Prólogo

 

–¿Quieres marcharte de aquí?

Amelia Kennedy se volvió y miró los azules ojos de su mejor amigo, Tyler Dixon. Él sería, desde luego, quien la salvaría.

–Sí, por favor.

Se levantó de la mesa y aceptó la mano que le ofrecía. Contenta, lo siguió hasta que salieron del salón de baile, cruzaron el casino y llegaron a la calle. Estaban en Las Vegas.

El simple hecho de respirar el fresco aire del desierto hizo que Amelia se sintiera mejor.

¿Por qué había creído que la reunión de antiguos alumnos del instituto sería divertida? Se reducía a un montón de gente que nunca le había caído bien alardeando de la maravillosa vida que llevaba. Aunque no le importaba en absoluto lo que Tammy Richardson, animadora deportiva muy pagada de sí misma, hubiera conseguido en su vida, oírla fanfarronear había hecho que Amelia se sintiera menos orgullosa de sus propios logros.

Y era ridículo. Amelia era la dueña, junto con otras tres socias, de una empresa con mucho éxito. Sin embargo, que no tuviera alianza matrimonial ni fotos de un bebé en el teléfono móvil la había convertido en la excepción de la noche.

El viaje había sido un desperdicio de sus escasos días de vacaciones.

Bueno, no del todo. Había merecido la pena por volver a ver a Tyler. Eran muy buenos amigos, aunque, últimamente, estaban tan ocupados que, con suerte, se veían una vez al año. Aquella reunión había sido una buena excusa para hacerlo.

Bajaron por la calle de la mano sin pensar en ir a un sitio concreto. Daba igual dónde acabaran. Cuanto más se alejaban del lugar de la reunión, de mejor humor se ponía Amelia. Era eso o, a juzgar por cómo le flaqueaban las rodillas, que el tequila le estaba haciendo efecto.

Un estruendo llamó su atención y se detuvieron frente al Mirage para contemplar la erupción periódica del volcán que había fuera.

Se apoyaron en la barandilla. Amelia reclinó la cabeza en el hombro de Tyler y suspiró, contenta. Verdaderamente, lo echaba de menos. El mero hecho de estar con él hacía que todo le pareciera mejor. En sus brazos hallaba una comodidad y un consuelo que no había encontrado en ningunos otros. Aunque nunca habían salido como pareja, Tyler había puesto el listón muy alto para las posteriores relaciones de Amelia; tal vez demasiado alto, ya que seguía soltera.

–¿Te encuentras mejor? –pregunto él.

–Sí, gracias. Ya no podía seguir viendo más fotos de bodas y de bebés.

Tyler le echó el brazo por los hombros.

–Ya sabes que eso es lo que suele suceder en esas reuniones.

–Sí, pero no me esperaba que me fuera a sentir…

–¿Una mujer de negocios con talento, éxito y control de su propio destino?

Amelia suspiró.

–Estaba pensando más bien en una fracasada en mis relaciones con los hombres.

–Olvídalo –dijo él con voz grave. Se volvió hacia ella y le levantó la barbilla para que lo mirara a los ojos–. Eres maravillosa. Eres guapa, tienes talento y éxito. Cualquier hombre sería afortunado si formaras parte de su vida. Simplemente, todavía no has encontrado a uno digno de ti.

Era una hermosa idea, pero no alteraba el hecho de que llevaba mucho tiempo buscando al hombre ideal sin resultado.

–Gracias, Ty –dijo ella, de todos modos, al tiempo que lo abrazaba por la cintura y apoyaba la cabeza en su pecho.

Él la estrechó en sus brazos y le apoyó la barbilla en la cabeza. Era solo un abrazo, como el que se habían dado cientos de veces. Pero esa noche fue distinto. De pronto, ella notó el movimiento de los duros músculos masculinos bajo la camisa. El olor de su colonia le hizo cosquillas en la nariz, lo que le dio ganas de ocultar la cabeza en su cuello, aspirar el cálido aroma de su piel y acariciarle la incipiente barba.

Sintió una oleada de calor en las mejillas que no tenía nada que ver con las llamas que saltaban sobre el agua a su lado. Sintió una calidez enroscándosele en el vientre y el despertar del deseo. Era una excitación conocida, pero que nunca la había relacionado con Tyler. Era su mejor amigo.

Quería más. Deseaba que le demostrara lo hermosa que era y el talento que tenía con las manos y con la boca, no con palabras. Era un pensamiento peligroso, pero no pudo apartarlo de su mente.

–¿Te acuerdas de la noche de la graduación?

–Por supuesto –respondió ella al tiempo que se apartaba de él para poner fin al contacto físico que le hacía circular la sangre más deprisa.

No podía olvidar esa noche. Ambos habían tenido que soportar una fiesta familiar y se habían escapado juntos a acampar en el desierto. Ella había conducido hasta un extremo de la ciudad, donde, por fin, habían visto las estrellas.

–Bebimos vino y estuvimos despiertos toda la noche observando el cielo en busca de estrellas fugaces –añadió ella.

–¿Recuerdas el pacto que hicimos?

Amelia pensó en aquella noche. Los detalles eran borrosos, pero recordaba que habían jurado algo.

–No lo recuerdo.

–Acordamos que si seguíamos solteros cuando llegara la décima reunión nos casaríamos.

–Ah, sí –dijo ella–. Ya lo recuerdo.

A los dieciocho años, tener veintiocho les había parecido ser ancianos. Si para entonces no estaban casados, ya podían perder toda esperanza. Se juraron que se salvarían mutuamente de una mediana edad solitaria.

–Tener veintiocho años no me parece lo que creía entonces, desde luego –prosiguió Amelia–. Me sigo sintiendo joven y, sin embargo, a veces me siento la persona más anciana y aburrida del mundo. Lo único que hago es trabajar. Nunca corro aventuras como las que corríamos juntos.

Tyler estudió su rostro con el ceño fruncido.

–¿Estás dispuesta a correr una esta noche? Te garantizo que te animará.

Era exactamente lo que necesitaba.

–Estoy totalmente dispuesta. ¿Qué es lo que te propones?

Tyler sonrió y la tomó de la mano. Ella sintió un escalofrío y supo que haría cualquier cosa si él le sonreía de aquella manera. A continuación, Tyler apoyó una rodilla en tierra y ella se dio cuenta de que la aventura iba a ser mucho más grande de lo que se esperaba.

–Amelia, ¿quieres casarte conmigo?