—…Y ENTONCES, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria. Desde aquellos días arden y se consumen con el leño en la hoguera. Sube el humo en el viento y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo…
—No me cuentes ese cuento, nana.
—¿Acaso hablaba contigo? ¿Acaso se habla con los granos de anís?
No soy un grano de anís. Soy una niña y tengo siete años. Los cinco dedos de la mano derecha y dos de la izquierda. Y cuando me yergo puedo mirar de frente las rodillas de mi padre. Más arriba no. Me imagino que sigue creciendo como un gran árbol y que en su rama más alta está agazapado un tigre diminuto. Mi madre es diferente. Sobre su pelo —tan negro, tan espeso, tan crespo— pasan los pájaros y les gusta y se quedan. Me lo imagino nada más. Nunca lo he visto. Miro lo que está a mi nivel. Ciertos arbustos con las hojas carcomidas por los insectos; los pupitres manchados de tinta; mi hermano. Y a mi hermano lo miro de arriba abajo. Porque nació después de mí y, cuando nació, yo ya sabía muchas cosas que ahora le explico minuciosamente. Por ejemplo ésta:
Colón descubrió la América.
Mario se queda viéndome como si el mérito no me correspondiera y alza los hombros con gesto de indiferencia. La rabia me sofoca. Una vez más cae sobre mí todo el peso de la injusticia.
—No te muevas tanto, niña. No puedo terminar de peinarte.
¿Sabe mi nana que la odio cuando me peina? No lo sabe. No sabe nada. Es india, está descalza y no usa ninguna ropa debajo de la tela azul del tzec. No le da vergüenza. Dice que la tierra no tiene ojos.
—Ya estás lista. Ahora el desayuno.
Pero si comer es horrible. Ante mí el plato mirándome fijamente sin parpadear. Luego la gran extensión de la mesa. Y después… no sé. Me da miedo que del otro lado haya un espejo.
—Acaba de beber la leche.
Todas las tardes, a las cinco, pasa haciendo sonar su esquila de estaño una vaca suiza. (Le he explicado a Mario que suiza quiere decir gorda.) El dueño la lleva atada a un cordelito, y en las esquinas se detiene y la ordeña. Las criadas salen de las casas y compran un vaso. Y los niños malcriados, como yo, hacemos muecas y la tiramos sobre el mantel.
—Te va a castigar Dios por el desperdicio —afirma la nana.
—Quiero tomar café. Como tú. Como todos.
—Te vas a volver india.
Su amenaza me sobrecoge. Desde mañana la leche no se derramará.
Mi nana me lleva de la mano por la calle. Las aceras son de lajas, pulidas, resbaladizas. Y lo demás de piedra. Piedras pequeñas que se agrupan como los pétalos en la flor. Entre sus junturas crece hierba menuda que los indios arrancan con la punta de sus machetes. Hay carretas arrastradas por bueyes soñolientos; hay potros que sacan chispas con los cascos. Y caballos viejos a los que amarran de los postes con una soga. Se están ahí el día entero, cabizbajos, moviendo tristemente las orejas. Acabamos de pasar cerca de uno. Yo iba conteniendo la respiración y arrimándome a la pared temiendo que en cualquier momento el caballo desenfundara los dientes —amarillos, grandes y numerosos— y me mordiera el brazo. Y tengo vergüenza porque mis brazos son muy flacos y el caballo se iba a reír de mí.
Los balcones están siempre asomados a la calle, mirándola subir y bajar y dar vuelta en las esquinas. Mirando pasar a los señores con bastón de caoba; a los rancheros que arrastran las espuelas al caminar; a los indios que corren bajo el peso de su carga. Y a todas horas el trotecillo diligente de los burros que acarrean el agua en barriles de madera. Debe de ser tan bonito estar siempre, como los balcones, desocupado y distraído, sólo mirando. Cuando yo sea grande…
Ahora empezamos a bajar la cuesta del mercado. Adentro suena el hacha de los carniceros y las moscas zumban torpes y saciadas. Tropezamos con las indias que tejen pichulej, sentadas en el suelo. Conversan entre ellas, en su curioso idioma, acezante como ciervo perseguido. Y de pronto echan a volar sollozos altos y sin lágrimas que todavía me espantan, a pesar de que los he escuchado tantas veces.
Vamos esquivando los charcos. Anoche llovió el primer aguacero, el que hace brotar esa hormiga con alas que dicen tzisim. Pasamos frente a las tiendas que huelen a telas recién teñidas. Detrás del mostrador el dependiente las mide con una vara. Se oyen los granos de arroz deslizándose contra el metal de la balanza. Alguien tritura un puñado de cacao. Y en los zaguanes abiertos entra una muchacha que lleva un cesto sobre la cabeza y grita, temerosa de que salgan los perros, temerosa de que salgan los dueños:
—¿Mercan tanales?
La nana me hace caminar de prisa. Ahora no hay en la calle más que un hombre con los zapatos amarillos, rechinantes, recién estrenados. Se abre un portón, de par en par, y aparece frente a la forja encendida el herrero, oscuro a causa de su trabajo. Golpea, con el pecho descubierto y sudoroso. Apartando apenas los visillos de la ventana, una soltera nos mira furtivamente. Tiene la boca apretada como si se la hubiera cerrado un secreto. Está triste, sintiendo que sus cabellos se vuelven blancos.
—Salúdala, niña. Es amiga de tu mamá.
Pero ya estamos lejos. Los últimos pasos los doy casi corriendo. No voy a llegar tarde a la escuela.
Las paredes del salón de clase están encaladas. La humedad forma en ellas figuras misteriosas que yo descifro cuando me castigan sentándome en un rincón. Cuando no, me siento frente a la señorita Silvina en un pupitre cuadrado y bajo. La escucho hablar. Su voz es como la de las maquinitas que sacan punta a los lápices: molesta pero útil. Habla sin hacer distingos, desplegando ante nosotras el catálogo de sus conocimientos. Permite que cada una escoja los que mejor le convengan. Yo escogí, desde el principio, la palabra meteoro. Y desde entonces la tengo sobre la frente, pesando, triste de haber caído del cielo.
Nadie ha logrado descubrir qué grado cursa cada una de nosotras. Todas estamos revueltas aunque somos tan distintas. Hay niñas gordas que se sientan en el último banco para comer sus cacahuates a escondidas. Hay niñas que pasan al pizarrón y multiplican un número por otro. Hay niñas que sólo levantan la mano para pedir permiso de ir al “común”.
Estas situaciones se prolongan durante años. Y de pronto, sin que ningún acontecimiento lo anuncie, se produce el milagro. Una de las niñas es llamada aparte y se le dice:
—Trae un pliego de papel cartoncillo porque vas a dibujar el mapamundi.
La niña regresa a su pupitre revestida de importancia, grave y responsable. Luego se afana con unos continentes más grandes que otros y mares que no tienen ni una ola. Después sus padres vienen por ella y se la llevan para siempre.
(Hay también niñas que no alcanzan jamás este término maravilloso y vagan borrosamente como las almas en el limbo.)
A mediodía llegan las criadas sonando el almidón de sus fustanes, olorosas a brillantina, trayendo las jícaras de posol. Todas bebemos, sentadas en fila en una banca del corredor, mientras las criadas hurgan entre los ladrillos, con el dedo gordo del pie.
La hora del recreo la pasamos en el patio. Cantamos rondas:
Naranja dulce,
limón partido…
O nos disputan el ángel de la bola de oro y el diablo de las siete cuerdas o “vamos a la huerta del toro, toronjil”.
La maestra nos vigila con mirada benévola, sentada bajo los árboles de bambú. El viento arranca de ellos un rumor incesante y hace llover hojitas amarillas y verdes. Y la maestra está allí, dentro de su vestido negro, tan pequeña y tan sola como un santo dentro de su nicho.
Hoy vino a buscarla una señora. La maestra se sacudió de la falda las hojitas del bambú y ambas charlaron largamente en el corredor. Pero a medida que la conversación avanzaba, la maestra parecía más y más inquieta. Luego la señora se despidió.
De una campanada suspendieron el recreo. Cuando estuvimos reunidas en el salón de clase, la maestra dijo:
—Queridas niñas: ustedes son demasiado inocentes para darse cuenta de los peligrosos tiempos que nos ha tocado vivir. Es necesario que seamos prudentes para no dar a nuestros enemigos ocasión de hacernos daño. Esta escuela es nuestro único patrimonio y su buena fama es el orgullo del pueblo. Ahora algunos están intrigando para arrebatárnosla y tenemos que defenderla con las únicas armas de que disponemos: el orden, la compostura y, sobre todo, el secreto. Que lo que aquí sucede no pase de aquí. No salgamos, bulbuluqueando, a la calle. Que si hacemos, que si tornamos.
Nos gusta oírla decir tantas palabras juntas, de corrido y sin tropiezo, como si leyera una recitación en un libro. Confusamente, de una manera que no alcanzamos a comprender bien, la señorita Silvina nos está solicitando un juramento. Y todas nos ponemos de pie para otorgárselo.
Es una fiesta cada vez que vienen a casa los indios de Chactajal. Traen costales de maíz y de frijol; atados de cecina y marquetas de panela. Ahora se abrirán las trojes y sus ratas volverán a correr, gordas y relucientes.
Mi padre recibe a los indios, recostado en la hamaca del corredor. Ellos se aproximan, uno por uno, y le ofrecen la frente para que la toque con los tres dedos mayores de la mano derecha. Después vuelven a la distancia que se les ha marcado. Mi padre conversa con ellos de los asuntos de la finca. Sabe su lengua y sus modos. Ellos contestan con monosílabos respetuosos y ríen brevemente cuando es necesario.
Yo me voy a la cocina, donde la nana está calentando café.
—Trajeron malas noticias, como las mariposas negras.
Estoy husmeando en los trasteros. Me gusta el color de la manteca y tocar la mejilla de las frutas y desvestir las cebollas.
—Son cosas de los brujos, niña. Se lo comen todo. Las cosechas, la paz de las familias, la salud de las gentes.
He encontrado un cesto de huevos. Los pecosos son de guajolote.
—Mira lo que me están haciendo a mí.
Y alzándose el tzec, la nana me muestra una llaga rosada, tierna, que le desfigura la rodilla.
Yo la miro con los ojos grandes de sorpresa.
—No digas nada, niña. Me vine de Chactajal para que no me siguieran. Pero su maleficio alcanza lejos.
—¿Por qué te hacen daño?
—Porque he sido crianza de tu casa. Porque quiero a tus padres y a Mario y a ti.
—¿Es malo querernos?
—Es malo querer a los que mandan, a los que poseen. Así dice la ley.
La caldera está quieta sobre las brasas. Adentro, el café ha empezado a hervir.
—Diles que vengan ya. Su bebida está lista.
Yo salgo, triste por lo que acabo de saber. Mi padre despide a los indios con un ademán y se queda recostado en la hamaca, leyendo. Ahora lo miro por primera vez. Es el que manda, el que posee. Y no puedo soportar su rostro y corro a refugiarme en la cocina. Los indios están sentados junto al fogón y sostienen delicadamente los pocillos humeantes. La nana les sirve con una cortesía medida, como si fueran reyes. Y tienen en los pies —calzados de caites— costras de lodo; y sus calzones de manta están remendados y sucios y han traído sus morrales vacíos.
Cuando termina de servirles, la nana también se sienta. Con solemnidad alarga ambas manos hacia el fuego y las mantiene allí unos instantes. Hablan y es como si cerraran un círculo a su alrededor. Yo lo rompo, angustiada.
—Nana, tengo frío.
Ella, como siempre desde que nací, me arrima a su regazo. Es caliente y amoroso. Pero tendrá una llaga. Una llaga que nosotros le habremos enconado.
Hoy recorrieron Comitán con música y programas. Una marimba pequeña y destartalada, sonando como un esqueleto, y tras la que iba un enjambre de muchachitos descalzos, de indios atónitos y de criadas que escondían la canasta de compras bajo el rebozo. En cada esquina se paraban y un hombre subido sobre un cajón y haciendo magnavoz con las manos decía:
—Hoy, grandiosa función de circo. El mundialmente famoso contorsionista, don Pepe. La soga irlandesa, dificilísima suerte ejecutada por las hermanas Cordero. Perros amaestrados, payasos, serpentinas, todo a precios populares, para solaz del culto público comiteco.
¡Un circo! Nunca en mi vida he visto uno. Ha de ser como esos libros de estampas iluminadas que mi hermano y yo hojeamos antes de dormir. Ha de traer personas de los países más remotos para que los niños vean cómo son. Tal vez hasta traigan un tren para que lo conozcamos.
—Mamá, quiero ir al circo.
—Pero cuál circo. Son unos pobres muertos de hambre que no saben cómo regresar a su pueblo y se ponen a hacer maromas.
—El circo, quiero ir al circo.
—Para qué. Para ver a unas criaturas, que seguramente tienen lombrices, perdiéndoles el respeto a sus padres porque los ven salir pintarrajeados, a ponerse en ridículo.
Mario también tiene ganas de ir. Él no discute. Únicamente chilla hasta que le dan lo que pide.
A las siete de la noche estamos sentados en primera fila, Mario y yo, cogidos de la mano de la nana, con abrigo y bufanda, esperando que comience la función. Es en el patio grande de la única posada que hay en Comitán. Allí paran los arrieros con sus recuas, por eso huele siempre a estiércol fresco; los empleados federales que no tienen aquí a su familia; las muchachas que se escaparon de sus casas y se fueron “a rodar tierras”. En este patio colocaron unas cuantas bancas de madera y un barandal para indicar el espacio reservado a la pista. No hay más espectadores que nosotros. Mi nana se puso su tzec nuevo, el bordado con listones de muchos colores; su camisa de vuelo y su perraje de Guatemala. Mario y yo tiritamos de frío y emoción. Pero no vemos ningún preparativo. Van y vienen las gentes de costumbre: el mozo que lleva el forraje para las bestias; la jovencita que sale a planchar unos pantalones, arrebozada, para que todos sepan que tiene vergüenza de estar aquí. Pero ninguna contorsión, ningún extranjero que sirva de muestra de lo que es su patria, ningún tren.
Lentamente transcurren los minutos. Mi corazón se acelera tratando de dar buen ejemplo al reloj. Nada.
—Vámonos ya, niños. Es muy tarde.
—No todavía, nana. Espera un rato. Sólo un rato más.
En la puerta de calle el hombre que despacha los boletos está dormitando. ¿Por qué no viene nadie, Dios mío? Los estamos esperando a todos. A las muchachas que se ponen pedacitos de plomo en el ruedo de la falda para que no se las levante el viento; a sus novios, que usan cachucha y se paran a chiflar en las esquinas; a las señoras gordas con fichú de lana y muchos hijos; a los señores con leontina de oro sobre el chaleco. Nadie viene. Estarán tomando chocolate en sus casas, muy quitados de la pena, mientras aquí no podemos empezar por su culpa.
El hombre de los boletos se despereza y viene hacia nosotros.
—Como no hay gente vamos a devolver las entradas.
—Gracias, señor —dice la nana recibiendo el dinero.
¿Cómo que gracias? ¿Y la soga irlandesa? ¿Y las serpentinas? ¿Y los perros amaestrados? Nosotros no vinimos aquí a que un señor soñoliento nos guardara, provisionalmente, unas monedas.
—No hay gente. No hay función.
Suena como cuando castigan injustamente. Como cuando hacen beber limonada purgante. Como cuando se despierta a medianoche y no hay ninguno en el cuarto.
—¿Por qué no vino nadie?
—No es tiempo de diversiones, niña. Siente: en el aire se huele la tempestad.
—Dicen que hay en el monte un animal llamado dzulum. Todas las noches sale a recorrer sus dominios. Llega donde está la leona con sus cachorros y ella le entrega los despojos del becerro que acaba de destrozar. El dzulum se los apropia pero no los come, pues no se mueve por hambre sino por voluntad de mando. Los tigres corren haciendo crujir la hojarasca cuando olfatean su presencia. Los rebaños amanecen diezmados y los monos, que no tienen vergüenza, aúllan de miedo entre la copa de los árboles.
—¿Y cómo es el dzulum?
—Nadie lo ha visto y ha vivido después. Pero yo tengo para mí que es muy hermoso, porque hasta las personas de razón le pagan tributo.
Estamos en la cocina. El rescoldo late apenas bajo el copo de ceniza. La llama de la vela nos dice por dónde anda volando el viento. Las criadas se sobresaltan cuando retumba, lejos, un trueno. La nana continúa hablando.
—Una vez, hace ya mucho tiempo, estábamos todos en Chactajal. Tus abuelos recogieron a una huérfana a la que daban trato de hija. Se llamaba Angélica. Era como una vara de azucena. Y tan dócil y sumisa con sus mayores. Y tan apacible y considerada para nosotros, los que la servíamos. Le abundaban los enamorados. Pero ella como que los miraba menos o como que estaba esperando a otro. Así se iban los días. Hasta que una mañana amaneció la novedad de que el dzulum andaba rondando en los términos de la hacienda. Las señales eran los estragos que dejaba dondequiera. Y un terror que había secado las ubres de todos los animales que estaban criando. Angélica lo supo. Y cuando lo supo tembló como las yeguas de buena raza cuando ven pasar una sombra enfrente de ellas. Desde entonces ya no tuvo sosiego. La labor se le caía de las manos. Perdió su alegría y andaba como buscándola por los rincones. Se levantaba a deshora, a beber agua serenada porque ardía de sed. Tu abuelo pensó que estaba enferma y trajo al mejor curandero de la comarca. El curandero llegó y pidió hablar a solas con ella. Quién sabe qué cosas se dirían. Pero el hombre salió espantado y esa misma noche regresó a su casa, sin despedirse de ninguno. Angélica se iba consumiendo como el pabilo de las velas. En las tardes salía a caminar al campo y regresaba, ya oscuro, con el ruedo del vestido desgarrado por las zarzas. Y cuando le preguntábamos dónde fue, sólo decía que no encontraba el rumbo y nos miraba como pidiendo ayuda. Y todas nos juntábamos a su alrededor sin atinar en lo que había que decirle. Hasta que una vez no volvió.
La nana coge las tenazas y atiza el fogón. Afuera, el aguacero está golpeando las tejas desde hace rato.
—Los indios salieron a buscarla con hachones de ocote. Gritaban y a machetazos abrían su vereda. Iban siguiendo un rastro. Y de repente el rastro se borró. Buscaron días y días. Llevaron a los perros perdigueros. Y nunca hallaron ni un jirón de la ropa de Angélica, ni un resto de su cuerpo.
—¿Se la había llevado el dzulum?
—Ella lo miró y se fue tras él como hechizada. Y un paso llamó al otro paso y así hasta donde se acaban los caminos. Él iba adelante, bello y poderoso, con su nombre que significa ansia de morir.
Esta tarde salimos de paseo. Desde temprano las criadas se lavaron los pies restregándolos contra una piedra. Luego sacaron del cofre sus espejos con marcos de celuloide y sus peines de madera. Se untaron el pelo con pomadas olorosas; se trenzaron con listones rojos y se dispusieron a ir.
Mis padres alquilaron un automóvil que está esperándonos a la puerta. Nos instalamos todos, menos la nana que no quiso acompañarnos porque tiene miedo. Dice que el automóvil es invención del demonio. Y se escondió en el traspatio para no verlo.
Quién sabe si la nana tenga razón. El automóvil es un monstruo que bufa y echa humo. Y en cuanto nos traga se pone a reparar ferozmente sobre el empedrado. Un olfato especial lo guía contra los postes y las bardas para embestirlos. Pero ellos lo esquivan graciosamente y podemos llegar, sin demasiadas contusiones, hasta el llano de Nicalococ.
Es la temporada en que las familias traen a los niños para que vuelen sus papalotes. Hay muchos en el cielo. Allí está el de Mario. Es de papel de China azul, verde y rojo. Tiene una larguísima cauda. Allí está, arriba, sonando como a punto de rasgarse, más gallardo y aventurero que ninguno. Con mucho cordel para que suba y se balancee y ningún otro lo alcance.
Los mayores cruzan apuestas. Los niños corren, arrastrados por sus papalotes que buscan la corriente más propicia. Mario tropieza y cae, sangran sus rodillas ásperas. Pero no suelta el cordel y se levanta sin fijarse en lo que le ha sucedido y sigue corriendo. Nosotras miramos, apartadas de los varones, desde nuestro lugar.
¡Qué alrededor tan inmenso! Una llanura sin rebaños donde el único animal que trisca es el viento. Y cómo se encabrita a veces y derriba los pájaros que han venido a posarse tímidamente en su grupa. Y cómo relincha. ¡Con qué libertad! ¡Con qué brío!
Ahora me doy cuenta de que la voz que he estado escuchando desde que nací es ésta. Y ésta la compañía de todas mis horas. Lo había visto ya, en invierno, venir armado de largos y agudos cuchillos y traspasar nuestra carne acongojada de frío. Lo he sentido en verano, perezoso, amarillo de polen, acercarse con un gusto de miel silvestre entre los labios. Y anochece dando alaridos de furia. Y se remansa al mediodía, cuando el reloj del cabildo da las doce. Y toca las puertas y derriba los floreros y revuelve los papeles del escritorio y hace travesuras con los vestidos de las muchachas. Pero nunca, hasta hoy, había yo venido a la casa de su albedrío. Y me quedo aquí, con los ojos bajos porque (la nana me lo ha dicho) es así como el respeto mira a lo que es grande.
—Pero qué tonta eres. Te distraes en el momento en que gana el papalote de tu hermano.
Él está orgulloso de su triunfo y viene a abrazar a mis padres con las mejillas encendidas y la respiración entrecortada.
Empieza a oscurecer. Es hora de regresar a Comitán. Apenas llegamos a la casa busco a mi nana para comunicarle la noticia.
—¿Sabes? Hoy he conocido al viento.
Ella no interrumpe su labor. Continúa desgranando el maíz, pensativa y sin sonrisa. Pero yo sé que está contenta.
—Eso es bueno, niña. Porque el viento es uno de los nueve guardianes de tu pueblo.
Mario y yo jugamos en el jardín. La puerta de calle, como siempre, está de par en par. Vemos al tío David detenerse en el quicio. Se tambalea un poco. Su chaqueta de dril tiene lamparones de grasa y basuras —también revueltas entre su pelo ya canoso— como si hubiera dormido en un pajar. Los cordones de sus zapatos están desanudados. Lleva entre las manos una guitarra.
—Tío David, qué bueno que llegaste.
(Nuestros padres nos recomendaron que le llamemos tío aunque no sea pariente nuestro. Para que así se sienta menos solo.)
—No vine a visitar a la gente menuda. ¿Dónde están las personas de respeto?
—Salieron. Nos dejaron íngrimos.
—¿Y no tienes miedo de que entren los ladrones? Ya no estamos en las épocas en que se amarraba a los perros con longaniza. Ahora la situación ha cambiado. Y para las costumbres nuevas ya vinieron las canciones nuevas.
Hemos ido avanzando hasta la hamaca. Con dificultad tío David logra montarse en ella. Queda entonces de nuestra misma estatura y podemos mirarlo de cerca. ¡Cuántas arrugas en su rostro! Con la punta del dedo estoy tratando de contarlas. Una, dos, cinco… y de pronto la mejilla se hunde en un hueco. Es que no tiene dientes. De su boca vacía sale un olor a fruta demasiado madura que marea y repugna. Mario toma a tío David por las piernas y quiere mecerlo.
—Quietos, niños. Voy a cantar.
Tiempla la guitarra, carraspea con fuerza y suelta su voz cascada, insegura:
Ya se acabó el baldillito
de los rancheros de acá…
—¿Qué es el baldillito, tío David?
—Es la palabra chiquita para decir baldío. El trabajo que los indios tienen la obligación de hacer y que los patrones no tienen la obligación de pagar.
—¡Ah!
—Pues ahora se acabó. Si los patrones quieren que les siembren la milpa, que les pastoreen el ganado, su dinero les costará. ¿Y saben qué cosa va a suceder? Que se van a arruinar. Que ahora vamos a ser todos igual de pobres.
—¿Todos?
—Sí.
—¿También nosotros?
—También.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Lo que hacen los pobres. Pedir limosna; ir a la casa ajena a la hora de comer, por si acaso admiten un convidado.
—No me gusta eso —dice Mario—. Yo quiero ser lo que tú eres, tío David. Cazador.
—Yo no. Yo quiero ser la dueña de la casa ajena y convidar a los que lleguen a la hora de comer.
—Ven aquí, Mario. Si vas a ser cazador es bueno que sepas lo que voy a decirte. El quetzal es un pájaro que no vive dondequiera. Sólo por el rumbo de Tziscao. Hace su nido en los troncos huecos de los árboles para no maltratar las plumas largas de la cola. Pues cuando las ve sucias o quebradas muere de tristeza. Y se está siempre en lo alto. Para hacerlo bajar silbas así, imitando el reclamo de la hembra. El quetzal mueve la cabeza buscando la dirección de donde partió el silbido. Y luego vuela hacia allá. Es entonces cuando tienes que apuntar bien, al pecho del pájaro. Dispara. Cuando el quetzal se desplome, cógelo, arráncale las entrañas y rellénalo con una preparación especial que yo voy a darte, para disecarlo. Quedan como si estuvieran todavía vivos. Y se venden bien.
—¿Ya ves? —me desafía Mario—. No es difícil.
—Tiene sus riesgos —añade tío David—. Porque en Tziscao están los lagos de diferentes colores. Y ahí es donde viven los nueve guardianes.
—¿Quiénes son los nueve guardianes?
—Niña, no seas curiosa. Los mayores lo saben y por eso dan a esta región el nombre de Balún-Canán. La llaman así cuando conversan entre ellos. Pero nosotros, la gente menuda, más vale que nos callemos. Y tú, Mario, cuando vayas de cacería, no hagas lo que yo. Pregunta, indágate. Porque hay árboles, hay orquídeas, hay pájaros que deben respetarse. Los indios los tienen señalados para aplacar la boca de los guardianes. No los toques porque te traería desgracia. A mí nadie me avisó cuando me interné por primera vez en las montañas de Tziscao.
Las mejillas de tío David, hinchadas, fofas, tiemblan, se contraen. Yo rasgo el silencio con un acorde brusco de la guitarra.
—Canta otra vez.
La voz de tío David, más insegura, más desentonada, repite la canción nueva:
Ya se acabó el baldillito
de los rancheros de acá…
Mi madre se levanta todos los días muy temprano. Desde mi cama yo la escucho beber precipitadamente una taza de café. Luego sale a la calle. Sus pasos van rápidos sobre la acera. Yo la sigo con mi pensamiento. Sube las gradas de los portales; pasa frente al cuartel; coge el rumbo de San Sebastián. Pero luego su figura se me pierde y yo no sé por dónde va. Le he pedido muchas veces que me lleve con ella. Pero siempre me rechaza diciendo que soy demasiado pequeña para entender las cosas y que me hace daño madrugar. Entonces, como de costumbre cuando quiero saber algo, voy a preguntárselo a la nana. Está en el corredor, remendando la ropa, sentada en un butaque de cuero de venado. En el suelo el tol con los hilos de colores.
—¿Dónde fue mi mamá?
Es mediodía. En la cocina alguien está picando verduras sobre una tabla. Mi nana escoge los hilos para su labor y tarda en contestar.
—Fue a visitar a la tullida.
—¿Quién es la tullida?
—Es una mujer muy pobre.
—Yo ya sé cómo son los pobres —declaro entonces con petulancia.
—Los has visto muchas veces tocar la puerta de la calle con su bastón de ciego; guardar dentro de una red vieja la tortilla que sobró del desayuno; persignarse y besar la moneda que reciben. Pero hay otros que tú no has visto. La tullida vive en una casa de tejamanil, en las orillas del pueblo.
—¿Y por qué va a visitarla mi mamá?
—Para darle una alegría. Se hizo cargo de ella como de su hermana menor.
Todavía no es suficiente lo que ha dicho, todavía no alcanzo a comprenderlo. Pero ya aprendí a no impacientarme y me acurruco junto a la nana y aguardo. A su tiempo son pronunciadas las palabras.
—Al principio —dice—, antes que vinieran Santo Domingo de Guzmán y San Caralampio y la Virgen del Perpetuo Socorro, eran cuatro únicamente los señores del cielo. Cada uno estaba sentado en su silla, descansando. Porque ya habían hecho la tierra, tal como ahora la contemplamos, colmándole el regazo de dones. Ya habían hecho el mar frente al que tiembla el que lo mira. Ya habían hecho el viento para que fuera como el guardián de cada cosa, pero aún les faltaba hacer al hombre. Entonces uno de los cuatro señores, el que se viste de amarillo, dijo:
—Vamos a hacer al hombre para que nos conozca y su corazón arda de gratitud como un grano de incienso.
Los otros tres aprobaron con un signo de su cabeza y fueron a buscar los moldes del trabajo.
—¿De qué haremos al hombre? —preguntaban.
Y el que se vestía de amarillo cogió una pella de barro y con sus dedos fue sacando la cara y los brazos y las piernas. Los otros tres lo miraban presentándole su asentimiento. Pero cuando aquel hombrecito de barro estuvo terminado y pasó por la prueba del agua, se desbarató.
—Hagamos un hombre de madera —dijo el que vestía de rojo. Los demás estuvieron de acuerdo. Entonces el que se vestía de rojo desgajó una rama y con la punta de su cuchillo fue marcando las facciones. Cuando aquel hombrecito de madera estuvo hecho fue sometido a la prueba de agua y flotó y sus miembros no se desprendieron y sus facciones no se borraron. Los cuatro señores estaban contentos. Pero cuando pasaron al hombrecito de madera por la prueba del fuego empezó a crujir y a desfigurarse.
Los cuatro señores se estuvieron una noche entera cavilando. Hasta que uno, el que vestía de negro, dijo:
—Mi consejo es que hagamos un hombre de oro.
Y sacó el oro que guardaba en un nudo de su pañuelo y entre los cuatro lo moldearon. Uno le estiró la nariz, otro le pegó los dientes, otro le marcó el caracol de las orejas. Cuando el hombre de oro estuvo terminado lo hicieron pasar por la prueba del agua y por la del fuego y el hombre de oro salió más hermoso y más resplandeciente. Entonces los cuatro señores se miraron entre sí con complacencia. Y colocaron al hombre de oro en el suelo y se quedaron esperando que los conociera y que los alabara. Pero el hombre de oro permanecía sin moverse, sin parpadear, mudo. Y su corazón era como el hueso del zapote, reseco y duro. Entonces tres de los cuatro señores le preguntaron al que todavía no había dado su opinión:
—¿De qué haremos al hombre?
Y éste, que no se vestía ni de amarillo ni de rojo ni de negro, que tenía un vestido de ningún color, dijo:
—Hagamos al hombre de carne.
Y con su machete se cortó los dedos de la mano izquierda. Y los dedos volaron en el aire y vinieron a caer en medio de las cosas sin haber pasado por la prueba del agua ni por la del fuego. Los cuatro señores apenas distinguían a los hombres de carne porque la distancia los había vuelto del tamaño de las hormigas. Con el esfuerzo que hacían para mirar se les irritaban los ojos a los cuatro señores y de tanto restregárselos les fue entrando un sopor. El de vestido amarillo bostezó y su bostezo abrió la boca de los otros tres. Y se fueron quedando dormidos porque estaban cansados y ya eran viejos. Mientras tanto en la tierra los hombres de carne estaban en un ir y venir, como las hormigas. Ya habían aprendido cuál es la fruta que se come, con qué hoja grande se resguarda uno de la lluvia y cuál es el animal que no muerde. Y un día se quedaron pasmados al ver enfrente de ellos al hombre de oro. Su brillo les daba en los ojos y cuando lo tocaron la mano se les puso fría como si hubieran tocado una culebra. Se estuvieron allí, esperando que el hombre de oro les hablara. Llegó la hora de comer y los hombres de carne le dieron un bocado al hombre de oro. Llegó la hora de partir y los hombres de carne fueron cargando al hombre de oro. Y día con día la dureza de corazón del hombre de oro fue resquebrajándose hasta que la palabra de gratitud que los cuatro señores habían puesto en él subió hasta su boca.
Los señores despertaron al escuchar su nombre entre las alabanzas. Y miraron lo que había sucedido en la tierra durante su sueño. Y lo aprobaron. Y desde entonces llaman rico al hombre de oro y pobres a los hombres de carne. Y dispusieron que el rico cuidara y amparara al pobre por cuanto que de él había recibido beneficios. Y ordenaron que el pobre respondería por el rico ante la cara de la verdad. Por eso dice nuestra ley que ningún rico puede entrar al cielo si un pobre no lo lleva de la mano.
La nana guarda silencio. Dobla cuidadosamente la ropa que acaba de remendar, rocoge el tol con los hilos de colores y se pone en pie para marcharse. Pero antes de que avance el primer paso que nos alejará, le pregunto:
—¿Quién es mi pobre, nana?
Ella se detiene y mientras me ayuda a levantarme dice:
—Todavía no lo sabes. Pero si miras con atención, cuando tengas más edad y mayor entendimiento lo reconocerás.
Las ventanas de mi cuarto están cerradas porque no soporto la luz. Tiemblo de frío bajo las cobijas y sin embargo estoy ardiendo en calentura. La nana se inclina hacia mí y pasa un pañuelo humedecido sobre mi frente. Es inútil. No logrará borrar lo que he visto. Quedará aquí, adentro, como si lo hubiera grabado sobre una lápida. No hay olvido.
Venía desde lejos. Desde Chactajal. Veinticinco leguas de camino. Montañas duras de subir; llanos donde el viento aúlla; pedregales sin término. Y allí, él. Desangrándose sobre una parihuela que cuatro compañeros suyos cargaban. Llegaron jadeantes, rendidos por la jornada agotadora. Y al moribundo le alcanzó el aliento para traspasar el umbral de nuestra casa. Corrimos a verlo. Un machetazo casi le había desprendido la mano. Los trapos en que se la envolvieron estaban tintos en sangre. Y sangraba también por las otras heridas. Y tenía el pelo pegado a la cabeza con costras de sudor y de sangre.
Sus compañeros lo depositaron ante nosotros y allí murió. Con unas palabras que únicamente comprenden mi padre y la nana y que no han querido comunicar a ninguno.
Ahora lo están velando en la caballeriza. Lo metieron en un ataúd de ocote, pequeño para su tamaño, con las juntas mal pegadas por donde escurre todavía la sangre. Una gota. Lentamente va formándose, y va hinchiéndose la otra. Hasta que el peso la vence y se desploma. Cae sobre la tierra y el estiércol que la devoran sin ruido. Y el muerto está allí, solo. Los otros indios regresaron inmediatamente a la finca porque son necesarios para el trabajo. ¿Quién más le hará compañía? Las criadas no lo consideran su igual. Y la nana está aquí conmigo, cuidándome.
—¿Lo mataron porque era brujo?
Tengo que saber. Esa palabra que él pronunció tal vez sea lo único que borre la mancha de sangre que ha caído sobre la cara del día.
—Lo mataron porque era de la confianza de tu padre. Ahora hay división entre ellos y han quebrado la concordia como una vara contra sus rodillas. El maligno atiza a los unos contra los otros. Unos quieren seguir, como hasta ahora, a la sombra de la casa grande. Otros ya no quieren tener patrón.
No escucho lo que continúa diciendo. Veo a mi madre caminar de prisa, muy temprano. Y detenerse ante una casa de tejamanil. Adentro está la tullida, sentada en su silla de palo, con las manos inertes sobre la falda. Mi madre le lleva su desayuno. Pero la tullida grita cuando mi madre deja caer, a sus pies, la entraña sanguinolenta y todavía palpitante de una res recién sacrificada.
No, no, no es eso. Es mi padre recostado en la hamaca del corredor, leyendo. Y no mira que lo rodean esqueletos sonrientes, con una risa silenciosa y sin fin. Yo huyo, despavorida, y encuentro a mi nana lavando nuestra ropa a la orilla de un río rojo y turbulento. De rodillas golpea los lienzos contra las piedras y el estruendo apaga el eco de mi voz. Y yo estoy llorando en el aire sordo mientras la corriente crece y me moja los pies.
Mi madre nos lleva de visita. Vamos muy formales —Mario, ella y yo— a casa de su amiga Amalia, la soltera.
Cuando nos abren la puerta es como si destaparan una caja de cedro, olorosa, donde se guardan listones desteñidos y papeles ilegibles.
Amalia sale a recibirnos. Lleva un chal de lana gris, tibio, sobre la espalda. Y su rostro es el de los pétalos que se han puesto a marchitar entre las páginas de los libros. Sonríe con dulzura pero todos sabemos que está triste porque su pelo comienza a encanecer.
En el corredor hay muchas macetas con begonias, esa clase especial de palmas a las que dicen “cola de quetzal” y otras plantas de sombra. En las paredes, jaulas con canarios y guías de enredaderas. En los pilares de madera, nada. Sólo su redondez.
Entramos en la sala. ¡Cuántas cosas! Espejos enormes que parecen inclinarse (por la manera como penden de sus clavos) y hacer una reverencia a quien se asoma a ellos. Miran como los viejos, con las pupilas empañadas y remotas. Hay rinconeras con figuras de porcelana. Abanicos. Retratos de señores que están muertos. Mesas con incrustaciones de caoba. Un ajuar de bejuco. Tapetes. Cojines bordados. Y frente a una de las ventanas, hundida, apenas visible en el sillón, una anciana está viendo atentamente hacia la calle.
—Mama sigue igual. Desde que perdió sus facultades… —dice Amalia, disculpándola.
Mario y yo, muy próximos a la viejecita, nos aplicamos a observarla. Es pequeña, huesuda y tiene una corcova. No advierte nuestra cercanía.
Mi madre y Amalia se sientan a platicar en el sofá.
—Mira, Zoraida, estoy bordando este pañuelo.
Y la soltera saca de un cestillo de mimbre un pedazo de lino blanquísimo.
—Es para taparle la cara cuando muera.
Con un gesto vago alude al sillón en el que está la anciana.
—Gracias a Dios ya tengo listas todas las cosas de su entierro. El vestido es de gro muy fino. Lleva aplicaciones de encaje.
Continúan charlando. Un momento se hace presente, en la conversación, su juventud. Y es como si los limoneros del patio entraran, con su ráfaga de azahar, a conmover esta atmósfera de encierro. Callan y se miran azoradas como si algo muy hermoso se les hubiera ido de las manos.
La viejecita solloza, tan quedamente que sólo mi hermano y yo la escuchamos. Corremos a avisar.
Solícita, Amalia va hasta el sillón. Tiene que inclinarse mucho para oír lo que la anciana murmura. Entre su llanto ha dicho que quiere que la lleven a Guatemala. Su hija hace gestos de condescendencia y empuja el sillón hasta la ventana contigua. La anciana se tranquiliza y sigue mirando la calle como si la estrenara.
—Vengan, niños —convida la soltera—; voy a darles unos dulces.
Mientras saca los confites de su pomo de cristal, pregunta:
—¿Y qué hay de cierto en todos esos rumores que corren por ahí?
Mi madre no sabe a qué se refiere.
—Dicen que va a venir el agrarismo, que están quitando las fincas a sus dueños y que los indios se alzaron contra los patrones.
Pronuncia las palabras precipitadamente, sin respirar, como si esta prisa las volviera inofensivas. Parpadea esperando la respuesta. Mi madre hace una pausa mientras piensa lo que va a contestar.
—El miedo agranda las cosas.
—Pero si en Chactajal… ¿No acaban de traer a tu casa a un indio al que machetearon los alzados?
—Mentira. No fue así. Ya ves cómo celebran ellos sus fiestas. Se pusieron una borrachera y acabaron peleando. No es la primera ocasión que sucede.
Amalia examina con incredulidad a mi madre. Y abrupta, concluye:
—De todos modos me alegro de haber vendido a buen tiempo nuestros ranchos. Ahora todas nuestras propiedades están aquí, en Comitán. Casas y sitios. Es más seguro.
—Para una mujer sola como tú está bien. Pero los hombres no saben estarse sino en el campo.
Nos acabamos los confites. Un reloj da la hora. ¿Tan tarde ya? Se encendieron los focos de luz eléctrica.
—Los niños han crecido mucho. Hay que ir pensando en que hagan su primera comunión.
—No saben la doctrina.
—Mándamelos. Yo los prepararé. Quiero que sean mis ahijados.
Nos acaricia afablemente con la mano izquierda mientras con la derecha se arregla el pelo, que se le está volviendo blanco. Y agrega:
—Si para entonces todavía no ha muerto mamá.
En Comitán celebramos varias ferias anuales. Pero ninguna tan alegre, tan animada como la de San Caralampio. Tiene fama de milagroso y desde lejos vienen las peregrinaciones para rezar ante su imagen, tallada en Guatemala, que lo muestra de rodillas, con grandes barbas blancas y resplandor de santo, mientras el verdugo se prepara a descargar sobre su cabeza el hachazo mortal. (Del verdugo se sabe que era judío.) Pero ahora el pueblo se detiene ante las puertas de la iglesia, cerrada como todas las demás, por órdenes del gobierno. No es suficiente motivo para suspender la feria, así que en la plaza que rodea al templo se instalan los puestos y los manteados.
De San CristÓbal bajan los custitaleros con su cargamento de vendimias: frutas secas, encurtidos; muñecas de trapo mal hechas, con las mejillas escandalosamente pintadas de rojo para que no quepa duda de que son de tierra fría; pastoras de barro con los tobillos gruesos; carneritos de algodón; cofres de madera barnizada; tejidos ásperos.
Los mercaderes —bien envueltos en frazadas de lana— despliegan su mercancía sobre unos petates, en el suelo. La ponderan ante la multitud con voz ronca de fumadores de tabaco fuerte. Y razonan con larga complacencia acerca de los precios. El ranchero, que estrenó camisa de sedalina chillante, se emboba ante la abundancia desparramada frente a sus ojos. Y después de mucho pensarlo saca de su bolsa un pañuelo de yerbilla. Deshace los nudos en los que guarda el dinero y compra una libra de avellanas, un atado de cigarros de hoja, una violineta.
Más allá cantan la lotería:
—“La estrella polar del norte.”
La gente la busca en sus cartones y cuando la encuentra la señala con un grano de maíz.
—“El paraguas de tía Cleta.”
Los premios relucen sobre los estantes. Objetos de vidrio sin forma definida; anillos que tienen la virtud especial de volver verde el sitio en que se posan; mascadas tan tenues que al menor soplo vuelan lo mismo que la flor del cardo.
—“La muerte ciriquiciaca.”
—¡Lotería!
Hay una agitación general. Todos envidian al afortunado que sonríe satisfecho mientras el dispensador de dones le invita a escoger, entre toda aquella riqueza, entre toda aquella variedad, lo que más le guste.
Mi nana y yo hemos estado sentadas aquí durante horas y todavía no ganamos nada. Yo estoy triste, lejos de los regalos. Mi nana se pone de pie mientras dice:
—Quédate quieta aquí. No me dilato.
Yo la miro marchar. Le hace una seña al dueño del puesto y hablan brevemente en voz baja. Ella le entrega algo y se inclina como con gratitud. Luego vuelve a sentarse junto a mí.
—“Don Ferruco en la alameda.”
No lo encuentro en mi cartón. Pero la nana coge un grano de maíz y lo coloca sobre una figura.
—¿Es ése don Ferruco?
—Ése es.
No tenía yo idea de que fuera una fruta.
—“El bandolón de París.”
Otra figura oculta.
—“El corazón de una dama.”
—¡Lotería! —grita la nana mientras el dueño aplaude entusiasmado.
—¿Qué premio vas a llevarte? —me pregunta.
Yo escojo un anillo porque quiero tener el dedo verde.
Vamos caminando entre el gentío. Nos pisan, nos empujan. Muy altas, por encima de mi cabeza, van las risotadas, las palabras de dos filos. Huele a perfume barato, a ropa recién planchada, a aguardiente añejo. Hierve el mole en unas enormes cazuelas de barro y el ponche con canela se mantiene borbollando sobre el fuego. En otro ángulo de la plaza alzaron un tablado y lo cubrieron de juncia fresca, para el baile. Allí están las parejas, abrazadas al modo de los ladinos, mientras la marimba toca una música espesa y soñolienta.
Pero este año la comisión organizadora de la feria se ha lucido. Mandó traer del centro, de la capital, lo nunca visto: la rueda de la fortuna. Allí está, grande, resplandeciente con sus miles de focos. Mi nana y yo vamos a subir, pero la gente se ha aglomerado y tenemos que esperar nuestro turno. Delante de nosotras va un indio. Al llegar a la taquilla pide su boleto.
—Oílo vos, este indio igualado. Está hablando castilla. ¿Quién le daría permiso?
Porque hay reglas. El español es privilegio nuestro. Y lo usamos hablando de usted a los superiores; de tú a los iguales; de vos a los indios.
—Indio embelequero, subí, subí. No se te vaya a reventar la hiel.
El indio recibe su boleto sin contestar.
—Andá a beber trago y dejate de babosadas.
—¡Un indio encaramado en la rueda de la fortuna! ¡Es el Anticristo!
Nos sientan en una especie de cuna. El hombre que maneja la máquina asegura la barra que nos protege. Se retira y echa a andar el motor. Lentamente vamos ascendiendo. Un instante nos detenemos allá arriba. ¡Comitán, todo entero, como una nidada de pájaro, está a nuestras manos! Las tejas oscuras, donde el verdín de la humedad prospera. Las paredes encaladas. Las torres de piedra. Y los llanos que no se acaban nunca. Y la ciénaga. Y el viento.
De pronto empezamos a adquirir velocidad. La rueda gira vertiginosamente. Los rostros se confunden, las imágenes se mezclan. Y entonces un grito de horror sale de los labios de la multitud que nos contempla desde abajo. Al principio no sabemos qué sucede. Luego nos damos cuenta de que la barra del lugar donde va el indio se desprendió y él se ha precipitado hacia adelante. Pero alcanza a cogerse de la punta del palo y allí se sostiene mientras la rueda continúa girando una vuelta y otra y otra.
El hombre que maneja la máquina interrumpe la corriente eléctrica, pero la rueda sigue con el impulso adquirido, y cuando, al fin, para, el indio queda arriba, colgado, sudando de fatiga y de miedo.
Poco a poco, con una lentitud que a los ojos de nuestra angustia parece eterna, el indio va bajando. Cuando está lo suficientemente cerca del suelo, salta. Su rostro es del color de la ceniza. Alguien le tiende una botella de comiteco pero él la rechaza sin gratitud.
—¿Por qué pararon? —pregunta.
El hombre que maneja la máquina está furioso.
—¿Cómo por qué? Porque te caíste y te ibas a matar, indio bruto.
El indio lo mira, rechinando los dientes, ofendido.
—No me caí. Yo destrabé el palo. Me gusta más ir de ese modo.
Una explosión de hilaridad es el eco de estas palabras.
—Mirá por dónde sale.
—¡Qué amigo!
El indio palpa a su alrededor el desprecio y la burla. Sostiene su desafío.
—Quiero otro boleto. Voy a ir como me gusta. Y no me vayan a mermar la ración.
Los curiosos se divierten con el acontecimiento que se prepara. Cuchichean. Ríen cubriéndose la boca con la mano. Se hacen guiños.
Mi nana atraviesa entre ellos y, a rastras, me lleva mientras yo me vuelvo a ver el sitio del que nos alejamos. Ya no logro distinguir nada. Protesto. Ella sigue adelante, sin hacerme caso. De prisa, como si la persiguiera una jauría. Quiero preguntarle por qué. Pero la interrogación se me quiebra cuando miro sus ojos arrasados en lágrimas.
Nuestra casa pertenece a la parroquia del Calvario. La cerraron desde la misma fecha que las otras.
Recuerdo aquel día de luto. La soldadesca derribó el altar a culatazos y encendió una fogata a media calle para quemar los trozos de madera. Ardían, retorciéndose, los mutilados cuerpos de los santos. Y la plebe disputaba con las manos puestas sobre las coronas arrancadas a aquellas imágenes. Un hombre ebrio pasó rayando el caballo entre el montón de cenizas. Y desde entonces todos temblamos esperando el castigo.
Pero las imágenes del Calvario fueron preservadas. Las defendió su antigüedad, los siglos de devoción. Y ahora la polilla come de ellas en el interior de una iglesia clausurada.
El presidente municipal concede, aunque de mala gana, que cada mes una señora del barrio se encargue de la limpieza del templo. Toca el turno a mi madre. Y vamos, con el séquito de criadas, cargando las escobas, los plumeros, los baldes de agua, los trapos que son necesarios para la tarea.
Rechina la llave dentro de la cerradura enmohecida y la puerta gira con dificultad sobre sus goznes. Lo suficiente para dejarnos pasar. Luego vuelve a cerrarse.
Adentro, ¡qué espacio desolado! Las paredes altas, desnudas. El coro de madera toscamente labrado. No hay altar. En el sitio principal, tres crucifijos enormes cubiertos con unos lienzos morados como en la cuaresma.
Las criadas empiezan a trabajar. Con las escobas acosan a la araña por los rincones y desgarran la tela preciosa que tejió con tanto sigilo, con tanta paciencia. Vuela un murciélago ahuyentado por esta intrusión en sus dominios. Lo deslumbra la claridad y se estrella contra los muros y no atina con las vidrieras rotas de la ventana. Lo perseguimos, espantándolo con los plumeros, aturdiéndolo con nuestros gritos. Logra escapar y quedamos burladas, acezando.
Mi madre nos llama al orden. Rociamos el piso para barrerlo. Pero aún así se levantan nubes de polvo que la luz tornasola. Mi madre se dispone a limpiar las imágenes con una gamuza. Quita el paño que cubre a una de ellas y aparece un Cristo largamente martirizado. Pende de la cruz, con las coyunturas rotas. Los huesos casi atraviesan su piel amarillenta y la sangre fluye con abundancia de sus manos, de su costado abierto, de sus pies traspasados. La cabeza cae inerte sobre el pecho y la corona de espinas le abre, allí también, incontables manantiales de sangre.
La revelación es tan repentina que me deja paralizada. Contemplo la imagen un instante, muda de horror. Y luego me lanzo, como ciega, hacia la puerta. Forcejeo violentamente, la golpeo con mis puños, desesperada. Y es en vano. La puerta no se abre. Estoy cogida en la trampa. Nunca podré huir de aquí. Nunca. He caído en el pozo negro del infierno.
Mi madre me alcanza y me toma por los hombros, sacudiéndome.
—¿Qué te pasa?
No puedo responder y me debato entre sus manos, enloquecida de terror.
—¡Contesta!
Me ha abofeteado. Sus ojos relampaguean de alarma y de cólera. Algo dentro de mí se rompe y se entrega, vencido.
—Es igual —digo señalando al crucifijo—, es igual al indio que llevaron macheteado a nuestra casa.
Ya se entablaron las aguas. Los caminos que van a México están cerrados. Los automóviles se atascan en el lodo; los aviones caen abatidos por la tempestad. Sólo las recuas de mulas continúan haciendo su tráfico entre las poblaciones vecinas, trayendo y llevando carga, viajeros, el correo.
Todos nos asomamos a los balcones para verlas llegar. Entran siguiendo a la mula madrina que hace sonar briosamente su cencerro. Vienen con las herraduras rotas, con el lomo lastimado. Pero vienen de lejos y traen noticias y cosas de otras partes. ¡Qué alegría nos da saber que entre los cajones bien remachados y los bultos envueltos en petate vienen las bolsas de lona tricolor, repletas de periódicos y cartas! Estamos tan aislados en Comitán durante la temporada de lluvias. Estamos tan lejos siempre. Una vez vi un mapa de la República y hacia el sur acababa donde vivimos nosotros. Después ya no hay ninguna otra ruedita. Sólo una raya para marcar la frontera. Y la gente se va. Y cuando se va escribe. Pero sus palabras nos llegan tantas semanas después que las recibimos marchitas y sin olor como las flores viejas. Y ahora el cartero no nos trajo nada. Mi padre volverá a leer la prensa de la vez anterior.
Estamos en la sala. Mi madre teje un mantel para el altar del oratorio, con un gancho y el hilo recio y crudo. Mario y yo miramos a la calle con la cara pegada contra el vidrio. Vemos venir a un señor de los que usan chaleco y leontina de oro. Llega hasta la puerta de la casa y allí se detiene. Toca.
—Adelante —dice mi madre, sin interrumpir su tejido.
El señor se descubre al entrar en la sala.
—Buenas tardes.
Mi padre se pone de pie para recibirlo.
—Jaime Rovelo, ¿a qué se debe tu buena venida?
Se abrazan con gusto de encontrarse. Mi padre señala a su amigo una silla para que se siente. Luego se sienta él.
—No te parecerá buena, César, cuando sepas qué asunto es el que me trae.
Está triste. Su bigote entrecano llueve melancólicamente.
—¿Malas noticias? —inquiere mi madre.
—En estas épocas, ¿qué otras noticias pueden recibirse?
—Vamos, Jaime, no exageres. Todavía se deja coger una que otra palomita por ahí.
No logra hacerlo cambiar de gesto. Mi padre lo mira con curiosidad a la que todavía no se mezcla la alarma. El señor no sabe cómo empezar a hablar. Tiemblan levemente sus manos.
—¿Recibieron el periódico de hoy?
—No. Esta vez también se extravió en algún accidente del camino. Y a pesar de todo tenemos que confiar en el correo.
—Conmigo es puntual. Hoy tuve carta de México.
—¿De tu hijo?
—Tan guapo muchacho. Y tan estudioso. Está a punto de recibir su título de abogado. ¿Verdad?
—Sí. Ya está trabajando en un bufete.
—¡Qué satisfecho estará usted, don Jaime, de haberle dado una carrera!
—Nunca sabe uno lo que va a resultar. Como dice el dicho, el diablo dispone. Les contaba que hoy recibí carta de él.
—¿Alguna desgracia?
—El gobierno ha dictado una nueva disposición contra nuestros intereses.
Del bolsillo del chaleco extrae un sobre. Desdobla los pliegos que contenía y, escogiendo uno, se lo tiende a mi madre.
—Hágame usted el favor de leer. Aquí.
—“Se aprobó la ley según la cual los dueños de fincas, con más de cinco familias de indios a su servicio, tienen la obligación de proporcionarles medios de enseñanza, estableciendo una escuela y pagando de su peculio a un maestro rural.”
Mi madre dobla el papel y sonríe con sarcasmo.
—¿Dónde se ha visto semejante cosa? Enseñarles a leer cuando ni siquiera son capaces de aprender a hablar español.
—Vaya, Jaime, casi lograste asustarme. Cuando te vi llegar con esa cara de enterrador pensé que de veras había sucedido una catástrofe. Pero esto no tiene importancia. ¿Te acuerdas cuando impusieron el salario mínimo? A todos se les fue el alma a los pies. Era el desastre. ¿Y qué pasó? Que somos lagartos mañosos y no se nos pesca fácilmente. Hemos encontrado la manera de no pagarlo.
—Porque ningún indio vale setenta y cinco centavos al día. Ni al mes.
—Además, dime, ¿qué haría con el dinero? Emborracharse.
—Lo que te digo es que igual que entonces podemos ahora arreglar las cosas. Permíteme la carta.
Mi padre la lee para sí mismo y dice:
—La ley no establece que el maestro rural tenga que ser designado por las autoridades. Entonces nos queda un medio: escoger nosotros a la persona que nos convenga. ¿Te das cuenta de la jugada?
Don Jaime asiente. Pero la expresión de su rostro no varía.
—Te doy la solución y sigues tan fúnebre como antes. ¿Es que hay algo más?
—Mi hijo opina que la ley es razonable y necesaria; que Cárdenas es un presidente justo.
Mi madre se sobresalta y dice con apasionamiento:
—¿Justo? ¿Cuando pisotea nuestros derechos, cuando nos arrebata nuestras propiedades? Y para dárselas ¿a quiénes?, a los indios. Es que no los conoce; es que nunca se ha acercado a ellos ni ha sentido cómo apestan a suciedad y a trago. Es que nunca les ha hecho un favor para que le devolvieran ingratitud. No les ha encargado una tarea para que mida su haraganería. ¡Y son tan hipócritas, y tan solapados y tan falsos!
—Zoraida —dice mi padre, reconviniéndola.
—Es verdad —grita ella—. Y yo hubiera preferido mil veces no nacer nunca antes que haber nacido entre esta raza de víboras.
Busco la cara de mi hermano. Igual que a mí le espanta esta voz, le espanta el rojo que arrebata las mejillas de mi madre. De puntillas, sin que los mayores lo adviertan, vamos saliendo de la sala. Sin ruido cerramos la puerta tras de nosotros. Para que si la nana pasa cerca de aquí no pueda escuchar la conversación.
—¡Ave María!
Una mujer está parada en el zaguán, saludando. Es vieja, gorda, vestida humildemente y lleva un envoltorio bajo el rebozo.
Las criadas —con un revuelo de fustanes almidonados— se apresuran a pasarla adelante. Le ofrecen un butaque en el corredor. La mujer se sienta, sofocada. Coloca el envoltorio en su regazo y con un pañuelo se limpia el sudor que le corre por la cara y la garganta. No se pone de pie cuando mi madre sale a recibirla.
—Doña Pastora, qué milagro verla por esta su casa.
Mi madre se sienta al lado de ella y mira codiciosamente el envoltorio.
—Traigo muchas cosas. Ya conozco tu gusto y me acordé de ti cuando las compraba.
—Muéstrelas, doña Pastora.
—¿Así? ¿Delante de todos?
Las criadas están rodeándonos y la mujer no parece contenta.
—Son de confianza —arguye mi madre.
—No es según la costumbre.
—Usted manda, doña Pastora, usted manda… Muchachas, a su quehacer. Pero antes dejen bien cerrada la puerta de calle.
Es mediodía. El viento duerme, cargado de su propia fragancia, en el jardín. De lejos llegan los rumores: la loza chocando con el agua en la cocina; la canción monótona de la molendera. ¡Qué silenciosas las nubes allá arriba!
La mujer deshace los nudos del envoltorio y bajo la tela parda brota una cascada de colores. Mi madre exclama con asombro y delicia:
—¡Qué primor!
—Son paños de Guatemala, legítimos. No creas que se van a desteñir a la primera lavada. Te duran toda la vida y siempre como ahora.
Allí están las sábanas rojas listadas de amarillo. Los perrajes labrados donde camina solemnemente la greca, y donde vuelan los colibríes en un aire azul, y donde el tigre asoma su minúscula garra de terciopelo, y donde la mariposa ha cesado de aletear para siempre.
Mi madre escoge esto y esto y esto.
—¿Nada más?
—Yo quisiera llevármelo todo. Pero los tiempos están muy difíciles. No se puede gastar tanto como antes.
—Tendrás antojo de otras cosas.
Doña Pastora saca un pequeño estuche de entre su camisa. Lo abre y resplandecen las alhajas. El oro trenzado en collares; los aretes de filigrana; los relicarios finísimos.
—Es muy caro.
—Tú sabes desde dónde vengo, Zoraida. Sabes que cobro el viaje y los riesgos.
—Sí, doña Pastora, pero es que…
—¿Es que la mercancía no te cuadra? ¿Después de lo que me esmeré en escogerla?
Pregunta con un leve tono de amenaza. Mi madre casi gime, deseosa, ante las joyas.
—César dice que no debemos comprar más que lo indispensable. Que los asuntos del rancho… Yo no entiendo nada. Sólo que… no hay dinero.
Con un chasquido seco el estuche se cierra. Doña Pastora vuelve a metérselo entre la camisa. Recoge los géneros rechazados. Amarra otra vez los nudos. Mi madre la mira como solicitando perdón. Al fin doña Pastora concede.
—Dile a tu marido que puedo venderle lo que necesita.
—¿Qué?
—Un secreto.
—¿Un secreto?
—Un lugar en la frontera. No hay guardias. Es fácil cruzarlo a cualquier hora. Dile que si me paga le muestro dónde es.
Mi madre sonríe creyendo que escucha una broma.
—César no le va a hacer la competencia, doña Pastora. No piensa dedicarse al contrabando.
Doña Pastora mira a mi madre y repite, como amonestándola:
—Dile lo que te dije. Para cuando sea necesario huir.
Desde hace varios días esperamos una visita desagradable en la escuela. Hoy, mientras la señorita Silvina explicaba que los ojos de las avispas son poliédricos, llamaron a la puerta. Su expresión se volvió cautelosa y dijo:
—Puede ser él.
Se levantó y descolgó la imagen de San Caralampio que siempre estuvo clavada en la pared, encima del pizarrón. Quedó una mancha cuadrada que no es fácil borrar. Luego comisionó a una de las alumnas para que fuera a abrir la puerta. Mientras la niña atravesaba el patio, la maestra nos aleccionó:
—Recuerden lo que les he recomendado. Mucha discreción. Ante un desconocido no tenemos por qué hablar de las costumbres de la casa.
El desconocido estaba allí, ante nosotras. Alto, serio, vestido de casimir negro.
—Soy inspector de la Secretaría de Educación Pública.
Hablaba con el acento de las personas que vienen de México. La maestra se ruborizó y bajó los párpados. Ésta era la primera vez que sostenía una conversación con un hombre. Turbada, sólo acertó a balbucir:
—Niñas, pónganse de pie y saluden al señor inspector.
Él la detuvo autoritariamente con un gesto y nosotras no alcanzamos a obedecerla.
—Vamos a dejarnos de hipocresías. Yo vine aquí para otra cosa. Quiero que me muestre usted los documentos que la autorizan a tener abierta esta escuela.
—¿Los documentos?
—¿O es que funciona en forma clandestina como si fuera una fábrica de aguardiente?
La señorita está confusa. Nunca le habían hablado de esta manera.
—No tengo ningún papel. Mis abuelos enseñaban las primeras letras. Y luego mis padres y ahora…
—Y ahora usted. Y desde sus abuelos todas las generaciones han burlado la ley. Además, no concibo qué pueda usted enseñar cuando la encuentro tan ignorante. Porque estoy seguro de que tampoco está usted enterada de que la educación es una tarea reservada al Estado, no a los particulares.
—Sí, señor.
—Y que el Estado imparte gratuitamente la educación a los ciudadanos. Óigalo bien: gratuitamente. En cambio usted cobra.
—Una miseria, señor. Doce reales al mes.
—Un robo. Pero en fin, dejemos esto. ¿Cuál es su plan de estudios?
—Les enseño lo que puedo, señor. Las primeras letras, las cuatro operaciones…
El inspector la dejó con la palabra en la boca y se aproximó a una de las niñas que se sientan en primera fila.
—A ver, tú. Dame la libreta de calificaciones.
La niña no se movió hasta no ver la autorización en la cara de la señorita. Entonces sacó una libreta del fondo de su pupitre y se la entregó al inspector. Él empezó a hojearla y a medida que leía se acentuaba la mueca irónica en sus labios.
—“Lecciones de cosas.” ¿Tuviera usted la bondad, señorita profesora, de explicarme qué materias abarca esta asignatura?
La señorita Silvina, con su vestido negro, con su azoro, con su pequeñez, parecía un ratón cogido en una trampa. Los ojos implacables del inspector se separaron despectivamente de ella y volvieron a la libreta.
—“Fuerzas y palancas.” ¡Vaya! Le aseguro que en la capital no tenemos noticia de estos descubrimientos pedagógicos. Sería muy oportuno que usted nos ilustrara al respecto.
Las rodillas de la maestra temblaban tanto que por un momento creímos que iba a desplomarse. Tanteando volvió a su silla y se sentó. Allí estaba quieta, lívida, ausente.
—“Historia y calor.” Hermosa asociación de ideas, pero no podemos detenernos en ella, hay que pasar a otro asunto. ¿Reúne el edificio las condiciones sanitarias para dar alojamiento a una escuela?
La voz de la maestra brotó ríspida, cortante.
—¿Para qué me lo pregunta? Está usted viendo que es un cascarón viejísimo que de un momento a otro va a caérsenos encima.
—Delicioso. Y ustedes morirán aplastadas, felices, inmolándose como víctimas a Dios. Porque acierto al suponer que son católicas. ¿Verdad?
Silencio.
—¿No son católicas? ¿No rezan todos los días antes de empezar y al terminar las clases?
Del fondo del salón se levantó una muchacha. Como de trece años. Gruesa, tosca, de expresión bovina. De las que la maestra condenaba —por su torpeza, por la lentitud de su inteligencia— a no dibujar jamás el mapamundi.
—Rezamos un Padre Nuestro, Ave María y Gloria. Los sábados, un rosario entero.
—Gracias, niña. Me has proporcionado el dato que me faltaba. Puedes sentarte.
Ninguna de nosotras se atrevió a volverse a verla. Estábamos apenadas por lo que acababa de suceder.
—Todo lo demás podía pasarse. Pero ésta es la gota que colma el vaso. Le prometo, señorita profesora, que de aquí saldré directamente a gestionar que este antro sea clausurado.
Cuando el inspector se fue, la señorita escondió el rostro entre las manos y comenzó a llorar entrecortada, salvajemente. Sus hombros —tan magros, tan estrechos, tan desvalidos— se doblegaban como bajo el peso de un sufrimiento intolerable.
Todas nos volvimos hacia la muchacha que nos había delatado.
—Tú tienes la culpa. Anda a pedirle perdón.
La muchacha hacía un esfuerzo enorme para entender por qué la acusábamos. No quería moverse de su lugar. Pero entre sus vecinas la levantaron y a empellones fueron acercándola a la maestra. Allí enfrente se quedó parada, inmóvil, con los brazos colgando. La miraba llorar y no parecía tener remordimiento. La maestra alzó la cara y, con los ojos enrojecidos y todavía húmedos, le preguntó:
—¿Por qué hiciste eso?
—Usted me enseñó que dijera siempre la verdad.
Mi padre nos recomendó que cuando viniera el muchacho que reparte el periódico no lo dejáramos marchar antes de que hablara con él. Lo detuvimos en el corredor mientras mi padre terminaba de desayunarse.
El repartidor de periódicos es un joven de rostro alerta y simpático. Mi padre lo recibió afablemente.
—Siéntate, Ernesto.
—Gracias, don César.
Pero el muchacho permaneció en pie, cargando su fajo de papeles.
—Allí, en esa butaca. ¿O es que tienes prisa?
—Es que… no quiero faltarle al respeto. No somos iguales y…
—Pocos piensan ya en esas distinciones. Además creo que somos medio parientes. ¿No es así?
—Soy un hijo bastardo de su hermano Ernesto.
—Algo de eso había yo oído decir. Eres blanco como él, tienes los ojos claros. ¿Conociste a tu padre?
—Hablé con él algunas veces.
—Era un buen hombre, un hombre honrado. Y tú, que llevas su apellido, debes serlo también.
Ernesto desvió los ojos para ocultar su emoción. Se sentó frente a mi padre procurando ocultar las suelas rotas de sus zapatos.
—¿Estás contento donde trabajas?
—Me tratan bien. Pero el sueldo apenas nos alcanza a mi madre y a mí.
—Pareces listo, desenvuelto. Podrías aspirar a cosas mejores.
La expresión de Ernesto se animó.
—Yo quería estudiar. Ser ingeniero.
—¿Estuviste en la escuela?
—Sólo hasta cuarto año de primaria. Entonces le vino la enfermedad a mi madre.
—Pero aprendiste a leer bien y a escribir.
—Gracias a eso conseguí este trabajo.
—¿Y no te gustaría cambiarlo por otro más fácil y mejor pagado?
—Eso no se pregunta, señor.
—Soy tu tío. No me digas señor —Ernesto miró a mi padre con recelo. No quiso aceptar el cigarro que le ofrecía—. Se trata de algo muy sencillo. Tú sabes que ahora la ley nos exige tener un maestro rural en la finca.
—Sí. Eso dicen.
—Pero como todas las cosas en México andan de cabeza nos mandan que consumamos un artículo del que no hay existencia suficiente. Así que nosotros debemos surtirnos de donde se pueda. Y ya que no hay yacimientos de maestros rurales no queda más que la improvisación. Desde el principio pensé que tú podrías servir.
—¿Yo?
—Sabes leer y escribir. Con eso basta para llenar el expediente. Y en cuanto a lo demás…
—No hablo tzeltal, tío.
—No necesitarás hablarlo. Vivirás con nosotros en la casa grande. Tu comida y tu ropa correrán, desde luego, por nuestra cuenta. Y cuidaríamos de que no le faltara nada a tu madre. Está enferma, dices.
—Salió caliente después de haber estado planchando y cogió un aire. Quedó ciega. La cuida una vecina.
—Podríamos dejarle dinero suficiente para sus gastos mientras tú estás fuera.
—¿Cuánto tiempo?
Ahora que Ernesto sabía el terreno que pisaba, había recobrado su aplomo. Se sentía orgulloso de estar aquí, sentado frente a uno de los señores de chaleco y leontina de oro, conversando como si fuera su igual y fumando de sus cigarros. Se consideraba, además, necesario. Y eso elevaba su precio ante sí mismo.
—El plazo depende de las circunstancias. Si no estás contento puedes volver cuando quieras. Aunque yo te garantizo que te hallarás. Chactajal tiene buen clima. Y nosotros te trataremos bien.
—En cuanto al sueldo…
—Por eso no vamos a discutir. Y mira, no es necesario que te precipites resolviendo hoy mismo esta proposición. Anda a tu casa, medítalo bien, consúltalo con tu madre. Y si te conviene, avísame.
—¿Cuándo saldremos para el rancho?
—La semana próxima.
Como ahora ya no voy a la escuela me paso el día sin salir de la casa. Y me aburro. Voy detrás de las criadas a la despensa, a las recámaras, al comedor. Las miro trajinar. Las estorbo sentándome sobre la silla que van a sacudir, las impaciento arrugando la sobrecama que acaban de tender.
—Niñita, ¿por qué no vas a comprar un real de teneme acá?
Me levanto y me voy, sola, al corredor. Pasan y vuelven a pasar los burreros vaciando sus barriles de agua en las grandes tinajas de la cocina.
La nana está tostando café. No me hará caso, como a los cachorros aunque ladren y ladren.
Abro una puerta. Es la del escritorio de mi padre. Ya en otras ocasiones he hurgado en las gavetas que no tienen llave. Hay manojos de cartas atados con listones viejos. Hay retratos. Señores barbudos, amarillentos y borrosos. Señoritas pálidas, de cabello destrenzado. Niños desnudos nadando sobre la alfombra. Ya me los aprendí de memoria. Papeles llenos de números. No los entiendo. En los estantes muchos libros. Son tan grandes que si saco uno de ellos todos notarían su falta. Pero aquí está un cuaderno. Es pequeño, tiene pocas páginas. Adentro hay algo manuscrito y figuras como las que Mario dibuja a veces.
Escondo el cuaderno bajo el delantal y salgo sigilosamente de la biblioteca. No hay nadie. Llego hasta el traspatio sin que ninguno me haya visto. Allí, al cobijo de una higuera, me dispongo a leer.
“Yo soy el hermano mayor de mi tribu. Su memoria.
”Estuve con los fundadores de las ciudades ceremoniales y sagradas. Estoy con los que partieron sin volver el rostro. Yo guié el paso de sus peregrinaciones. Yo abrí su vereda en la selva. Yo los conduje a esta tierra de expiación.
”Aquí, en el lugar llamado Chactajal, levantamos nuestras chozas; aquí tejimos la tela de nuestros vestidos; aquí moldeamos el barro para servirnos de él. Apartados de otros, no alzamos en nuestro puño el botín de la guerra. Ni contamos a escondidas la ganancia del comercio. Alrededor del árbol y después de concluir las faenas, nombrábamos a nuestros dioses pacíficos. Ay, nos regocijaba creer que nuestra existencia era agradable a sus ojos. Pero ellos, en su deliberación, nos tenían reservado el espanto.
”Hubo presagios. Sequía y mortandad y otros infortunios, pero nuestros augures no alcanzaban a decir la cifra de presentimiento tan funesto. Y sólo nos instaban a que de noche, y en secreto, cada uno se inclinara a examinar su corazón. Y torciera la garra de la codicia; y cerrara la puerta al pensamiento de adulterio; y atara el pie rápido de la venganza. Pero ¿quién conjura a la nube en cuyo vientre se retuerce el relámpago? Los que tenían que venir, vinieron.
”Altaneros, duros de ademán, fuertes de voz. Así eran los instrumentos de nuestro castigo.
”No dormíamos sobre lanzas, sino sobre la fatiga de un día laborioso. No ejercitamos nuestra mirada en el acecho, sino que la dilatamos en el asombro. Y bien habíamos aprendido, de antiguo, el oficio de víctimas.
”Lloramos la tierra cautivada; lloramos a las doncellas envilecidas. Pero entre nosotros y la imagen destruida del ídolo ni aun el llanto era posible. Ni el puente de la lamentación ni el ala del suspiro. Picoteados de buitres, burla de la hiena, así los vimos, a nuestros protectores, a los que durante siglos cargamos, sumisos, sobre nuestras espaldas. Vimos todo esto, y en verdad, no morimos.
”Nos preservaron para la humillación, para las tareas serviles. Nos apartaron como a la cizaña del grano. Buenos para arder, buenos para ser pisoteados, así fuimos hechos, hermanitos míos.
”He aquí que el cashlán difundió por todas partes el resplandor que brota de su tez. Helo aquí, hábil para exigir tributo, poderoso para castigar, amurallado en su idioma como nosotros en el silencio, reinando.
”Vino primero el que llamaban Abelardo Argüello. Ése nos hizo poner los cimientos de la casa grande y suspender la bóveda de la ermita. En sus días, una gran desolación cubrió nuestra faz. Y el recién nacido amanecía aplastado por el cuerpo de la madre. Pues ya no queríamos llevar más allá nuestro sufrimiento.
”José Domingo Argüello se llamaba el que lo siguió. Éste hizo ensanchar sus posesiones hasta donde el río y el monte ya no lo dejaron pasar. Trazó las líneas de los potreros y puso crianza de animales. Murió derribado del caballo cuando galopaba sin llegar todavía al término de la ambición.
”Josefa Argüello, su hija. Sombría y autoritaria, impuso la costumbre del látigo y el uso del cepo. Dio poderes a un brujo para que nos mantuviera ceñidos a su voluntad. Y nadie podía contrariarla sin que se le siguiera un gran daño. Por orden suya, muchos árboles de caoba y cedro fueron talados. En esa madera hizo que se labraran todos los muebles de la casa. Murió sin descendencia, consumida en la soltería.
”A Rodulfo Argüello no lo conocimos. Delegó su capacidad en otro y con mano ajena nos exprimió hasta la última gota de sudor. Fue cuando nos enviaron al Pacayal para hacer el desmonte y preparar la siembra de la caña. Desde Comitán, cargamos sobre nuestro lomo el trapiche de la molienda. También se compraron sementales finos, con lo cual mejoró la raza de los rebaños.
”Estanislao Argüello, el viudo, tenía carácter blando. En su época bastante ganado se desmandó y se hizo cerrero. Y por más que poníamos sal en los lamederos ya no logramos que las reses bajaran ni que consintieran la marca sobre su piel. A nosotros se nos aumentaron las raciones de quinina. Y se dispuso que las mujeres no desempeñaran faenas rudas. El viudo murió tarde. De enfermedad.
”Una huérfana, una recogida, como entonces se dijo, fue la heredera. Pues asistió la agonía del moribundo. Otilia. Otros parientes más allegados le disputaron la herencia y fue entonces cuando los lugares remotos ya no pudieron ser defendidos. Y así se perdió el potrero de Rincón Tigre. Y también el de Casa del Rayo. Otilia, diestra en el bordado, adornó el manto que cubre a la virgen de la ermita. A llamamiento suyo, el señor cura de Comitán vino a bautizar a los niños y casar a las parejas amancebadas. Desde que Otilia nos amadrinó todos nosotros llevamos nombres de cristiano. Por matrimonio ella llegó a usar el apellido de Argüello. Su lecho sólo dio varones y entre sus hijos dejó repartida la hacienda. Así también nosotros fuimos dispersados en poder de diferentes dueños. Y es aquí, hermanos míos menores, donde nos volvemos a congregar. En estas palabras volvemos a estar juntos, como en el principio, como en el tronco de la ceiba sus muchas ramas.”
Una sombra, más espesa que la de las hojas de la higuera, cae sobre mí. Alzo los ojos. Es mi madre. Precipitadamente quiero esconder los papeles. Pero ella los ha cogido y los contempla con aire absorto.
—No juegues con estas cosas —dice al fin—. Son la herencia de Mario. Del varón.
Ayer llegó de Chactajal el avío para el viaje. Las bestias están descansando en la caballeriza. Amanecieron todas con las crines y la cola trenzadas y crespas. Y dicen las criadas que anoche se oyó el tintineo de unas espuelas de plata contra las piedras de la calle. Era el Sombrerón, el espanto que anda por los campos y los pueblos dejando sobre la cabeza de los animales su seña de mal agüero.
Hace rato vino Ernesto para entregar su equipaje. No era más que tres mudas de ropa. Las envolvió en un petate corriente y las ató con una reata.
La nana no irá con nosotros a la finca por miedo a los brujos. Pero se ha encargado de los preparativos para nuestra marcha. Desde temprano mandó llamar a la mujer que muele el chocolate. Estuvieron pesando juntas el cacao, tanteando el azúcar y los otros ingredientes que van a mezclarse. Luego la mujer se fue a la habitación que prepararon especialmente para ella y antes de encerrarse advirtió:
—Nadie debe entrar donde yo estoy trabajando. Pues hay algunos que tienen el ojo caliente y ponen el mal donde miran. Y entonces el chocolate se corta.
En cambio, la mujer que hace las velas no guarda secreta su labor. Está a medio patio, en pleno sol. Dentro de un gran cazo de cobre puesto al fuego se derrite la cera. La mujer canta mientras cuelga el pabilo de los clavos que erizan la rueda de madera. Luego va sacando con una escudilla la cera derretida del perol y la derrama encima de los hilos. A cada vuelta de la rueda el volumen aumenta sobre el pabilo, la forma de la vela va lográndose.
En el horno de barro las criadas están cociendo el pan; amarillo, cubierto con una capa ligeramente más oscura, sale, oliendo a abundancia, a bendición, a riqueza. Lo guardan en grandes canastos, acomodándolo cuidadosamente para que no se desmorone y cubriéndolo con servilletas blancas y tiesas de almidón.
Allá están las planchas de fierro, pegando su mejilla con la de la brasa, las dos fundidas en un mismo calor, como los enamorados. Hasta que una mano las separa. Humean entonces las sábanas que no han perdido su humedad. Sueltan esa fragancia de limpieza, esa memoria de sus interminables siestas bajo el sol, de sus largos oreos en el viento.
Hasta el fondo del traspatio están beneficiando un cerdo que mataron muy de madrugada. La manteca hierve ahora y alza humo espeso y sucio. Cerca, los perros lamen la sangre que no ha acabado de embeber la tierra. Los perros de lengua ávida, acezantes al acecho de los desperdicios, gruñidores entre los pies de los que se afanan.
La casa parece una colmena, llena de rumores y de trabajo. Sólo los indios se están tranquilos, encuclillados en el corredor, espulgándose. A mi madre le molesta verlos sin quehacer. Pero no hay ninguna tarea que pueda encomendárseles en esos momentos. Entonces se le ocurre algo:
—Ve vos… como te llamés. Vas a ir a la casa de la niña Amalia Domínguez. Necesita un burrero para que cargue el agua. Y vos también, preguntá dónde vive don Jaime Rovelo. Le precisa que arranquen el monte de su patio.
Los indios se levantan, dóciles. Llevan colgando del hombro el morral con su bastimento: la bola de posol, las tostadas, que es todo lo que trajeron del rancho. Porque saben que donde van tampoco les darán qué comer.
Mi nana me lleva aparte para despedirnos. Estamos en el oratorio. Nos arrodillamos ante las imágenes del altar.
Luego mi nana me persigna y dice:
—Vengo a entregarte a mi criatura. Señor, tú eres testigo de que no puedo velar sobre ella ahora que va a dividirnos la distancia. Pero tú que estás aquí lo mismo que allá, protégela. Abre sus caminos, para que no tropiece, para que no caiga. Que la piedra no se vuelva en su contra y la golpee. Que no salte la alimaña para morderla. Que el relámpago no enrojezca el techo que la ampare. Porque con mi corazón ella te ha conocido y te ha jurado fidelidad y te ha reverenciado. Porque tú eres el poderoso, porque tú eres el fuerte.
Apiádate de sus ojos. Que no miren a su alrededor como miran los ojos del ave de rapiña.
Apiádate de sus manos. Que no las cierre como el tigre sobre su presa. Que las abra para dar lo que posee. Que las abra para recibir lo que necesita. Como si obedeciera tu ley.
Apiádate de su lengua. Que no suelte amenazas como suelta chispas el cuchillo cuando su filo choca contra otro filo.
Purifica sus entrañas para que de ellas broten los actos no como la hierba rastrera, sino como los árboles grandes que sombrean y dan fruto.
Guárdala, como hasta aquí la he guardado yo, de respirar desprecio. Si uno viene y se inclina ante su faz, que no alardee diciendo: yo he domado la cerviz de este potro. Que ella también se incline a recoger esa flor preciosa —que a muy pocos es dado cosechar en este mundo— que se llama humildad.
Tú le reservaste siervos. Tú le reservarás también el ánimo de hermano mayor, de custodio, de guardián. Tú le reservarás la balanza que pesa las acciones. Para que pese más su paciencia que su cólera. Para que pese más su compasión que su justicia. Para que pese más su amor que su venganza.
Abre su entendimiento, ensánchalo, para que pueda caber la verdad. Y se detenga antes de descargar el latigazo, sabiendo que cada latigazo que cae graba su cicatriz en la espalda del verdugo. Y así sean sus gestos como el ungüento derramado sobre las llagas.
Vengo a entregarte a mi criatura. Te la entrego. Te la encomiendo. Para que todos los días, como se lleva el cántaro al río para llenarlo, lleves su corazón a la presencia de los beneficios que de sus siervos ha recibido. Para que nunca le falte gratitud. Que se siente ante su mesa, donde jamás se ha sentado el hambre. Que bese el paño que la cubre y que es hermoso. Que palpe los muros de su casa, verdaderos y sólidos. Esto es nuestra sangre y nuestro trabajo y nuestro sacrificio.
Oímos, en el corredor, el trajín de los arrieros, de las criadas ayudando a remachar los cajones. Los caballos ya están ensillados y patean los ladrillos del zaguán. La voz de mi madre dice mi nombre, buscándome.
La nana se pone de pie. Y luego se vuelve a mí, diciendo:
—Es hora de separarnos, niña.
Pero yo sigo en el suelo, cogida de su tzec, llorando porque no quiero irme.
Ella me aparta delicadamente y me alza hasta su rostro. Besa mis mejillas y hace una cruz sobre mi boca.
—Mira que con lo que he rezado es como si hubiera yo vuelto, otra vez, a amamantarte.
Cuando salimos de Comitán ya está crecido el día. Mi padre y Ernesto van adelante, a caballo. Mi madre, mi hermano y yo, en sillas de mano que cargan los indios. Vamos sujetos al paso del más lento. El sol pica a través del palio que colocaron sobre nuestra cabeza y que está hecho con sábanas de Guatemala. El aire se adensa bajo la manta y se calienta y nos sofoca.
Tardan para acabar los llanos. Y cuando acaban se alza el cerro, con sus cien cuchillos de pedernal, con su vereda difícil. Mido la altura de lo que vamos subiendo por el jadeo del indio que me carga. Parejos a nosotros van los pinos. Detienen al viento con sus manos de innumerables dedos y lo sueltan ungido de resinas saludables. Entre las rocas crece una flor azul y tiesa que difunde un agrio aroma de polen entre el que zumba, embriagada, la abeja. El grueso grano de la tierra es negro.
En algún lugar, dentro del monte, se precipita el rayo. Como al silbo de su pastor, acuden las nubes de lana oscura y se arrebañan sobre nosotros. Mi padre grita una orden en tzeltal al tiempo que descarga un fuetazo sobre el anca de su caballo.
Los indios apresuran la marcha. Tenemos que llegar a Lomantán antes de que cunda el aguacero. Pero estamos apenas traspasando la cresta de esta serranía y ya empiezan a menudear las gotas. Al principio es una llovizna leve y confiamos en que no durará. Pero luego la llovizna va agarrando fuerza y los chorritos de agua vencen el ala doblada de los sombreros; resbalan entre los pliegues de la manga de hule que no basta para cubrirnos.
Por fin, a lo lejos, divisamos un caserío. Son chozas humildes, con techos de palma y paredes de bajareque. Cuando olfatean la presencia extraña salen a ladrar los perros flacos, sarnosos, escurriendo agua. El alboroto convoca a la gente que se asoma a las puertas. Son indios. Mujeres de frente sumisa que dan el pecho a la boca ávida de los recién nacidos; criaturas barrigonas y descalzas; ancianos de tez amarillenta, desdentados.
Mi padre se adelanta y sofrena su caballo ante una de las chozas. Habla con el que parece dueño. Pero a las razones de mi padre el otro responde con un estupor tranquilo. Mi padre nos señala a todos los que estamos empapándonos bajo la lluvia. Explica que nos hace falta fuego para calentar la comida y un sitio donde guarecernos. Saca de su morral unas monedas de plata y las ofrece. El indio ha comprendido nuestra necesidad, pero no acierta a remediarla. Ante lo que presencia no hace más que negar y negar con su triste rostro ausente, inexpresivo.
Tenemos que seguir adelante. Avanzamos ahora entre la neblina que juega a cegarnos. Los animales se desbarrancan en las laderas flojas o sus cascos rayan la superficie de las lajas produciendo un sonido desagradable y áspero. Los indios calculan bien antes de colocar el pie.
Como a las siete de la noche llegamos a Bajucú. El ocotero está encendido a media majada. En el corredor de la casa grande, en unas largas bancas de madera, están las mujeres sentadas, envueltas en pesados chales negros.
—Buenas noches, casera —dice mi padre desmontando—. ¿Nos das posada?
—El patrón está en Comitán y se llevó las llaves de los cuartos. Sólo que quieran pasar la noche aquí.
Nos instalamos en el corredor después de haber bebido una taza de café. Las mangas de hule nos sirven de almohada. Sobre el suelo de ladrillo ponemos petates y zaleas de carnero. Estamos tan cansados que nos dormimos antes de que la llama del ocote se extinga.
El aire amanece limpio, recién pronunciado por la boca de Dios. Pronto va llenándose del estrépito del día. En el establo las vacas echan su vaho caliente sobre el lomo de los ternerillos. En la majada se esponjan los guajolotes mientras las hembras, feas y tristes, escarban buscando un gusano pequeño. La gallina empolla solemnemente, sentada en su nido como en un trono.
Ya aparejaron las cabalgaduras. Salimos temprano de Bajucú, porque la jornada es larga. Vamos sin prisa, adormilados por el paso igual de los indios y de las bestias. Entre la espesura de los árboles suenan levemente los pájaros como si fueran la hoja más brillante y más verde. De pronto un rumor domina todos los demás y se hace dueño del espacio. Es el río Jataté que anuncia su presencia desde lejos. Viene crecido, arrastrando ramas desgajadas y ganado muerto. Espeso de barro, lento de dominio y poderío. El puente de hamaca que lo cruzaba se rompió anoche. Y no hay ni una mala canoa para atravesarlo.
Pero no podemos detenernos. Es preciso que sigamos adelante. Mi padre me abraza y me sienta en la parte delantera de su montura. Ernesto se hace cargo de mi hermano. Ambos espolean sus caballos y los castigan con el fuete. Los caballos relinchan, espantados, y se resisten a avanzar. Cuando al fin entran al agua salpican todo su alrededor de espuma fría. Nadan, con los ojos dilatados de horror, oponiendo su fuerza a la corriente que los despeña hacia abajo, esquivando los palos y las inmundicias, manteniendo los belfos tenazmente a flote. En la otra orilla nos depositan, a Mario y a mí, al cuidado de Ernesto. Mi padre regresa para ayudar el paso de los que faltan. Cuando estamos todos reunidos es hora de comer.
Encendemos una fogata en la playa. De los morrales sacamos las provisiones: rebanadas de jamón ahumado, pollos fritos, huevos duros. Y un trago de comiteco por el susto que acabamos de pasar. Comemos con apetito y después nos tendemos a la sombra, a sestear un rato.
En el suelo se mueve una larga hilera de hormigas, afanosas, transportando migajas, trozos diminutos de hierba. Encima de las ramas va el sol, dorándolas. Casi podría sopesarse el silencio.
¿En qué momento empezamos a oír ese ruido de hojarasca pisada? Como entre sueños vimos aparecer ante nosotros un cervato. Venía perseguido por quién sabe qué peligro mayor y se detuvo al borde del mantel, trémulo de sorpresa y de miedo; palpitantes de fatiga los ijares, húmedos los rasgados ojos, alerta las orejas. Quiso volverse, huir, pero ya Ernesto había desenfundado su pistola y disparó sobre la frente del animal, en medio de donde brotaba, apenas, la cornamenta. Quedó tendido, con los cascos llenos de lodo de su carrera funesta, con la piel reluciente del último sudor.
—Vino a buscar su muerte.
Ernesto no quiere adjudicarse méritos, pero salta a la vista que está orgulloso de su hazaña. Con un pañuelo limpia cuidadosamente el cañón de la pistola antes de volver a guardarla.
Mario y yo nos acercamos con timidez hasta el sitio donde yace el venado. No sabíamos que fuera tan fácil morir y quedarse quieto. Uno de los indios, que está detrás de nosotros, se arrodilla y con la punta de una varita levanta el párpado del ciervo. Y aparece un ojo extinguido, opaco, igual a un charco de agua estancada donde fermenta ya la descomposición. Los otros indios se inclinan también hacia ese ojo desnudo y algo ven en su fondo porque cuando se yerguen tienen el rostro demudado. Se retiran y van a encuclillarse lejos de nosotros, evitándonos. Desde allí nos miran y cuchichean.
—¿Qué dicen? —pregunta Ernesto con un principio de malestar.
Mi padre apaga los restos del fuego, pisoteándolo con sus botas fuertes.
—Nada. Supersticiones. Desata los caballos y vámonos.
Su voz está espesa de cólera. Ernesto no entiende. Insiste.
—¿Y el venado?
—Se pudrirá aquí.
Desde entonces los indios llaman a aquel lugar “Donde se pudre nuestra sombra”.
La próxima estación es Palo María, una finca ganadera que pertenece a las primas hermanas de mi padre. Son tres: tía Romelia, la separada, que se encierra en su cuarto cada vez que tiene jaqueca; tía Matilde, soltera, que se ruboriza cuando saluda, y tía Francisca.
Viven en el rancho desde hace años. Desde que se quedaron huérfanas y tía Francisca tomó el mando de la casa. Rara vez bajan al pueblo. Las vemos llegar montadas a mujeriegas en sus tres mulas blancas, haciendo girar la sombrilla de seda oscura que las protege del sol. Se están con nosotros varios días. Consultan al médico, encargan ropa a la costurera y cuando van de visita escuchan (tía Romelia con delicia; tía Matilde, atónita; tía Francisca, desdeñosa) los chismes que mantienen en efervescencia a Comitán. Y al despedirse nos regalan, a Mario y a mí, un peso de plata. Nos aconsejan que nos portemos bien, y ya no volvemos a saber de ellas más que por cartas espaciadas y breves.
Ahora los huéspedes somos nosotros. Como no nos esperaban, al vernos mezclan las exclamaciones de bienvenida con las órdenes a la servidumbre que se desbanda a preparar la cena, a abrir y limpiar las habitaciones que nos han destinado. Mientras, nos sentamos todos en el corredor y tomamos un vaso de temperante.
—Nos da mucho gusto tenerlos entre nosotras —dice tía Matilde mirando especialmente a Ernesto.
—¿Por qué no tocas algo en el piano? —pide tía Romelia. Y agrega en tono confidencial—: Matilde sabe un vals que se llama A la sombra de un manglar. Es precioso, lleno de arpegios. Por desgracia yo no soporto la música. Al primer arpegio ya está la jaqueca en su punto.
—¿No te aliviaron las medicinas del doctor Mazariegos?
—El doctor Mazariegos es un pozo de ciencia. Pero mi caso es complicado, César, muy complicado.
Está orgullosa de su mala salud y la exhibe como un trofeo.
—¿Ya terminó, señor?
Tía Matilde recibe el vaso de Ernesto.
—No le digas señor. Es tu sobrino. Es hijo de mi hermano Ernesto.
—¿De veras?
Tía Matilde no sabe ocultar su contrariedad. Interviene tía Francisca.
—Me alegra saber que eres de la familia.
—¿Aunque no sea yo más que un bastardo?
La voz de Ernesto es desafiante y dura. Tía Matilde enrojece y deja caer el vaso al suelo. Echa a correr hacia el interior de la casa, cubriéndose el rostro con el delantal.
—Allí tienes a tus primas, César —dijo tía Francisca—. Lloran si oyen volar un mosquito, se ponen nerviosas, toman aspirinas. Y yo soy la que tiene que coger la escoba y barrer los vidrios rotos.
Después de cenar, mi madre, que está muy cansada, fue a acostarse. La acompañaron tía Romelia y tía Matilde. Nosotros quedamos en el comedor un rato más. Colgada del techo, la lámpara de gasolina zumba como si devorara los insectos que incesantemente se renuevan rondando a su alrededor.
Tía Francisca dice:
—Creí que este año no subirías a Chactajal, César.
—¿Por qué no? Siempre he venido a vigilar la molienda y las hierras.
—Pensé que, si acaso, vendrías solo. ¿Para qué trajiste a tu familia?
—Zoraida quiso acompañarme. Y como los niños no están en la escuela…
—Es una imprudencia. Las cosas que están sucediendo en estos ranchos no son para que las presencien las criaturas. Hasta estoy considerando que a mis hermanas les convendría hacer un viaje a México. Ya ves a Romelia. Está perfectamente sana pero le consuela pensar que sufre todas las enfermedades. Con ese pretexto la mandaré. En cuanto a Matilde, todavía no es propiamente una vieja. ¿No te parece, Ernesto? —tía Francisca no obtuvo respuesta. Continuó—: Debe divertirse un poco.
Mi padre tomó la mano de su prima entre las suyas.
—¿Y tú?
Ella fue retirando su mano sin vacilación, sin violencia. Y se puso de pie como para dar por terminada la plática.
—Yo me quedo aquí. Éste es mi lugar.
Llegamos a Chactajal a la hora en que se pone el sol. Alrededor de la ceiba de la majada nos esperan los indios. Se acercan para que toquemos su frente con nuestros dedos y nos hacen entrega del “bocado”: gallinas bien maneadas para que no escapen, huevos frescos, medidas pequeñas de maíz y frijol. A nosotros nos corresponde recibirlo con gratitud. Mi padre ordena que se reparta entre ellos un garrafón de aguardiente y una pieza de manta. Después vamos a la ermita para dar gracias por haber llegado con bien. La adornaron como en los días de fiesta: guirnaldas de papel de China, juncia regada en el suelo. En el altar la virgen muestra su vestido de seda bordado con perlas falsas. A sus pies un xicalpextle con frutas exhala cien perfumes mezclados. Mi madre se arrodilla y reza los misterios del rosario. Los indios responden con una sola voz anónima.
Después de rezar nos sentamos en las bancas que están adosadas a la pared. Una de las indias (de las principales ha de ser, a juzgar por el respeto que le tributan las otras) pone en manos de mi madre una jícara con atole. Mi madre apenas prueba la bebida y me la pasa a mí. Yo hago el mismo gesto y se la doy a la que me sigue y así hasta que todos hemos puesto nuestros labios en el mismo lugar.
En uno de los ángulos de la iglesia los músicos preparan sus instrumentos: un tambor y una flauta de carrizo. Mientras, los hombres, colocados del lado izquierdo, se preparan a escoger su pareja para el baile. Carraspean y ríen entrecortadamente. Las mujeres aguardan en su lugar, con las manos unidas sobre el regazo. Allí reciben el pañuelo rojo que les lanza el hombre, si es que aceptan salir a bailar con él. O lo dejan caer, como al descuido, cuando rechazan la invitación.
La música —triste, aguda, áspera, como el aire filtrándose entre los huesos de un muerto— instala entre nosotros su presencia funeral. Las parejas se ponen de pie y permanecen inmóviles, uno frente a la otra, a la distancia precisa. Las mujeres con los ojos bajos y los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Los hombres con las manos a la espalda, encorvados hacia delante. Danzan casi sin despegar sus pies de la tierra y se están horas y horas, con la presión alterna de sus pasos, llamando insistentemente a un ser que no responde.
La juncia pierde su lozanía y su fragancia. Las velas se consumen. Yo reclino mi cabeza, rendida de sueño, sobre el hombro de mi madre. En brazos me llevan a la casa grande. A través de mis párpados entrecerrados distingo el resplandor del ocotero ardiendo en la majada, las palmas que cubren los pilares del corredor y, entre las sombras, la mirada hostil de los que no quisieron ir a la fiesta.
Desde mi cama sigo oyendo, quién sabe hasta cuándo, el monótono ritmo del tambor y la flauta; el chisporroteo de la leña quemándose; los grillos latiendo ocultamente entre la hierba; a veces, el alarido de un animal salvaje que grita su desamparo en la espesura del monte.
—¿Quién es?
Me incorporo temblando. En la tiniebla no acierto con las facciones del bulto que ha venido a pararse frente a mí. Creo adivinar la figura de una mujer india sin edad, sin rostro.
—Nana —llamo quedamente.
La figura se aproxima y se sienta al borde del lecho. No me toca, no acaricia mi cabeza como mi nana lo hacía siempre para arrullarme, no me echa su aliento sobre la mejilla. Pero sopla a mi oído estas palabras:
—Yo estoy contigo niña. Y acudiré cuando me llames como acude la paloma cuando esparcen los granos de maíz. Duerme ahora. Sueña que esta tierra dilatada es tuya; que esquilas rebaños numerosos y pacíficos; que abunda la cosecha en las trojes. Pero cuida de no despertar con el pie cogido en el cepo y la mano clavada contra la puerta. Como si tu sueño hubiera sido iniquidad.