EDITH lanzó en torno suyo una mirada crítica, escrutadora. En vano se mantuvo al acecho de la aparición de esa mota de polvo que se esconde siempre a los ojos de la más suspicaz ama de casa y se hace evidente en cuanto llega la primera visita. Nada. La alfombra impecable, los muebles en su sitio, el piano abierto y encima de él, dispuestos en un cuidadoso desorden, los papeles pautados con los que su marido trabajaba. Quizá el cuadro, colocado encima de la chimenea, no guardaba un equilibrio perfecto. Edith se acercó a él, lo movió un poco hacia la izquierda, hacia la derecha y se retiró para contemplar los resultados. Casi imperceptibles pero suficientes para dejar satisfechos sus escrúpulos.
Ya sin los prejuicios domésticos, Edith se detuvo a mirar la figura. Era ella, sí, cifrada en esas masas de volúmenes y colores, densos y cálidos. Ella, más allá de las apariencias obvias que ofrecía al consumo del público. Expuesta en su intimidad más honda, en su ser más verdadero, tal como la había conocido, tal como la había amado Rafael. ¿Dónde estaría ahora? Le gustaba vagabundear y de pronto enviaba una tarjeta desde el Japón como otra desde Guanajuato. Sus viajes parecían no tener ni preferencias ni propósitos. Huye de mí, pensó Edith al principio. Después se dio cuenta de la desmesura de su afirmación. Huye de mí y de las otras, añadió. Tampoco era cierto. Huía también de sus deudas, de sus compromisos con las galerías, de su trabajo, de sí mismo, de un México irrespirable.
Edith lo recordó sin nostalgia ya y sin rabia, tratando de ubicarlo en algún punto del planeta. Imposible. ¿Por qué no ceder, más que a esa curiosidad inútil, a la gratitud? Después de todo a Rafael le debía el descubrimiento de su propio cuerpo, sepultado bajo largos años de rutina conyugal, y la revelación de esa otra forma de existencia que era la pintura. De espectadora apasionada pasó a modelo complaciente y, en los últimos meses de su relación, a aprendiz aplicada. Había acabado por improvisar un pequeño estudio en el fondo del jardín.
Todos los días de la semana —después de haber despachado a los niños a la escuela y a su marido al trabajo; después de deliberar con la cocinera acerca del menú y de impartir órdenes (siempre las mismas) a la otra criada— Edith se ponía cómoda dentro de un par de pantalones de pana y un suéter viejo y se encerraba en esa habitación luminosa, buscando más allá de la tela tensada en el caballete, más allá de ese tejido que era como un obstáculo, esa sensación de felicidad y de plenitud que había conocido algunas veces: al final de un parto laborioso; tendida a la sombra, frente al mar; saboreando pequeños trozos de queso camembert untados sobre pan moreno y áspero; cuidando los brotes de los crisantemos amarillos que alguien le regaló en unas navidades; pasando la mano sobre la superficie pulida de la madera; sí, haciendo el amor con Rafael y, antes, muy al principio del matrimonio, con su marido.
Edith llenaba las telas con esos borbotones repentinos de tristeza, de despojamiento, de desnudez interior. Con esa rabia con la que olfateaba a su alrededor cuando quería reconocer la querencia perdida. No sabía si la hallaba o no porque el cansancio del esfuerzo era, a la postre, más poderoso que todos los otros sentimientos. Y se retiraba a mediodía, con los hombros caídos como para ocultar mejor, tras la fatiga, su secreta sensación de triunfo y de saqueo.
Los domingos, como hoy, tenía que renunciar a sí misma en aras de la vida familiar.
Se levantaban tarde y Carlos iba pasándole las secciones del periódico que ya había leído, con algún comentario, cuando quería llamarle la atención sobre los temas que les interesaban: anuncios o críticas de conciertos, de exposiciones, de estrenos teatrales y cinematográficos; chismes relacionados con sus amigos comunes; gangas de objetos que jamás se habían propuesto adquirir.
Edith atendía dócilmente (era un viejo hábito que la había ayudado mucho en la convivencia) y luego iba a lo suyo: la sección de crímenes, en la que se solazaba, mientras afuera los niños peleaban, a gritos, por la primacía del uso del baño, por la prioridad en la mesa y por llegar antes a los sitios privilegiados del jardín.
Cuando la algarabía alcanzaba extremos inusitados Edith —o Carlos— lanzaba un grito estentóreo e indiferenciado para aplacar la vitalidad de sus cachorros. Y aprovechaban el breve silencio conseguido, sonriéndose mutuamente, con esa complicidad que los padres orgullosos de sus hijos y de las travesuras de sus hijos se reservan para la intimidad.
De todos los gestos que Edith y Carlos se dedicaban, éste era el único que conservaba su frescura, su espontaneidad, su necesidad. Los otros se habían estereotipado y por eso mismo resultaban perfectos.
—Hoy viene a comer Jorge.
Edith lo había previsto y asintió, pensando ya en algo que satisficiera lo mismo sus gustos exigentes que su digestión vacilante.
—¿Solo?
—El asunto con Luis no se arregló. Siguen separados.
—¡Lástima! Era una pareja tan agradable.
Antes también Edith hubiera hecho lo mismo que Luis y Jorge: separarse, irse. Ahora, más vieja (no, más vieja no, más madura, más reposada, más sabia), optaba por soluciones conciliadoras que dejaran a salvo lo que dos seres construyen juntos: la casa, la situación social, la amistad.
—¿Y si me habla Luis, diciéndome, con ese tonito de desconsuelo que es su especialidad, que no tiene con quién pasar el domingo?
—Déjalo que venga, que se encuentre con Jorge. Tarde o temprano tendrá que sucederles. Más vale que sea aquí.
Se encontraba uno en todas partes, donde no era posible retorcerse de dolor ni darle al otro una bofetada para volverle los sesos a su lugar, ni arrodillarse suplicante. Entonces ¿qué sentido tenía irse? Aunque se quiere no se puede. Edith tuvo que reconocer que no todo el mundo estaba atado por vínculos tan sólidos como Carlos y ella. Los hijos, las propiedades en común, hasta la manera especial de tomar una taza de chocolate antes de dormir. Realmente sería muy difícil, sería imposible romper.
Desde hacía rato, y sin fijarse, Edith estaba mirando tercamente a Carlos. Él se volvió sobresaltado.
—¿Qué te pasa?
Edith parpadeó como para borrar su mirada de antes y sonrió con ese mismo juego de músculos que los demás traducían como tímida disculpa y que gustaba tanto a su marido en los primeros tiempos de la luna de miel. Carlos se sintió inmediatamente tranquilizado.
—Pensaba si no nos caería bien comer pato a la naranja… y también en la fragilidad de los sentimientos humanos.
¿No estuvo Edith a punto de morir la primera vez que supo que Carlos la engañaba? ¿No creyó que jamás se consolaría de la ausencia de Rafael? Y era la misma Edith que ahora disfrutaba plácidamente de su mañana perezosa y se disponía a organizar un domingo pródigo en acontecimientos emocionantes, en sorpresas que se agotaban en un sorbo, en leves cosquilleos a su vanidad de mujer, de anfitriona, de artista incipiente.
Porque a partir de las cuatro de la tarde sus amigos sabían que había open house y acudían a ella arrastrando la cruda de la noche anterior o el despellejamiento del baño del sol matutino o la murria de no haber sabido cómo entretener sus últimas horas. Cada uno llevaba una botella de algo y muchos una compañía que iba a permitir a la dueña de casa trazar el itinerario sentimental de sus huéspedes. Esa compañía era el elemento variable que Edith aguardaba con expectación. Porque, a veces, eran verdaderos hallazgos como aquella modelo francesa despampanante que ostentó fugazmente Hugo Jiménez y que lo abandonó para irse con Vicente Weston, cuando supo que el primero era únicamente un aspirante a productor de películas, La segunda alianza no fue más duradera porque Vicente era el hijo de un productor de películas en ejercicio pero no guardaba con el cine comercial ni siquiera la relación de espectador.
¿Qué pasaría con esa muchacha? ¿Regresaría a su país? ¿Encontraría un empresario auténtico? Merecía buena suerte. Pobrecita ingenua. Y los mexicanos son tan desgraciados…
Edith tarareaba una frase musical en el momento de abrir la regadera. Dejó que el agua resbalara por su cuerpo, escurriera de su pelo pegándole mechones gruesos a la cara. Ah, qué placer estar viva, viva, viva.
Y, por el momento, vacante, apuntó. Pero sin amargura, sin urgencia. Había a su alrededor varios candidatos disponibles. Bastaría una seña de su parte para que el hueco dejado por Rafael se llenara pero Edith se demoraba. La espera acrecienta el placer y en los preliminares se pondría en claro que no se trataba, esta vez, de una gran pasión, sino del olvido de una gran pasión, que había sido Rafael quien, a su turno, consoló el desengaño de la gran pasión que, a su hora, fue Carlos.
Chistoso Carlos. Nadie se explicaba la devoción de su esposa ni la constancia de su secretaria. Su aspecto era insignificante, como de ratón astuto. Pero en la cama se comportaba mejor que muchos y era un buen compañero y un amigo leal. ¿A quién, sino a él, se le hubiera ocurrido a Edith recurrir en los momentos de apuro? Pero Edith confiaba en su prudencia para que esos momentos de apuro (¡Rafael en la cárcel, Dios mío!) no volvieran a presentarse.
Carlos entró en el baño cuando ella comenzaba a secarse el pelo. Se lo dejaría suelto hoy, lacio. Para que todos pensaran en su desnudez bajo el agua.
—¿Qué te parece la nueva esposa de Octavio? —preguntó Carlos mientras se rasuraba.
—Una mártir cristiana. Cada vez que entra en el salón es como si entrara al circo para ser devorada por las fieras.
—Si todos la juzgan como tú no anda muy descaminada.
Edith sonrió.
—Yo no la quiero mal. Pero es fea y celosa. La combinación perfecta para hacerle la vida imposible a cualquiera.
—¿Octavio ya se ha quejado contigo de que no lo comprende?
—¿Para qué tendría qué hacerlo?
—Para empezar —repuso Carlos palmeándole cariñosamente las nalgas.
Edith se apartó fingiéndose ofendida.
—A mí Octavio no me interesa.
—Están verdes… Octavio siempre estuvo demasiado ocupado entre una aventura y otra. Pero desde que se casó con esa pobre criatura que no es pieza para ti ni para nadie, está prácticamente disponible.
—No me des ideas…
—No me digas que te las estoy dando. Adoptas una manera peculiar de ver a los hombres cuando planeas algo. Una expresión tan infantil y tan inerme…
—Hace mucho que no veo a nadie así.
—Vas a perder la práctica. Anda, bórrate, que ahora voy a bañarme yo.
Edith escogió un vestido sencillo y como para estar en casa, unas sandalias sin tacón, una mascada. Su aspecto debía ser acogedoramente doméstico aunque no quería malgastarlo desde ahorita, usándolo. Titubeó unos instantes y, por fin, acabó decidiéndose. Nada nuevo es acogedor. Presenta resistencias, exige esfuerzos de acomodamiento. Se vistió y se miró en el espejo. Sí, así estaba bien.
Las visitas comenzaron a afluir interrumpiendo la charla de sobremesa de Carlos y Jorge, que giraba siempre alrededor de lo mismo: anécdotas de infancia y de adolescencia (previas, naturalmente, al descubrimiento de que Jorge era homosexual) que Edith no había compartido pero que, a fuerza de oír relatadas, consideraba ya como parte de su propia experiencia. Cuando estaba enervada los interrumpía y pretextaba cualquier cosa para ausentarse. Pero hoy su humor era magnífico y sonreía a los dos amigos como para estimular ese afecto que los había unido a lo largo de tantos años y de tantas vicisitudes.
Jorge era militar y comenzaba a hacer sus trámites de retiro. Carlos era técnico de sonido y, ocasionalmente, compositor. Jorge no tenía ojos más que para los jóvenes reclutas y Carlos se inclinaba, de modo exclusivo, a las muchachas. Sin embargo los dos habían sabido hallar intereses que los acercaran y se frecuentaban con una regularidad que tenía mucho de disciplinario.
Edith recordó, no sin cierta vergüenza, los esfuerzos que hizo de recién casada para separarlos. No es que estuviera celosa de Jorge; es que quería a Carlos como una propiedad exclusiva suya. ¡Qué tonta, qué egoísta, qué joven había sido! Ahora su técnica había cambiado acaso porque sus impulsos posesivos habían disminuido. Le soltaba la rienda al marido para que se alejara cuanto quisiera; abría el círculo familiar para dar entrada a cuantos Carlos solicitara. Hasta a Lucrecia, que se presentó como un devaneo sin importancia y fue quedándose, quedándose como un complemento indispensable en la vida de la familia.
Edith no advirtió la gravedad de los hechos sino cuando ya estaban consumados. De tal modo su ritmo fue lento, su penetración fue suave. Después ella misma se distrajo con Rafael y cuando ambos terminaron quedó tan destrozada que no se opuso a los mimos de Lucrecia, a su presencia en la casa, a su atención dedicada a los niños, a su acompañamiento en las reuniones, en los paseos. Llegó hasta el grado de convertirla en su confidente (lo hubiera hecho con cualquiera, tan necesitada estaba de desahogarse) y de pronto ambas se descubrieron como amigas íntimas sin haber luchado nunca como rivales.
Edith se adelantó al salón para dar la bienvenida a los que llegaban. Era nada más uno pero exigía atención como por diez: Vicente, a quien le alcanzó la fuerza para ofrendarle una botella de whisky, y luego se dejó caer en un sillón exhibiendo el abatimiento más total.
—¿Problemas? —preguntó Edith más atenta a la marca del licor que al estado de ánimo del donante.
—Renée.
—Últimamente siempre es Renée. ¿Por qué no la trajiste?
—No quiere verme, se niega a hablar conmigo hasta por teléfono. Me odia.
—Algo has de haberle hecho.
—Un hijo.
—¿Tuyo?
—Eso dice. El caso es que yo le ofrecí matrimonio y no lo aceptó. Quiere abortar.
—¡Pues que aborte!
—Ése es su problema, Vicente. Pero ¿cuál es el tuyo?
—El mío… el mío… Carajo ¡estoy harto de putas!
—Ahora tienes una oportunidad magnífica para deshacerte de una de ellas.
—Vendrá otra después y será peor.
—Es lo mismo que yo pienso cuando voy a echar a una criada, pero ¿por qué hay que ser tan fatalista? Si lo que te interesa es una virgencita que viva entre flores, búscala.
—La encuentro y es una hipócrita, aburrida, chupasangre. ¿Sabes que este mundo es una mierda?
—No tanto, no tanto —discrepó Edith mientras descorchaba la botella—. ¿Cómo lo quieres? ¿Solo? ¿Con agua? ¿En las rocas?
Vicente hizo un gesto de indiferencia y Edith le sirvió a su gusto.
—Bebe.
Vicente obedeció. Sin respirar vació la copa. El áspero sabor le raspó la garganta.
—Renée también quiere ser actriz —le dijo mientras acercaba de nuevo su vaso a la disposición de Edith.
—¡Qué epidemia!
—Basta con no tener talento. Y se encabrita porque un hijo —mío o de quien sea— se interpone ahora entre el triunfo y ella.
—¿Tú quieres a ese niño?
—A mí también me fastidia que me hagan padre de la criatura. Pero me fastidia más que se deshaga de la criatura si soy el padre.
—Trabalenguas, no ¿eh? Todavía es muy temprano y nadie ha tomado lo suficiente.
—Son ejercicios de lenguaje. Un escritor debe mantenerse en forma. Porque, aunque tú no lo creas, un día voy a escribir una novela tan importante como el Ulises de Joyce.
—Si antes no filmas una película tan importante como El acorazado Potemkin.
Era Carlos que entraba, seguido de Jorge.
—El cine es la forma de expresión propia de nuestra época.
—¡Y me lo dices a mí que ilustro sonoramente las obras maestras de la industria fílmica nacional! ¿Qué sería de ella sin mis efectos de sonido?
—Ay, sí. Bien que te duele no poder dedicarte a lo que te importa: la música.
—La uso también. Y en vez de llevarme a la cárcel por plagio cada vez que lo hago, me premian con algún ídolo azteca de nombre impronunciable.
—¿A qué atribuyes ese contrasentido?
—A que en la cárcel quizá podría componer lo que yo quiero, lo que yo puedo. Pero me dejan suelto y me aplauden. Me castran, hermanito.
—El hambre es cabrona.
—¿Cómo averiguaste eso, junior?
—Mi padre me cuenta, día a día, la historia de su juventud. Es conmovedora. Nada menos que un self-made man.
—Que me contrata y me paga espléndidamente. Vamos a brindar todos porque viva muchos años.
Carlos alzó su vaso. Jorge lo observaba, sonriente.
—Salud es lo que me falta para acompañarte. Aunque tengo que convenir en que el producto que ingieres es de una calidad superior.
—Un hijo de mi padre tiene que convidar whisky… aunque para hacerlo saquee las bodegas familiares. Porque, has de saber, Orfeo, que mis mensualidades son menos espléndidas que tus honorarios. Y que el Mecenas ha amenazado con alzarme la canasta si no hago una demostración pública y satisfactoria de mis habilidades.
—¡Son tantas!
—Allí está el problema. Elegir primero y luego realizarse.
—La vocación es la incapacidad total de hacer cualquiera otra cosa.
—Mírame a mí: si yo no hubiera sido militar ¿qué habría sido?
—Civil.
Carlos y Jorge consideraron un momento esta posibilidad y luego soltaron, simultáneamente, la risa.
—No les hagas caso —terció Edith—. Siempre juegan así.
—Pues ya están grandecitos. Podrían inventar juegos más ingeniosos.
—¡No me tientes, Satanás!
Jorge dio las espaldas a todos con un gesto pudibundo.
—¿No viene nadie más hoy? —quiso saber Vicente.
Edith se alzó de hombros.
—Los de costumbre. Si es que no tuvieron ningún contratiempo.
—Es decir, Hugo con el apéndice correspondiente.
—¡Esperemos en Dios que sea extranjera!
—Nadie es extranjero. Algunos lo pretenden pero a la hora de la hora sacan a relucir su medallita con la Virgen de Guadalupe.
—Para evitar engaños lo primero que hay que explorar es el pecho.
—En el caso de las mujeres. ¿Y en el otro?
—Ay, tú, los medallones no se incrustan dondequiera.
—¡Que opine Edith!
—¿Es la voz más autorizada?
—Por lo menos es la única ortodoxa.
—¡Pelados!
Edith aparentaba indignación pero en el fondo disfrutaba de los equívocos.
—Yo me pregunto —dijo Vicente— qué pasaría si una vez nos decidiéramos a acostarnos todos juntos.
—Que se acabarían los albures.
Jorge había hablado muy sentenciosamente y añadió:
—En el Ejército se hizo el experimento. Y sobrevino un silencio sepulcral.
—¿Tú también callaste?
—No me quedó nada, absolutamente nada que decir.
Permaneció serio, como perdido en la añoranza y la nostalgia. Suspiró para completar el efecto de sus revelaciones. Pero el suspiro se perdió en el estrépito de la llegada de un nuevo contingente de visitantes.
—¡Lucrecia! ¡Octavio! ¡Hugo! ¿Vinieron juntos?
—Nos encontramos en la puerta.
—Pasen y acomódense.
Cada uno lo hizo no sin antes entregar a Edith su tributo.
—¿Y tu mujer, Octavio?
—Se siente un poco mal. Me pidió que la disculparan.
—¿Embarazo?
—No es seguro todavía. Pero es probable, a juzgar por los síntomas.
—¡Qué falta de imaginación tienen las mujeres, Dios santo! No saben hacer otra cosa que preñarse.
—Bueno, Vicente, al menos les concederás que saben hacer también lo necesario para preñarse.
Edith miró a Octavio, interrogativamente. Suponía a Elisa, su mujer, inexperta, inhábil y gazmoña. Pero Octavio no dejó traslucir nada. Estaba muy atento a la dosis de whisky que le servían.
—¿Por qué tan solo, Hugo? ¿Se agotó el repertorio?
—Estoy esperando —respondió el aludido con un leve gesto de misterio.
—¿Tú también? —preguntó Jorge falsamente escandalizado.
—¡Basta! —gritó Edith.
—Voy a presentarles a una amiga alemana.
—¿Habla español?
—A little. Pero lo entiende todo.
—Muy comprensiva.
—En última instancia puede platicar con Octavio que estuvo en Alemania ¿cuántos años?
—Dos.
—Pero llevando cursos con Heidegger. Eso no vale.
—Yo hice la primaria allá —apuntó tímidamente Weston—. Lo digo por si se ofrece.
—¿No que te educaste en Inglaterra?
—También. Y en Francia. Conmigo no hay pierde, Hugo.
—¡Ya estarás, judío errante!
—Si lo de judío lo dices por mi padre, te lo agradezco. Es uno de mis motivos más fundados de desprecio.
—A poco tu papá es judío, tú.
—Pues bien a bien, no lo sé. Pero, ah, cómo jode.
Lucrecia se revolvió, incómoda, en el asiento.
—¡Tanto presumir de Europa y mira nomás qué lenguaje!
—¿Sabes por qué los hijos de los ricos poseemos un vocabulario tan variado? Porque nuestros padres pudieron darse el lujo de abandonar nuestra educación a los criados.
—Y si tienen tan buen ojo para las mujeres es porque los inician sus institutrices.
Carlos se frotó las manos, satisfecho.
—Se va a poner buena la cosa hoy.
—No tengo miedo —aseguró Hugo—. Al contrario, me encanta la idea de que Hildegard tenga la oportunidad de hacer sus comparaciones.
—Al fin y al cabo lo importante no es ganar sino competir, como dijo el clásico.
Si hubiera estado allí Rafael habría hecho chuza con todos, reflexionó Edith. Y se alegró locamente de que no estuviera allí, de que no la hiciera estremecerse de incertidumbre y de celos.
—¿Contenta?
Jorge le había puesto una mano fraternal sobre el hombro, pero había en su pregunta cierto dejo de reproche, como si la alegría de los demás fuera un insulto a su propia pena. Edith adoptó, para responder, un tono neutro.
—Viendo los toros desde la barrera.
—Igual que yo. ¿No ha hablado Luis?
Edith hizo un signo negativo con la cabeza.
Jorge se apartó bruscamente al tiempo que decía:
—Es mejor.
¿Es mejor amputarse un miembro? Los médicos no recurren a esos extremos más que cuando la gangrena ha cundido, cuando las fracturas son irreparables. Pero en el caso de Luis y de Jorge ¿qué se había interpuesto? Por su edad, por sus condiciones peculiares, por el tiempo que habían mantenido la relación, la actitud tan definitiva de rechazo parecía incoherente. La intransigencia es propia de los jóvenes, la espontaneidad y la manía de dar un valor absoluto a las palabras, a los gestos, a las actitudes. Curiosa, Edith se prometió localizar a Luis e invitarlo a tomar el té juntos. Llevaría la conversación por temas indiferentes hasta que las defensas, de que su interlocutor llegaría bien pertrechado, fueran derrumbándose y diera libre curso a sus lamentaciones. De antemano se desilusionó con la certidumbre de que en el fondo del asunto no hallaría más que una sórdida historia de dinero (porque Jorge era avaro y Luis derrochador). ¡Dinero! Como si importara tanto. Cuando Edith se casó con Carlos ambos eran pobres como ratas y disfrutaron enormemente de sus abstenciones porque se sentían heroicos, y de sus despilfarros porque se imaginaban libres. Después él comenzó a tener éxito en su trabajo y ella a saber administrar los ingresos. La abundancia les iba bien y ni Carlos se amargaba pensando que había frustrado su genio artístico ni ella lo aguijoneaba con exigencias desmesuradas de nueva rica. El primer automóvil, la primera estola de mink, el primer collar de diamantes fueron acontecimientos memorables. Lo demás se volvió rutina, aunque nunca llegara al grado del hastío. Edith se preguntaba, a veces, si con la misma naturalidad con que había transitado de una situación a la otra sería capaz de regresar y se respondía, con una confianza en su aptitud innata y bien ejercitada para hallar el lado bueno —o pintoresco— de las cosas, afirmativamente.
—¿Por qué tan meditabunda, Edith?
Era Octavio. Edith detuvo en él sus negrísimos ojos líquidos —era un truco que usaba en ocasiones especiales— antes de contestar.
—Trato de ponerme a tono con la depresión reinante. Tú deberías estar más eufórico ya que eres un recién casado. Das muy mal ejemplo a los solteros. Los desanimas.
—Mi matrimonio es un fracaso.
—No puedes saberlo tan pronto.
—Lo supe desde el primer día, en el primer momento en que quedamos solos mi mujer y yo.
—¿Es frígida?
—Y como todas las frígidas, sentimental. Me ama. Me hace una escena cada vez que salgo a la calle y se niega a ir conmigo a ninguna parte.
—¿Aquí también?
—Aquí especialmente. Está celosa de ti.
—¡Pero qué absurdo!
—¿Por qué absurdo, Edith? Es en lo único en lo que tiene razón. Tú y yo somos… ¿cómo diré? aliados naturales. Eres tan suave, tan dúctil… Después de ese papel de estraza con el que me froto el día entero sé apreciar mejor tus cualidades.
—No sé a quién agradecer el elogio: si a ella o a ti.
Un arrebol de vanidad halagada subió hasta su rostro. Para esconderlo Edith se volvió al ángulo en que charlaban Carlos y Lucrecia.
—Parecen un poco tensos —dijo señalando la pareja a Octavio—. Si Lucrecia sigue apretando la copa de ese modo va a acabar por romperla.
—¿Te preocupa?
—No. La copa es corriente.
Ambos rieron y ella hizo ademán de tenderse en la alfombra. Octavio arregló unos cojines para que se acomodara.
—¿Cómo va la pintura?
Edith había cerrado los ojos para entregarse a su bienestar.
—Hmmm. Se defiende.
Octavio se había recostado paralelamente a ella.
—Tienes que invitarme a tu estudio alguna vez.
Edith se irguió, excitada.
—¿Vas a explicarme lo que estoy haciendo?
—Si quieres. Y si no, no. Aunque no lo creas también sé estarme callado.
—¿De veras?
Edith se había vuelto a tender y a cerrar los ojos.
—Si tengo algo mejor que hacer que hablar… o si me quedo boquiabierto de admiración. ¿Cuál de las dos alternativas te parece más probable?
De una manera casual Octavio enroscaba y desenroscaba en uno de sus dedos un mechón del pelo de Edith.
—No soy profetisa —murmuró ella fingiendo no haber advertido la caricia para permitir que se prolongara.
—¿Mañana entonces? ¿En la mañana?
Edith se desperezó bruscamente.
—¿Vas a dejar sola a tu mujer tan temprano? Es la hora en que las náuseas se agudizan.
—Para que veas de lo que soy capaz, me perderé ese delicioso espectáculo por ti.
—Corres el riesgo de no encontrarme. A veces salgo.
—Mañana no saldrás.
—¡Presumido!
Edith se puso de pie con agilidad para dar por terminada una conversación que no haría sino decaer al continuarse. Fingió que hacía falta hielo y fue a la cocina por él. Sorprendió en el teléfono a Vicente, frenético, insultando a alguien. Cuando se dio cuenta de que era observado, colgó la bocina.
—¿Renée? —preguntó tranquilamente Edith.
Vicente se golpeó la cabeza con los puños.
—¡Abortó! Ella sola, como un animal…
—Yo la vi representar esa escena de La salvaje de Anouilh en la Academia de Seki Sano. A pesar de las objeciones del Maestro, Renée no lo hacía mal.
Al ver el efecto que habían hecho sus palabras, Edith se acercó a Vicente dejando la cubeta de hielo en cualquier parte para tener libres las dos manos consoladoras.
—¡No lo tomes así! Ni siquiera sabes si esa criatura es tuya.
—¡No es el feto lo que me importa! ¡Es ella! No la creí capaz de ser tan despiadada.
—Y si te hubiera colgado el milagrito no la hubieras creído capaz de ser tan egoísta. ¿Qué puedes darle tú?
—Nada. Ni siquiera dinero para el sanatorio. Por eso tuvo que recurrir a… no sé qué medios repugnantes.
—Los parlamentos de La salvaje, cuando narra este hecho, son siniestros. No me extraña que te hayan alterado tanto… aunque los hayas oído sólo por teléfono.
—¿Crees que es teatro?
—Bueno… Renée es actriz.
—Pero lo que hizo… ¿o no lo hizo?
—En cualquiera de los dos casos no la culpes.
—¿Entonces qué? ¿Debo culparme yo?
—Tampoco. Renée no es ninguna criatura como para no saber cuáles son las precauciones que hay que tomar. Si se descuida que lo remedie ¿no?
—¡Muy fácil! Pero ahora ella me odia y yo la odio y los dos nos avergonzamos de nosotros mismos y ya nada podrá ser igual.
—Ay, Vicente, qué ingenuo eres. Todo vuelve a ser igual, con Renée o con otra. La vida es más bien monótona. Ya tendrás muchas oportunidades de comprobarlo.
—¿Y mientras tanto?
—Mientras tanto sirve de algo. Ayúdame a traer hielo y vasos de la cocina.
—¿Ha llegado más gente? Porque ando de un humor…
—No. Hugo se truena los dedos pensando si la alemana será capaz de dar correctamente la dirección al taxista.
—A lo mejor se va con el taxista. Sería más folklórico ¿no se te hace?
Edith sacudió la cabeza vigorosamente mientras vaciaba los cubitos de hielo.
—Estás instalado en el anacronismo. Esas cosas ya no pasan en México.
—En las películas que produce mi papá, sí.
—¿Y las ves? ¡Qué horror! De castigo te mando que cuando venga la alemana tú te estés muy quietecito ¿eh? La jugada que le hiciste con la francesa todavía no se le olvida.
—¡Chin! ¡Puro tabú! ¿Y con quién me voy a consolar? ¿Tú no tienes ninguna amiga potable, Edith?
—Allí está Lucrecia.
—Dije potable y dije amiga. Todos sabemos que Lucrecia no viene por ti.
—Todos saben que yo soy la que insiste para que no falte a ninguna de nuestras reuniones. Es la única manera de tener con nosotros a Carlos.
—Realmente tratas a tu marido como si fuera indispensable.
—Lo es. En un matrimonio un marido siempre lo es.
—¡Burgueses repugnantes!
—Nunca he pretendido ser más que una burguesa. Una Pequeña, pequeñita burguesa. ¡Y hasta eso cuesta un trabajo!
Cuando volvieron al salón Hildegard estaba despojándose de un abrigo absolutamente inoportuno. Hugo se desvivía por atenderla y Octavio se abalanzó a la primera mano que tuvo libre para besársela al modo europeo.
—¿Qué te parece? —preguntó Edith a Vicente en voz baja desde el umbral.
—Un poco demasiado Rubens ¿no? A mí no me fascinan especialmente los expendios de carne.
—Mientras no te despachas con la cuchara grande ¿eh? Anda y saluda como el niño bien educado que Lucrecia no cree que eres.
Vicente hizo, ante la recién llegada, la ceremonia que le enseñaron sus preceptores con entrechocamiento de talones y todo. Hildegard pareció maravillada y dijo alguna frase en su idioma que Octavio se apresuró a traducir.
—“A un panal de rica miel…” —musitó Edith al oído del intérprete, pero Octavio únicamente prestaba atención a la copa que le ponían al alcance de la mano.
—Es un poco descortés que no nos presenten —dijo ahora Edith con la voz alta, bien modulada y clara.
Todos lo hicieron al unísono, con lo que la confusión natural de este acto se multiplicó hasta el punto de que ya nadie sabía quién era quién.
Edith se escabulló y fue a sentarse junto a Jorge porque Carlos y Lucrecia continuaban al margen, enfrascados en una discusión aparentemente muy intrincada.
—No te dejes ganar por la tristeza, Jorge. Los domingos son mortales. Pero luego viene el lunes y…
Vendría el lunes. Jorge pensó en el cuarto de hotel que ocupaba desde que lo abandonó Luis, desde que todos los días eran absolutamente idénticos. Envejecer a solas ¡qué horror! Y qué espectáculo tan ridículo en su caso. Sin embargo él lo había escogido así, había permitido que sucediera así. Porque a esa edad ya ni él ni Luis podrían encontrar más que compañías mercenarias y fugaces, caricaturas del amor, burlas del cuerpo.
Edith observaba las evoluciones de Octavio, su talentoso y sabio despliegue de las plumas de su cola de pavorreal ante los ojos ingenuos y deslumbrados de Hildegard. Y vio a Hugo mordiéndose las uñas de impotencia. Y a Vicente riendo por lo bajo, en espera de su oportunidad. Se vio a sí misma excluida de la intimidad de Carlos y Lucrecia, del dolor de Jorge, del juego de los otros. Se vio a sí misma borrada por la ausencia de Rafael y un aire de decepción estuvo a punto de ensombrecerle el rostro. Pero recordó la tela comenzada en su estudio, el roce peculiar del pantalón de pana contra sus piernas; el sweater viejo, tan natural como una segunda piel. Lunes. Ahora recordaba, además, que había citado al jardinero. Inspeccionarían juntos ese macizo de hortensias que no se quería dar bien.