos pájaros de un tiro.
El teléfono sonó solo dos veces antes de que su hermana contestara.
–¿Te has casado? –le gritó Whitney–. Y me entero en Facebook. ¡Y, además, estás embarazada! ¿Qué es esto? Ya sé que no nos llevamos muy bien, pero podrías haber tenido la delicadeza de comunicárnoslos a nuestros padres y a mí antes de que apareciera en Internet.
Amelia se quedó tan aturdida por la acusación de su hermana que, al principio, no supo qué responder. Tardó unos segundos en asimilar lo que le había dicho.
¿Facebook? ¿Cómo demonios había llegado esa información a Facebook? Por supuesto que se lo habría contado a su familia, pero cuando estuviera lista. Tragó saliva e intentó serenarse.
–¿De qué hablas, Whitney?
–Una tal Emily dice, y cito textualmente: «Me he emocionado al saber que Tyler, mi hermano pequeño, ha sentado la cabeza y va a formar una familia con Amelia, su mejor amiga. Llevábamos años esperando que estuvieran juntos. ¡Y van a tener un hijo! ¡Qué emoción!».
Amelia se quedó sin palabras. La furia de su hermana no era nada comparada con la cólera que le corría por la venas. Tyler se lo había contado a su familia. Y su hermana lo había publicado en Facebook, de modo que la familia y los amigos de Amelia pudieran verlo.
Tyler y ella habían llegado a un acuerdo: nadie debía enterarse hasta que decidieran lo que iban a hacer. Las cosas habían ido muy bien y el viaje a Londres había sido estupendo. Ella, por fin, había eliminado sus últimas reservas y se había enamorado de su mejor amigo. No había motivo alguno para que Tyler se lo hubiera contado a su familia a sus espaldas.
¿Por qué lo habría hecho? ¿Temía que, cuando acabara el mes de prueba, ella se marchara? Tyler era de esos hombres que tenía que ganar al precio que fuera. ¿Había sido ese su plan B? ¿Una forma de obligarla a hacer lo que él quería? ¿Creía que la podía coaccionar para que siguiera con él si su familia y sus amigos sabían que estaban casados y esperaban un hijo?
–¡Amelia! –gritó su hermana por el teléfono al no obtener respuesta–. ¿Qué demonios sucede? ¿Es verdad?
No tenía sentido mentir, ya que solo provocaría mayor confusión y más llamadas telefónicas.
–Sí, es verdad. Siento no haberte llamado, pero no esperaba que se supiera la noticia antes de habérselo contado a todo el mundo. Ahora no puedo hablar, Whitney.
Amelia colgó el teléfono y lo puso en silencio. Estaba segura de que su hermana volvería a llamar inmediatamente exigiendo respuestas, pero no estaba dispuesta a hablar con nadie. Solo Tyler iba a saber lo que pensaba.
Agarró el bolso, se levantó y se dirigió a la puerta. El corto trayecto en coche hasta la casa sirvió para que se enfadara aún más, sobre todo al rodear la fuente frente a su enorme hogar.
Bajó del coche y miró el enorme edificio. Y cayó en la cuenta de que era una metáfora de su relación con Tyler. Todo se había hecho conforme a los deseos de él desde el momento en que había llegado a Nashville. No se habían divorciado porque él no había querido; estaban saliendo porque él había insistido; se desplazaban en el coche de él; se habían mudado a la casa que él había elegido; habían viajado cuando a él le convenía, a pesar de que ella tenía que trabajar.
Tyler sabía tentarla para que accediera a lo que él deseaba. Pero esa vez había ido demasiado lejos. Subió los escalones y cruzó el salón con furia hasta llegar al espacio que hacía las veces de despacho de Tyler, quien escribía tranquilamente en el ordenador portátil, pensando probablemente en rubíes y diamantes, no en lo que había hecho.
Ella habló con la voz temblándole de una furia que apenas logró contener.
–Creía que habíamos llegado a un acuerdo.
Tyler alzó la vista.
–¿Qué? ¿Qué pasa, Ames?
Ella levantó la mano para que se callara.
–Empezamos esto con una serie de importantes normas. Una era pasar por un periodo de un mes de prueba y, en caso de que fuera necesario, separarnos como amigos. Otra, que viviríamos juntos en esta casa durante ese tiempo. Pero la más importante era que nadie sabría que nos habíamos casado y que estaba embarazada hasta que estuviéramos listos para contarlo. ¡Nadie, Tyler! ¿Cómo has podido hacerlo?
La expresión de Tyler se endureció mientra trataba de encajar las piezas.
–¿A qué te refieres?
–¡Facebook! –gritó ella–. ¡Ni más ni menos!
–¿Facebook? –él frunció el ceño, confuso–. Ni siquiera tengo cuenta en Facebook.
–Pues ¿sabes quién la tiene? Mi hermana. Y mi madre. Y parece que también Emily, la bocazas de tu hermana, que acaba de anunciar a los cuatro vientos que estamos casados y vamos a tener un hijo.
Tyler se puso blanco como la cera.
–¿Emily ha publicado eso en Facebook?
–Sí.
Una rápida comprobación en su cuenta se lo había confirmado, además de otros detalles que empeoraban las cosas. Amelia no se había conectado desde el regreso de Londres, pero ahí estaba la noticia, con muchos «me gusta» y mensajes de enhorabuena para la feliz pareja. Fue al ver las respuestas de sus amigos, de gente que no conocía a Tyler, cuando se dio cuenta de que la habían etiquetado en la noticia.
–Y Emily me ha etiquetado –prosiguió– por lo que también aparece en las noticias de todo el mundo. Así que, se ha descubierto el pastel. Muchas gracias.
–¡Oh, no! –gimió Tyler al tiempo que se tapaba la cara con las manos. Era él quien tenía náuseas en ese momento. Lo sabía. Sabía que no debería haberle dicho ni una palabra a Jeremy.
–Amelia, no sabía que esto sucedería.
Ella se cruzó de brazos y lo miró con los ojos entrecerrados y expresión de incredulidad.
–¿Le cuentas a la cotilla de tu hermana el secreto y esperas que no lo divulgue? ¿Te has vuelto loco?
–No –insistió él–. No se lo conté a Emily, precisamente por esa razón. Se lo conté a mi hermano, solo a él. Y fue hace casi un mes, justo después de comprar la casa. No dejaba de preguntarme por qué me había mudado aquí. Se lo dije pidiéndole que guardara el secreto. Si mi hermana se ha enterado, es culpa de Jeremy.
–No, Tyler –lo corrigió ella con dureza–. Es culpa tuya. Fuiste tú quien reveló nuestro secreto cuando sabías que no debías hacerlo. No entiendo por qué lo hiciste.
–¡Ya te he dicho por qué! –se levantó y dio un puñetazo en la mesa de roble para dar más énfasis a su respuesta–. Quería que alguien de la familia supiera dónde estaba, porque, a diferencia de lo que te pasa a ti, a mí me cae bien mi familia. Elegí a Jeremy porque pensé que era el que tenía menos probabilidades de ser indiscreto, pero me equivoqué y tuve que decírselo. Te aseguro que vamos a tener una larga conversación sobre cómo guardar un secreto.
Amelia negó con la cabeza y puso los brazos en jarras. Cerró los ojos y no respondió inmediatamente.
–Ha sido un accidente –prosiguió él–. Siento que se haya descubierto, pero, de todos modos, solo faltaban unos días para que lo hubiéramos contado. Por supuesto que no quería que mi familia se enterara por Internet, pero ya no se puede hacer nada. Cuanto antes dejemos de pelearnos, antes podremos empezar a llamar a todo el mundo para reducir los daños.
–¿Y qué les vamos a decir Tyler?
Tyler abrió la boca, pero la volvió a cerrar.
–¿Cómo que qué les vamos a decir? –preguntó por fin.
–¿Qué les vamos a decir? Los treinta días no han acabado. No nos hemos declarado amor incondicional. No me has pedido que me case contigo. Di la verdad, Tyler. Se lo contaste a tu familia porque tenías miedo de no salirte con la tuya.
–¿Crees que lo hice a propósito? ¿Para qué? ¿Para chantajearte para que siguieras conmigo?
–Siempre te sales con la tuya, sea lo que sea lo que busques. El tiempo se acabará el miércoles. Enamorarse tan deprisa es prácticamente imposible. ¿Te ponía nervioso pensar que tal vez no ganases esta vez? No hay nada como hacerse una póliza de seguros para asegurarse de conseguir lo que uno quiere.
En cierto modo, aquella situación la había provocado él. ¿Por qué? ¿Porque no quería que su hijo se criara saltando de una casa a otra como una pelota de ping pong? ¿Porque estaba dispuesto a sacrificar sus propias necesidades para hacer lo mejor para todos? ¿Eso lo convertía en el malo de la película? El gran manipulador, el que movía todas las cuerdas y la engatusaba para mudarse a una hermosa casa y realizar caros viajes. ¡Qué canalla!
Tyler se rio con amargura y negó con la cabeza. Estaba cansado de tratarla con guantes de seda.
–¿Y qué te hace pensar que algo de todo eso es lo que yo deseo?
Amelia fue a responderle, pero el duro tono de sus palabras la silenció. Él observó que se sonrojaba y que se le llenaban los ojos de lágrimas. Sabía que había hablado con dureza, pero no había podido evitarlo.
–Crees que soy como tu padre y que intento manipularte para conseguir lo que quiero. Pues, mira, esto tampoco es lo que yo hubiera elegido. Vine aquí a divorciarme, y, en lugar de ello, resulta que tengo una familia y una vida a miles de kilómetros de donde se encuentran mi hogar y mi trabajo. He tratado de sacarle el mayor partido posible a una mala situación, pero me lo has puesto muy difícil, Amelia. ¿Quieres saber la verdad? Pues ahí va una dosis de sinceridad: eres una cobarde.
–¿Cobarde? –ella retrocedió como si la hubiera abofeteado.
–Sí. Vas diciendo a la gente que crees en el amor y que deseas encontrarlo desesperadamente, pero buscas cualquier excusa para evitar una relación que tenga posibilidades. Te vales de la coartada de buscar un amor mítico y perfecto para rechazar a todo aquel que intente amarte.
–No sabes nada de mis relaciones –dijo Amelia entre lágrimas.
–Lo sé todo sobre ti. Recuerda que soy tu mejor amigo, no el último tipo al que te has probado como si fuera un par de zapatos y has rechazado diciendo que no te valen. Te conozco mejor de lo que te conoces a ti misma. Creí que había algo bueno entre nosotros y que en pocos días daríamos una buena noticia a nuestros padres. Pero eres tan cobarde que te aferras a la mínima excusa para destruir la relación y, encima, echarme la culpa.
–¡No estoy haciendo eso! No has respetado el trato.
Tyler negó con la cabeza.
–Tienes una actitud tan negativa que ni siquiera lo ves. La única razón de que hayas medio intentado que la relación funcione es el niño.
–Entonces, ya somos dos, Tyler. Esa es la única razón de que estés aquí, así que no me vengas con pretensiones de superioridad moral –Amelia se detuvo con los ojos llenos de miedo, pero no lo miró. Ahogó un grito y se dobló sobre sí misma al tiempo que se agarraba el vientre–. ¡Oh, no!
Tyler rodeó la mesa y corrió a su lado.
–¿Estás bien? ¿Qué te pasa?
–Algo va mal. Creo que –lanzó un gemido–. Llévame al cuarto de baño, por favor.
Tyler lo hizo y se quedó esperando pacientemente al otro lado de la puerta. Cuando oyó sus desgarradores gemidos, se dio cuenta de lo que sucedía: estaba abortando.
–Vamos al hospital ahora mismo –gritó a través de la puerta.
–Tengo que llamar a mi médico.
–No, primero vamos al hospital.
Cuando ella salió unos segundos después, estaba blanca como la cera y tenía la piel cubierta de una fina capa de sudor. Tyler vio que le temblaban las manos al agarrarse al marco de la puerta. No estaba en condiciones de andar.
Él agarró una manta de la cama y la envolvió en ella. Después la tomó en brazos, la llevó al coche y la subió al vehículo. No se detuvo a cerrar la puerta con llave ni se preocupó de nada que no fuera llevarla al hospital lo antes posible. El hospital no estaba lejos y, con suerte, llegarían a tiempo de salvar al bebé.
El corazón le golpeaba en el pecho mientras volaba por las calles. Aquello no podía estar sucediendo de verdad. Amelia había dicho que el bebé era lo que los mantenía unidos y, hasta cierto punto, tenía razón. El niño no era la causa, pero sí la viga de acero que los reforzaba, de modo que ni los vientos más fuertes pudieran derribarlos. Era lo que le hacía esperar que pudieran tener éxito, lo que hacía que ella siguiera con él a pesar de sus reservas.
Y estaba seguro de que lo estaban perdiendo. ¿Qué les pasaría? ¿Se les escaparía de las manos la relación sin el niño para servirles de ancla? ¿La pérdida los uniría más o los separaría? Tyler no lo sabía.
Mientras conducía, de vez en cuando miraba a Amelia. Estaba inclinada en el asiento, apoyada en la puerta y con los ojos cerrados. Se mordía el labio inferior para contener las lágrimas de dolor y miedo. A pesar de la manta, temblaba. Le partía el corazón verla así.
Sobre todo porque sabía que era culpa suya.
Lo había arruinado todo. Había sido un bocazas y había traicionado la confianza de ella. Y se había servido de sus propias palabras duras y dolorosas como excusa para atacarla y decirle cosas horribles. Y ella iba a perder al bebé.
Tyler entró en la zona de urgencias. Se detuvo, aparcó y se bajó de un salto. Tomó a Amelia en brazos y corrió hacia la entrada.
–¡Por favor! –gritó a la mujer que había en el mostrador de recepción–. Ayúdeme, por favor. Mi esposa va a perder a nuestro bebé.
Una enfermera llegó corriendo al vestíbulo empujando una silla de ruedas. Tyler, impotente, vio cómo sentaban a Amelia y se la llevaban.
–Espere aquí, por favor –le dijo otra enfermera–. Lo llevaremos con ella en cuanto podamos.
Con las piernas temblando, Tyler se dejó caer en una silla de la sala de espera. Deseó poder volver atrás, retroceder en el tiempo para evitar que aquello hubiera sucedido.