Capítulo Doce

 

Tyler vaciló unos segundos antes de girar el pomo y abrir la puerta principal de la casa que había compartido con Amelia. Vio que había luz en la cocina, pero el resto de la casa estaba a oscuras.

–¿Amelia? –gritó con la esperanza de no asustarla–. ¿Hola?

Nadie respondió, así que recorrió el pasillo hasta la cocina. Amelia estaba frente a la encimera y lo miró al entrar.

–Hola.

–Hola.

Ella tenía mejor color que en el hospital, y no parecía tan cansada. Tenía un aspecto informal, con el pelo recogido en una cola de caballo, una camiseta y unos vaqueros. Estaba rígida y agarraba una botella de vino. En la otra mano blandía el sacacorchos.

–¿Quieres una copa de vino? –le ofreció–. Iba a abrirla.

–Sí, gracias. Déjame… –se interrumpió. Iba a decirle que le dejara abrirla, pero esa táctica no era la adecuada con Amelia–. Voy a por las copas.

Fue al armario a por dos copas. Cuando volvió, ella ya había abierto la botella. Él las sostuvo para que sirviera el vino.

–¿Nos sentamos fuera? –propuso ella–. Hoy ha hecho calor. Sería una pena marcharse de aquí sin haber utilizado el patio al menos una vez.

–Muy bien.

Tyler la siguió y salieron al patio, donde no había vuelto a poner los pies desde que había visto la casa con el agente inmobiliario. Había una piscina con forma de riñón y un jacuzzi. A la derecha, una extensión de césped que hubiera sido perfecta para poner un columpio.

Ese pensamiento le causó dolor. Desde que se había marchado del hospital, había hecho lo mismo que después de su ruptura con Christine: se había sumergido en el trabajo para no pensar en todo lo que había perdido.

Había agarrado el ordenador y una maleta llena de ropa y había tomado el primer avión a Nueva York. Pero ese día, al levantarse, había echado de menos la calidez del cuerpo de ella. Quería besarla. Entonces se dio cuenta de que era más cobarde que ella.

Volvió a tomar un avión de vuelta y fue directamente a la casa para decirle a Amelia cómo se sentía. E iba a hacerlo.

Amelia se sentó en uno de los bancos de piedra. Tyler lo hizo a su lado.

–Qué bien –dijo ella–. A pesar de todo lo que me he quejado, voy a echar de menos esta casa. Me va a resultar difícil volver a mi pequeño piso. Ni siquiera hemos usado el cine.

Tyler asintió, pero lo que intentaba decirle dificultaba que se centrara en la conversación.

–¿Cómo estás?

–Bien. Todavía tengo dolores, pero sobreviviré –bromeó ella con una leve sonrisa. ¿Y tú?

Tyler suspiró. Era una pregunta problemática.

–Estoy… un poco atontado, un poco abrumado. Triste. Pero, sobre todo, me siento culpable.

–No debieras sentirte culpable, Tyler. Nadie ha tenido la culpa.

–Lo sé, pero hay otras muchas cosas de las que soy responsable. Le hablé a mi hermana de nosotros y no debí haberlo hecho. Te dijo cosas hirientes y me alejé de ti cuando todo mi ser me gritaba que me quedara.

Notó que Amelia se ponía rígida. Ella dio un sorbo de vino antes de responder.

–Fui yo la que te dijo que te marcharas –afirmó en un tono de voz que no denotaba emoción alguna.

–En efecto, pero ¿he hecho alguna vez lo que me dices?

Amelia lazó un suave bufido.

–Casi nunca.

–Exactamente. He elegido el peor de los momentos posibles para comenzar a hacer las cosas a tu manera.

–Oye, ahora… –empezó a decir ella en tono duro, pero él la interrumpió.

–No he vuelto para discutir, Amelia.

Ella lo miró con sus grandes ojos oscuros.

–Entonces, ¿para qué has vuelto?

–He vuelto para decirte que voy a romper nuestro acuerdo.

Ella frunció el ceño, confusa.

–¿A qué te refieres?

–Cuando todo esto empezó, acordamos que, cuando pasaran los treinta días, nos casaríamos si los dos estábamos enamorados, y que, si uno seguía queriendo el divorcio, nos separaríamos como amigos.

Amelia tragó saliva y miró la copa que tenía en el regazo.

–¿Has venido a decirme que hemos dejado de ser amigos?

–No, he venido a decirte que el divorcio ya no es una opción.

Amelia soltó una risita nerviosa.

–Creo que eso ya me lo dijiste hace un par de semanas. Y mira a lo que nos ha llevado.

–Aquello fue totalmente distinto. Te lo dije porque íbamos a tener un hijo y me pareció que era lo correcto. Ahora no vamos a divorciarnos porque estoy enamorado de ti. Y tú lo estás de mí, aunque no quieras reconocerlo.

A Amelia se le desencajó la mandíbula al tiempo que reprimía un grito.

–¿Que qué?

–Te amo –repitió él–. Y no voy a dejarte escapar. No voy a quedarme de brazos cruzados mientra intentas destruir lo que hemos logrado juntos. Lo hice, y te dejé mentirte y mentirme, pero no voy a seguir haciéndolo.

Tyler dejó la copa en el suelo y se volvió hacia ella tomándola de la mano.

–Te amo, Amelia. Te he amado mucho antes de que fuéramos a tener un hijo, antes incluso de nuestra noche salvaje en Las Vegas. Me he dado cuenta de que te quiero desde el instituto, cuando comíamos juntos en la hierba; desde el día que me llamaste para que me sentara en el asiento vacío al lado del tuyo en clase de Inglés y te presentaste. Eras lo más hermoso, dulce y adorable que había conocido.

–¿Cómo puedes haber estado enamorado de mí todos estos años? Nunca me has dicho nada ni te has comportado como si sintieras algo especial por mí.

–Porque no me había dado cuenta. Durante estos años, sabía que te quería como a una amiga y no contemplaba ninguna otra posibilidad. Pero el sentimiento estaba ahí, bullendo bajo la superficie, cada vez que salía con una mujer y no encajábamos; cada vez que veía tu número en la pantalla del teléfono y el corazón me daba un vuelco. Christine lo sabía, pero ha sido la posibilidad de perderte para siempre lo que me ha hecho darme cuenta.

Tyler hincó un rodilla en tierra y la miró.

–Lo eres todo para mí, Amelia. Quiero que te cases conmigo.

–Ya estamos casados, Tyler.

–Lo sé –respondió él con una sonrisa pícara–. Pero mi esposa me dijo una vez que, si la amaba y quería seguir casado con ella, tendría que volver a declararme como era debido para que tuviéramos una gran boda romántica en la iglesia, con familiares y amigos.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó la misma caja de terciopelo negro que le había ofrecido la noche en Las Vegas. La abrió. Dentro había el mismo diamante de ocho quilates que habían utilizado en la primera boda. Ella se lo había devuelto cuando se mudaron a la casa. Por aquel entonces, o no creía que consiguieran que la relación saliera adelante o pensaba que él no desearía que ella se quedara con una joya tan cara. Se había equivocado en ambas cosas.

–Te lo devolví –Amelia frunció el ceño–. Ese no iba a ser mi anillo, ya que lo ibas a vender en Los Ángeles.

–Fuera o no esa mi intención al comprarlo, los hechos son los hechos. Este es el anillo de mi esposa, así que te pertenece. Aunque fuera a comprarte otro, no conseguiría superar este. Este es el diamante más perfecto que ha pasado por mis manos.

Tyler sintió que, de pronto, los nervios se le agarraban al estómago. Ya se había declarado a Amelia otra vez. Ya estaban casados, como había señalado ella.

Pero esa vez era distinto. Ahora era verdad. La amaba y quería pasar lo que le quedaba de vida con ella. Se tragó la ansiedad y la miro a los ojos.

–Amelia, ¿quieres casarte conmigo?

Amelia no supo qué decir. Estaba perpleja. Al oír la voz de Tyler en el vestíbulo, había experimentado unos segundos de júbilo, seguidos de pánico y recelo. La conversación con su abuela le había dado mucho que pensar. Ella esperaba que pudieran seguir siendo amigos. No se atrevía a soñar en nada más.

–No sé qué decir –apuntó perpleja.

Él frunció el ceño.

–Pues te voy a dar una pista. La palabra clave es sí, seguida de te amo, Tyler. Intentémoslo de nuevo. Amelia, ¿quieres casarte conmigo? Te toca.

Amelia sonrió. Tyler tenía razón. Quería hacerlo. Lo único que debía hacer era decirlo.

–Sí, Tyler, quiero casarme contigo.

Él sonrió esperanzado.

–¿Y?

–Te quiero. Mucho.

Tyler le puso el anillo y la besó en los nudillos antes de abrazarla con ternura. Amelia sintió que se derretía en la seguridad de sus brazos, a los que pensó que no volvería. Alzó la cabeza para besarlo y apretó la boca contra sus suaves labios. Cuando entraron en contacto, una oleada de excitación la recorrió de arriba abajo. La emoción de un nuevo amor, la felicidad de vivir, por fin, el momento con el que siempre había soñado.

La proposición de Tyler era lo que siempre había deseado y más, porque era Tyler, el hombre que la conocía mejor que nadie, que la hacía reír y sonreír.

Llevaba toda la vida fantaseando con la perfección, pero no había nada más perfecto que aquello.

Se aferró a su cuello y apoyó la cabeza en su hombro mientras aspiraba el olor de su piel. Lanzó un suspiro de alivio cuando él la abrazó, agradecida por no haberlo perdido debido a sus estúpidos miedos.

–¿Sabías que hoy es miércoles? –preguntó él–. Él último día del plazo.

Amelia le sonrió. Tenía razón.

–Diría que lo hemos conseguido. Parece mentira, pero han pasado muchas cosas en este mes.

–Desde luego. En los últimos días, he descubierto que no quiero que esto siga siendo un secreto. Tenemos que llamar a nuestras familias. Y, después, comenzaremos a planear la gran boda con la que siempre has soñado.

–He reflexionado mucho desde que te fuiste. Esa idea ha dejado de atraerme. Mis planes de una gran boda se centraban en todo salvo en comenzar una nueva vida con el hombre al que amara. Valoraba más las flores y la tarta que al novio. Supongo que era porque planeaba la boda cuando aún no estaba enamorada. Ahora que lo estoy, creo que ya no la necesito. Ya estamos casados y nos amamos. Creo que es lo único que necesitamos.

Tyler enarcó una ceja.

–Eso lo dices ahora, y está muy bien, pero sé que más tarde te arrepentirás. Un día, dentro de diez años, nos pelearemos por algo y me echarás en cara que nos casamos en Las Vegas, tú vestida de negro, y que no tuviste tu boda de ensueño. Y será culpa mía. Te pondrás como una loca cuando nuestra hija se case e intentarás revivir el sueño que perdiste. De ningún modo. Tendremos esa boda. Insisto.

–Muy bien. Tal vez hallemos un término medio. Una boda no tan grande como la que planeaba, pero vestida de blanco, con un cura que no se parezca a Elvis Presley y nuestros familiares y amigos para compartir el momento con nosotros.

Tyler sonrió y la atrajo hacia sí.

–Me parece una boda perfecta. Organízala como quieras. Lo único que te pido es que no me hagas ir a clases de baile.

Amelia soltó una carcajada.

–Ya te he visto bailar. Las clases no te servirían de nada.

Él se echó a reír.

–Solo dime cuándo debo presentarme y qué debo ponerme.

–Es tan fácil para los hombres…

Tyler volvió a reír.

–Es porque nos interesa más el viaje de novios.

Esa vez fue Amelia la que rio.

–Tyler –dijo mientras le acariciaba el rubio cabello– te pido disculpas por mi comportamiento. Me aterrorizaba haberme enamorado de ti y no saber si me correspondías. Me resultaba increíble que estuvieras aquí porque me amaras, así que me convencí de que era por el bebé.

–Es culpa mía. Yo también estaba asustado, así que me centré en el bebé porque, con independencia de lo que sintiéramos el uno por el otro, el niño sería parte de mi vida. Sentía por ti algo que no había sentido por ninguna otra mujer, pero creí que, si no te revelaba mis sentimientos, me dolería menos cuando me echaras de tu lado.

Amelia se estremeció.

–Y te eché de mi lado. Hice realidad el temor que sentías.

–Pero no me dolió menos por el hecho de no haberte revelado el secreto. Probablemente me doliera más. Tendría que habértelo dicho en el hospital, sin importarme tu reacción. Si te hubiera dicho que te amaba y que no iba a dejar que me apartaras de tu lado, ¿hubieras pedido que me fuera a Nueva York?

–Da igual. No podemos cambiar el pasado y creo que esto ha salido como debía. Estar separados nos ha ayudado a darnos cuenta de lo mucho que nos queríamos y de que deseábamos estar juntos. A veces, una separación es necesaria.

–Sé que me hizo darme cuenta de que odiaba el piso de Nueva York. Puedo trabajar desde aquí igual que lo hago desde allí. No quiero abandonar esta casa. Sé que es muy grande, pero…

–La iremos llenando –observó ella con una sonrisa.

Tardarían un tiempo, pero la llenarían de niños, risas y vida.

–Si quieres hacerlo, lo haremos.

Amelia rio.

–Parece un desafío.

Tyler sonrió y la besó.

–Me muero de ganas.