Capítulo Cuatro

 

–¡Ha vuelto!

Amelia se estremeció al entrar en el vestíbulo y oír a Gretchen anunciar su llegada.

Bree y Gretchen salieron al pasillo. Natalie sacó la cabeza por la puerta del despacho mientras hablaba por teléfono. Le hizo señas de que esperase y continuó hablando.

Amelia entró en su despacho para dejar el bolso y el abrigo. Agarró la tableta con la esperanza de que sus amigas le contaran lo que se había perdido en la reunión matinal, aunque sabía que la conversación trataría de cualquier cosa menos de trabajo.

Se llevó una botella de agua a la sala de reuniones. Cuando llegó, la esperaban sus tres socias, impacientes. Bree parecía a punto de estallar a causa de los nervios. A Gretchen le brillaban los ojos con picardía. Natalie, como siempre, parecía preocupada. Recelaba del amor en general y del matrimonio en particular, lo cual, en aquellos momentos, era probable que demostrara mayor inteligencia que la que tenía Amelia.

Esta se sentó en una de las sillas.

–¿Qué me he perdido esta mañana?

–Por favor –gimió Bree–. ¡Cuéntanos inmediatamente todo lo que ha pasado entre ese hombre y tú!

–Sí, y empieza por el principio –apuntó Natalie–, ya que yo me he perdido la conversación de esta mañana.

Amelia lanzó un profundo suspiro y repitió la historia de la reunión de antiguos alumnos del instituto. Dio todo tipo de detalles con la esperanza de no tener que volver a repetirla. Omitió la parte de haber gozado del mejor sexo de su vida y trató de centrarse en cómo había acabado casada con su mejor amigo.

–Entonces –preguntó Natalie con el ceño fruncido–, ¿él ha venido a la ciudad para iniciar los trámites de divorcio?

–En efecto, aunque no estoy segura de que lo vayamos a hacer inmediatamente,

Bree enarcó las cejas.

–¿A qué te refieres?

–A que vamos a salir durante un mes a ver qué pasa. Es mucho más fácil casarse que divorciarse, así que vamos a pensarnos mejor lo segundo de lo que nos pensamos lo primero.

–¿Vas a salir con tu esposo? Es un error –afirmó Natalie negando con la cabeza–. ¿Va a mudarse aquí? ¿No vivía en Nueva York?

–Sí, y su empresa está en Manhattan. Él tiene unos horarios más flexibles que los míos, así que va a alquilar una casa aquí durante un mes.

Amelia esperaba que no le preguntaran qué harían después, ya que no lo sabía. ¿Podría quedarse Tyler en Nashville a largo plazo? Ella no podía marcharse. Era la encargada de la comida en la empresa.

De todos modos, sus socias y ella tendrían que pensar qué harían cuando tomara la baja de maternidad. Supuso que lo hablarían cuando llegara el momento. Sus amigas aún no sabían nada del embarazo.

–Tyler y tú nunca habéis salido, ¿verdad?

Amelia tomó un trago de agua y negó con la cabeza.

–No. Hemos sido amigos. Ya sabéis lo que me pasa con los hombres. Si hubiéramos salido, ya habríamos roto. Ha sido más importante para mí tener a alguien en mi vida que actuar movida por un impulso físico.

–Natalie dice que es guapísimo. ¿Cómo has podido estar todos estos años si siquiera besarlo? –preguntó Gretchen.

La respuesta más sencilla era que no se había permitido pensarlo. Sí, era guapo. Todo lo que habían dicho en el café era cierto. Poseía muchas de las cualidades que ella valoraba en un posible compañero. Pero, en resumidas cuentas, era Tyler.

–Nos besamos una vez porque una estúpida nos desafió delante de todos.

–¿Y?

Amelia se encogió de hombros.

–Y fue raro. Yo solo tengo una hermana, y pensé que sería como besar a un hermano. No hubo química y fue una experiencia desagradable. Después de aquello, fue mejor dejar que la cosa siguiera siendo platónica.

–Ha sido mejor la segunda vez –apuntó Gretchen.

–Mil veces mejor.

Amelia debería haber considerado que la primera vez habían tenido a sus compañeros como espectadores. Ella tenía quince años y llevaba aparato en los dientes. Ninguno de los dos tenía experiencia. Reunían todos los elementos para que fuera un desastre, pero ¡qué diferencia doce años después!

–Sinceramente –prosiguió–, no me parecía estar besando a la misma persona. Aun sabiendo que era Tyler y que no debiera hacerlo, no pude reprimirme.

–Lo que sucede en Las Vegas… –observó Gretchen como si eso lo explicara todo.

Y en cierto modo, lo hacía. Las luces y el alcohol te animaban a salirte de la rutina y lo conocido y a hacer algo emocionante, para variar. Por desgracia, las consecuencias de lo que había hecho se las había llevado consigo de vuelta a casa.

–¿Qué te ha dicho Tyler que te haya hecho cambiar de opinión para no divorciarte inmediatamente? –preguntó Bree mientras se enrollaba con aire pensativo un mechón de rubio cabello en un dedo–. Has tenido un mes para pensártelo, y estaba segura de que ya habías tomado la decisión.

Habían llegado al punto que había estado evitando.

–La había tomado. La habíamos tomado. Pero… las cosas han cambiado. Estoy…

–Estás embarazada –afirmó Natalie. No había tono acusatorio en su voz, sino tranquila resignación. Era una persona muy observadora.

Amelia no pudo responder, por lo que se limitó a asentir, agradecida de que Natalie hubiera evitado que tuviera que decir aquella palabras en voz alta por segunda vez ese día.

–Un momento… ¿Cómo? –Bree había estado a punto de gritar–. ¿Estás embarazada y no nos lo habías dicho? ¿Cómo has podido olvidarte de ese detalle?

–Es mejor tirar las bombas de una en una –explicó Amelia–. Me acabo de enterar y todavía estoy impactada. Es como si el curso de mi vida hubiera cambiado de forma irrevocable. ¿Crees que está mal casarse con tu mejor amigo por capricho? ¡Pues verás cuando te enteres de que estás embarazada! No puedo seguir fingiendo que no sucedió ni anularlo y barrer su recuerdo debajo de la alfombra.

–Por eso vais a intentar seguir juntos –observó Gretchen–. ¿Qué harás si no funciona? ¿Divorciarte y llegar a un acuerdo sobre la custodia?

–Sí, pero, de todos modos, hemos decidido que, pase lo que pase, seguiremos siendo amigos.

–No creerás que eso va a ser así, ¿verdad? –intervino Natalie.

–Claro que lo será –insistió Amelia.

Llevaban catorce años de amistad. Podrían hacerlo. Aunque lo cierto era que en su amistad no había habido sexo ni emociones ni acuerdos de custodia.

–No es mi intención disgustarte –le aclaró Natalie–, pero tienes que estar preparada. Puede que a finales de mes hayáis roto. Y puede que todo vaya bien durante un tiempo, pero las cosas acabarán por torcerse. Tú te esforzarás por el bien de tu hijo, pero te resultará cada vez más difícil.

»Lo he visto antes. Un día, él te devolverá al niño tarde y te enfadarás. Querrás pasar con el niño un día de fiesta que le corresponde a él y discutiréis. Aprovecha esos treinta días, Amelia. Si cuando se acabe el plazo, no tienes esposo, no cuentes con tener a tu mejor amigo mucho más tiempo.

Amelia no había pensado en ello. Estaba segura de que a ellos les iría bien, pero lo había visto en otras parejas. Si creía que el sexo tal vez arruinara su amistad, estaba segura de que la custodia compartida y una relación tensa lo haría.

Natalie puso la mano sobre la de ella. El gesto de apoyo hizo que a Amelia se le llenaran los ojos de lágrimas. Nunca lloraba. Lo odiaba. Le parecía un gesto femenino de debilidad con el que su madre manipulaba a su padre. Pero, en ese momento, le asaltaron las emociones y preocupaciones de las semanas anteriores y, antes de que pudiera detenerlas, las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas.

–Malditas hormonas –se lamentó.

–Venga, cariño, todo saldrá bien –Bree se levantó, agarró un pañuelo de papel y se lo dio–. Sé que todo va a funcionar.

–Desde luego –intervino Gretchen–. Con independencia de lo que pase con Tyler dentro de un mes, vas a ser una madre estupenda. Vamos a celebrar la mayor fiesta de la historia antes del nacimiento del bebé. Y yo pintaré un mural en su habitación. Incluso podemos convertir el despacho extra que tenemos en una habitación para jugar, en la que pondremos una cuna para que te lo puedas traer al trabajo. Bree se va a casar pronto, así que es posible que, dentro de poco, estemos rodeadas de bebés.

Bree abrió mucho los ojos y se atragantó al dar el último sorbo de café.

–Bueno, sí –dijo entre toses–. Rodeadas de bebés.

Amelia sonrió entre lágrimas. Tenía unas amigas estupendas. Gretchen estaba en lo cierto: todo iría bien con independencia de lo que pasara con Tyler. No había planeado ni su matrimonio ni tener un hijo, pero saldría adelante.

–Gracias, chicas. Me siento mucho mejor.

–Para eso están las amigas –dijo Natalie sonriendo–. Ya sabes que siempre estaremos a tu lado para lo que necesites.

–De acuerdo. Ahora, lo que necesito es que esto no se divulgue. Por favor, no se lo contéis a nadie. No lo publiquéis en Facebook ni hagáis comentarios ante los clientes ni le digáis a mi madre que he ido a ginecólogo si me llama y no estoy. Lo mantendremos en secreto hasta que decidamos qué hacer. Vosotras sois las únicas que lo sabéis.

–Por supuesto –dijo Bree–. No se lo contaré a nadie.

–Yo tampoco –apuntó Gretchen. Consultó el reloj de pared y suspiró–. Será mejor que sigamos trabajando. Los señores Edwards van a venir a recoger las invitaciones a la hora de comer.

Se levantaron las cuatro y se pusieron a trabajar. Los lunes eran los viernes de Amelia. Los dos días siguientes libraba, por lo que tenía que dejar todo en orden para el fin de semana, lo que implicaba enviar la lista de alimentos a sus proveedores. También tenía que mandar por correo electrónico el menú definitivo para otra pareja. No tenía tiempo de quedarse sentada y seguir quejándose de su situación.

La vida seguía. Y ella también debía hacerlo.

 

 

Tyler estaba seguro de que ese día podría considerarse uno de los más largos de su vida, probablemente porque no había dormido desde su llegada a Nashville y los dos días se habían fundido en uno. Cuando, el martes a última hora, tocó el timbre de la puerta de Amelia para recogerla y llevarla a cenar, llevaba cuarenta horas sin dormir.

Había hecho muchas cosas después de haber dejado a Amelia en el trabajo. Se había organizado para trabajar desde Nashville. Algunos de sus empleados viajarían más para dejarle más tiempo libre. Tenía que viajar a Londres al cabo de unas semanas, ya que debía acudir forzosamente a una subasta en Christie’s. Tal vez convenciera a Amelia para que lo acompañara.

Una vez solucionado ese tema, se había reunido con un agente inmobiliario y habían visitado media docena de casas. Estaba seguro de haber encontrado la que deseaba, pero no se decidiría hasta que la hubiera visto Amelia. También había devuelto el coche de alquiler y había alquilado otro más adecuado para las semanas siguientes.

Más tarde se centró en objetivos más románticos. Reservó mesa para cenar y buscó una floristería donde hubiera las flores preferidas de Amelia. Ella le había dicho que quería romanticismo y que esperaba que supiera exactamente lo que le gustaría. Pues misión cumplida.

Amelia abrió la puerta del piso. Antes siquiera de saludarlo, vio el ramo de rosas que tenía en las manos. No eran unas rosas cualesquiera, sino de color verde pálido y rosa con los bordes de un verde más oscuro. A él le recordaban pequeñas coles, pero a ella le encantaban. Su color preferido era el verde.

–Vaya –dijo ella mirándolo con una sonrisa de oreja a oreja.

–Yo iba a decir lo mismo.

Amelia tenía un aspecto magnífico. Llevaba un vestido color ciruela que contrastaba con la blancura de su piel. Casi parecían tiras de tejido rodeándole el cuerpo, al que se ajustaban perfectamente haciendo destacar aún más su voluptuosa figura.

–Estás preciosa.

–Gracias. Es un vestido de Herve Leger. Estuve ahorrando para comprarlo, pero no había tenido la ocasión de ponérmelo. Es cómodo, así que he pensado en llevarlo esta noche, ahora que todavía puedo. Si por mí fuera, me lo pondría todos los días hasta el segundo trimestre de embarazo,.

–Voto por eso. Sin embargo, no podría hacer nada más que mirarte.

–Eres un encanto –dijo ella al tiempo que se sonrojaba–. Es increíble que te hayas acordado de cuáles son mis flores preferidas.

–Por supuesto que me acordaba –le tendió el ramo–. Para ti.

–Entra –dijo ella al tiempo que retrocedía para dejarlo pasar.

Tyler la siguió al interior del apartamento de un dormitorio que ella llamaba hogar. La luz descendía de una lámpara del techo con aspecto antiguo e iluminaba todos los detalles que ella se había esforzado en colocar. Era un bonito y pequeño piso, grande para Nueva York, y muy propio de Amelia. El mobiliario era elegante y en él se mezclaban antigüedades con muebles más modernos. Había alfombras, almohadas bordadas y velas diseminadas por todo el espacio.

Siempre había tenido muy en cuenta la estética tanto en la moda como en el mobiliario o la comida. Incluso en el instituto, cuando Tyler se vestía siempre con vaqueros y camiseta, ella se distinguía por su estilo. Para Amelia, decorar un piso era como arreglarse para salir. A él eso no le preocupaba. Le gustaba lo funcional y no era excesivamente exigente, como le pasaba con la ropa.

La vio entrar en la minicocina para poner las rosas en agua, en un florero. Ella tenía razón al decir que no había sitio para que él viviera allí. Era una vivienda agradable, pero con espacio solo para una persona. Y, ciertamente, tendría dificultades para criar a un hijo allí. No había sitio para el cuarto de los juguetes ni un patio donde jugar. Un par de juguetes en el suelo podían constituir un obstáculo traicionero.

–¿Qué te pasa? –preguntó ella mientras iba hacia él con el jarrón–. Pareces disgustado.

–No estoy disgustado. Pensaba en lo pequeña que es tu casa. Me recuerda el primer apartamento que alquilé al trasladarme a Nueva York para trabajar de aprendiz en una joyería.

–Para mí está bien –Amelia puso el jarrón en medio de la mesa del comedor–. Es tranquilo, tengo plaza de aparcamiento y el precio es correcto. De todos modos, no estoy mucho en casa.

–Pues, con independencia de lo que pase entre nosotros, tenemos que buscarte otra casa. O te mudas a vivir conmigo o conseguimos algo más grande para ti y el bebé –Tyler alzó la mano para detener sus protestas–. No empieces. Sabes que necesitarás más espacio cuando nazca el bebé.

Amelia se encogió de hombros.

–Antes de que comenzara todo esto, había pensado en alquilar una casa. Pero no tiene sentido preocuparse ahora por ello. Tenemos tiempo de sobra para hacerlo.

–Desde luego. Ahora debemos centrarnos en no perder la reserva del restaurante.

–¿Adónde vamos?

–Al Watermark, en el centro.

Amelia sonrió mientras agarraba la chaqueta y salían a la calle.

–Muy buena elección.

Llegaron al aparcamiento, pero ella se detuvo bruscamente.

–¿Dónde está el BMW?

–Lo había alquilado solo por dos días. Lo devolví al darme cuenta de que me quedaría más tiempo.

Pulsó el botón para abrir las puertas de un Audi todoterreno blanco, aparcado al lado de ella.

–Veo que has encontrado un sitio que te alquile un Audi. Supongo que estarás contento.

Tyler le abrió la puerta para que se montara.

–En realidad, lo he comprado –dijo antes de cerrar la puerta.

Ella negó con la cabeza.

–Eres de otro planeta.

–¿Por qué?

–Porque –dijo ella mientras salían del aparcamiento– compras coches de lujo impulsado por un capricho, y seguro que pagas en metálico. Crees que una mansión en la zona más cara de la ciudad es una sugerencia razonable. Me regalas un diamante de compromiso de ocho quilates para una boda decidida en dos segundos en Las Vegas. No sé si te das cuenta de que no es normal.

Tyler sonrió y no dejó de mirar la autopista.

–Me he esforzado mucho en no ser normal, ¿Preferirías que tuviera un empleo de administrativo en una oficina y reuniera con dificultad el dinero necesario para pagar el plazo mensual de un sedán, como todo el mundo?

–No –respondió ella con aire reflexivo–. Supongo que no sería distinto. Tampoco eras normal cuando no tenías un céntimo. Eras un anormal sin dinero.

Él rio.

–No sé si ofenderme o no.

–No te ofendas. Has seguido formando parte de mi vida a pesar de tu forma de ser. Si tú no eres normal, creo que, a mi manera, yo tampoco lo soy.

Tyler estuvo de acuerdo con sus palabras. Había formado parte de la vida de Amelia más que ningún otro hombre. Probablemente porque no habían salido, por lo que ella no se lo había probado como si fuera un par de zapatos del que se había deshecho al ver que no le quedaban bien.

En Las Vegas, él supo que estaba poniendo en peligro su amistad. A pesar de su larga relación, añadirle sexo podía hacer que acabara en la basura. Por eso había ido a Nashville pensando que se divorciarían y que fingirían que la noche en Las Vegas no había existido. No podía haberse imaginado que seguirían casados. El comodín era su hijo. Era lo que anclaba a Amelia, tal vez lo único que la impediría huir de aquella relación como de todas las anteriores.

Tyler había accedido al mes de prueba por el bien de su hijo. Usaría todos sus recursos para que Amelia se enamorara de él. Todos menos el corazón, que ya no servía para nada. Se lo habían partido, y no se atrevía a que volvieran a hacerle daño.

Si ella se enamoraba, la relación funcionaría. La batalla con Amelia sería difícil. Aunque él lo hiciera todo bien, ella podría hallar defectos. Nadie era perfecto, ni siquiera sus abuelos. Se preguntó hasta qué punto sería verdad su matrimonio ideal y hasta qué punto fruto de la fantasía de Amelia.

Tyler redujo la velocidad y aparcó frente al restaurante. Entregó las llaves al aparcacoches y rodeó el vehículo para abrirle la puerta a ella.

El interior del restaurante estaba escasamente iluminado. Los condujeron a una mesa para dos cerca de una ventana. Un camarero tomó nota de lo que deseaban beber y se marchó después de haberles dejado el menú.

Tyler tuvo que hacer un gran esfuerzo para no acariciarle con el pulgar los carnosos labios pintados de rojo a Amelia. Quería volver a besarla y seguir haciéndolo hasta que el brillo desapareciera de ellos y los tuviera hinchados de sus besos.

Así se había despertado ella en el hotel la mañana después de la boda. Despeinada, con el rímel corrido y los labios sonrosados e hinchados. Parecía una mujer realmente enamorada.

Tyler se puso tenso al pensar en la posibilidad de volver a hacerle el amor. Era una idea masoquista, que iba a hacer que se sintiera incómodo durante la cena, pero no podía apartarla de la mente. Una vez traspasada la línea en Las Vegas, ya era tarde para volver atrás.

–¿Habías estado aquí antes? –preguntó él para distraerse con la conversación.

Ella negó con la cabeza.

–No, pero siempre he querido entrar en la cocina. El chef es famoso por sus magnificas creaciones. Estoy segura de que todo lo que comamos estará bueno.

–Entonces, ¿ha sido una buena elección?

Ella sonrió.

–Muy buena.

–¿No será demasiada comida para tu estómago?

–Espero que no. En realidad, solamente tengo problemas por la mañana temprano. A media tarde, me muero de hambre. Tengo muchas ganas de probar el pato. Es difícil comerlo bien preparado. ¿Y tú?

–Estoy pensando en tomar un plato de pescado o el cordero.

Los ojos de ella se iluminaron de emoción.

–Toma cordero y me lo dejas probar. Si quieres, puedes probar el pato.

–Me parece bien –dijo él sonriendo.

Pocas cosas emocionaban a Amelia tanto como la comida. Aunque le encantaba la moda, su primer amor era la cocina. A él no le había sorprendido que hubiera seguido cursos. Mientras estudiaban en el instituto ella le llevaba comida y lo utilizaba de conejillos de indias cuando quería probar una nueva receta. Casi siempre estaba buena y era atractiva a la vista. En general, era poco habitual que las dos cosas se dieran a la vez, y ahí se veía el talento de Amelia.

Esa noche, era el talento de Tyler el que debía entrar en acción. Tenía éxito como joyero porque sabía exactamente lo que buscaba el cliente, incluso si este no estaba seguro del todo. Había planeado la noche ideal para Amelia.

Tardaron un par de horas en terminar de cenar. El postre fue un suflé de chocolate que compartieron. Después, pasearon por centro de la ciudad agarrados de la mano mirando escaparates y escuchando la música en directo que salía de los bares. La conversación fluía con facilidad, como siempre había sucedido entre ellos, y no se cortó por el hecho de que aquello fuera una cita.

Cuando volvieron al piso de ella, Tyler estaba seguro de que la cita había sido un éxito. Amelia sonreía y reía. Estaba relajada por primera vez desde que él había llegado a Nashville. Estaba siendo una buena noche, pero podía ser mejor.

La acompañó a la puerta y vaciló cuando ella la abrió. Quería entrar, pero no iba a hacerlo. Treinta días no eran muchos, pero eran suficientes para no apresurarse.

–Ha sido una cena estupenda –dijo ella volviéndose a mirarlo–. Me lo ha pasado muy bien.

–Yo también –Tyler se le acercó y le puso la mano en la cintura.

Amelia no se apartó ni se puso tensa, sino que lo miró con una sonrisa incitante. Él aceptó la invitación, se inclinó, le tomó el rostro entre las manos y la besó en los labios. Ella sintió que se derretía y apretó sus amplias curvas contra el fuerte pecho masculino. Cuando él deslizó la lengua por sus labios, ella abrió la boca. Su sedosa lengua fue al encuentro de la de él y soltó un leve gemido. Ese sonido despertó en él recuerdos de la noche de bodas. Su cuerpo se tensó instantáneamente y el deseo de acariciarla le produjo un cosquilleo en las palmas de las manos. Volvió a ponérselas en la cintura y la acarició por encima de la tela del vestido. Le agarró las nalgas y le presionó las caderas contra su excitada masculinidad.

El gruñido que emitió hizo que Amelia riera suavemente contra sus labios y se separara de él. Le agarró las manos y las volvió a colocar en su cintura. Tenía los ojos cerrados y jadeaba. Él entendió: ya era suficiente por aquella noche. Retiró las manos y depositó un último beso de despedida en sus labios.

–Quiero llevarte a un sitio mañana por la mañana.

–Supongo que no vas a decirme adónde.

Él sonrió.

–Entonces, no sería divertido.

Ella suspiró al tiempo que negaba con la cabeza, pero él vio cómo le brillaban los ojos. Cuando tenían ese brillo, como había sucedido en Las Vegas, sabía que estaba intrigada, y esa era la clave para que ella aceptara cualquier idea que proviniese de él, por descabellada que fuera.

–Te recogeré a las nueve.