SEGUNDA PARTE

Toda luna, todo año, todo día, todo viento camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud, como llega a su poder y a su trono.

Chilam-Balam de Chuyamel

Esto es lo que se recuerda de aquellos días:

I

EL VIENTO del amanecer desgarra la neblina del llano. Suben, se dispersan los jirones rotos mientras, silenciosamente, va desnudándose la gran extensión que avanza en hierba húmeda, en árboles retorcidos y solos, hasta donde se yergue el torso de la montaña, hasta donde espejea el río Jataté.

En el centro del llano está la casa grande, construcción sólida, de muros gruesos, capaces de resistir el asalto. Las habitaciones están dispuestas en hilera como por un arquitecto no muy hábil. Son oscuras, pues la luz penetra únicamente a través de las estrechas ventanas. Los tejados están ennegrecidos por la lluvia y el tiempo. Los tres corredores tienen barandales de madera. Desde allí César señalaba a Ernesto los cobertizos que servían de cocina y trojes. Y, al lado contrario de la majada, los corrales.

—Estos corrales los mandó hacer la abuela Josefa. Cuando por su edad ya no podía salir al campo. Sentada en el corredor, vigilaba las hierras. El ganado se contaba ante su vista.

—Era desconfiada.

—¿Y quién no? Los administradores son una partida de sinvergüenzas. El último que tuve está todavía refundido en la cárcel.

Después del copioso desayuno, en esta hora fresca, nueva de la mañana, cuando todos, cada uno en su puesto, comenzaban a cumplir los quehaceres con una precisión perfecta, César era feliz. Y se sentía inclinado a la benevolencia aun con aquellos que habían intentado arrebatarle su felicidad. Como ese hombre, por ejemplo.

—Por poco me deja en la calle. Yo estaba en Europa. Muy joven. Me mandaron —como a todos los hijos de familias pudientes de Comitán— a estudiar una carrera. No tengo cerebro para esas cosas y no alcancé ningún título. ¡Ah, pero cómo me divertí! Imagínate: a esa edad, con dinero de sobra y en París. Mientras mis padres vivieron, todo marchó muy bien. Pero después vino la mala época y ya no pude sostenerme. El administrador, con el pretexto de la bola revolucionaria, me estaba haciendo las cuentas del Gran Capitán. Regresé apenas a tiempo para salvar el rancho.

A Ernesto no le interesaban los asuntos de negocios. No entendía de qué estaba hablando su tío: hipotecas, embargos, demandas.

—¿Y le fue fácil aclimatarse de nuevo en Chiapas, después de haber vivido en el extranjero?

—Tú no sabes lo que se extraña la tierra cuando está uno lejos. Hasta en el mismo París hacía yo que me mandaran café, chocolate, bolsas de posol agrio. No, no cambiaría nunca Chactajal por ninguno de los Parises de Francia.

César no era de los hombres que se desarraigan. Desde donde hubiera ido, siempre encontraría el camino de regreso. Y donde estuviera siempre sería el mismo. El conocimiento de la grandeza del mundo no disminuía el sentido de su propia importancia. Pero, naturalmente, prefería vivir donde los demás compartían su opinión; donde llamarse Argüello no era una forma de ser anónimo; donde su fortuna era igual o mayor que la de los otros.

Ernesto estaba entrando, por primera vez, en la intimidad de uno de estos hombres a quienes tanto había envidiado y admirado desde lejos. Bebía, ávidamente, cada gesto, cada palabra. El apego a las costumbres, la ignorancia tan impermeable a la acción de los acontecimientos exteriores le parecieron un signo más de fuerza, de invulnerabilidad. Ernesto lo sabía ahora. Su lugar estaba entre los señores, era de su casta. Para ocultar la emoción que este descubrimiento le producía, preguntó mostrando el edificio que se alzaba, a cierta distancia, frente a ellos:

—¿Ésa es la ermita donde rezamos anoche?

—Sí. ¿Te fijaste que la imagen de Nuestra Señora de la Salud es de bulto? La trajeron de Guatemala, a lomo de indio. Es muy milagrosa.

—Hoy estuvieron tocando la campana desde antes que amaneciera.

—Para despertar a los peones. Mi padre me decía que antes, cuando los indios oían las campanadas, salían corriendo de sus jacales para venir a juntarse aquí, bajo la ceiba. El mayordomo los esperaba con su ración de quinina y un fuete en la mano. Y antes de despacharlos a la labor les descargaba sus buenos fuetazos. No como castigo, sino para acabar de despabilarlos. Y los indios se peleaban entre ellos queriendo ganar los primeros lugares. Porque cuando llegaban los últimos ya el mayordomo estaba cansado y no pegaba con la misma fuerza.

—¿Ahora ya no se hace así?

—Ya no. Un tal Estanislao Argüello prohibió esa costumbre.

—¿Por qué?

—Él decía que porque era un hombre de ideas muy avanzadas. Pero yo digo que porque notó que a los indios les gustaba que les pegaran y entonces no tenía caso. Pero lo cierto es que los otros rancheros estaban furiosos. Decían que iba a cundir el mal ejemplo y que los indios ya no podían seguir respetándolos si ellos no se daban a respetar. Entonces los mismos patrones se encargaron de la tarea de azotarlos. Muchos indios de Chactajal se pasaron a otras fincas porque decían que allí los trataban con mayor aprecio.

—¿Y don Estanislao?

—En sus trece. Los vecinos querían perjudicarlo y picaron pleito por cuestiones de límites. Pero toparon con pared. El viejo era un abogado muy competente y los mantuvo a raya. Fue hasta después, en el testamento de mis padres, que Chactajal se partió. Una lástima. Pero con tantos herederos no quedaba más remedio.

—Usted no tiene de qué quejarse. Le tocó el casco de la hacienda.

—Soy el mayor. También me correspondía la indiada para desempeñar el trabajo.

—Conté los jacales. Hay más de cincuenta.

—Muchos están abandonados. Dicen que el primer Argüello que vino a establecerse aquí encontró una población bien grande. Poco a poco ha ido mermando. Las enfermedades —hay mucho paludismo y disentería— diezman a los indios. Otros se desperdigan. Se meten al monte, huyen. Además yo regalé algunas familias a los otros Argüellos. Bien contadas no alcanzan ni a veinte las que quedaron.

Miró el caserío. Sólo de algunas chozas brotaba humo. En las demás no había ningún signo de estar habitadas.

—Los jacales vacíos se están cayendo. Tú pensarás que tienen razón los que dicen que éste es el acabose, porque eres nuevo y no tienes experiencia. ¡Cuántas veces pusimos el grito en el cielo por motivos más graves: pestes, revoluciones, años de mala cosecha! Pero viene la buena época y seguimos viviendo aquí y seguimos siendo los dueños.

¿Por qué no iba a ser igual ahora, precisamente ahora que Ernesto había llegado? Tenía derecho a conocer la época de la abundancia, de la despreocupación. También él, como todos los Argüellos.

Un kerem venía de la caballeriza jalando por el cabestro dos bestias briosas, ligeras, ensilladas como para las faenas del campo. César y Ernesto descendieron los escalones que separan el corredor de la majada. Montaron. Y a trote lento fueron alejándose de la casa grande. El kerem corría delante de ellos para abrir el portón y dejarles paso libre. Todavía cuando iban por la vereda que serpentea entre los jacales, su paso despertaba el celo de los perros, flacos, rascándose la sarna y las pulgas, ladrando desaforadamente. Las mujeres, que molían el maíz arrodilladas en el suelo, suspendieron su tarea y se quedaron quietas, con los brazos rígidos, como sembrados en la piedra del metate, con los senos fláccidos colgando dentro de la camisa. Y los miraron pasar a través de la puerta abierta del jacal o de la rala trabazón de carrizos de las paredes. Los niños, desnudos, panzones, que se revolcaban jugando en el lodo confundidos con los cerdos, volvían a los jinetes su rostro chato, sus ojos curiosos y parpadeantes.

—Ahí están las indias a tu disposición, Ernesto. A ver cuándo una de estas criaturas resulta de tu color.

A Ernesto le molestó la broma porque se consideraba rebajado al nivel de los inferiores. Respondió secamente:

—Tengo malos ratos pero no malos gustos, tío.

—Eso dices ahora. Espera que pasen unos meses para cambiar de opinión. La necesidad no te deja escoger. Te lo digo por experiencia.

—¿Usted?

—¿Qué te extraña? Yo. Todos. Tengo hijos regados entre ellas.

Les había hecho un favor. Las indias eran más codiciadas después. Podían casarse a su gusto. El indio siempre veía en la mujer la virtud que le había gustado al patrón. Y los hijos eran de los que se apegaban a la casa grande y de los que servían con fidelidad.

Ernesto no se colocaba, para juzgar, del lado de las víctimas, No se incluía en el número de ellas. El caso de su madre era distinto. No era una india. Era una mujer humilde, del pueblo. Pero blanca. Y Ernesto se enorgullecía de la sangre de Argüello. Los señores tenían derecho a plantar su raza donde quisieran. El rudimentario, el oscuro sentido de justicia que Ernesto pudiera tener, quedaba sofocado por la costumbre, por la abundancia de estos ejemplos que ninguna conciencia encontraba reprochables y, además, por la admiración profesada a este hombre que con tan insolente seguridad en sí mismo cabalgaba delante de él. Como deseoso de ayudar guardando el secreto, preguntó:

—¿Doña Zoraida lo sabe?

Pero su complicidad era innecesaria.

—¿Qué? ¿Lo de mis hijos? Por supuesto.

Habría necesitado ser estúpida para ignorar un hecho tan evidente. Además toda mujer de ranchero se atiene a que su marido es el semental mayor de la finca. ¿Qué santo tenía cargado Zoraida para ser la única excepción? Por lo demás no había motivo de enojo. Hijos como ésos, mujeres como ésas no significan nada. Lo legal es lo único que cuenta.

Habían dejado atrás el caserío. Una vegetación de arbustos, rastreros, hostiles, flanqueaban la vereda. Las espinas se prendían al género grueso de los pantalones, rayando la superficie lisa de las polainas de cuero. César espoleó levemente a su caballo para que trotara con mayor rapidez hasta donde la maleza se despejaba.

—Éste es el potrero del Panteón. Lo llaman así porque cuando estábamos posteando para tender las alambradas se encontró un entierro de esqueletos y trastos de barro. Un gringo loco que andaba por aquí dizque cazando mariposas…

—¡Ah, sí, ése que le pusieron de apodo Míster Peshpen!

—Pero qué mariposas. Lo que buscaba ha de haber sido petróleo o minas o algo por el estilo. Bueno, pues ese Míster Peshpen se entusiasmó con el hallazgo. Quería que siguiéramos haciendo excavaciones porque los libros dicen que todo este rumbo es zona arqueológica y podíamos descubrir ruinas muy importantes. Pero la única ruina iba a ser la mía si descuidábamos el trabajo para dedicarnos a abrir agujeros. Cuando Míster Peshpen vio que no iba yo a cejar estuvo dale y dale, pidiéndome unos papeles que tengo en la casa de Comitán y que escribió un indio.

—¿Que los escribió un indio?

—Y en español para más lujo. Mi padre mandó que los escribiera para probar la antigüedad de nuestras propiedades y su tamaño. Estando como están las cosas tú comprenderás que yo no iba a soltar un documento así por interesante y raro que fuera. Para consolar a Míster Peshpen tuve que regalarle los tepalcates que desenterramos. Se los llevó a Nueva York y desde allá me mandó un retrato. Están en el museo.

Continuaron cabalgando. Ante ellos se tendía la pradera de zacatón alto, mecido por el viento. Apenas sobresalía la cornamenta y el dorso de las reses que pastaban diseminadas en la extensión.

—Así que estos potreros son recientes.

—Los mandé hacer yo. No tanto por el lugar. Hay otros más apropiados. Sino para poner mojones que dividieran mi parte de la de los otros dueños.

—¿Por qué rumbo quedaba la parte de mi padre?

—Tu padre recibió su herencia en dinero.

—¿Nunca trabajó aquí?

—Es lo que yo he dicho siempre: el dinero no rinde, no puede durar. Lo despilfarró en menos que te lo cuento: malos negocios, parrandas. Cuando murió estaba en quiebra.

—Si hubiera tenido tiempo —dicen que era un hombre muy listo— habría podido rehacerse. De no ser por ese desdichado accidente…

César dirigió a Ernesto una rápida mirada de reojo. ¿El muchacho hablaba así por ingenuidad o por cálculo?

—No fue accidente. Fue un suicidio.

Ernesto sofrenó su caballo. Había oído ese rumor, pero nunca le pareció digno de crédito. Y ahora la brutalidad de la afirmación lo aturdía.

—¿Matarse? ¿Por qué?

—Estaba hasta el cuello de compromisos y sin manera de solventarlos.

—Pero acababa de casarse con una mujer muy rica, esa Grajales de Chiapa.

—Ella no quiso soltar ni un centavo para ayudarlo.

—¡Maldita!

—Descubrió que Ernesto sólo se había casado con ella por interés. Las tierracalentanas no son tan mansas como nuestras mujeres. No se lo pudo perdonar. Pero después, ya viuda, ella misma fue a buscar a los acreedores para pagarles.

—¿Murió intestado?

—Dejó una carta con sus últimas recomendaciones.

—¿No hablaba de mí?

—No. ¿Por qué?

—Porque soy su hijo.

—No eres el único. Además, nunca te reconoció.

César había pronunciado estas palabras sin ánimo de ofender. Para él era tan natural el comportamiento de su hermano que no se preocupaba siquiera por encontrarle un atenuante, una disculpa. Pero si se hubiera vuelto a ver tras de sí habría encontrado el rostro de Ernesto con una marca purpúrea como si acabaran de abofetearlo. Todo él, temblando de cólera, no podía contradecir la aseveración de César porque lo que había dicho era verdad. No, no era cierto que perteneciera a la casta de los señores. Ernesto no era más que un bastardo de quien su padre se avergonzaba. Porque cuantas veces pretendió aproximarse a él, siguiendo los consejos de su madre y sus propios deseos, su propia necesidad, fue despedido con una moneda como si fuera un mendigo. Y a pesar de todo, él había querido a ese hombre que nunca consintió en ser para su hijo más que un extraño. Ernesto se sublevaba contra esa debilidad de su corazón con la que probaba el cinismo de su padre, la indiferencia, la facilidad con que —bastaba un movimiento de hombros— se despojaba de las responsabilidades. Le alegró saber la noticia del matrimonio de su padre y el que la novia fuera una mujer de tal apellido y de tal riqueza. No podría perdonarle nunca a esa advenediza —¡una chiapaneca, una tierracalentana!— que lo hubiera dejado morir. La vida de su padre valía mucho más que los celos, el despecho de ninguna mujer. Él, su hijo, el abyecto, hubiera deseado estar cerca y ayudarlo. Él, que tenía más motivos de rencor que ninguno. Pero ya nada podía remediarse. Y ahora Ernesto seguía arrimándose a una sombra del difunto; al hermano, que tenía el mismo acento de autoridad cuando hablaba; que hacía ademanes semejantes; que se mantenía a la misma distancia desdeñosa que el otro.

Habían llegado hasta un corral pequeño. Pararon sus cabalgaduras bajo un árbol. Desde allí se escuchaba, cada vez más próximo, el grito de los vaqueros arreando el ganado —¡Tou, tou, tou!—, el ladrido de los perros pastores, más insistente cuando querían atajar al novillo que, agachando la cabeza, pretendía separarse de los demás y correr libremente. Atropellándose, mugiendo, ciegas de la polvareda que levantaba su carrera, las reses entraron en el corral.

—Este trozo es de ganado fino, cruza de cebú. Dan carne buena y los bueyes resultan muy resistentes para el trabajo. Pero son bravos y los partideños huyen de esta raza como de la peste. Míralos: peleando.

Los toros se trenzaban de los cuernos en un forcejeo rudo y sin desenlace. La mirada torva, sanguinolenta, las pezuñas golpeando amenazadoramente la tierra, el bufido caliente y ronco.

Los vaqueros vaciaban bolsas de sal sobre las canoas de madera. Los animales se precipitaron a lamerla con su lengua gruesa y morroñosa. Sin cesar de rumiar, las vacas dilataban los ojos maravillados, enormes, buscando a la cría recién nacida, empujándola con delicadeza a probar este grano colorado y vidrioso.

César gritó a uno de los vaqueros.

—Ey, vos, mirá aquel becerrito, el negro con la estrella en la frente, como que tiene gusanera.

Guiado por la señal de César, el vaquero localizó al animal. Cogió su soga y después de escupirse las manos empezó a ondearla en el aire. El becerro tiritaba cerca de la vaca y no se dio cuenta del momento en que el lazo de la soga ciñó su garganta. El vaquero corrió al poste más cercano y allí enroscó la soga y empezó a jalar. El becerro bramaba, con la lengua de fuera, debatiéndose. Pero no por mucho tiempo. Otro vaquero le maneó las patas para derribarlo. Se retorcía, como en un ataque convulsivo, pero no pudo soltarse. La vaca lo miraba mugiendo tristemente. Hasta que las carreras de los otros animales la empujaron apartándola de allí.

Una de las ancas del becerro derribado estaba herida y en la llaga pululaban los gusanos. El vaquero vertió sobre ella un chorro de creolina y la frotó mezclándola al estiércol. El becerro soportaba esta operación con un semblante extrañamente inexpresivo. Sólo el estertor, retorcido en su garganta, delataba su sufrimiento. Ernesto no pudo resistir más y volvió la cara a otro lado para no verlo. Su movimiento no escapó a la observación de César, que dijo con sorna:

—Eres tan mal ranchero como tu padre. Vámonos. Porque cuando empiece la capazón de los toros te vas a desmayar.

En la frente de Ernesto brotaba un sudor frío. Sus mejillas estaban sin color. Entre los dientes trabados alcanzó a musitar esta frase:

—No es nada. Falta de costumbre.

Pero no insistió en que permanecieran allí. Y cuando el caballo de César echó a andar, el suyo lo siguió dócilmente.

—Quiero que conozcas el cañaveral. La cosecha de este año promete ser buena.

Las cañas se alzaban en un haz apretado y verde rasgando el aire con el filo de sus hojas.

—Aquél es el trapiche.

Bajo un cobertizo de teja estaba la máquina, del modelo más antiguo, de las que todavía se mueven por tracción animal.

—En caso de necesidad puede engancharse un indio.

Naturalmente que César había oído hablar de aparatos más modernos, más rápidos. Los había visto en sus viajes. Pero como éste aún daba buen rendimiento, César no veía ningún motivo para cambiarlo.

—Es hora de volver a la casa grande. Estarán esperándonos para tomar el posol.

La mano que regía la rienda hizo un viraje brusco. Los caballos, presintiendo su querencia, trotaban alegremente.

Ernesto iba pensativo. César le preguntó:

—¿Qué te parece Chactajal?

Ernesto no podía responder aún. Su paladar estaba todavía reseco de asco por lo que había presenciado en los corrales. El olor, en que se mezclan el estiércol y la creolina, no había cesado de atormentar su nariz. El polvo le escocía en los párpados. Y, ¡Dios mío!, la vergüenza de haber parecido despreciable, ridículo, débil, según la opinión de César.

—Chactajal es la mejor hacienda de estos contornos. Pregúntale a cualquiera si hay por aquí rebaños con mejor pie de cría que los que has visto. En cuanto a las semillas, me las mandan especialmente de los Estados Unidos. Ya te mostraré los catálogos. La tierra es muy agradecida. Siembras y como una bendición te da el ciento por uno. Ni qué decir de la casa grande. No hay otra que se le pueda comparar en toda la zona fría. Es construcción de las de cuánto ha, bien hecha.

—Sí, se ve.

Ernesto afirmó con desgano. Qué pueril resultaba César insistiendo en el valor de sus propiedades como si se tratara de venderlas. Pero Ernesto no era un comprador. Cuando le hablaban de riqueza pensaba en otra cosa, en aquellas películas que había visto en el cine de Comitán. Los ricos son los que viven en palacios; los que ordenan a lacayos vestidos de librea; los que comen viandas deliciosas en vajillas de oro. Pero aquí no había más que un caserón viejo. En el cuarto de Ernesto había goteras y sobre las vigas del techo corrían, toda la noche, las ratas y los tlacuaches. Más valía no hablar de la servidumbre. Las criadas y los mozos eran indios. Harapientos. Y no había modo de entenderse con ellos. Se apresuraban a cumplir las órdenes. Pero como no las entendían siempre las cumplían mal. Los platos eran de peltre, estaban descascarados por el uso. La comida no era mejor que la que su madre preparaba en Comitán. Comida de rancho, decían, como enorgulleciéndose en vez de disculparse, cuando partían los tasajos de carne salada, cuando servían los plátanos fritos.

De modo que esto era ser rico. Bien. Ernesto no iba a decepcionarse de sus parientes. Al contrario, estaba contento. Claro que le habría gustado disfrutar de una de aquellas vidas de película. Pero no a costa de su humillación. La riqueza real, verdadera, tal como aparecía en el cine, habría abierto un abismo más hondo entre él y los Argüellos. Si su familia lo admitía así con tanta dificultad, con tantas reticencias. Y era en estas privaciones, en estas necesidades, en lo que podían identificarse, aproximarse. La misma sangre, el mismo apellido, las mismas costumbres. ¿En qué el uno era superior al otro?

Habían llegado ante una tranca. Ernesto, absorto en sus pensamientos, no hizo el menor ademán para desmontar. César aguardó unos instantes, tamborileando los dedos sobre la manzana de su silla. Cuando habló su voz estaba pesada de impaciencia y disgusto.

—¿Qué esperas para bajar a abrir?

Ernesto parpadeó, despertando. Midió la distancia que lo separaba de este hombre. Y con la boca llena de saliva amarga, obedeció.

II

Estas mecedoras de mimbre ya están muy viejas. ¡Y cómo las ha comido la polilla! Deberíamos comprar un ajuar moderno, como ése que tiene en su sala don Jaime Rovelo y que le dicen pulman. Pero César me baraja la conversación cada vez que le trato el punto. Dice que no es por tacañería sino que porque estos muebles son herencia de quién sabe quiénes y que hay que conservarlos como si fueran una reliquia. Ay, me va a regañar cuando se dé cuenta de que los retratos están llenos de polvo y las moscas se han dado sus buenas paseadas en ellos. Hoy mismo, antes de que se me olvide, voy a decirle a la criada que les pase un trapo encima. Es una india más tarda de entendimiento… ¡Qué va las de Comitán! Éstas sí son arrechas. Pero César no quiso que trajéramos a ninguna. Por lo que cobraban, digo yo. Así que no hay más que atenerse a lo que haya. Y más vale arriar el burro… No me voy a meter yo hasta de sacudidora. En mi casa no éramos así. Qué íbamos a estar guardando chácharas como si fuera oro en paño. Tal vez porque siempre fuimos tan pobres. Mamá enviudó cuando yo tenía cinco años. ¡Qué trabajos pasó para criarme! Haciendo sombreros de palma, camisas de manta para los burreros. Todo el día nos quebraban la puerta los que venían a cobrar: la renta, la mujer de las verduras. Mamá los recibía muy amable, como si fueran visitas. Les contaba sus apuros y les prometía pagarles en cuanto juntara el dinero. Nunca juntábamos nada. Una vez, me acuerdo, ya era yo varejoncita, ya me gustaba presumir, cuando llegaron los custitaleros a la feria de San Caralampio. Yo me enamoré de unos choclos que vi en un puesto. Eran unos choclos de vaqueta muy bien curtida. Costaban tres pesos, un capital. Diario pasaba yo a verlos, con una angustia de que alguno los hubiera comprado. No sé qué le movió el corazón a mi madrina que se puso muy espléndida y me dio cinco pesos de gasto. Corriendo me fui al puesto donde vi los choclos. Con los dos pesos que me sobraron me compré un par de medias de popotillo, negras. Cuando iba yo estrenando hubiera yo querido que las calles relumbraran de limpias y no tuvieran tantas piedras. Pisaba yo con tiento para que mis choclos no se me fueran a raspar ni a ensuciar. Era la última noche de la feria. Había serenata con música de viento y yo bajé a sentarme en las gradas de la iglesia. Alargaba yo los pies, todo lo que podía, para que la gente viera mis zapatos nuevos. Me apretaban, tenían chillera. Pero eran tan bonitos. Amalia, que siempre me ha tenido envidia, me puso de apodo la Choclitos y empezó a decir que no me quitaba los zapatos ni para dormir y que cuando yo me muriera me iban a enterrar calzada. Entonces di en rezar un triduo a Santa Rita de Casia, abogada de los imposibles, para que me hiciera el milagro de que, de vez en cuando, no siempre, los choclos parecieran botines y Amalia creyera que tenía yo dos pares de zapatos. Pero antes de que acabara el triduo vinieron unos hombres a embargar lo que teníamos y se lo llevaron todo. Hasta los choclos. Nos dejaron como quien dice en un petate. Tuvimos que irnos a vivir a un cuarto redondo. Mamá trajinaba todo el santo día para ganar un poco más y que no pasáramos tantos ajigolones. Y al llegar la noche rezaba su rosario, y lo ponía todo en manos de la Divina Providencia y se dormía como un lirón. Yo era la que me pasaba la noche en vela, subiendo y bajando libros, pensando en que el hombre que nos surtía el pichulej de los sombreros ya no quería fiarnos más. Se me caía la cara de vergüenza cuando tenía yo que ir a hablar con él para pedirle que nos esperara, que estábamos pendientes de recibir un giro. Mentiras. ¿Quién nos iba a mandar ningún giro si no teníamos apoyo en ninguna parte? Por eso cuando César se fijó en mí y habló con mamá porque tenía buenas intenciones vi el cielo abierto. Zoraida de Argüello. El nombre me gusta, me queda bien. Pero me daba miedo casarme con un señor tan alto, tan formal y que ya se había amañado a vivir solo. Porque no se le conocían queridas. Queridas de planta, pues, formales. Quebraderos de cabeza nunca le han faltado. Dejaría de ser hombre. Pero no se casó más que conmigo. El vestido de novia era precioso, bordado de chaquira como entonces se usaba. César lo encargó a Guatemala. Era rico y como quería quedar bien… ¡Qué vueltas da el mundo! Ahora dice que está escaso de dinero y hasta me hace devolver lo que compro. Tengo que pedir permiso antes. ¡Qué azareada me dio ante doña Pastora! Un color se me iba y otro se me venía mientras le inventaba yo que las sábanas que escogí resultaron falsas. Que tu boca sea la medida, dijo. Y me aventó la paga encima y no quiso llevar las sábanas. Ay, siquiera mamá no alcanzó a ver estas cosas. Mientras ella vivió estuve pendiente de que no le faltara nada. Hasta sus libras de chocolate le compraba yo, arañando de lo que César me daba para gastar. Y fui pagando, poco a poco, todas sus ditas. Los últimos años de la pobre fueron más tranquilos. Aunque siempre se afligía de verme como gallina comprada. Y es que la familia de César me consideraba menos porque mi apellido es Solís, de los Solís de abajo, y yo era muy humilde, pues. Pero nada tenían que decir de mi honra. Y cuando me casé estaba yo joven y era yo regular. Después me vinieron los achaques. Me sequé de vivir con un señor tan reconcentrado y tan serio que parece un santo entierro. Como es mayor que yo, me impone. Hasta me dan ganas de tratarlo de usted. Pero delante de él por boba sí lo demuestro. ¿Por qué voy a dar mi brazo a torcer? Para que yo deje que se me acerque todavía me tiene que rogar. No sé cómo hay mujeres tan locas que se casan nomás por su necesidad de hombre. Ni que fuera la vida perdurable. Después de que nació Mario quedé muy mala. Ni un hijo más, me sentenció el doctor Mazariegos. Lástima. Yo hubiera querido tener muchos hijos. Alegran la casa. César dice que para qué queremos más. Pero yo sé que si no fuera por los dos que tenemos ya me habría dejado. Se aburre conmigo porque no sé platicar. Como él se educó en el extranjero… Cuando éramos novios me llegaba a visitar de leva traslapada. Y me quería explicar lo de las fases de la luna. Nunca lo entendí. Ahora casi no habla conmigo. No quiero ser una separada como Romelia. Se arrima uno a todas partes y no tiene cabida con nadie. Si se arregla uno, si sale a la calle, dicen que es uno una bisbirinda. Si se encierra uno piensan que a hacer mañosadas. Gracias a Dios tengo mis dos hijos. Y uno es varón.

III

Al atardecer, la familia se congrega en el corredor de la casa grande.

Los rebaños de ovejas regresan lentamente y en el establo las vacas mugen, desconsoladas, cuando las separan de sus crías. Los rumores de las faenas disminuyen. Los utensilios vuelven a su lugar de reposo. En la caballeriza, las monturas, impregnadas del sudor de los caballos, se orean y el viento se retira de ellas transformado en un olor acre. Los animales de labor, mansos y taciturnos, pacen libremente. De los jacales, de la cocina, sale el humo haciendo más indecisa y velada la luz de esta hora.

—¿No quieren tomar un tentempié? —ofrece Zoraida.

Ernesto, que está acodado en el barandal contemplando el cielo remoto, hace un gesto negativo. Desde la hamaca en que se recuesta, César hace un signo de aceptación. Y agrega:

—Procura alimentarte, Ernesto. Hoy casi no comiste.

Es verdad. Desde la primera vez que Ernesto habló con su tío en Comitán, está nervioso, no puede dormir bien, se sobresalta en sueños, tiene pesadillas. Los incidentes del viaje a Chactajal (el venado aquel sobre el que disparó tan irreflexivamente) acabaron de hacerle perder el sosiego. Y ahora es peor, instalado en el corazón de una rutina desagradable y tonta. No tiene ningún trabajo fijo qué desempeñar y por eso mismo se le multiplican los encargos diversos, nimios, humillantes. César lo desechó desde el primer día como inepto para las tareas del campo. Entonces permanecía en la casa grande a merced de los caprichos imprevisibles e inútiles de Zoraida. Porque era inútil que sacudiera los muebles una y otra vez, que los barnizara. Jamás lograrían adquirir un aspecto menos deslucido. Y esto es todavía tolerable. Lo que no soporta es que lo pongan a cuidar a los niños. Ernesto siente una desconfianza instintiva de ellos. Los imagina solapados, astutos, sabedores de muchas más cosas de las que sus semblantes limpios dejan transparentar. Esos ojos tan agudos, tan nuevos, son implacables para descubrir los secretos vergonzosos, las debilidades ridículas de los mayores. Y Ernesto experimenta una desazón extraña al sentirse observado, sujeto a examen. En cuanto alguien le dirige una mirada crítica echa a temblar inconteniblemente y se apodera de él una violencia irracional que sólo se saciaría destruyendo al que se erige en su juez. Aún ignora cómo pudo reprimirse el primer día en que estos dos niños, señalando a Ernesto como si fuera un juguete mal hecho y divertido, se habían puesto a gritar: “bastardo, bastardo”. Cierto que los niños no conocen con exactitud el significado de esta palabra. Que la estaban repitiendo mecánicamente, como los loros, porque la oyeron decir. Pero aprendieron bien el acento despectivo, la mueca de ironía que acompaña siempre a palabras como ésta.

—San tat, patrón.

En fila, con los maltratados sombreros de palma girando entre sus dedos, han ido subiendo los indios. Desde sus chozas, desde el tiempo que se les permite entregarse al descanso, vienen a saludar a César. Se aproximan a él, uno por uno, primero los ancianos, los rodeados de respeto. Y ofrecen su frente a una mano de cuyo poder debía emanar una especie de bendición. Luego van al lugar de Zoraida, pero ya únicamente por cortesía, y ante ella la ceremonia vuelve a repetirse. Después se encuclillan apoyando su espalda contra los barrotes del barandal.

César extrae de una de las bolsas de su camisa un atado de cigarros de hoja y los convida a fumar. Los indios aceptan con gesto grave como si se tratara del cumplimiento de un rito. Entre la oscuridad, cada vez más densa, brillan las puntas encendidas de los cigarros y apagan intermitentemente su brillo, igual que las luciérnagas.

—Diles que estén pendientes. Que se acerca el tiempo de rezar la novena de Nuestra Señora de la Salud. Que barran bien la ermita y que junten flores del monte para adornarla.

César repite el recado en tzeltal. Los indios escuchan seriamente, asintiendo. Cuando el patrón termina de hablar les toca su turno a ellos. Narran los incidentes del día y luego dejan un lapso de silencio para recibir la aprobación, el consejo, el reproche del amo. César sabe modular el tono y escoger las frases adecuadas. Dosifica la aprobación de modo que no parezca absoluta y el consejo pese de autoridad y el reproche inspire temor. Conoce a cada uno de sus interlocutores. Han compartido juntos muchas vicisitudes y azares y ellos están ahora probando su lealtad. Porque las épocas son difíciles para la gente de orden Y el mismo gobierno azuza a los indios contra los patrones, regalándoles derechos que los indios no merecen ni son capaces de usar. La lealtad es valiosa hoy, comparándola con la traición de los otros. Porque muchos de los que César contaba como suyos (tal vez alguno de sus hijos entre ellos) se han rebelado. Exigen el salario mínimo, se niegan a dar el baldío como era la costumbre, abandonan la finca sin pedir permiso. Claro, allí estaban sonsacándolos los dueños de las monterías, extranjeros a los que no les interesa más que la prosperidad de su negocio y que enganchaban a los indios para llevárselos de peones a las madererías o de recolectores en los cafetales de la costa. Se van, los muy brutos, pensando en la ganancia sin saber que nadie vuelve vivo de aquellos climas. No son dignos de compasión, se buscan su desgracia. A los que se quedan aquí César les muestra, en cambio, una deferencia especial no muy distante de la gratitud. Aunque siga conservando su severidad y su rigor y a la hora de exigir el rendimiento de una tarea, su gesto, su voz, sean naturalmente despóticos. Lo trae en la sangre y es el ejemplo que contempla en los vecinos y en los amigos. Pero sabía ser cordial en estas conversaciones de asueto, meciéndose perezosamente en la hamaca, fatigado del esfuerzo del día, satisfecho de su cumplimiento. Entretiene a los indios, como a niños menores, con el relato de sus viajes. Las cosas que había visto en las grandes ciudades; los adelantos de una civilización que ellos no comprenden y cuyos beneficios no han disfrutado jamás. Los indios reciben estas noticias ávidamente, atentos, maravillados. Pero nada de lo que escuchan tiene para ellos una realidad más verdadera que la de una fábula. El mundo evocado en los relatos de César era hermoso, ciertamente. Pero no hubieran movido una mano para apoderarse de él. Habría sido como un sacrilegio.

Zoraida se aburre. La escena que está presenciando es la misma del día anterior y del otro y del otro. Le molestan estos rostros oscuros e iguales y el rumor del dialecto incomprensible. Desperezándose, se levanta de la mecedora y va hasta el barandal, cerca de Ernesto.

—¿Entiendes lo que están diciendo? —pregunta señalando al grupo de indios.

—No.

—Ellos son tan rudos que no son capaces de aprender a hablar español. La primera vez que vine a Chactajal quise enseñarle a hablar a la cargadora de la niña. Y ni atrás ni adelante. Nunca pudo pronunciar la f. Y todavía hay quienes digan que son iguales a nosotros.

Nosotros. El círculo de exclusión en que Ernesto se siente confinado está roto. Pero su satisfacción no es completa. Habría preferido que quien lo rompiera hubiera sido César, el hombre, el Argüello.

Es ya noche cerrada. Los indios empiezan a ponerse de pie y a despedirse. Un kerem atravesó la majada llevando entre las manos un hachón de ocote encendido para prender la luminaria. Sopla el viento frío y hostil. Un batz aúlla lastimeramente en la distancia. Zoraida se estremece.

—Entremos. Estoy temblando.

En el comedor, alumbradas por la llama insegura, amarilla de las velas, dos criadas preparan la mesa: un mueble de cedro, pesado, tosco, con las patas sumergidas en pequeñas escudillas de barro llenas de agua para evitar el paso de las hormigas. Al ver entrar a la familia las criadas se apresuran a terminar y salen para servir la cena. Mientras los demás ocupan la silla que les corresponde, Zoraida inspecciona la correcta disposición de los platos y los cubiertos, cambiándolos de lugar mientras mueve desaprobatoriamente la cabeza.

—Ernesto, por favor, endereza la servilleta de Mario. Está torcida.

Las criadas entran trayendo un platoncillo donde humean los frijoles. El pumpo lleno de tortillas calientes. La jarra de café.

Zoraida reparte las raciones. Comen en silencio. Contra la tela metálica de la puerta vienen a estrellarse, desde la oscuridad de afuera, los insectos. De pronto, la puerta se abre para dar paso a un indio. Sus facciones se distinguen mal a la fluctuante claridad de las velas.

Ernesto había levantado la cuchara rebosante de caldo de frijol y esperó, para llevársela a la boca, que el indio se inclinara en la reverencia habitual. Pero el tiempo transcurre sin que el indio haga el menor movimiento de sumisión. Ernesto vuelve a depositar cuidadosamente la cuchara en su plato. Zoraida muestra a César un rostro contrariado y que exige una explicación. César habla entonces al intruso dirigiéndole una pregunta en tzeltal. Pero el indio contesta en español.

—No vine solo. Mis camaradas están esperándome en el corredor.

Zoraida se replegó sobre sí misma con violencia, como si la hubiera picado un animal ponzoñoso. ¿Qué desacato era éste? Un infeliz indio atreviéndose, primero, a entrar sin permiso hasta donde ellos están. Y luego a hablar en español. Y a decir palabras como “camarada”, que ni César —con todo y haber sido educado en el extranjero— acostumbra emplear. Bebe un trago de café porque tiene la boca seca. Espera una represalia rápida y ejemplar. Pero César (¡qué extraños son los hombres, portándose siempre de un modo contrario al que se espera de ellos!) parece no tener prisa. Escucha pacientemente, espolvoreando un trozo de queso encima de los frijoles, lo que el indio continúa diciendo.

—Me escogieron a mí, Felipe Carranza Pech, para que yo fuera la voz.

—Estuviste en las fincas de Tapachula, ¿verdad? Y por poco no contás el cuento. Estás flaco, acabado de paludismo. Creí que no ibas a regresar, aunque vivieras, porque como te fuiste sin pagar la deuda de tu tata, sin pagar tu propia deuda…

—Vine a ver mi casa y mis milpas.

Zoraida va a reír con sarcasmo ante esta presuntuosa manera posesiva de referirse a cosas que no le pertenecen. Pero un gesto de César la contiene.

—Te voy a volver a recibir, con la condición de que…

Felipe no atiende las palabras del patrón. Está mirando a Ernesto. Así, no se da cuenta de que interrumpe el principio de una amonestación, cuando dice:

—Mis camaradas me mandaron para que preguntara si éste es el maestro que vino de Comitán.

Adelantándose a César, Ernesto responde:

—Soy yo. ¿Qué quieren conmigo?

—Mis camaradas me mandaron a preguntar cuándo vas a abrir la escuela.

Ernesto mira a César con unos ojos desorientados y como quien pide auxilio. César está mondando parsimoniosamente una naranja. Sin dignarse a levantar los ojos hacia el indio, interroga:

—¿Les interesa mucho el asunto?

—Sí.

—¿Por qué?

—Para que se cumpla la ley.

Pero esto no puede ser verdad. Está soñando. Es una de esas pesadillas horrorosas que le amargan las noches cuando despierta, cerniéndose de miedo, porque ha soñado que alguien le arrebata a sus hijos. Tiene que encender la luz y levantarse y correr descalza al cuarto de los niños para convencerse de que están allí y de que nada ha sucedido. Pero ahora la pesadilla se prolonga. Y es ella, Zoraida, la que está en el centro de esta conversación absurda, oyendo la voz inflexible y sin fatiga de un indio que machaca esta sola frase:

—Lo manda la ley.

César ha terminado por impacientarse y da un manotazo enérgico sobre la mesa.

—¿Cuál escuela quieren que se abra? Yo ya cumplí con mi parte trayendo al maestro. Lo demás es cosa de ustedes.

César espera una respuesta balbuciente, una humildad repentina, una proposición de tregua. Pero el semblante de Felipe no se altera. Y su acento no se ha modificado cuando dice:

—Voy a hablar con mis camaradas para que entre todos resolvamos lo que es necesario hacer.

La puerta rechina al abrirse para dar paso al indio. Ernesto se pone de pie, muy pálido, para encararse con César.

—Yo se lo advertí en Comitán. No voy a dar clases. No quiero, no sé. Y usted no puede obligarme.

César retira con disgusto la taza de café y volviéndose a Zoraida protesta:

—Está frío.

Zoraida toma la jarra para llevarla a la cocina. Cuando se quedan solos, César mira burlonamente a Ernesto y dice con una suavidad hipócrita:

—Me estás resultando de los que chillan antes de que los pisen.

Y luego, ásperamente:

—Aquí no eres tú quien va a disponer nada, sino yo. Y si yo mando que desquites tu comida dando clases, las darás.

Zoraida ha vuelto.

—No pude llegar a la cocina. Tuve miedo. Están todos amontonados en el corredor. Son muchos, César.

—Qué bueno. Ernesto se lamentaba precisamente de que tendría pocos alumnos.

Los niños corren a la puerta y aplastan su nariz contra la tela metálica. Pero cuando llegan ya en el corredor no hay nadie.

IV

Estaban sentados en el suelo, alrededor del fuego. De cuando en cuando, uno tomaba un puñado de copal y lo arrojaba a las brasas. El aire se difundía entonces ferviente y aromado.

—Esto es lo que me dijeron en la casa grande.

Felipe guardó silencio esperando la deliberación de los demás. Sobre su rostro se estrellaba el resplandor, enrojeciéndolo.

En uno de los ángulos del jacal, arrodillada en el suelo, Juana, la mujer de Felipe, escanciaba una jícara de atole agrio. Luego se puso de pie y la entregó a su marido. El hombre posó los labios en el borde de la jícara y la pasó al que estaba más próximo. Éste se sintió entonces autorizado a hablar.

—Nuestros abuelos eran constructores. Ellos hicieron Chactajal. Levantaron la ermita en el sitio en que ahora la vemos. Cimentaron las trojes. Tantearon el tamaño de los corrales. No fueron los patrones, los blancos, que sólo ordenaron la obra y la miraron concluida; fueron nuestros padres los que la hicieron.

Todos movieron la cabeza para indicar que el que había hablado había hablado bien. Y éste continuó:

—Han caído años sobre la casa y la casa sigue en pie. Tú eres testigo, tata Domingo.

El viejo asintió.

—Porque la autoridad del blanco movió la mano del indio. Porque el espíritu del blanco sostuvo el trabajo del indio.

Los demás callaron abatiendo los ojos como para no ver la choza que los amparaba. La pared de bejucos delgados, disparejos, unidos con lianas, no los defendía del frío que entraba a morderlos como un animal furioso. Y cuando el granizo apedrea el techo de paja lo rompe. Porque esto es todo lo que el indio puede hacer cuando la voluntad del blanco no lo respalda.

Desde la penumbra de su lugar alguno suspiró:

—¡Quién como ellos!

Felipe estaba riendo a carcajadas. Su mujer lo miró con espanto como si se hubiera vuelto loco.

—Me estoy acordando de lo que vi en Tapachula. Hay blancos tan pobres que piden limosna, que caen consumidos de fiebre en las calles.

Los demás endurecieron sus ojos en la incredulidad.

—En Tapachula fue donde me dieron a leer el papel que habla. Y entendí lo que dice: que nosotros somos iguales a los blancos.

Uno se levantó con violencia.

—¿Sobre la palabra de quién lo afirma?

—Sobre la palabra del presidente de la República.

Volvió a preguntar, vagamente atemorizado:

—¿Qué es el presidente de la República?

Felipe contó entonces lo que había visto. Estaba en Tapachula cuando llegó Lázaro Cárdenas. Los reunieron a todos bajo el balcón principal del cabildo. Allí habló Cárdenas para prometer que se repartirían las tierras. Alguien preguntó con timidez:

—¿Es Dios?

—Es hombre. Yo estuve cerca de él.

(Le había dado la mano. Pero eso Felipe no lo podía decir. Era su secreto.)

Los demás se apartaron de Felipe para buscar el regazo de la oscuridad.

—El presidente de la República quiere que nosotros tengamos instrucción. Por eso mandó al maestro, por eso hay que construir la escuela.

Tata Domingo dudaba.

—El presidente de la República quiere. ¿Tiene poder para ordenar?

Felipe declaró, orgulloso:

—Tiene más poder que los Argüellos y que todos los dueños de fincas juntos.

La mujer de Felipe se deslizó sin hacer ruido hasta la puerta. No podía seguir escuchando.

—¿Y dónde está tu presidente?

—En México.

—¿Qué es México?

—Un lugar.

—¿Más allá de Ocosingo?

—Y más allá de Tapachula.

Los cobardes se desenmascararon.

—No demos oídos a Felipe. Nos está tendiendo una trampa.

—Si seguimos sus consejos el patrón nos azotará.

—¡Nadie necesita una escuela!

Se apiñaron en la sombra como queriendo protegerse, como queriendo huir. Porque las palabras de Felipe los acorralaban igual que los ladridos del perro pastor acorralan al novillo desmandado.

—No soy yo el que pide que se construya la escuela. Es la ley. Y hay un castigo para el que no la cumpla.

—Pero el guardián de la ley está lejos. Y el patrón aquí, vigilándonos.

—Yo me presenté hoy delante de César y le hablé en su propia lengua. Mira: nada malo me ha sucedido.

—¡Se estará acordando de para qué sirve el cepo!

—¡Estará embraveciendo a los perros para que nos persigan!

—¿Por qué tiene que caer el daño sobre todos nosotros? El patrón no sabe quiénes fuimos acompañando a Felipe.

—La patrona salió una vez y volvió a entrar.

—¿Pero cómo iba a conocernos la cara en aquella oscuridad?

El fuego casi se había extinguido. Con la punta de su dedo Felipe dibujaba signos sobre la ceniza. Sin alzar los ojos, con voz monótona, confesó:

—Yo le dije a César: éstos son mis camaradas. Y no olvidé el nombre de ninguno de los que iban conmigo. Y agregué: si alguno vuelve mañana a la casa grande es con el bocado de una falsa reconciliación. Guárdate de comerlo.

El estupor selló los labios de todos. Ahora sabían que lo que habían hecho era irrevocable, que no podían retroceder.

—Los que quieran irse, váyanse. Yo continuaré solo.

Felipe se puso de pie como invitándolos a retirarse. Uno hizo seña a tata Domingo para que intercediera.

—¿Adónde podemos ir ahora, kerem, sino adonde tú nos lleves?

—Yo no quiero llevarlos más que a nuestro bien. No hay razón para atemorizarse. Cuenten cuántos somos. Tú, tata Domingo, que tienes tres hijos mayores. Y Manuel, con sus hermanos. Y Jacinto, con la gente del Pacayal. Y Juan que se basta solo. Y tantos más, si los llamamos. César no tiene ni la ley de su parte.

—Lo que tú digas, Felipe, será nuestra ley.

—Me obedecerán en todo. Yo sé lo que es más prudente. Construiremos la escuela. Después de que cada uno cumpla con su tarea para que César no tenga nada que argüirnos, construiremos la escuela. Nosotros mismos acarrearemos el material.

—¿Quién nos dirá: esto se hace así y así?

—El que sabe.

—Tata Domingo.

—Estoy muy viejo, kerem. Hace tiempo que no hago este oficio. La memoria no me ayuda.

—¿Y tus hijos? ¿No les dejaste en herencia lo que sabías?

—Mis hijos son servidores de la casa grande. Se han enemistado conmigo.

—Déjalo, Felipe, otra vez será.

Estaban apresurándose a marcharse, contentos de haber aplazado la ejecución del proyecto. Pero Felipe los detuvo.

—Si no hay entre nosotros ninguno capaz, yo lo buscaré en otras fincas, en los pueblos. Mañana mismo iré a buscarlo. Pero antes de irme quiero que amarremos nuestra voluntad.

Fue a sacar una botella de aguardiente y dijo al destaparla:

—Los que bebamos ahora será en señal de compromiso.

Todos bebieron. El alcohol fuerte removió el frenesí en el pecho de cada uno. Y entonces quedaron ligados como con triple juramento.

Juana volvió a entrar después de que hubo salido el último. Y encontró a Felipe sentado todavía junto al rescoldo, cavilando.

Felipe no podía tener confianza en los hombres que había escogido. La primera vez que habló con ellos, a su regreso de Tapachula, los encontró inconformes, próximos a la rebeldía. Pero andaban aún, como él antes de su viaje, en tinieblas. Y no para consolar, no para mentir, les contó lo que había visto. Y una vez y otra vez tuvo que repetirlo para quebrar su desconfianza. No había que esperar la resurrección de sus dioses, que los abandonaron en la hora del infortunio, que permitieron que sus ofrendas fueran arrojadas como pasto de los animales. ¡Cuántos habían esperado y cerraron los ojos sin haberlos visto venir! No. Él había conocido a un hombre, a Cárdenas; lo había oído hablar. (Había estrechado su mano, pero éste era su secreto, su fuerza.) Y supo que Cárdenas pronunciaba justicia y que el tiempo había madurado para que la justicia se cumpliera. Volvió a Chactajal para traer la buena nueva. ¿Para qué más podía volver? Venir para encontrar la cerca de sus milpas derribada y los cerdos hozando en el lugar de la semilla y otras bestias pisoteando con sus pezuñas el tallo doblado del maíz. No. Venir porque sabía que era necesario que entre todos ellos uno se constituyera en el hermano mayor. Los antiguos tuvieron uno que los guiaba en sus peregrinaciones, que los aconsejaba entre sus sueños. Éste dejó constancia de su paso, una constancia que también les arrebataron. Y desde que los abandonó, años, años de tropezar contra la piedra. Nadie sabía cómo aplacar las potencias enemigas. Visitaban las cuevas oscuras, cargados de presentes, en las épocas calamitosas. Masticaban hojas amargas antes de decir sus oraciones y, ya desesperados, una vez escogieron al mejor de entre ellos para crucificarlo. Porque los blancos tienen así a su dios, clavado de pies y manos para impedir que su cólera se desencadene. Pero los indios habían visto pudrirse el cuerpo martirizado que quisieron erguir contra la desgracia. Entonces se quedaron quietos y todavía más: mudos. Cuando Felipe les habló alzaron los hombros con un gesto de indiferencia. ¿Quién le dio autoridad a éste?, se decían. Otros hablan español, igual que él. Otros han ido lejos y han regresado, igual que él. Pero Felipe era el único de entre ellos que sabía leer y escribir. Porque aprendió en Tapachula, después de conocer a Cárdenas.

La mujer vino y tapó el rescoldo con una piedra grande, hasta el día siguiente. Sin hacer ruido, para no turbar el pensamiento de Felipe, fue a tenderse en un rincón. Sus ojos cerrados simulaban dormir. Pero bajo los párpados se sucedían, se atropellaban las imágenes. El baile en la ermita cuando Felipe la escogió tirándole el pañuelo colorado sobre la falda. Las tardes, cuando volvía del río, con el tzec todavía escurriendo agua y Felipe la miraba, ceñudo, sentado en un tronco del camino. Los tratos entre las dos familias. El año de prueba que había pasado cada uno sirviendo a los padres del otro. Ella se había esmerado, pues Felipe estaba bien para marido suyo. Cuando molía el maíz la masa del posol salía más fina y más sabrosa. (Secretamente mezclaba los granos de almendra que compró a los custitaleros y que trajo escondidos entre su camisa. Pero eso no lo sabían sus suegros cuando alababan su mano.) Conocía maneras de que todos los huevos de una nidada reventaran en pollos amarillos. Felipe sembró la milpa y cuidó de los animales domésticos. Y durante ese tiempo no se hablaron porque seguían escrupulosamente la costumbre del noviazgo para que las bendiciones no se apartaran de ellos. Se veían, sin cruzar palabra, en las fiestas; se encontraban por casualidad en los caminos. Pero no se detenían y era apenas la ropa la que se rozaba en el encuentro. Al cabo del año los padres se reunieron. Estaban de acuerdo en que Felipe había resultado listo y Juana capaz para el trabajo. Y consentían en hacer el casamiento. Pero discutieron mucho sobre el asunto de la dote. Al fin, la familia de Felipe se conformó con recibirla a ella llevando un torito de sobreaño, un almud de maíz, un zontle de frijol. Hizo entrega de todo esto a sus suegros. Y Felipe compró el garrafón de aguardiente para la fiesta de la boda y la obligó a ella a dejar sus arracadas de oro, su gargantilla de coral para pagar a sus padres el tiempo que había estado bajo su amparo. Entonces se fueron a vivir juntos. Y hasta muchos meses después, cuando vino el señor cura a solemnizar el rezo de la novena de Nuestra Señora de la Salud, se casaron.

Juana no tuvo hijos. Porque un brujo le había secado el vientre. Era en balde que macerara las hierbas que le aconsejaban las mujeres y que bebiera su infusión. En balde que fuera, ciertas noches del mes, a abrazarse a la ceiba de la majada. El oprobio había caído sobre ella. Pero a pesar de todo Felipe no había querido separarse. Siempre que se iba —porque era como si no tuviera raíz— ella se quedaba sentada, con las manos unidas, como si se hubiera despedido para siempre. Y Felipe volvía. Pero esta vez que volvió de Tapachula ya no era el mismo. Traía la boca llena de palabras irrespetuosas, de opiniones audaces. Ella, porque era humilde y le guardaba gratitud, pues no la repudió a la vista de todos, sino en secreto, callaba. Pero temía a este hombre que le había devuelto la costa, amargo y áspero como la sal, perturbador, inquieto como el viento. Y en lo profundo de su corazón, en ese sitio hasta donde no baja el pensamiento, ella deseaba que se marchara otra vez. Lejos. Lejos. Y que no regresara nunca.

Una ráfaga fría la hizo abrir los ojos, sobresaltada. La hoja de la puerta golpeaba aún contra el dintel. Y allí, en el centro del jacal, estaba tata Domingo, con la frente inclinada, como dispuesto a recibir las órdenes de Felipe.

V

—¡Patrona, patrona, ahí vienen los custitaleros!

La criada entró corriendo a la ermita, cubriéndose la cabeza con el delantal.

—Ya voy —contestó desganadamente Zoraida—. ¿Vienes, Ernesto? Si quieres comprar algo pide que lo apunten en nuestra cuenta.

—Vaya usted. La alcanzaré luego.

Zoraida salió a la majada. Allí se habían congregado ya las otras mujeres dejando en las trojes las mazorcas a medio desgranar; en el gallinero los pollitos piando de hambre; en la cocina los tasajos de carne salada al alcance del gato. Zoraida lo sabía, pero no les hizo ningún reproche. Ante la llegada de los custitaleros las costumbres podían quebrarse.

Haciéndose pantalla con sus tocas de manta, para defenderse del reflejo demasiado vivo del sol, las mujeres fijaban sus ojos en el camino. Allí venían los custitaleros, descendiendo la última loma. Contaron hasta ocho mulas cargadas con grandes bultos envueltos en petate y palmotearon de alegría.

—¿Tenés dinero vos?

—He estado juntando todo el año.

Porque los custitaleros traían en aquellos enormes baúles forrados un caudal inagotable de objetos: calderas de latón, panzudas, relumbrosas; molinillos de asta fina y larga; peroles de cobre bien pulido. Para las muchachas, gargantillas de coral, listones anchos, varas de percal y de yerbilla, polvos de enamorar. Para los niños, confites teñidos de rojo con un grano de anís en el centro; trepatemicos peludos, maromeros nerviosos. Y machetes en cuyo filo culebrea el escalofrío; y fajas tejidas y sombreros de palma con un espejo incrustado, para los hombres.

—¿Desde dónde vendrán?

—De Ocosingo, tal vez.

—De San Carlos.

—De más allá, de Comitán.

Porque estos comerciantes (que radican en San Cristóbal, en el barrio de Custitali, del que toman el nombre) recorren todos los climas, todos los lugares de Chiapas llevando su figura pintoresca, su acento cantarín, su habla rebuscada, su utilidad de hormigas acarreadoras.

Un kerem se precipitó a abrir el portón de la majada. Los custitaleros desmontaron del anca de sus bestias antes de atravesar el umbral. Envueltos, como siempre, en sus gruesas frazadas de lana, avanzaron pisando fuerte para sacudir sus zapatos. Con una varita se quitaron las mostacillas que se les habían pegado a la ropa, antes de acercarse a ofrecer sus respetos a Zoraida. Después pidieron un lugarcito y autorización para vender su mercancía. Rezagada entró una mujer que venía montando una hermosa mula blanca. Envolvía su cabeza y velaba su rostro con una chalina transparente. Su vestido era de paño de buena calidad. Y cuando quiso bajar de la cabalgadura, uno de los custitaleros puso las dos manos entrelazadas para que le sirvieran como estribo. Ella posó allí los pies, tímida y torpemente, y luego en el suelo. Dio un paso, dos. Sus miembros carecían de fexibilidad, entumecidos por una jornada de tantas leguas. Iba tambaleándose como los ebrios. Zoraida la observaba con atención. Encontraba un aire familiar en esta mujer y con el ceño fruncido hacía esfuerzos por reconocerla. Entonces exclamó con un acento en el que se mezclaban la sorpresa, la alarma, el reproche:

—¡Matilde!

Porque era Matilde la recién llegada. Al oírse nombrar se quedó inmóvil. Como si la chalina no fuera suficiente se llevó las dos manos a la cara para cubrírsela.

Uno de los custitaleros avanzó hasta el sitio donde estaba Zoraida.

—Con su venia, patrona, vamos a hacerle entrega de la adonisa.

Y otro explicó:

—Cuando pasamos por Palo María, la niña Matilde estuvo buscando ocasión para hablarnos.

—Y nos ofreció dinero si la traíamos a Chactajal.

—Salimos a medianoche.

—Ninguno nos vio salir.

—Y por si nos seguían dijimos que íbamos con el rumbo de Las Delicias.

—Dios y su Santísima Madre son testigos de que la hemos cuidado como cosa propia.

—No venimos a rendir malas cuentas.

—¿Es verdad lo que dicen éstos, Matilde?

Matilde hizo un gesto de asentimiento. Todavía no podía hablar.

—Que ella declare si aceptamos un centavo del dinero que nos ofreció.

—Somos cristianos, patrona.

—Está bien. Ya recibirán su recompensa.

Con estas palabras cortó Zoraida la conversación. Y mientras Matilde, apoyada en su brazo, subía los escalones que van de la majada al corredor, el kerem echó a vuelo la campana de la ermita para avisar a todos que los custitaleros iban a empezar a desenvolver su mercancía. Ernesto oyó los pasos numerosos, rápidos, descalzos de la indiada encaminándose a la casa grande. Titubeó un momento antes de seguirlos.

Zoraida condujo a Matilde hasta la sala y la hizo recostarse en un estrado de madera. Una india de la servidumbre —contrariada por tener que permanecer aquí mientras las otras hacían ya sus tratos con los custitaleros— había traído una taza de té de azahar.

Zoraida pasó su mano por detrás de la cabeza de Matilde para sostenerla.

—Bebe. Quién quita y te haga provecho.

Matilde se esforzó por dar un trago.

—No. Tengo un nudo aquí. Hace días que no puedo pasar bocado.

Y dejó caer hacia atrás la cabeza, como tronchada.

La india salió presurosamente. Los ojos de Matilde la siguieron. No habló hasta que su figura hubo desaparecido.

—¿Son de fiar tus gentes, Zoraida?

—Hasta donde cabe. ¿Por qué?

—Porque si Francisca llega a saber que estoy aquí, me matará.

Zoraida no pudo menos que sonreír.

—Francisca ha de estar disgustada porque te viniste sin su autorización. Pero de eso a querer matarte…

—¡Sí, me matará, me matará!

Matilde estaba gritando con una voz aguda y desagradable. Zoraida se puso de pie.

—Estás muy nerviosa. Descansa un rato. Ya hablaremos después.

Matilde la detuvo cogiéndola bruscamente por la manga.

—No te vayas. No me dejes sola. Tengo miedo.

—¿Pero miedo de qué, criatura?

Matilde la miró atónita como si la pregunta fuera de las que no necesitan respuesta por obvias. No obstante dijo:

—Tengo miedo de Francisca.

—¿De Francisca?

—No repitas lo que yo digo como si creyeras que estoy desvariando. No estoy loca. ¡Francisca no ha logrado enloquecerme!

Zoraida volvió a sentarse junto a Matilde.

—¿Por qué pelearon?

—No es pleito. Tú sabes cómo la respetaba yo, cómo la quería.

(Pues Francisca tomó el lugar de la madre, muerta al nacer Matilde. Y desde ese día se acabaron las fiestas y las diversiones, se acabó el noviazgo con Jaime Rovelo. Francisca se dedicó a cuidar a Matilde. La velaba noches enteras cuando estaba enferma. Le compraba los juguetes más caros, los vestidos más bonitos. Ella misma le enseñó a leer porque en Palo María no había otro que lo hiciera. Se habían ido a vivir durante años a la finca. A trabajar, a hacerse ricas para que Matilde pudiera comprar todo lo que le viniera en gana. Para que pudiera llevar una buena dote a su matrimonio. Pero sucedió que Matilde era un alma de cántaro que se conformaba con cualquier cosa y que no se desprendía de las faldas de su hermana. Cuando ya estaba en edad de merecer dijo que no quería casarse, que quería vivir siempre con Francisca. Y así vivieron juntas y en paz. Hasta que Romelia, separada de su marido, regresó a la casa. A ponerse como una mampara entre las dos. Las aturdía con su incesante parloteo no interrumpido ni por las horribles jaquecas que padecía. Francisca la toleraba, era condescendiente con esa mujer a quien la edad no había hecho más formal ni menos voluble y frívola. Pero cuando empezó a hablarse de agrarismo y de las nuevas leyes y los indios reclamaron airadamente sus derechos, Francisca pensó en alejar a sus hermanas. Romelia aceptó de inmediato el proyecto de ir a México, y para que su viaje no pareciera una fuga, se quejó con más insistencia que nunca de sus malestares e insistió en la necesidad de consultar con los especialistas de la capital. Matilde se negó a acompañarla. ¿Cómo abandonar a Francisca en un momento que podía ser peligroso? Y ahora, apenas unas semanas después, Matilde estaba huyendo de Francisca como de su peor enemigo.)

—Estas desavenencias son pasajeras. Se reconciliarán. Yo voy a recomendarle a César que medie entre ustedes.

Matilde negó apasionadamente.

—Si te pesa haberme recibido, me voy. No faltará un alma caritativa que me recoja. Pero volver a Palo María, nunca. Óyelo bien, ¡nunca!

(Era la primera vez que Matilde hablaba de este modo. Siempre había sido apocada, sumisa, dócil. Y ahora se erguía como un gallo de pelea contra Francisca. ¿Por qué? En asuntos de intereses nunca tuvieron dificultades. Un hombre… no, no era posible. Francisca —después de la ruptura con Jaime— había rechazado a todos los pretendientes que se le presentaron. Decía, con esa franqueza suya que no perdonaba ni sus propios defectos, que a ella no podían buscarla más que pensando en el dinero, pues nunca había sido bonita y ahora, además, estaba vieja. Y a Matilde nunca se le había conocido novio. Si se había enamorado por primera vez y si Francisca se opuso a sus relaciones…)

—En Palo María ya no se puede vivir. Los indios están muy alzados.

—Pues saliste de las brasas para caer en el fuego.

—Pero aquí está César que es hombre.

—Francisca no es ninguna no nos dejes. Es de las de zalea y machete.

Los labios de Matilde se plegaron en un gesto de amarga burla.

—De zalea y machete. ¿Sabes lo que hizo? Levantó el cepo en medio de la majada. Y a punta de chicotazos metía allí a los indios y los dejaba a sol y sereno. Los que no aguantaban se morían. Pero no así nomás. Antes de que murieran Francisca los cogía y…

—¿Qué?

Ante la morbosa expectación de Zoraida, Matilde volvió el rostro ruborizada hacia la pared.

—Nada. Me da vergüenza decirlo.

Zoraida se puso en pie, defraudada.

—¡Pero esa mujer perdió el sentido! Hacer eso ahora que la situación está tan difícil.

—Los indios llegaron a la casa grande a amenazarnos. ¿Crees que Francisca se asustó? Les dijo que si no estaban conformes con su trato que se fueran.

—Qué fácil. ¿Y de qué van a vivir ustedes si los indios dejan Palo María?

—A Francisca no le importa. No volvió a salir a campear, despidió a todos los vaqueros. Desde el corredor de la casa grande veíamos la zopilotada bajando a comer las reses que se morían de gusanera, los becerritos recién nacidos cayendo de enfermedad porque no había quien los vacunara.

—Pero criaturas, ¿adónde van a ir a parar?

—Francisca ya no salía de la casa. Dispuso que había que tapizar de negro todos los cuartos. Después ella misma clavó las tablas para hacer un ataúd. ¡Lo pintó de negro! Lo puso en el lugar donde antes tenía su cama. Y allí se acuesta. Pero no duerme. Yo lo he visto. No puede dormir.

(Aquellas interminables noches en vela. Matilde encerrada con llave, pendiente del más leve rumor, temblando hasta con el vuelo de los murciélagos, con el chirriar de la madera. Y Francisca paseándose en los corredores tapada con un chal negro. De pronto ese grito de terror. La persecución en el patio, entre el ladrido furioso de los perros y el relinchar espantado de los caballos. Al amanecer habían salido, las criadas, Matilde, a buscar a Francisca. La encontraron como muerta en el fondo de un barranco. Golpeada por las piedras, lastimada por las espinas. Cuando volvió en sí dijo que había tenido una visión. Entre los indios se corrió la voz de que la había arrastrado el dzulum. Y que si no se la llevó fue porque hizo el pacto de servirle y de obedecerle.)

—Lo del dzulum es puro cuento.

—Pregúntale a Francisca. Dice que lo vio, que hablaron.

—Son mañas para que los indios le tengan miedo.

—Los indios llegan a consultar con ella. Y al que le dice: tal cosa va a suceder, sucede.

(Había un tal Emilio Jatón. Le dijo: no vas a llegar sano a tu casa. Y en el camino le agarró una gran congoja y como mal de corazón y cayó desvanecido. Entre cuatro lo llevaron cargado a su jacal. Allí se estuvo semanas, tendido en un petate, agonizando. Hasta que le mandó un bocado a la patrona y le rogó que viniera a curarlo. Entonces Francisca preparó un bebedizo y se lo dio a tomar. El indio se alivió como con la mano. Y ahora estaba sirviendo de semanero en la casa grande.)

—¡San Caralampio bendito!

—Le supliqué, de rodillas le supliqué a Francisca que nos fuéramos a Comitán. Tenemos dinero ahorrado, podemos comprar una casa, una tienda. Pero Francisca me contestó que si volvía yo a decir algo semejante me iba a hacer daño a mí también.

(Francisca tenía los ojos vidriosos al proferir estas amenazas. Y desde entonces miraba a Matilde con recelo y la ahuyentaba para recitar a solas conjuros y maldiciones.)

—¡Qué templada fuiste de aguantarte! Cuando se lo digas a César te va a regañar por no haberte venido desde el primer momento.

—¿Cómo iba yo a venir? No es mi casa.

—Tienes más derecho a estar aquí que yo.

Zoraida lo dijo y le dolía que fuera verdad. Esta casa perteneció a los abuelos de Matilde. No era ni una advenediza ni una extraña. Mientras que ella…

Dijo para disimular su despecho:

—Ven conmigo. Vamos a ver que te preparen tu cuarto.

Al abrir la puerta apareció en el vano la figura de Ernesto. No se turbó de que lo encontraran allí. Soportó la mirada inquisitiva de Zoraida sin inmutarse, como si no lo hubiera sorprendido escuchando. Qué hipócrita. Bastardo tenía que ser.

VI

Es muy triste ser huérfana. ¡Cuántas veces se lo dijeron a Matilde acariciando su cabeza como con lástima! Esta niña se va a criar a la buena de Dios, igual que el zacate. Porque Francisca, la segunda madre, es muy joven todavía, se casará. Y la criatura vendrá a ser como un estorbo. ¿Y si Francisca no se casa? Peor. En esta familia no habrá un respeto de hombre.

Matilde se iba, cabizbaja, con una palabra zumbando a su alrededor. Huérfana. Las visitas eran malas. Le decían eso porque creían que estaba sola, que no tenía a nadie. Sabían que el único retrato de su madre —el que estaba en la sala— estaba colgado tan alto que ella, Matilde, no alcanzaba a mirarlo ni aun subiéndose a una silla. Y que desde abajo el vidrio quebraba la dirección de la luz en un reflejo que hacía borrosa, irreconocible, la imagen. Pero ella tenía un secreto: su refugio. Lo descubrió un día, por casualidad, en el cuarto de los trebejos. Había un armario grande. Y adentro, meciéndose en sus ganchos, albergando bolas de naftalina para preservarse de la polilla, estaban los vestidos que pertenecieron a su madre. Matilde buscaba aquel lugar cuando estaba triste. Cuando Francisca la regañaba por haber hecho alguna travesura. Cuando llegaban visitas a pronosticarle desgracias. Iba, abría el armario, se metía, se encerraba. Y se estaba allí horas y horas, mientras los demás la llamaban a gritos, la buscaban en la huerta, en la cocina, en los corrales. Y se estaba allí horas y horas respirando aquel olor a desinfectante, bien guardada contra las amenazas de fuera, bien protegida por aquel regazo oscuro. Se quedaba dormida, hecha un ovillo en un rincón, fatigada de haber llorado tanto. Una vez la despertó una mano puesta sobre su hombro. Era Francisca. Sin pronunciar una palabra tomó a Matilde entre sus brazos, besó sus párpados húmedos todavía. Pero esa misma tarde ordenó que vaciaran el armario y dio regalada la ropa a los pobres.

—Niña Matilde, necesito una tapa de panela.

Sobresaltada, Matilde desató el llavero que llevaba prendido a su cinturón —y que Zoraida le confió el día de su arribo a Chactajal porque ella estaba muy ocupada con los preparativos de la novena— y fue a la despensa. Pues Matilde se había hecho cargo del manejo de la casa. Disponía lo que iba a hacerse para comer, daba los víveres a la cocinera. Estaba pendiente del aseo de las habitaciones. Y ella misma se encargó de remendar la ropa.

¡Cómo se reiría Francisca si la viera! Porque Matilde siempre fue perezosa. Le gustaba acostarse en la hamaca el día entero y estarse allí, pensando. (Era siempre en una fiesta. Matilde estaba sentada bajo una lámpara de cristal. El ruedo de su vestido se derramaba a su alrededor y ella tenía una copa en la mano. Había música. Una orquesta tocaba un vals y las parejas bailaban. Matilde tenía los ojos bajos, por modestia. Alguien la había elegido desde lejos y venía a invitarla a bailar. Ella veía primero sus pies, calzados de charol. Y luego el traje de casimir fino y la camisa blanca y el nudo de la corbata bien hecho. Y cuando iba a verle el rostro, un grito, el aletear de los gavilanes rondando el gallinero, una puerta cerrada por un golpe de viento, algo, la despertaba. El rostro de ese hombre —el que iba a llegar, al que estaba destinada— se le ocultó siempre como se le había ocultado el rostro de su madre.) Pero aquí en Chactajal era distinto. Estaba en casa ajena y tenía que agradar. Agrado quita camisa, dicen las personas prudentes. Por eso Matilde se afanaba en cumplir bien las obligaciones que se había impuesto. Porque temía que la malmiraran por estar recibiendo un favor sin merecerlo. Al principio tuvo la esperanza de que Francisca —asustada al verla partir— volvería en su juicio y vendría a buscarla. Adivinaba en la lejanía del camino la figura de la hermana mayor, su sombrilla de seda oscura. Pero Francisca aceptó la separación sin una palabra de protesta, sin hacer la menor tentativa por averiguar el paradero de Matilde. Cuando quedó sola se encerró en los cuartos tapizados de negro de Palo María, negándose a ver y a hablar a nadie, excepto a los indios que reconocían sus poderes y que acudían a ella en solicitud de consejo. Los viajeros a los que no dio hospedaje fueron los que hicieron correr —de finca en finca, y en Comitán y hasta en San Cristóbal, donde Francisca tenía parientes— su fama de bruja.

—Pobre niña Matilde, venir a parar en salera después de ser patrona.

Matilde sonrió resignadamente. De estos cambios de la fortuna, de estas traiciones súbitas e inexplicables está vestido el mundo. Una criada platicando con ella como con su igual, sintiendo una compasión que Matilde aún tenía que agradecer. Porque jamás estuvo tan desamparada y tan sola.

—El muerto y el arrimado a los tres días apestan, niña Matilde.

Sí, era verdad. Matilde se sentaba en la orilla del estrado, presta a huir, a correr, a la menor insinuación de que su presencia sobraba en esta casa. Pero ¿adónde iría? Y entonces no le alcanzó más que tratar de ocultar su presencia para no dar molestias a los demás. La hora de comer —que era cuando todos se reunían— significaba para ella una tortura. Con el pretexto de vigilar el servicio no se sentaba a la mesa. Las primeras veces su conducta les pareció extravagante y la instaban a que los acompañara. Pero luego fue volviéndose natural el hecho de que Matilde comiera después en la cocina, con la servidumbre. Y aun allí los bocados se le atragantaban, no podía bajarlos. Desalentada, retiraba su plato.

—¿Para qué se va usted a resmoler de balde, niña Matilde? Mejor pídale usted a don César que le dé una soplada y así se averigua su voluntad.

Matilde siguió el consejo. Y una tarde, cuando estaban todos sesteando en el corredor, se acercó a ellos. Llevaba un frasco de aguardiente en la mano.

—César, como eres el hombre de la casa y el principal, vine a pedirte un favor.

—¿Sí?

—Estoy azarada de estar aquí. Y es necesario que me soples para que se me bajen los colores y yo quede en paz.

César respondió gravemente que no pusiera nada en su corazón. Tomó la botella que le ofrecía Matilde, la destapó y se llenó la boca con un sorbo de aquel trago fuerte. Matilde cerró los ojos al recibir, en plena cara, la rociadura. El alcohol le ardía en los párpados. Pero había borrado su vergüenza, la reconciliaba con los dueños de la casa, cuya voluntad ya le era conocida. Podía sosegar. Esa tarde estuvo con sus primos. Fueron juntos a bañarse al río. Cuando regresaron se sentaron en la majada, a cantar, porque Ernesto sabía tocar la guitarra y tenía buena voz.

De una cajita de cedro que trajo consigo de Palo María, Matilde sacó un manojo de hierbas. Las ocultó bajo el delantal y fue a la recámara de Ernesto. Arreglarla era una tarea que no encomendaba a las criadas. Son tan torpes. Dejan el polvo entre las junturas de los ladrillos, revuelven los papeles, se olvidan de cambiar el agua de los floreros. Matilde recogió las sábanas que habían estado asoleándose en el pretil de la ventana y las sacudió enérgicamente antes de estirarlas sobre el colchón. Después tendió las cobijas y, bajo la almohada, el manojo de hierbas que había traído.

—¿Por que inventó usted esa mentira?

—¡Ernesto!

Matilde estaba roja de sorpresa. Su acento se elevó apenas por encima del timbre habitual. Quería expresar dignidad ofendida, severo orgullo. Pero no había tenido tiempo de apartar la mano de la almohada y estaba temblando como si la hubieran sorprendido en una falta.

—¿Qué mentira?

—Que usted vino a Chactajal huyendo de su hermana. Usted no vino huyendo de nadie. Usted vino buscándome a mí.

Sí, ahora estaba segura. Ernesto la había visto colocar las hierbas bajo la almohada. Con la fuerza que da la desesperación, Matilde se atrevió a replicar:

—¿Con qué derecho viene usted a insultarme? Yo no le he dado ninguna confianza, yo…

—¡No me hables en ese tono, Matilde!

—Ah, además me está tuteando.

—¿Y por qué no?

Matilde golpeó el suelo con el pie, colérica.

—No somos iguales.

—¿Cuál es la diferencia? Tú estás aquí de arrimada lo mismo que yo.

—Estoy en la desgracia, es cierto. Pero hay cosas que ninguna desgracia me puede arrebatar.

—¿Qué cosa?

—Soy… ¡soy Argüello!

—Yo también.

—¡Pero mal habido!

Respondió instintivamente, sin pensarlo, sin intención de ofender. Y ahora Matilde callaba, horrorizada de haber sido capaz de pronunciar esas palabras. Pero ella no tenía la culpa, de veras. Ernesto la había obligado. ¿En qué forma había ella provocado a Ernesto para que viniera a sacudirla con esa violencia, con esa brutalidad, con ese odio?

—Nací marcado. No tengo delito, pero nací marcado. El señor cura no quería admitirme en su escuela, porque era yo hijo de un mal pensamiento. Mi madre tuvo que humillarse para que el señor cura consintiera en recibirme. Pero no me permitía sentarme con los demás. En un rincón, aparte. Porque las señoras protestaban de que sus hijos estuvieran revueltos con un cualquiera. Yo era más listo que ellos, yo me sacaba las primeras calificaciones, pero a fin de año el premio no era para mí. Era para otro, para el hijo de don Jaime Rovelo. Porque yo soy un bastardo. ¿No has oído cómo lo gritan los niños? ¡Bastardo! ¡Bastardo!

Matilda estaba conmovida. Suavemente replicó:

—Déjame ir, Ernesto.

—¿No te divierte lo que te estoy contando?

—No.

—Entonces es verdad.

—¿Qué?

—Que me quieres.

Matilde se echó a llorar y Ernesto la atrajo hasta su pecho. Las lágrimas le empapaban la camisa, calientes, abundantes.

—Sí, es verdad. No podía yo estar equivocado. Lo noté desde la primera vez, por la manera como me miraste.

Matilde se desprendió con lentitud del abrazo de Ernesto.

—Estás desvariando. Déjame ir.

—¿Por qué?

Matilde se aproximó a la ventana y, como quien se desnuda, gritó:

—¿No te das cuenta? Mírame, mírame bien. Estas arrugas. Soy vieja, Ernesto. Podría ser tu madre.

Se retiró para defenderse de la luz y, acezante, con la espalda pegada a la pared, como un animal acosado, esperó. Ernesto no comprendía el dolor de estas palabras, el desgarramiento de esta confesión. Veía sólo la resistencia opuesta a su voluntad. Veía que esta mujer escapaba de su dominio, que no había podido subyugarla, que había fracasado.

—¡No digas el nombre de mi madre! ¡No te atrevas a compararte con ella!

El rostro de Matilde estaba rígido, bañado de una absoluta lividez. La obstinación de su silencio enardeció aún más a Ernesto.

—¿Te crees mejor que ella, más honrada? ¿Por qué? ¿Porque preferiste secarte en tu soltería que sacrificarte por un hijo? Ella se ha sacrificado por mí. Y yo no me afrento de que sea mi madre. No me afrento de que nos vean juntos en la calle, aunque vaya mal vestida y descalza. Y aunque esté ciega.

Ernesto se dejó caer en una silla. Con su pañuelo se limpió el sudor que le corría por las sienes. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Por qué se había dejado llevar así? ¿Qué necesidad tenía esta mujer de presenciar el conflicto que lo torturaba desde que nació? Para que saliera después a contarlo con los demás y entre todos se burlaran de él. Alzó los ojos brillantes de rencor. Matilde se había vuelto de espaldas para no verlo. Dijo:

—Debajo de la almohada hay un manojo de hierbas. Son para dormir bien, para tener buenos sueños.

Empezó a caminar hacia la puerta pero Ernesto se puso en pie de un salto y la alcanzó.

—Usted las puso allí. ¿Por qué?

Matilde esquivó su mirada.

—Porque no quiero que sufras.

Los labios de Ernesto se posaron en su mejilla y fueron borrando las arrugas, una por una. Volvió a ser joven como antes. Como cuando se sentaba bajo la lámpara de cristal, sosteniendo una copa entre su mano. Amortiguados por la música de la orquesta se acercaban los pasos. Miró primero los zapatos. Eran viejos. Los pantalones, remendados; el cuello de la camisa abierta, sin corbata. Y por fin el rostro, el rostro de Ernesto. Su mano soltó la copa que fue a estrellarse contra el suelo.

VII

“Para la construcción elegimos un lugar, en lo alto de una colina. Bendito porque asiste al nacimiento del sol. Bendito porque lo rigen constelaciones favorables. Bendito porque en su entraña removida hallamos la raíz de una ceiba.

”Cavamos, herimos a nuestra madre, la tierra. Y para aplacar su boca que gemía, derramamos la sangre de un animal sacrificado: el gallo de fuertes espolones que goteaba por la herida del cuello.

”Habíamos dicho: será la obra de todos. He aquí nuestra obra, levantada con el don de cada uno. Aquí las mujeres vinieron a mostrar la forma de su amor, que es soterrado como los cimientos. Aquí los hombres trajeron la medida de su fuerza que es como el pilar que sostiene y como el dintel de piedra y como el muro ante el que retrocede la embestida del viento. Aquí los ancianos se descargaron de su ciencia, invisible como el espacio consagrado por la bóveda, verdadero como la bóveda misma.

”Ésta es nuestra casa. Aquí la memoria que perdimos vendrá a ser como la doncella rescatada a la turbulencia de los ríos. Y se sentará entre nosotros para adoctrinarnos. Y la escucharemos con reverencia. Y nuestros rostros resplandecerán como cuando da en ellos el alba.”

De esta manera Felipe escribió, para los que vendrían, la construcción de la escuela.

VIII

El día de Nuestra Señora de la Salud amaneció nublado. Desde el amanecer se escuchaba el tañido de la campana de la ermita, y sus puertas se abrieron de par en par. Entraban los indios trayendo las ofrendas: manojos de flores silvestres, medidas de copal, diezmos de las cosechas. Todo venía a ser depositado a los pies de la virgen, casi invisible entre los anchos y numerosos pliegues de su vestido bordado con perlas falsas que resplandecían a la luz de los cirios. El ir y venir de los pies descalzos marchitaban la juncia esparcida en el suelo y cuyo aroma, cada vez más débil, ascendía confundido con el sudor de la multitud, con el agrio olor a leche de los recién nacidos y las emanaciones del aguardiente que se pegaba a los objetos, a las personas, al aire mismo. Otras imágenes de santos, envueltos a la manera de las momias, en metros y metros de yerbilla, se reclinaban contra la pared o se posaban en el suelo, mostrando una cabeza desproporcionadamente pequeña, la única parte de su cuerpo que los trapos no cubrían.

Las mujeres, enroscadas en la tierra, mecían a la criatura chillona y sofocada bajo el rebozo, e iniciaban, en voz alta y acezante, un monólogo que, al dirigirse a las imágenes que la tela maniataba y reducía a la impotencia, adquiría inflexiones ásperas como de reprensión, como de reproche ante el criado torpe, como de vencedor ante el vencido. Y luego las mujeres volvían el rostro humilde ante el nicho que aprisionaba la belleza de Nuestra Señora de la Salud. Las suplicantes desnudaban su miseria, sus sufrimientos, ante aquellos ojos esmaltados, inmóviles. Y su voz era entonces la del perro apaleado, la de la res separada brutalmente de su cría. A gritos solicitaban ayuda. En su dialecto, frecuentemente entreverado de palabras españolas, se quejaban del hambre, de la enfermedad, de las asechanzas armadas por los brujos. Hasta que, poco a poco, la voz iba siendo vencida por la fatiga, iba disminuyendo hasta convertirse en un murmullo ronco de agua que se abre paso entre las piedras. Y se hubiera creído que eran sollozos los espasmos repentinos que sacudían el pecho de aquellas mujeres si sus pupilas, tercamente fijas en el altar, no estuvieran veladas por una seca opacidad mineral.

Los hombres entraban tambaleándose en la ermita y se arrodillaban al lado de sus mujeres. Con los brazos extendidos en cruz, conservaban un equilibrio que su embriaguez hacía casi imposible y balbucían una oración confusa de lengua hinchada y palabras enemistadas entre sí. Lloraban estrepitosamente golpeándose la cabeza con los puños y después, agotados, vacíos como si se hubieran ido en una hemorragia, se derrumbaban en la inconsciencia. Roncando, proferían amenazas entre sueños. Entonces las mujeres se inclinaban hasta ellos y, con la punta del rebozo, limpiaban el sudor que empapaba las sienes de los hombres y el viscoso hilillo de baba que escurría de las comisuras de su boca. Permanecían quietas, horas y horas, mirándolos dormir.

No había testigo para estas ceremonias hechas a espaldas de la gente de la casa grande. Los patrones se hacían los desentendidos para no autorizar con su presencia un culto que el señor cura había condenado como idolátrico. Durante muchos años estos desahogos de los indios estuvieron prohibidos. Pero ahora que las relaciones entre César y los partidarios de Felipe eran tan hostiles, César no quiso empeorarlas imponiendo su voluntad en un asunto que, en lo íntimo, le era indiferente y que para los indios significaba la práctica de una costumbre inmemorial. Pero en la noche, que era cuando César asistía al rezo del último día de la novena, acompañado de toda la familia, ya no debería haber ni una huella de los acontecimientos diurnos. Las imágenes envueltas en yerbilla serían guardadas de nuevo en el lugar oculto que era su morada durante todo el año. La juncia pisoteada se renovaría por cargas de juncia fresca. Y los cirios consumidos serían remplazados por otros cirios de llama nueva, de pabilo intacto. Pero ahora, en el recinto de la ermita, los indios, momentáneamente libres de la tutela del amo, alzaban su oración bárbara, cumplían un rito ingenuo, mermada herencia de la paganía. Torpe gesto de alianza, de súplica, petición de tregua hecha por la criatura atemorizada ante la potencia invisible que lo envuelve todo como una red.

Zoraida se paseaba, impaciente, por el corredor de la casa grande. De pronto se detuvo encarándose con César.

—¿Esos indios van a estar aullando como batzes todo el santo día?

César tardó, deliberadamente, unos minutos antes de desviar los ojos de la página del periódico que estaba leyendo por enésima vez. Respondió:

—Es la costumbre.

—No. ¿Ya no te acuerdas? Los otros años se iban al monte, donde no los oyéramos, lejos. Pero ahora ya no nos respetan. Y tú tan tranquilo.

—Conozco el sebo de mi ganado, Zoraida.

—No se atreverían a hacer esto si Felipe no estuviera soliviantándolos.

César suspiró como quien se resigna y dobló el periódico. El tono de Zoraida exigía más atención que la vaga y marginal que estaba concediéndole. Como para explicarle a un niño, y a un niño tonto, César contestó:

—No podemos hacer nada. Estas cosas son, ¿cómo diré?, detalles. Te molestan. Pero si los acusas ante la autoridad no encontrarían delito.

Zoraida enarcó las cejas en un gesto de sorpresa exagerada.

—¡Ah, habías pensado recurrir a la autoridad!

Y luego, sarcástica:

—Es la primera vez. Antes arreglabas tus asuntos tú solo.

César azotó el periódico contra el suelo, irritado.

—Tú lo has dicho: antes. Pero, ¿no estás viendo cómo ha cambiado la situación? Si los indios se atreven a provocarnos es porque están dispuestos a todo. Quieren un pretexto para echársenos encima. Y yo no se los voy a dar.

Zoraida sonrió desdeñosamente. La intención de esta sonrisa no pasó inadvertida para César.

—No me importa lo que opines. Yo sé lo que debo hacer. Y deja ya de moverte que me pones nervioso.

Zoraida se detuvo, roja de humillación. César nunca se había permitido hablarle así. Y menos delante de los extraños. Su orgullo quería protestar, reivindicarse. Pero ya no se sentía segura de su poder delante de este hombre, y el miedo a ponerse en ridículo la enmudeció.

Matilde había asistido, con una creciente incomodidad, a la escena entre sus primos. Sin musitar siquiera una disculpa se puso en pie para marcharse. Ernesto la miró ir y casi dio un paso para seguirla. Pero la frialdad de Matilde lo paralizó. Ella no quería hablar con él. Había estado esquivándolo desde hacía días. Desde aquel día.

—¿Que piensas, Ernesto?

La pregunta de César lo volvió bruscamente a la realidad. Alzó los hombros en un ambiguo ademán. Pero César no se conformó con esta respuesta y añadió:

—Yo digo que hay que ser prudentes. Sólo a una mujer se le ocurre meterse de gato bravo.

Zoraida fue hasta la silla que había desocupado Matilde y se sentó. Se arrugaría su vestido nuevo. Y esta certidumbre le produjo una amarga satisfacción.

—Los prudentes parecen más bien miedosos.

Ernesto lo dijo con malevolencia. Pero César apenas se irguió un poco para preguntar.

—¿No saben las últimas novedades?

Y luego, como los otros callaban:

—Claro, encerrados aquí no pueden enterarse. Pero yo lo he visto cuando voy a campear. Los indios levantaron un jacal en la loma de los Horcones.

—¿Para la escuela?

—¿Y con qué permiso?

Eran Ernesto y Zoraida, arrebatándose el turno para hablar. A César le gustó el efecto que había producido con sus palabras y entonces volvió a reclinarse en la hamaca. Suavemente dijo:

—Se acabaron las vacaciones, Ernesto.

—Pero yo le advertí desde Comitán…

—Comitán… ¿Quieres regresar?

Salir de aquí. Eso era lo que deseaba Ernesto. Pero ya quería responder para que se burlaran de su ansia de fuga, de su cobardía.

—Puedes regresar si quieres. Lo harás habiéndote valido de la ocasión. Y dime, ¿lo que te estoy pidiendo es un sacrificio? Además de que no olvidaré tu recompensa. ¡Palabra de Argüello!

César le había hablado con un tono de voz casi afectuoso. Pero ya no volvería a dejarse engañar. Declaró, contento de poder mostrar en alguna forma su generosidad y su desdén:

—Si me quedo no es por la recompensa. Sino porque yo sí tengo palabra.

Y se alejó de allí pisando con fuerza, lamentando que Matilde no hubiera visto lo valiente de su actitud.

A César no le quedó más que el comentario mordaz.

—¡Pobre neurasténico!

Zoraida no quiso asentir, no quiso solidarizarse con su marido. Se mantuvo seria, distante. César recogió el periódico que había dejado caer al suelo y reanudó la lectura. Zoraida entonces comenzó a remolinearse, a mover la mecedora rechinante, a suspirar ostentosamente. Estos pequeños ruidos, y la intención con que se producían, crispaban los nervios de César, que simulaba una concentración en la lectura que estaba muy lejos de experimentar. Zoraida lo sabía y se alegró cuando tuvo un motivo válido para interrumpirlo.

—Parece que vamos a tener visita.

César volvió su rostro hacia el camino. Un jinete avanzaba con rapidez, desapareciendo y volviendo a aparecer según iban las subidas y bajadas del lomerío. Sin desmontar abrió el portón de la majada y desde lejos saludó:

—Buenos días, señores.

César y Zoraida se pusieron de pie para recibirlo.

—Adelante. Está usted en su casa.

—Quisiera desensillar mi bestia. ¿Dónde está la caballeriza?

—No faltaba más que se molestara. De eso se encargará el kerem. ¡Kerem! ¡Kerem!

El grito de César se extinguió sin que nadie respondiera al llamado. Zoraida abatió los párpados para ocultar su vergüenza. Pero César salió del paso afectando buen humor y deshaciéndose en explicaciones.

—Como ahora es día de fiesta… Me olvidaba que los semaneros están libres… Puede usted amarrar su caballo en aquel tronco. Y la montura queda bien aquí, sobre el barandal.

El recién venido subió los escalones. Estrechó la mano de César y saludó a Zoraida con un leve movimiento de cabeza.

—¿No habrá un refresco que podamos ofrecer al señor, Zoraida? Un vaso de… ¿de qué prefiere usted? Ya sabe de lo que se dispone en los ranchos.

Quería humillarla también delante de este hombre haciéndola ir a la cocina a preparar el refresco. Porque de sobra sabía que las criadas estaban en la fiesta. Zoraida apretó los labios, resentida y, sin embargo, dispuesta a obedecer. Pero el recién venido salvó la situación al rehusar.

—Muchas gracias. Acabo de pasar por el arroyo y bebí mi posol.

Zoraida, en una efusión de simpatía por el desconocido, le ofreció la mecedora en que había estado sentada. Pero el huésped tampoco quiso aceptar. Apoyado en el barandal, con las manos metidas en las bolsas del pantalón, preguntó:

—¿No me reconoce usted, don César?

César lo miró atentamente. Aquel rostro moreno, aquellas cejas pobladas no le despertaban ningún recuerdo.

—Soy Gonzalo Utrilla, el hijo de la difunta Gregoria.

—¿Tú? Pero cómo no me lo habías dicho. Mira, Zoraida, es mi ahijado.

Gonzalo midió a César con una mirada irónica.

—Cuando te dejé eras tamañito, así. Y ahora eres un hombre hecho y derecho.

—Gracias a sus cuidados, padrino.

César decidió ignorar la ironía de esta frase. Pero su acento era mucho más cuateloso cuando dijo:

—Tú saliste de Comitán desde hace mucho tiempo, ¿verdad?

—Me fui a rodar tierras, como dicen ustedes.

—¿Y todavía no te has establecido?

Gonzalo creyó adivinar un matiz de reticencia como de quien teme una petición de ayuda. Se apresuró a aclarar, arrogantemente:

—Trabajo en el gobierno.

César asumió la actitud paternal y desde su altura reprochó:

—¿En el gobierno? ¿No te da vergüenza?

Pero inmediatamente, arrepentido de su falta de tacto:

—Bueno, yo ya estoy chocheando. Claro que no tienes de qué avergonzarte. En el gobierno están las personas aptas y capaces. Pero en mis tiempos servir al gobierno era un desprestigio. Equivalía a… a ser un ladrón.

—Por fortuna ya no son sus tiempos, don César. Suponiendo que las cosas no hubieran cambiado. El gobierno me da de comer. En cambio, de los ricos nunca he merecido nada.

No hay enemigo pequeño, pensaba César. ¡Si hubiera sido más amable con este Gonzalo cuando no era más que un indizuelo! Llegaba de visita los domingos y se sentaba, horas y horas, en la grada del zaguán, esperando que César se dignara salir. Era por interés, no por afecto, naturalmente. Porque la costumbre es que los padrinos den gasto a sus ahijados los días de fiesta. Pero cuántas veces, y ahora se arrepentía, César en vez de ir a saludar personalmente al muchachito y poner en su mano algunas monedas, mandaba a la criada para entregarle un regalo, mal escogido y sin ningún valor. Pero cuando el regalo fue una tapa de panela, Gonzalo se negó a recibirla y no volvió nunca. Hasta ahora.

—¿En qué consiste tu trabajo?

—Soy inspector agrario.

—Y ¿vienes a Chactajal… oficialmente?

—Estoy haciendo el recorrido reglamentario por toda la zona fría. He encontrado muchas irregularidades en la situación de los indios. Los patrones siguen abusando de su ignorancia. Pero ahora ya no están indefensos.

—¿Y qué sucede cuando encuentras esas irregularidades?

—Eso lo verá usted, padrino.

—Espero que no. Mis asuntos están en orden.

—Ojalá.

Gonzalo dejaba caer sus palabras, precisas, cortantes como quien deja caer un hachazo. Decepcionado al no poder entablar una conversación amistosa, César no tuvo más remedio que ceder.

—No te ha de sobrar el tiempo. Si podemos ayudarte en algo… ¿Qué tienes qué hacer?

—Hablar con los indios.

—Tuviste suerte de llegar hoy. Los vas a encontrar a todos reunidos en la ermita. Como te decía, a propósito del kerem, hoy es día de fiesta. Día de la santa patrona de Chactajal. Realmente tuviste suerte.

—No fue suerte, don César. Fue cálculo.

Gonzalo comenzó a bajar los escalones. César lo alcanzó para preguntar:

—¿Te quedarás a comer con nosotros?

—No. Sigo hasta Palo María.

Y como César insistiera en caminar a su lado, le dijo casi perentoriamente:

—Le agradeceré que no me acompañe, padrino. Quiero hablar a los indios con entera libertad.

César permaneció con la espalda vuelta a la casa grande hasta que la figura de Gonzalo desapareció confundida entre la gran multitud de indios que rodeaban la ermita. Entonces se volvió hacia su mujer para ordenarle:

—Prepara un vaso de limonada. Y que Matilde lo lleve a la ermita. Gonzalo va a decir un discurso. Probablemente tendrá sed.

Zoraida miró a su marido con desaprobación.

—Matilde… ¿qué se yo dónde está Matilde? Nunca se le encuentra cuando se le busca. Pero si quieres rebajarte hasta ese grado, iré yo.

César se aproximó a Zoraida y la cogió por el brazo. Ella se crispó.

—No me entendiste, Zoraida. Como siempre.

—No, soy tonta. No entiendo las fases de la luna aunque me las expliques cien veces. Pero me doy cuenta cuando alguno me hace un desprecio. Y tengo dignidad.

—No se trata aquí de dignidad ni de rendirnos a un tal por cual como Gonzalo. Si yo quería mandar a Matilde era para que se enterara de lo que va a hablar con los indios. Hay que cuidarse de él. Es un hombre peligroso.

El llanto, los lamentos de los indios, habían cesado. A veces llegaba hasta la casa grande el chillido de una criatura impaciente, la explosión repentina de un petardo. Zoraida se retiró de su marido.

—Gonzalo está hablando con ellos ahora. ¿Oyes?

—No se distinguen las palabras.

Al ir subiendo los escalones Zoraida observó con disgusto:

—A buena hora se despeja el cielo.

—¡Cállate!

Porque un rumor retumbaba entre las paredes de la ermita. Gritos desordenados, exclamaciones ebrias, el torpe movimiento de la multitud. Y de pronto, desprendiéndose de ella y corriendo por la majada, Matilde con la cabeza descubierta y las manos vacías, como una loca. Zoraida se precipitó a recibirla, pero Matilde la apartó sin consideración y no se detuvo sino frente a César. Allí habló. El aliento le faltaba, partía en dos sus frases:

—Les dijo… Les dijo que ya no tenían patrón. Que ellos eran los dueños del rancho, que no estaban obligados a trabajar para nadie. Y les hizo una seña, levantando el puño cerrado.

—Fue entonces cuando los indios empezaron a gritar, ¿verdad?

—Y Felipe estaba allí —afirmó Zoraida.

Matilde hizo un signo negativo.

—Llegó al oír la gritería. No le gusta entrar a la ermita. Pero atravesó entre todos y se acercó al hombre ese que vino…

—Mi querido ahijado, Gonzalo Utrilla.

—Y le dio la mano y le empezó a decir que habían construido la escuela y que tú trajiste a un maestro de Comitán y que si podían pedir que empezaran las clases. El hombre les dijo que sí. Y entonces quisieron salir todos en montón y venir a la casa grande para hablar contigo. Pero el hombre les aconsejó que vinieran mañana, cuando estuvieran en su juicio. Porque dice que de las borracheras del indio es de lo que se han aprovechado siempre los patrones.

—De todos modos —dijo César— hay que estar preparados por si vienen. Voy a traer mi pistola. Y ustedes mejor si se encierran.

—Sí. Ahorita vamos.

Pero cuando César ya no podía escucharlas, Zoraida se volvió suspicazmente a Matilde.

—¿Qué hacías en la ermita? ¿Por qué fuiste?

—Suéltame, Zoraida, me lastimas. No me mires así. Sólo quería rezar.

Y antes de que Zoraida pudiera hacerle ninguna otra pregunta, Matilde escapó.

IX

Despertar. Bastaba un ruido de pasos en el corredor, la algarabía con que los animales reciben el amanecer, para que Matilde abandonara bruscamente esa gruta musgosa y tibia del sueño y, a tientas todavía, buscara dentro de sí misma la presencia del dolor. Porque antes de saber que despertaba en la casa ajena, lejos de Francisca, lejos del tiempo dichoso, Matilde sabía que despertaba al sufrimiento. En vano se apretaba los párpados con obstinación pidiendo al sueño un minuto más de tregua. El violento repique de la campana de la ermita, el carrereo de los pies descalzos, los gritos en tzeltal se confabulaban contra Matilde para arrojarla a esa intemperie helada que era su conciencia. Entonces abría los ojos desmesuradamente y se agitaba como e1 animal cuando se da cuenta de que ha sido cogido en una trampa. Galvanizada, Matilde se incorporaba, sentándose en la orilla del lecho y allí, con el rostro hundido entre las manos, repetía en voz alta, como esperando que alguien la contradijera:

—No voy a poder pasar este día.

Porque el día estaba erguido frente a ella como un árbol enorme que era necesario derribar. Y ella no tenía más que un hacha pequeña, con el filo mellado. El primer hachazo: levantarse. Algo que no era ella, que no era su voluntad (porque su voluntad no deseaba más que morir), la ponía en pie. Como sonámbula Matilde daba un paso, otro, a través de la habitación. Vistiéndose, peinándose. Y después, abrir la puerta, decir buenos días, sonreír con una sonrisa más triste que las lágrimas.

Matilde descendió lentamente los escalones del corredor. Esquivó los grupos de indios que aguardaban a que les señalaran sus tareas y fue directamente hasta el portón de la majada. Varias veredas se le ofrecieron: la que lleva al río, la que va al trapiche, y la más larga, la vereda que conduce a Palo María. Pero Matilde echó a andar, desdeñándolas todas, entre el zacatón alto. Avanzaba apartando las varas con las dos manos, como nadando; el rocío le salpicaba las mejillas. Y las zarzas se prendían a su ropa.

El sol subía lentamente en el cielo. Matilde respiraba con dificultad, con fatiga. Se sentía mal. Había dejado atrás el zacatón del potrero y ahora caminaba en el llano de hierbas apegadas a la tierra, roja y reseca. Matilde buscó con la vista la sombra de un árbol —el único en aquel alrededor— y allí dejó caer todo su peso, con los brazos en cruz, con las manos distendidas y preguntándose: ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? No con impaciencia, porque el cansancio la agobiaba, sino con mansedumbre, con la secreta esperanza de que su docilidad conmoviera al verdugo que estaba atormentándola y que decidiría no prolongar aquella tortura mucho tiempo. ¿Y si fuera hoy el día señalado? Un terror irracional, de yegua que se encabrita al olfatear el peligro, se apoderó de Matilde. Porque su deseo de morir había rondado, hasta entonces, en una zona de fantasmas, sólo en la imaginación. Pero ahora Matilde estaba caminando hacia su fin, lo mismo que caminó Angélica y tal vez hasta iba siguiendo la huella de aquellos pasos. No era tan fácil como cuando lo pensaba. Sus zapatos estaban empapados de rocío y la humedad le dolía en los huesos. La aspereza de la tierra estaba lastimándola a través de su vestido. Y esto, esta resistencia de los objetos, este cansancio, esta rebeldía de su cuerpo era lo único que le aseguraba que lo que estaba sucediendo era verdad y no un sueño como tantas otras veces. Matilde empezó a sudar de miedo. El sudor frío le empapaba las axilas y copiaba la forma de sus manos sobre la tierra en que se crispaban. Matilde se incorporó precipitadamente como para despertar de una pesadilla. No lo haré, no soy capaz de hacerlo, se dijo. Y siguió caminando, jugando aún con el peligro, sin tomar todavía el rumbo de la casa grande. No soy capaz de hacerlo. Una sonrisa de burla, de desprecio para sí misma afeaba su cara. No lo haré. Soy demasiado cobarde. Los que hacen esto son valientes. Y yo tengo miedo al dolor, no quiero que los animales me muerdan. No quiero que me desgarren otra vez, no quiero que me hieran. Ni una gota de sangre más. Es horrible. Me da náusea sólo al recordarlo. ¡Cómo pudo suceder, Dios mío! No, no puede ser pecado. Pecado cuando se goza. Pero así. En el asco, en la vergüenza, en el dolor. Ya. Dije que nunca volvería a pensar en lo que pasó. Ya no tiene remedio. Quiero morir. Esto es verdad. Pero ¿cómo? ¿No hay una manera de ir quedándose dormida cada vez más, cada vez más profundamente? Hasta que ya no se pueda despertar. Pero en el botiquín no hay pastillas suficientes. Y yo no me puedo arriesgar a quedar viva, a que me hagan curaciones horribles. Y dolorosas. No quiero que se rían de mí, que me señalen con el dedo: se quiso matar. Como las que se meten al convento y no aguantan y vuelven a salir.

El llano por el que vagabundeaba Matilde se había ido cerrando paulatinamente en tupidas manchas de árboles. Hasta que el espacio entre una mancha y otra acabó por desaparecer. Y el bosque comenzó a subir por las estribaciones de la montaña.

¿Y si yo no volviera?, dijo Matilde, como retando al miedo que la iba a sofrenar allí mismo, que iba a empujarla para que corriera despavorida de regreso a la casa. Pero el miedo no despertó y Matilde siguió andando, porque sabía que su amenaza era una mentira que había hablado de una historia muy remota que le sucedió alguna vez a alguien. Y Angélica, ¿estaría desesperada como ella? ¿O se perdió sin querer? Matilde repasó mentalmente su itinerario. Sí, podría regresar. Si yo no volviera me moriría de… ¿De qué se mueren los que se pierden en el monte? ¿De hambre? ¿De frío? ¿De miedo? Se los comen los animales, las hormigas. Matilde rió a carcajadas con las dos manos apretándose el vientre para que la risa no le hiciera tanto daño. ¡Qué cara pondría Ernesto! Una cara larga como las calderas de la cocina, desencajada, contraída. La cara de Matilde se puso seria, como un perfil agudo y rapaz de gavilán. Y se lanzó hacia esta idea para picotear ávidamente, como el gavilán cuando vislumbra desde lejos su presa. Ernesto sufriría, pagaría lo que la había hecho sufrir. Aquí se detuvo largo rato con delicia, saboreando esta consideración. Y la abandonó con disgusto quedando más necesitada, más vacía que antes. Porque era cobarde y nunca sería capaz de herir a Ernesto así, en mitad del corazón, con una herida definitiva, brutal. Seguiría atormentándolo con pequeños alfilerazos: esquivar su presencia, negarse a hablar con él. Pero, ¿cuánto podía durar esta situación? Ernesto se acostumbraría pronto al desvío de Matilde, dejaría de buscarla. Después de todo, ¿qué había habido entre ellos? Se amaron como dos bestias, silenciosos, sin juramento. Él tenía que despreciarla por lo que pasó. Ya no podía encontrar respeto para ella. Matilde se lo había dado todo. Pero eso un hombre no lo agradece nunca, eso se paga profiriendo un insulto. Las cualquieras retienen a los hombres sólo mientras son jóvenes. Y Matilde ya no lo era. Otras mujeres esperaban su turno y serían menos torpes de lo que ella fue.

La angustia le cayó encima como una losa, aplastándola. Y Matilde gritó alarmando a los pájaros que dormían entre las ramas, despertando ecos múltiples y confusos. Pero cuando todos los rumores volvieron a aquietarse persistió una voz infantil, una voz inerme. Irreflexivamente Matilde se lanzó al encuentro de esa voz.

Al pie de un árbol, con la cara pegada contra el tronco, estaba llorando la niña. Y cuando sintió que unos pasos se aproximaban al lugar en el que se había refugiado, cerró fuertemente los ojos, se tapó los oídos con los dedos, porque era la única manera que conocía de defenderse de las amenazas. Pero la mano que la tocó era una mano suave y protectora que la separaba del tronco cuyas asperezas habían dejado su cicatriz en la frente, en la mejilla de la criatura. Cuando la tuvo frente a sí Matilde le pasó los dedos por la cara como para borrar ese gesto de persona adulta que la desfiguraba. Y sólo entonces la niña abrió los ojos y se destapó las orejas. Matilde le preguntó con dulzura:

—¿Qué viniste a hacer aquí?

La voz de la niña, quebrada en sollozos, dijo:

—Quiero irme a Comitán. Quiero irme con mi nana.

Entonces Matilde la apretó contra su regazo y comenzó a besarla frenéticamente y a llorar, también de gratitud, porque ahora sí tenía un motivo para regresar a la casa, sin que su conciencia la acusara de cobarde.

Cuando llegaron, la niña iba dormida. Matilde la depositó sobre su cama y fue al comedor donde la familia ya había comenzado a desayunarse. Zoraida miró con extrañeza la palidez de Matilde, el desorden de su pelo y de sus ropas. Pero no dijo nada para no interrumpir el interrogatorio de César.

—¿Qué tal te va en la escuela, Ernesto?

—Bien.

El tono de la respuesta era cortante y Ernesto lo escogió deliberadamente para cerrar la puerta a otra pregunta, a ningún comentario. Ernesto no ignoraba que detrás de la aparente indiferencia de César había no sólo curiosidad, sino verdadera preocupación por saber cómo se las arreglaba su sobrino en su tarea de maestro rural. Porque la actitud de los indios no era un secreto para nadie. Al día siguiente de la fiesta de Nuestra Señora de la Salud, Felipe se había presentado en la casa grande —con una cortesía que no ocultaba bien la firmeza de sus propósitos y su ánimo de no dejarse convencer por las argucias de César— a poner a las órdenes del patrón la escuela que ellos habían levantado y que Ernesto podía utilizar inmediatamente. No había ya ningún pretexto qué aducir, ningún plazo justificado que invocar y las clases comenzaron.

—Parece que te comió la lengua el loro.

Ernesto sonrió forzadamente, pero no se sintió inclinado a hablar. En el tiempo que llevaba junto a César había aprendido que el diálogo era imposible. César no sabía conversar con quienes no consideraba sus iguales. Cualquier frase en sus labios tomaba el aspecto de un mandato o de una reprimenda. Sus bromas parecían burlas. Y además, elegía siempre el peor momento para preguntar. Cuando estaban reunidos, como ahora, alrededor de la mesa. Entre el ruido de los platos y de las masticaciones; el gemido de la puerta de resorte al ser soltada. Quizá antes, cuando aún no desconfiaba de la benevolencia de César, Ernesto hubiera contado lo que acontecía por las mañanas, durante las horas de clase. Quizá ahora, aún ahora, la confidencia hubiera sido posible de mediar otras circunstancias. Pero no así, ante el rostro vigilante, maligno, desdeñoso, de Zoraida. Y ante la faz devastada de Matilde. Parece que la hubiera arrastrado el diablo, pensó.

—¿Cuántos alumnos tienes?

César otra vez. ¿Qué ganaba con averiguarlo? Pero la ansiedad había enraizado en él ya tan profundamente que se delataba en su pregunta por más cautela que tuviera al formularla.

Y este disimulo y todo lo que dejaba entrever fueron los que impulsaron a Ernesto a responder con ambigüedad:

—No los he contado.

Y cada vez con menos pudor, la insistencia.

—Serán veinte.

—Serán.

—O quince. O cincuenta. ¿No puedes calcular?

—No.

—Vaya. ¿Y llegan únicamente los niños o también hombres ya mayores?

—El primer día llegó Felipe. Ya se lo conté.

—¿Y ahora?

—Ahora ya no va. También se lo había yo dicho.

El primer día Felipe llegó para ver cómo era la clase. Se sentó en el suelo, con los niños que olían a brillantina barata y relumbraban de limpieza. Ernesto tragó saliva nerviosamente. Le molestaba la presencia de Felipe como la de un testigo, como la del juez que tanto odiaba tener enfrente. Pero tuvo que terminar por decidirse. Tenía que dar la clase de todos modos. Estaba seguro de que cuando quisiera hablar no tendría voz y que todos se reirían del ridículo que iba a hacer. Y sacando un ejemplar del Almanaque Bristol, que llevaba en la bolsa de su pantalón, se puso a leer. Con gran asombro suyo la voz correspondió a las palabras y hasta pudo elevarla y hacerla firme. Leía, de prisa, pronunciando mal, equivocándose. Leía los horóscopos, los chistes, el santoral. Los niños lo contemplaban embobados, con la boca abierta, sin entender nada. Para ellos era lo mismo que Ernesto leyera el Almanaque o cualquier otro libro. Ellos no sabían hablar español. Ernesto no sabía hablar tzeltal. No existía la menor posibilidad de comprensión entre ambos. Cuando dio por terminada la clase, Ernesto se acercó a Felipe con la esperanza de que se hubiera dado cuenta de la inutilidad de la ceremonia y renunciara a exigirla. Pero Felipe parecía muy satisfecho de que se estuviera dando cumplimiento a la ley. Agradeció a Ernesto el favor que les hacía y se comprometió a que los niños serían puntuales y aplicados.

Los niños permanecieron atentos mientras los maravilló la sorpresa del nuevo espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Pero después comenzaron a distraerse, a inquietarse. Se codeaban y luego asumían una hipócrita inmovilidad; reían, parapetados tras los rotos sombreros de palma; hacían ruidos groseros. Ernesto se obligaba, con un esfuerzo enorme, a no perder la paciencia. Y como la ley no fijaba el número de horas de clase, Ernesto las abreviaba todo lo que le era posible.

—No van a aguantar el trote mucho tiempo. Ahora van porque en realidad no es época de quehacer. Pero los indios necesitan a sus hijos para que los ayuden. Cuando llegue el tiempo de las cosechas no se van a dar abasto solos. Y entonces qué escuela ni qué nada. Lo primero es lo primero.

—Yo que usted no me hacía ilusiones, tío. Parecen muy decididos.

—Es pura llamarada de doblador. Están como criaturas con un juguete nuevo. Pero pasada la embelequería ni quién se vuelva a acordar. Yo sé lo que te digo. Los conozco.

—Ojalá no se equivoque usted. Porque yo ya estoy hasta la coronilla de esta farsa.

—Ten calma, Ernesto. Ya pasará el mal paso. Y recuerda que yo no soy de los que se dan por bien servidos.

Espera, espera el premio, pensó irónicamente Zoraida. Sacrifícate por él si todavía crees que vale la pena. Todavía no has acabado de entender que los Argüellos ya no son los de antes. Daba gusto servirles cuando tenían poder, cuando tenían voz. Pero ahora andan sobre la punta de los pies, aconsejando prudencia, escatimando el dinero. Nos arrimamos a un mal árbol, Ernesto, a un árbol que no da sombra.

X

A mediodía comenzaban los preparativos para el baño. El semanero ensillaba las bestias. Una mula vieja, jubilada ya de los grandes y pesados quehaceres, y dos burros diminutos y mansos servían para transportar diariamente, de la casa grande al río, a Zoraida, a Mario y a la niña. El kerem iba adelante jalando el cabestro que apersogaba a los animales. Y una india cargaba sobre su cabeza la canasta con las toallas y los jabones. Matilde iba rezagada, siguiendo al grupo. Se defendía de la fuerza del sol con un sombrero de alas anchas y redondas.

Atravesaron lentamente en medio del caserío sin que los acompañara una palabra de benevolencia, un saludo. Las indias desviaban los ojos haciéndose las desentendidas para no mirarlos pasar.

Escogían una de las veredas. La mula tropezaba, doblaba las patas en el encuentro con cada piedra y recuperaba penosamente el equilibrio. O se detenía a arrancar manojos de zacate que masticaba con calma mientras entrecerraba los ojos y se espantaba las moscas y los tábanos que la acosaban, con un perezoso movimiento de su cola. Era en vano que Zoraida hostigara al animal azotándolo con un fuete. En vano que golpeara el abdomen de la mula con el estribo de fierro del galápago en que se sentaba. Ni el kerem, estirando hasta su límite el cabestro, podía hacerla andar. La mula no avanzaba sino después de tragar parsimoniosamente el último bocado. Sólo para volver a pararse, unos cuantos pasos más adelante, bajo la sombra de un árbol, a cabecear allí. Zoraida se desesperaba y hacía cómicos gestos de impaciencia. Los niños reían y Matilde y la india tenían tiempo para alcanzar a los que iban delante.

A la tierra roja de la vereda empezaba a mezclarse una arena parda, suelta y húmeda que formaba manchones dispersos. Entre el follaje, ya más tupido de los árboles, aturdía un escándalo de chachalacas que se comunicaban a gritos la novedad de una presencia extraña. Y en la vaharada de aire caliente se desenvainaba una ráfaga repentina, fresca y olorosa.

Desmontaron junto a una roca de la playa. El kerem ató las bestias a un tronco y se alejó, silbando suavemente, para no presenciar el baño de las mujeres. Y ellas fueron, llevando de la mano a los niños, hasta un toldo de ramas. La india sacó del cesto los camisones, desteñidos por el uso, los estropajos enmarañados, la raíz del amole para lavarse el pelo.

Zoraida y la niña caminaron, ya descalzas, sobre la arena vidriosa y chisporroteadora. La tela rígida del camisón iba dejando una huella informe, serpenteante, detrás de ellas.

—¿Y tú, Matilde?

Matilde se arrebujó en una toalla, como con escalofrío, diciendo:

—Estoy indispuesta. Si me baño se me va a cortar la sangre.

El pie de la niña quebró la superficie del agua y se retiró vivamente como si se hubiera quemado.

—Está fría.

Era necesario decidirse de golpe. Cerrar los ojos, aguantar la respiración y hundirse en aquella realidad hostil. Zoraida braceó a ciegas, sacudiendo vigorosamente su pelo, a un lado y otro, parpadeando para deshacer las gotas que le escurrían sobre los ojos. Cuando los abrió bien midió la distancia que la separaba de la orilla y, contrariando la dirección de su esfuerzo, volvió a ella. Allí estaba la niña, salpicada de espuma, tiritando.

—Ven —la animó Zoraida.

Pero la niña movía la cabeza, negándose, y Zoraida tuvo que salir a la playa. El camisón se le había untado al cuerpo dibujando todas las líneas de una obesidad naciente. Y el agua pesaba y escurría en los bordes de la tela. Condujo a la niña al río y, con el fin de darle confianza, fue tanteando la hondura que pisaba y la sostenía a flote cuando un desnivel demasiado brusco del terreno abría, bajo los pies de la criatura, un pequeño abismo.

—¿Quieres nadar?

La niña asintió castañeteando los dientes de frío. Entonces Matilde se aproximó hasta donde el agua amenazaba mojar sus zapatos y desde allí estiró los brazos para entregar el par de tecomates. Cuando la niña los tuvo atados a la espalda, sostenida más que por ellos por la certeza de que no se hundiría, nadó. Bajo la vigilancia de su madre, iba y venía sin salir de los límites de esta poza donde el agua se remansaba mientras la corriente seguía, más allá, atropellándose, bramando.

La india, desnuda hasta la cintura, con los pechos al aire, bañaba al niño vertiendo sobre su cabeza jicaradas de agua. Frotó su pelo con la raíz del amole hasta dejarlo rechinante de tan limpio. Matilde esperaba, con la toalla extendida, para arropar a Mario. Ya estaba vistiéndolo, bajo el toldo de ramas, cuando volvieron Zoraida y la niña, arreboladas y felices.

Los camisones húmedos quedaron en el suelo, enrollados como dos gruesas culebras rojas. La india fue a recogerlos y los enjuagó, azotándolos rudamente contra las piedras de la orilla.

Matilde se acercó, solícita, hasta el lugar donde se vestía Zoraida, para decirle:

—¿Vas a beber tu posol?

Y le alargó la jícara de posol batido. Pero en el momento en que Zoraida iba a recibirla, quedó suspensa, con la mano en el aire, atendiendo a un rumor como de muchas pisadas y de voces y de risas, que venía avanzando cada vez más hacia ellas. Las bestias despertaron de su sopor y pararon las orejas en señal de alarma.

—¿Qué es eso? —preguntó Matilde con un leve temblor en la voz.

—Gente —contestó Zoraida.

—¡Dios mío! Y nos van a encontrar así. Termina de vestirte pronto y vámonos.

—No te muevas, Matilde. Aprende a darte tu lugar. Sean quienes sean los que vienen tendrán que esperar. Saben que nadie tiene derecho ni a coger agua del río ni a bañarse mientras los patrones están aquí.

La india corrió hasta la enramada y apresuradamente volvió a ponerse la camisa. El ruedo de su tzec, empapado, goteaba silenciosamente sobre la arena.

El rumor de pisadas y de voces tomó, al fin, cuerpo. Era un grupo de muchachos indios, seis o siete, que venían corriendo. Zoraida los miró con severidad y luego torció el rostro, desdeñosa. Los indios se detuvieron paralizados por esta mirada. Fue sólo un momento, en el lugar donde alcanzaba su término la vereda. Pero uno entre ellos se movió para avanzar. Dándose ánimo con una risa fuerte y grosera descendió con rapidez por el talud de arena que bajaba, desmoronado y flojo, hasta la playa. Allí se paró, jadeando, más que de fatiga de expectación. Y continuó riéndose, golpeando sus muslos con la palma abierta de las manos. Los otros llevaban sus ojos, alternativamente, de la figura de su compañero a la de Zoraida. Y con cautela fueron adelantándose, reuniéndose con el que había llegado primero y que se desabotonaba ya la camisa con diez dedos torpes y temblorosos.

—Vámonos, Zoraida —suplicó Matilde.

Pero Zoraida no dio muestras de haberla escuchado. Con las pupilas dolorosamente dilatadas contemplaba cómo los indios, uno por uno, iban despojándose de la camisa, de los caites. Con el pantalón de manta bien ceñido se movieron hasta el agua y se sumergieron en ella, sin ruido, como si volvieran a su elemento propio.

—Van a ensuciar nuestra poza —dijo Zoraida con un acento soñador y remoto.

Los jóvenes de torso lustroso, como de cobre pacientemente abrillantado, nadaban. Se zambullían con agilidad, se deslizaban a favor de la corriente, volvían al punto del que partieron, todo con un silencio, con una facilidad de pez.

—¿Viste? La poza está ya turbia.

El kerem, avisado por la india, había vuelto y estaba desatando las bestias.

—Vámonos, Zoraida.

Matilde tuvo que repetir la súplica. Tuvo que sacudir delicadamente a su prima como para volverla en sí. Pero cuando Zoraida estuvo frente a la mula se negó a montar en ella.

—Prefiero ir a pie.

Subieron lentamente por el talud de arena. A cada descanso que la fatiga le exigía, Zoraida volvía el rostro y se quedaba viendo largamente el río.

—No los mires así, Zoraida. Te van a faltar al respeto.

Habían llegado a la vereda, habían caminado los primeros pasos, cuando el ruido estalló a sus espaldas. Gritos, carcajadas soeces, el retumbar del agua al romperse ante la fuerza de los cuerpos. Y el chillido de los pájaros y el despliegue rápido de las alas, huyendo.

Zoraida se detuvo.

—¿Qué dicen? —preguntó.

—Quién sabe. Están hablando en su lengua.

—No. Fíjate bien. Es una palabra en español.

—Qué nos importa, Zoraida. Vámonos. Mira hasta dónde van ya los niños.

Zoraida se desprendió con violencia de las manos de Matilde.

—Regresa tú, si quieres.

Matilde bajó las manos con un gesto de resignación. Zoraida había desandado el camino para oír mejor.

—¿Ya entendiste lo que están gritando?

La intensidad de la atención le crispaba los músculos de la cara. Matilde hizo un ademán de negación y de indiferencia.

—Gritan “camarada”. Oye. Y lo gritan en español.

Matilde esperaba la explosión de cólera, por lo demás ya tan conocida, de Zoraida. Pero en vez de eso Zoraida curvó los labios en una sonrisa suave, indulgente, cómplice. Y ya no hubo necesidad de insistir para que regresaran. Echó a andar con prontitud, la cabeza baja, la mirada fija en el suelo. No habló más. Pero cuando llegaron a la casa grande y vio a César recostado en la hamaca del corredor, empezó a gritar como si un mal espíritu la atormentara:

—¡Estaban desnudos! ¡Los indios estaban desnudos!

XI

César lo dispuso así: que de entonces en adelante las mujeres y los niños no volvieran a salir si no los acompañaba un hombre que sirviera como de respeto y, en caso necesario, de defensa. Ese hombre no podía ser César, porque estaba ocupado en las faenas del campo. Ernesto disponía de más tiempo libre una vez terminadas las horas de clase en la mañana. Matilde se sobresaltó y estuvo a punto de confesar a César que los acontecimientos del día anterior no habían tenido las proporciones que la exageración de Zoraida les confiriera. Ni los indios se habían desnudado delante de ellas, ni las habían insultado obligándolas a salir del río antes de terminar de bañarse. Pero Matilde había dejado pasar el momento oportuno para esta aclaración y ahora ya no resultaría creíble. Pero es que Matilde se asombró tanto al escuchar los gritos de Zoraida, su versión falsa de los hechos, que no se le ocurrió siquiera desmentirla. La miraba, sobrecogida de estupor, temiendo las consecuencias de este relato. Pero no sucedió nada. Zoraida no había vuelto a hacer alusión al asunto, como si un olvido total lo hubiera borrado. Sólo que ya no quiso volver a bañarse al río. Mandó acondicionar uno de los sótanos de la casa como baño. Una habitación lóbrega, con las paredes pudriéndose en humedad y lama, a la que los niños se negaron a entrar.

—Por fortuna estás tú aquí, Matilde, y puedo botar carga. De hoy en adelante tú los llevarás al río.

¿Cómo replicar? Matilde hizo ese gesto de asentimiento que ya se le estaba convirtiendo en automático. No sabía cómo escapar a esta obligación penosa. Confiaba en que a última hora ocurriría algo imprevisto, que Ernesto sería requerido para desempeñar alguna tarea más urgente y no los acompañaría. Pero a la hora convenida Ernesto se presentó ante Matilde, diciéndole:

—Usted sabe que no vengo por mi gusto.

Eran las primeras palabras que se cambiaban desde el día en que estuvieron juntos en el cuarto de Ernesto. El corazón de Matilde le dio un vuelco y le dolió hasta romperse y un calor repentino le quemó la cara. Bajó los párpados sin responder y echó a andar por la vereda en seguimiento de Ernesto. Detrás venían los niños montados en sus burros, y el kerem jalando el cabestro, y la mujer con la canasta de ropa sobre la cabeza.

(Hablarme así, con esa impertinencia. Claro. Se siente con derecho porque ante sus ojos yo no soy más que una cualquiera. Y él. ¿Qué estará creyendo que es? Un bastardo, un pobre muerto de hambre. Mira nada más los zapatos que trae. Por Dios, pero si a cada paso parece que se le van a desprender las suelas.)

Y los ojos de Matilde se llenaron de lágrimas. Hubiera querido correr y alcanzar a Ernesto y humillarse a sus pies y besárselos como para pedir perdón por aquellos pensamientos tan ruines.

(Si yo dispusiera de dinero, como antes, iría corriendo a la tienda y le compraría todo, todo. ¡Qué cara tan alegre pondría! Yo conozco cuando está contento. Lo vi una vez. Se le suaviza el gesto como si una mano pasara sobre él, acariciándolo. Por volverlo a ver así sería yo capaz de… No tengo dignidad, ni vergüenza, ni nada. Y me arrimo donde me hacen cariños como se arriman los perros. Hasta que estorban y los sacan a palos. Sí, yo estoy muy dispuesta a humillarme; pero él ¿qué? Mírenlo. Ahí va caminando, sin dignarse mirar para atrás. ¿Y para qué me va a ver? No quiere nada de mí, me lo dijo. ¿Qué puede querer un hombre como él de una vieja como yo?)

Y en el preciso momento en que pronunció la palabra “vieja”, Matilde sintió una congoja tan fuerte que le fue necesario pararse y respirar con ansia, porque estaba desfallecida. Vieja. Ésa era la verdad. Y volvió a caminar, pero ya no con el paso ligero de antes, sino arrastrando los pies dificultosamente, como los viejos. Y el sol que caía sobre su espalda empezó a pesarle como un fardo. Se palpó las mejillas con la punta de los dedos y comprobó con angustia que su piel carecía de la firmeza, de la elasticidad, de la frescura de la juventud y que colgaba, floja, como la cáscara de una fruta pasada. Y su cuerpo también se le mostró —ahora que estaba desnudándose bajo el cobertizo de ramas— opaco, feo, vencido. Y cada arruga le dolió como una cicatriz. ¿Cómo me vería Ernesto? Una vergüenza retrospectiva la hizo cubrirse precipitadamente. El camisón resbaló a lo largo de ella con un crujido de hoja seca que se parte.

¿Cómo le iba yo a gustar a Ernesto? Mejores habrá conocido.

Y súbita, luminosamente, se le representó a Matilde la juventud, la hermosura de Ernesto. Y volvió a estar, como todos los días anteriores, clavada en el centro mismo de la nostalgia. Y su lengua se le pegó al paladar, reseca.

(No puedo más. No puedo más, repetía. ¿Para qué seguir atormentándome y pensando y golpeándome la cabeza contra esta pared? ¿Qué me importa ya que Ernesto sea lo que sea ni que yo sea lo que soy, si todo está decidido? Ya no podrán seguir humillándome.)

Con la cabeza erguida Matilde caminó hasta el borde mismo del agua y desde allí, sin volverse, dijo en tzeltal a la india que estaba desvistiendo a los niños:

—No los desvistas todavía. Parece que el agua está muy destemplada. Voy a probar yo primero.

La india obedeció. Matilde estaba entrando en el río. El agua lamió sus pies, se le enroscó en los tobillos, infló cómicamente su camisón. El frío iba tomando posesión de aquel cuerpo y Matilde tuvo que trabar los dientes para que no castañetearan. No avanzó más. Los peces mordían levemente sus piernas y huían. El camisón inflado le daba el grotesco aspecto de un globo cautivo. Los niños rieron, señalándola. Matilde oyó la risa y con un gesto, ya involuntario, volvió el rostro y sonrió servilmente como en esta casa había aprendido a hacerlo. Y con la risa congelada entre los labios dio un paso más. El agua le llegó a la cintura. La arena se desmenuzaba debajo de sus pies. Más adentro, más hondo, con el abdomen contraído por el frío. Hasta que sus pies no tuvieron ya dónde apoyarse. Entonces perdió el equilibrio con un movimiento brusco y torpe. Pero no quería quedar aquí, en la profunda quietud de la poza, y nadó hasta donde la corriente bramaba y allí cesó el esfuerzo, se abandonó. Un grito —¿de ella, de los que quedaron en la playa?— la acompañó en su caída, en su pérdida.

El estruendo le reventó en las orejas. No sintió más que el vértigo del agua arrastrándola, golpeándola contra las piedras. Un instinto, que su deseo de morir no había paralizado, la obligaba a manotear tratando de mantenerse en la superficie y llenando sus pulmones de aire, de aire húmedo que la asfixiaba y la hacía toser. Pero cada vez más su peso la hundía. Algas viscosas pasaban rozándola. La repugnancia y la asfixia la empujaban de nuevo hacia arriba. Cada vez su aparición era más breve. Sus cabellos se enredaron en alguna raíz, en algún tronco. Y luego fue jalada con una fuerza que la hizo desvanecerse de dolor.

Cuando recuperó el sentido estaba boca abajo, sobe la arena de la playa, arrojando el agua que tragó. Alguien le hacía mover los brazos y, a cada movimiento, la náusea de Matilde aumentaba y los espasmos se sucedían sin interrupción hasta convertirse en uno solo que no terminaba nunca. Por fin soltaron los brazos de Matilde y la despojaron del camisón hecho trizas y la envolvieron en una toalla. Cuando la frotaron con alcohol para reanimarla, el cuerpo entero le dolió como una llaga y entonces supo que estaba todavía viva. Una alegría irracional, tremenda, la cubrió con su oleada corriente. No había muerto. En realidad, nunca estuvo segura de que moriría, ni siquiera de haber deseado morir. Sufría y quería no sufrir más. Eso era todo. Pero seguir viviendo. Respirar en una pradera ancha y sin término; correr libremente; comer su comida en paz.

—Matilde…

La voz la envolvió, susurrante. Y luego una mano vino a posarse con suavidad en su hombro. Matilde sintió el contacto, pero no respondió siquiera con un estremecimiento.

—¡Matilde!

La mano que se posaba en su hombro se crispó, colérica. Matilde abrió los ojos abandonando el pequeño paraíso, oscuro, sin recuerdos, en el que se había refugiado. La crudeza de la luz la deslumbró y tuvo que parpadear muchas veces antes de que las imágenes se le presentaran ordenadas y distintas. Esa mancha azul se cuajó en un cielo altísimo y limpio de nubes. Ese temblor verde era el follaje. Y aquí, próxima, tibia, acezante, la cara de Ernesto. El dolor, que había sobrevivido con ella, volvió a instalarse en el pecho de Matilde. Quiso apartarse de esa proximidad, huir, esconder el rostro. Pero al más leve movimiento sus huesos crujían, como resquebrajándose, y por toda su piel corrió un ardor de sollamadura. ¿Y hacia dónde huir? Los brazos de Ernesto la cercaban. Impotente, Matilde volvió a cerrar los ojos, ahora mojados de lágrimas.

—No llores, Matilde. Ya estás a salvo.

Pero los sollozos la desgarraban por dentro y venían a estrellarse con una espuma de mal sabor entre sus labios.

—Gracias a Dios no tienes ninguna herida. Raspones nada más. Y el gran susto.

Delicadamente, con la punta de la toalla, Ernesto enjugó el rostro de Matilde.

—Cuando oímos los gritos de la india, el kerem y yo corrimos a ver qué pasaba. La corriente te estaba arrastrando. Yo quise tirarme al río también. Pero el kerem se me adelantó. Yo hubiera querido salvarte. Hubieras preferido que te salvara yo, ¿verdad?

Ernesto aguardó inútilmente la respuesta. Matilde continuaba muda y el único signo que daba de estar despierta era el llanto que no cesaba de manar de sus ojos. Entonces Ernesto frotó sus labios contra los párpados cerrados y se quedó así, con la boca pegada a la oreja de Matilde, para que sus palabras no fueran escuchadas por los niños, a quienes la india contenía impidiéndoles acercarse.

—He soñado contigo todas estas noches.

Una furia irrazonada, ciega, empezó a circular por las venas de Matilde, a enardecerla. La voz seguía derramándose, como una miel muy espesa, y Matilde se sentía mancillada de su pegajosa sustancia. No le importaba ya lo que dijera. Pero sabía que este hombre estaba usurpando el derecho de hablarle así. Sólo porque no tenía fuerzas para defenderse, porque estaba, como la otra vez, inerme en sus manos, Ernesto la acorralaba y quería clavarla de nuevo en la tortura como se clava una mariposa con un alfiler. Ah, no. Esta vez se equivocaba. Matilde había pagado su libertad con riesgo de su vida. Abrió los ojos y Ernesto retrocedió ante su mirada sin profundidad, brillante, hostil, irónica, de espejo.

—¿Por qué no me dejaron morir?

Su voz sonaba fría, rencorosa. Ernesto quedó atónito, sin saber qué contestar. No esperaba esta pregunta. Se puso de pie y desde su altura dejó caer las palabras como gotas derretidas de plomo.

—¿Querías morir?

Matilde se había incorporado y respondió con vehemencia:

—¡Sí!

Y ante el gesto de estupefacción de Ernesto:

—¡No seas tan tonto de creer que fue un accidente! Sé nadar, conozco estos ríos mejor que el kerem que me salvó.

—Entonces tú…

—Yo. Porque no quiero que nazca este hijo tuyo. Porque no quiero tener un bastardo.

Retadora, sostuvo la mirada de Ernesto. Y vio cómo su propia imagen iba deformándose dentro de aquellas pupilas hasta convertirse en un ser rastrero y vil del que los demás se apartan con asco.

—¿Por qué no te atreves a pegarme? ¿Tienes miedo?

Pero Ernesto se dio vuelta lentamente y echó a andar. Matilde respiraba con agitación. No podía quedar así, sentada en el suelo, ridícula, con todo el odio que aquel silencio sin reproche transformaba en nada. Rió entonces escandalosamente. Su risa acompañó los pasos de Ernesto. Y los niños y la india y el kerem reían también a grandes carcajadas, sin saber por qué.

XII

Ernesto empujó la puerta de la escuela. Chirriando levemente la puerta cedió. Ernesto se detuvo en el umbral a mirar el desmantelado aspecto de aquella habitación. No tenía más muebles que una mesa y una silla hechas en madera de ocote sin pulir. Las astillas se prendían en la ropa de Ernesto y acababan de rasgarla. Porque aquellos muebles eran para el maestro. Los niños se enroscaban en el suelo.

En las paredes de bajareque no había un pizarrón, un mapa, ningún objeto que delatara el uso que se le daba a esta habitación. Pero Felipe había recortado de un periódico el retrato de Lázaro Cárdenas. El presidente parecía borroso, entre una multitud de campesinos. Su retrato estaba muy alto, casi en el techo, pegado con cera cantul.

Ernesto le dedicó una irónica reverencia antes de retirar la silla para sentarse. Sacó del bolsillo trasero del pantalón una botella de comiteco y la depositó sobre la mesa. Cuando los muchachitos entraron y vieron aquel objeto tan familiar para ellos, sus caras se alegraron. Sin pronunciar una palabra, sin hacer un gesto de saludo, los niños desfilaron ante Ernesto y fueron a ocupar su sitio en el suelo. Allí se quedaron silenciosos, quietos, esperando que aquel hombre empezara a hablar de todas esas cosas que ellos no comprendían. Pero Ernesto no habló. Con parsimonia fue desenroscando el tapón de la botella y, cuando estuvo abierta, la chupó ávidamente en tragos largos y ruidosos. Entonces se limpió la boca con la manga de su camisa, sin dejar de empuñar la botella, y estirando el brazo hacia adelante, ofreció:

—¿Gustan?

Los niños se miraron entre sí, desconcertados. Conocían el ademán que sus padres hacían tantas veces delante de ellos; algunos hasta ya sabían aceptar el convite. Iban a responder a él, pero Ernesto había retirado otra vez su brazo. Y ahora les decía:

—Estamos perdiendo el tiempo en una forma miserable, camaradas. ¿De qué nos sirve juntarnos aquí todos los días? Yo no entiendo ni jota de la maldita lengua de ustedes y ustedes no saben ni papa de español. Pero aunque yo fuera un maestro de esos que enseñan a sus alumnos la tabla de multiplicar y toda la cosa, ¿de qué nos serviría? No va a cambiar nuestra situación. Indio naciste, indio te quedas. Igual yo. No quise ser burrero, que era lo natural, lo que me correspondía. Ni aprendiz de ningún oficio. Si tenía yo más cabeza que ninguno. ¿Por qué no iba yo a ser más? Te lo estoy diciendo por experiencia, haceme caso. Más te vale machete estar en tu vaina. Miren cómo vienen: limpios, recién mudados. Apuesto que hasta les cortaron las uñas y les echaron brillantina como si fueran a ir a un baile. Y tanto preparativo para venir a revolcarse enfrente de mí. Ya me imagino lo que estarán diciendo para sus adentros: ¡Por culpa de este desgraciado bastardo! ¿Cómo se dice bastardo en tzeltal? Tienen que tener una palabra. No me vengan a mí con el cuento de que son muy inocentes y no lo saben. Los niños de la casa grande, que son menores que ustedes y no son precisamente muy listos, ya aprendieron a gritar: ¡Bastardo! ¡Bastardo! A escondidas de los mayores, naturalmente. Porque si los oyeran se les desgajaría una soberana cueriza. Bueno, eso digo yo. Aunque viéndolo bien quién sabe. Con suerte son los mismos papás los que les enseñan las groserías. No se puede confiar en nadie. El hongo más blanco es el más venenoso. Ahí tienen ustedes, sin ir más lejos, a Matilde. ¿No la conocen? Pues se las recomiendo. Es una muchacha… Bueno, eso de muchacha es un favor que ustedes y yo le vamos a hacer. Porque cuando a una muchacha le cuelgan los pechos como dos tecomates es que se está pasando de tueste. Ella no quería que yo los viera. Se jalaba la blusa para taparlos. Quiso cerrar la ventana porque era mediodía y entraba el sol que era un gusto. Yo hice como que bajaba los párpados y entonces ella se tranquilizó y se fue quedando quieta como un pulioquita. Pero yo no estaba dormido. Yo me estaba fijando en eso de los pechos que les dije. Y en otras cosas. Se las daba de señorita. Y mucho remilgo y mucho escándalo y toda la cosa. Sí, cómo no. ¿Acaso las señoritas se entregan así al primero que les dice: “Qué lindos tienes los ojos”? Y yo ni siquiera se lo dije. No tuve que rogarle. Tampoco que hacerle la fuerza. Nomás la besé y se quedó como un parasimo, toda trabada. Se fue cayendo para atrás, tiesa, fría, pálida, tal como si se hubiera muerto. Yo la cargué hasta la cama y la acosté. Estaba yo asustado, palabra de honor. La sacudía yo de los hombros y le decía yo: ¡Matilde! ¡Matilde! Nada que me contestaba. Sólo se puso a temblar y a llorar y a rogarme que no le hiciera yo daño, que tenía mucho miedo de lo que le iba a doler. Y yo, para qué les voy a mentir, tengo a Dios por testigo, de que ni por aquí se me había pasado un mal pensamiento. Pero ya sobre advertencia empecé a cavilar y a cavilar. Que Matilde iba a decir que yo era muy poco hombre si la dejaba en aquella coyuntura. Además ella empezó a defenderse, a forcejear. Hasta quiso dar de gritos, pero yo le tapé la boca. Nomás eso nos faltaba, que nos encontraran allí juntos. Se lo dije a Matilde para aplacarla. ¡Qué caso me iba a hacer! No obedece a ninguno. Como la criaron tan consentida está acostumbrada a hacer siempre su regalada gana. Lo que necesita es un hombre que la meta en cintura y que la haga caminar con el trotecito parejo. Pero ya está visto que ese hombre no soy yo. Bueno, camaradas, eso merece que lo celebremos con otro trago. ¡Salud!

Ernesto volvió a beber. Un calor agradable lo envolvió. Le gustaba esta sensación que hacía contrapeso a los escalofríos del paludismo. Y luego empezar a moverse como en un sueño, como pisando sobre algodones. No le importaba decir lo que estaba diciendo porque tenía la certidumbre de que ninguno de sus oyentes lo entendía. Miró fijamente su mano extendida sobre la mesa y le sorprendió hallarla de ese tamaño. Para lo que pesaba debería ser mucho más, pero mucho más grande. Este descubrimiento le produjo un amago de risa. Movió los dedos y el cosquilleo que recorrió todo su brazo hizo que la risa se desbordara al fin. Los niños lo miraban con los ojos redondos, indiferentes.

—Yo la volví a buscar. No, no es que quedara yo muy convidado, pero la volví a buscar. En estos infelices ranchos no hay mucho dónde escoger. En el pueblo, en Comitán, la cosa hubiera sido distinta. Ahí sí hay mujeres de deveras y no melindrosas. Ay, camaradas, si hubieran visto a la mosca muerta de Matilde, seria, como si nunca rompiera un plato. No me volvió a dar ocasión de que yo le hablara. Claro, una señorita de su categoría desmerece hablando con un bastardo. Pero luego, ¿qué tal le fue? En el pecado llevó la penitencia, la pobre. Va saliendo con su domingo siete de que va a tener una criatura. Y como es muy lista no se le ocurre nada más que ir a tirarse al río para que se la lleve la corriente. Cuando lo derecho es avisarle al hombre. Yo no me iba a hacer para atrás, no la iba yo a dejar sentada en su deshonra. Eso llevando las cosas por derecho. Pero después de lo que hizo que ni sueñe que le voy a rogar. No soy tan sobrado. Para mí es como si hubiera muerto. Allá que se las averigüe con su hijo.

La lengua casi no le obedecía ya. En su torpeza se enredaban las palabras y salían escurriendo como un hilo de baba espeso, interminable. Los niños, tan acostumbrados al espectáculo de la embriaguez, hacía rato que no atendían el monólogo de Ernesto. El más audaz entre ellos principió por darle un codazo a su vecino. Éste gimió de dolor por el golpe y los demás rieron disimuladamente, cubriéndose la boca con la mano. Pero ahora se empujaban sin ningún recato, se tiraban bolitas de tierra, iniciaban luchas feroces. Los ojos turbios de Ernesto contemplaban este desorden sin hacerse cargo de él, como si fuera un acontecimiento muy remoto con el que su persona no guardaba ninguna relación.

—Pagué mi boca. Cuando mi tío César me contó que se metía con las indias —y el montón de muchachitos medio raspados, medio ladinos que andan desparramados por estos rumbos no lo dejan mentir—, dije: caray, se necesita estar muy urgido, tener muchas ganas. Porque lo que es yo, en Comitán, ni cuándo me iba yo a acercar a una envuelta. Pero aquí vine a pagar mi boca. Y miren con quién: con la molendera. Es una trinquetona que más bien parece pastora de barro de las que venden los custitaleros. Pero de cerca huele a… pues a lo que huelen las molenderas. Tiene un chuquij que no se lo quita ni con cien enjabonadas, un chuquij de nixtamal rancio. Sólo porque era mucha la necesidad me fui a meter a su jacal. Pero después me puse a vomitar como si me hubieran dado veneno. La molendera se quedaba viéndome, así, como ahorita me están viendo ustedes, con sus ojos de idiota. Sin hablar ni una palabra. Y el vómito allí, apestando cerca de nosotros. Entonces ella se levantó y salió a traer un perro. Bueno, más vale que yo me ría. ¿Saben para qué lo trajo? Para limpiar el vómito. El perro, cómo estaría de hambre, el pobre, que se abalanzó y de una sentada se lo lamió todo hasta no dejar ni rastro. Sólo quedó una manchita de humedad en el suelo. Mi tío César, ya me lo imagino, se hubiera quedado allí, tan satisfecho. Pero yo desde ese día no puedo comer de asco. Tengo que irme a otra parte. Primero era sólo la peste del estiércol cuando lo ponen de emplasto sobre la gusanera. Pero ahora también ese chuquij de nixtamal en todas partes. Se los digo, honradamente, no puedo seguir aquí. Ya lo probé. No se puede. Y total, ¿qué estoy haciendo? Además de que no tengo obligación. Yo se lo dije a César desde Comitán. Y él, sí, sí, muy conforme con mis condiciones. Pero en cuanto me creyó seguro, me dejó bien zocado, al palo y sin zacate. ¿Y por qué? ¿Con qué derecho? ¿No soy tan Argüello como el que más? Me distinguen sólo porque soy pobre. Pero ¿cuánto vamos que pronto estaremos parejos?

Dando un manotazo sobre la mesa, Ernesto se puso en pie, tambaleante.

—¡Vengan y acaben con todo de una buena vez! ¡Llévense las vacas y que les haga buen provecho! ¡Entren con sus piojos a echarlos a la casa grande! ¡Repártanse todo lo que encuentren! ¡Y que no quede ni un Argüello! ¡Ni uno! ¡Ni uno!

La exaltación de Ernesto se quebró en un hipo. Quiso volver a sentarse, pero no atinó con el lugar en el que se encontraba la silla y cayó al suelo. No intentó volver a levantarse. Allí se quedó, con las piernas abiertas, roncando sordamente. Los niños no quisieron acercársele por temor a que despertara y salieron en tropel, riendo, jugando, para regresar a sus jacales. Sobre la cabeza de Ernesto zumbaban los insectos. Gente de la casa grande vino a buscarlo al anochecer. Todavía inconsciente, Ernesto dejó caer su peso sobre los hombros de quienes lo cargaron.

XIII

Doña Amantina, la curandera de por el rumbo de Ocosingo, recibió varios recados antes de consentir en un viaje a Chactajal.

—Que dice don César Argüello que hay un enfermo en la finca.

—Que digo yo que me lo traigan.

—Que su estado es peligroso y no se puede mover.

—Que yo no acostumbro salir de mi casa para hacer visitas.

—Que se trata de un caso especial.

—Que voy a dejar mi clientela.

—Que se la va a pagar bien.

Entonces doña Amantina mandó preparar la silla de mano, y dos robustos indios chactajaleños —uno solo no hubiera aguantado aquella temblorosa mole de grasa— levantaron las andas de la silla. Atrás, un mozo de la confianza de doña Amantina transportaba un cofre, cerrado con llave, y en cuyo interior, oculto siempre a las miradas de los extraños, la curandera guardaba su equipaje.

Hicieron lentamente las jornadas. Deteniéndose bajo la sombra de los árboles para que doña Amantina destapara el cesto de provisiones y batiera el posol y tragara los huevos crudos, pues desfallecía de hambre. Comía con rapidez, como si temiera que los indios —a quienes no convidaba— fueran a arrebatarle la comida. Sudaba por el esfuerzo de la digestión y una hora después ya estaba pidiendo que detuvieran la marcha para alimentarse de nuevo. Decía que su trabajo la acababa mucho y que necesitaba reponer sus fuerzas.

En Chactajal la esperaban, y regaron juncia fresca en la habitación que habían preparado para ella. Doña Amantina la inspeccionó dando muestras de aprobación y luego sugirió que pasaran al comedor. Allí charlarían más tranquilamente. Y entre una taza de chocolate y la otra —los Argüellos empezaron a mostrar algunos signos de impaciencia— doña Amantina preguntó:

—¿Quién es el enfermo?

—Una prima de César —respondió Zoraida—. ¿Quiere usted que vayamos a verla? Desde hace días no sale de su cuarto.

—Vamos.

Se puso de pie con solemnidad. En sus dedos regordetes se incrustaban los anillos de oro. Las gargantillas de coral y de oro brillaban sobre la blusa de tela corriente y sucia. Y de sus orejas fláccidas pendían un par de largos aretes de filigrana.

Cuando abrieron la puerta del cuarto de Matilde se les vino a la cara un olor de aire encerrado, respirado muchas veces, marchito. Tantearon en la oscuridad hasta dar con la cama.

—Aquí está doña Amantina, Matilde. Vino a verte.

—Sí.

La voz de Matilde era remota, sin inflexiones.

—Vamos a abrir la ventana.

La luz entró para mostrar una Matilde amarilla, despeinada y ojerosa.

—Está así desde que la revolcó la corriente. No quiere ni comer ni hablar con nadie.

Ante la total indiferencia de Matilde, doña Amantina se inclinó sobre aquel cuerpo consumido por la enfermedad. Desconsideradamente tacteaba el abdomen, apretaba los brazos de Matilde, flexionaba sus piernas. Matilde sólo gemía de dolor cuando aquellas dos manos alhajadas se hundían con demasiada rudeza en algún punto sensible. Doña Amantina escuchaba con atención estos gemidos, insistía, volviendo al punto dolorido, respiraba fatigosamente. Hasta que, sin hablar una sola palabra, doña Amantina soltó a Matilde y fue a cerrar de nuevo la ventana.

—Es espanto de agua —diagnosticó.

—¿Es grave, doña Amantina?

—La curación dura nueve días.

—¿Va usted a empezar hoy?

—En cuanto me consigan lo que necesito.

—Usted dirá.

—Necesito que maten una res. Un toro de sobreaño.

A Zoraida le pareció excesiva aquella petición. Las reses no se matan así nomás. Sólo para las grandes ocasiones. Y los toros ni siquiera para las grandes ocasiones. Pero doña Amantina pedía como quien no admite réplica. Y no se vería bien que los Argüellos regatearan algo para la curación de Matilde.

—Que sea un toro de sobreaño. Negro. Junten en un traste los tuétanos. Ah, y que no vayan a tirar la sangre. Ésa me la bebo yo.

Al día siguiente la res estaba destazada en el corral principal. Espolvoreados de sal, los trozos de carne fueron tendidos a secar en un tapexco o se ahumaban en el garabato de la cocina.

—¿Quiere usted otra taza de caldo, doña Amantina?

(Si acepta, si vuelve a sorber su taza con ese ruido de agua hirviendo, juro por Dios que me paro y me salgo a vomitar al corredor.)

—No, gracias, doña Zoraida. Ya está bien así.

Ernesto suspiró aliviado. Le repugnaba esta mujer, no podía soportar su presencia. Y más sospechando qué era lo que había venido a hacer a Chactajal.

—¿Cómo a qué horas le pasó la desgracia a la niña Matilde?

—Pues se fueron a bañar como a la una. ¿No es verdad, Ernesto?

—No vi el reloj.

Que no creyeran que iban a contar con él para el asesinato de su hijo. ¿Y Zoraida era cómplice o lo ignoraba todo? No. A una mujer no se le escapan los secretos de otra. Lo que sucede es que todas se tapan con la misma chamarra.

—Para llamar el espíritu de la niña Matilde hay que ir al lugar donde se espantó y a la misma hora.

—Pero Matilde no se puede mover, doña Amantina. Usted es testigo.

—Hay que hacerle la fuerza. Si no va no me comprometo a curarla.

Y para hacer más amenazadora su advertencia:

—Es malo dejar la curación a medias.

No había modo de negarse. Porque ya en la mañana, muy temprano, doña Amantina había sacado de su cofre unas ramas de madre del cacao y con ellas “barrió” el cuerpo desnudo de Matilde. Después volvió a arroparla, pero entre las sábanas quedaron las ramas utilizadas para la “barrida”, porque así, en esa proximidad, era como empezaba a obrar su virtud.

Matilde, como siempre, se prestó pasivamente a la curación. No protestaba. Y cuando le dijeron que era necesario volver al río, se dejó vestir, como si fuera una muñeca de trapo, y se dejó cargar y no abrió los ojos ni cuando la depositaron bajo el cobertizo alzado en la playa.

De repente la voz de doña Amantina se elevó, gritando:

—¡Matilde, Matilde, vení, no te quedés!

Y el cuerpo, grotesco, pesado, de la curandera, se liberó repentinamente de la sujeción de la gravedad y corrió con agilidad sobre la arena mientras la mujerona azotaba el viento con una vara de eucalipto como para acorralar al espíritu de Matilde, que desde el día del espanto había permanecido en aquel lugar, y obligarlo a volver a entrar al cuerpo del que había salido.

—Abre la boca para que tu espíritu pueda entrar de nuevo —le aconsejaba Zoraida en voz baja a Matilde, y Matilde obedecía porque no encontraba fuerza para resistir.

De pronto doña Amantina cesó de girar y llenándose la boca de trago, en el que previamente se habían dejado caer hojas de romero machacadas, sopló sobre Matilde hasta que el aguardiente escurrió sobre su pelo y rezumó en la tela del vestido. Y antes de que el alcohol se evaporara la envolvió en su chal.

Pero Matilde no reaccionó. Y pasados los nueve días su color estaba tan quebrado como antes. De nada valió que todas las noches doña Amantina untara los tuétanos de la res en las coyunturas de la enferma; ni que dejara caer un chorro de leche fría a lo largo de la columna vertebral de Matilde. El mal no quería abandonar el cuerpo del que se había apoderado. La curandera intentó entonces un recurso más: el baño donde se pusieron a hervir y soltar su jugo las hojas de la madre del cacao. Después, Matilde fue obligada a beber tres tragos de infusión de chacgaj. Pero ni por eso mostró ningún síntoma de alivio. Seguía como atacada de somnolencia y, por más antojos que le preparaban para incitar su apetito, seguía negándose a comer. Era doña Amantina la que daba buena cuenta de aquellos platillos especiales. Su hambre parecía insaciable y su humor no se alteraba a pesar del fracaso de su tratamiento, como si fuera imposible que alguno pusiera en duda su habilidad de exorcizadora de daños. Y viendo que Matilde continuaba en el mismo ser —no más grave, pero tampoco mejor—, dijo sin inmutarse:

—Es mal de ojo.

Entonces fue necesario conseguir el huevo de una gallina zarada y con él fue tocando toda la superficie del cuerpo de Matilde mientras rezaba un padrenuestro. Cuando terminó envolvió el huevo y unas ramas de ruda y un chile crespo en un trapo y todo junto lo ató bajo la axila de Matilde para que pasara el día entero empollándolo. En la noche quebró el huevo sin mirarlo y lo vertió en una vasijita que empujó debajo de la cama. Pero al día siguiente, cuando buscó en la yema los dos ojos que son seña del mal que le están siguiendo al enfermo, no encontró más que uno: el que las yemas tienen siempre.

Pero doña Amantina no mostró ni sorpresa ni desconcierto. Tampoco se desanimó. Y después de encerrarse toda la tarde en su cuarto, salió diciendo que ahora ya no cabía duda de que a Matilde le habían echado brujería; que quien estaba embrujándola era su hermana Francisca y que para curarla era necesario llevarla a Palo María.

—¡No! ¡No quiero ir!

Matilde se incorporó en el lecho, electrizada de terror. Quiso levantarse, huir. Para volver a acostarla fue precisa la intervención de la molendera y de las otras criadas. Y hubo que darle un bebedizo para que durmiera.

—Pero Matilde está imposibilitada para el viaje, doña Amantina. Luego la impresión de ver a su hermana…

—No se apure usted, patrona. Yo sé mi cuento. Las cosas van a salir bien.

Como ya habían terminado de cenar y la conversación languidecía, doña Amantina se puso de pie, dio las buenas noches y salió. Ya en su cuarto sacó de entre la blusa la llave de su cofre y lo abrió. Pero antes de que empezara a hurgar entre las cosas que el cofre contenía, un golpe muy leve en la puerta le indicó que alguien solicitaba entrar.

Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en el rostro de doña Amantina, pero continuó trajinando como si no hubiera oído nada. Los golpes se repitieron con más decisión, con más fuerza. Entonces doña Amantina fue a abrir.

En el umbral estaba Matilde, tiritando de frío bajo la frazada de lana en que se había envuelto. Doña Amantina fingió una exagerada sorpresa al encontrarla allí.

—¡Jesús, María y José! No te quedés allí, criatura, que te vas a pasmar. Pasá adelante, estás en el mero chiflón. Pasá. Sentate. ¿O te querés acostar?

Acentuaba el vos como con burla, con insolencia. Nadie le había dado esa confianza, pero doña Amantina se sentía con derecho a tomarla.

Matilde no se movió. A punto de desvanecerse, alcanzó todavía a balbucir:

—Doña Amantina, yo…

—Pasá, muchacha. Yo sé lo que tenés. Pasá. Yo te voy a ayudar.

XIV

Juana, la mujer de Felipe, juntó los escasos desperdicios de la comida en un apaxtle de barro; acabó de lavar las ollas que utilizó para su trabajo y las puso a escurrir, embrocadas sobre una tabla. Retiró el comal del fuego, hasta el día siguiente. Y luego, llevando en la mano el apaxtle de los desperdicios, fue al chiquero. No había más que un cerdo flaco, hozando en el lodo.

El cerdo se abalanzó a la comida y la devoró en un instante.

—No va a estar cebado para la fiesta de Todos Santos —pensó Juana—. No va a ser posible venderlo a los custitaleros.

Y regresó al jacal, desalentada.

De la batea de ropa sacó una camisa. Era la que había usado el día de su casamiento. Después la guardó para lucirla sólo en las grandes ocasiones. Pero ahora se la ponía ya hasta entre semana y había tenido que llevarla a lavar al río varias veces. Por más cuidado que pusiera, por más delicadeza, por más esmero, el tejido iba adelgazándose y en algunos lugares estaba roto. Ahora, aprovechando estos últimos rayos de sol —la mansa lumbre del rescoldo no era suficiente—, Juana iba a zurcir las rasgaduras. Felipe podía regresar en cualquier momento y encontrarla cumpliendo esta tarea. Pero ni siquiera le preguntaría si necesitaba dinero para comprarse un corte de manta nueva. Felipe se había desobligado de los gastos de su casa. Iba y venía de las fincas, de los pueblos, sin acordarse de traerle nunca nada a su mujer. Ella había tenido que darle las pocas monedas que guardaba de ahorro para ayudarlo en los gastos del viaje. Porque con esta cuestión del agrarismo los patrones veían con malos ojos a Felipe y se negaban a darle trabajo. En cuanto a fiarles la manta como antes, ni pensarlo. El día que ella se presentó a la casa grande no sólo le negaron el fiado, sino que le reclamaron las deudas anteriores. Pero no por eso Juana se retiró de la casa grande. A veces se acercaba a ronciar por los empedrados de la majada, con un tolito lleno de frijol haciendo equilibrio sobre su cabeza. No perdía la esperanza de hablar con los patrones para interceder por Felipe y pedir que le perdonaran sus desvaríos y que le tuvieran paciencia, que iba a terminar por volver a su acuerdo. Porque Felipe no era un mal hombre. Ella lo conocía bien. Pero los Argüellos pasaban enfrente de Juana, distraídos, como si ella fuera cosa demasiado insignificante para detenerse a mirarla, para escuchar lo que decía, para prestar atención a su súplica. Y no faltó quien fuera a incriminarla delante de Felipe. Aquel día Felipe le pegó y le dijo que cuidado y volviera a saber que ella seguía en aquellas andanzas, porque la iba a abandonar. Y así tenía que ser, así debió haber sido desde hacía mucho tiempo. Sólo por caridad Felipe la conservaba junto a él. No por obligación. Porque Dios la había castigado al no permitirle tener hijos.

—Buenas noches, comadre.

Una voz trémula, como de quien está tiritando o como de quien acaba de llorar, había pronunciado, en tzeltal, aquellas palabras.

La mujer de Felipe se puso en pie para recibir a la visita. Era su hermana María quien, acompañada del menor de sus hijos, estaba parada en el umbral.

Inclinándose delante de ella la mujer de Felipe dio la frase de bienvenida:

—Comadre María, qué milagro que te dignaste venir a esta tu humilde casa.

Y le ofreció el tronco de árbol en el que ella había estado sentada. Era el único mueble. Por más que se quejaba con Felipe, él no había querido hacerle caso trayendo aunque fuera nada más otro tronco del monte.

María se sentó y disimuladamente estuvo mirando de reojo todos los rincones, ya sumidos en sombras, del jacal. Había dejado de venir durante mucho tiempo y ahora lo encontraba más miserable y desprovisto que nunca.

Juana prefirió interpretar de otra manera esta mirada de inspección y dijo:

—¿Buscabas a tu compadre Felipe?

María hizo un gesto de asentimiento. Entonces Juana fue a escoger la más pequeña, la más delgada de las astillas de ocote que atesoraba en un rincón. Mientras lo prendía en el rescoldo, arrodillada, respondió:

—Tu compadre Felipe no está. ¿Se te ofrecía algo?

—Quería yo hablar con él. Me dijeron que era mi compadre Felipe el que se entendía con los asuntos de la escuela.

Entonces el niño se desprendió de la mano de su madre y se aproximó a Juana. Buscando el sitio donde mejor fuera alumbrado por la llama del ocote, el niño alzó el rostro para que Juana lo viese. Y como Juana permaneciera atónita, sin comprender, tuvo que señalar los moretones —aquí, aquí y aquí— porque se confundían con el color oscuro de su piel.

—Me pegó el maestro.

Estaba seguro, porque ya lo había experimentado varias veces, del efecto que estas palabras producían en las personas mayores. Aguardaba la consternada exclamación. Pero Juana continuó mirándolo en silencio. Hasta que, indiferente, apartó sus ojos del rostro amoratado del niño.

El niño creyó que era necesario, para conmover a Juana, repetir el relato de la historia. Pero antes de iniciarlo sintió caer sobre él una mirada tan severa, tan hosca, de su madre, que optó por callar.

La severidad de María no tenía su origen en la conducta del niño, sino en la inexplicable actitud de Juana. Dijo, tratando de excitar su curiosidad acerca de la forma en que se había desarrollado el suceso:

—Don Ernesto estaba bolo.

El niño, que había estado esforzándose por contenerse, se abandonó a su ímpetu de hacer confidencias y empezó a hablar. Ya tenía tiempo que don Ernesto no iba a dar las clases en su juicio. Desde que llegaba a la escuela, era cierto, no paraba de hablar. Pero sin decir lo que leía en su libro, como en las primeras veces, sino que hablaba y hablaba solo. Y luego le entraba el sueño de la borrachera y se quedaba dormido.

Juana interrumpió el parloteo del niño para preguntar a María:

—¿No quieres una taza de café?

Si María aceptaba, Juana le iba a dar su propia ración, se iba a quedar sin beber café por esa noche. Pero María no saldría de su casa diciendo que Juana la había atendido mal.

María no aceptó.

El niño estaba contento de que lo hubieran interrumpido. Porque el entusiasmo de la narración casi lo había arrastrado a contar la historia completa. Él ignoraba de qué manera sería recibida por su madre a quien no se la confió más que fragmentariamente.

Él, como todos sus demás compañeros, temía ver a un hombre borracho. En su padre había visto el furor, la violencia que entonces lo trastornaba. Pero Ernesto se emborrachaba de distinta manera. No se volvía a lo que le rodeaba para destruirlo, sino que se desinteresaba por completo de lo que sucedía a su alrededor. Los niños aprendieron pronto que en ese estado Ernesto no les prestaba atención. Y desde entonces la presencia de Ernesto dejó de ser un obstáculo para sus juegos y travesuras. Hubo quien se aventurara a correr y a saltar por encima del cuerpo inconsciente de Ernesto cuando yacía en el suelo. Los demás se conformaban con gritar y aventarse proyectiles. Y fue una de aquellas veces que el proyectil —una naranja agria— fue a estrellarse precisamente contra el rostro de Ernesto, el cual en aquel instante estaba tratando, con mucha dificultad, de ponerse de pie. Ernesto profirió un alarido de dolor y se levantó, entonces sí ágilmente, a descargar su furia en el primero que tuvo a su alcance sin detenerse a averiguar si era el culpable o no.

—Es lo que yo digo —decía María—. ¿Para eso nos sacrificamos mandando a nuestros hijos a la escuela? El kerem siempre es una ayuda. Parte la leña, acarrea el agua, lleva el bastimento del tata cuando está trabajando en el campo.

Juana se encogió de hombros como para despojar aquella queja de toda su importancia. Entonces María añadió con malevolencia:

—Tú, como no tienes hijos, no puedes saber lo que es esto.

Juana le dio la espalda. Y, siempre silenciosa, empezó a moverse en el jacal buscando algo. Adonde fuera, iban siguiéndola las palabras de María:

—Por eso yo dije: voy a ver a mi compadre Felipe. Para que él nos aconseje. Porque su consejo es el que nos llevó hasta donde ahora estamos.

Por fin Juana había encontrado lo que buscaba. Una escoba de ramas, ya inservible, pero que no había querido tirar hasta no sustituirla por otra. Arrastrándola ostensiblemente, Juana atravesó todo el jacal hasta ir a poner la escoba detrás de la puerta.

María, que había seguido con atención todos los movimientos de Juana, se puso de pie, lívida de cólera. No entendía el motivo de aquel gesto. Pero sabía lo que significaba. Sin despedirse salió del jacal y el niño salió corriendo detrás de ella.

Cuando la mujer de Felipe volvió a quedarse sola se llevó ambas manos al sitio del corazón, porque sus latidos eran tan rápidos y tan fuertes que sentía como si su pecho se le fuera a romper. ¡Se había atrevido a hacer aquello! ¡Juana, la sumisa, la que era como una sombra sin voluntad, se había atrevido a echar de su casa a María! Ahora, las otras mujeres sabrían a qué atenerse. Y si tenían asuntos que arreglar con Felipe lo buscarían fuera de su jacal.

No, no eran celos. Los celos son un sentimiento humano, accesible a cualquiera y Juana hubiera sabido soportarlos, disimularlos, sentirlos. Si Felipe hubiera querido a otra mujer, Juana tendría frente a ella un adversario igual y podía luchar con sus mismas armas y podía vencer, porque ella era la legítima, aunque no tuviera hijos. Y si la derrotaban podía aceptar su derrota. Pero no era eso, y lo que era era atroz. Juana no alcanzaba a entenderlo y se golpeaba la cabeza con los puños, preguntándose qué estaba pagando para ser castigada de este modo.

Juana no veía más salida a su situación que ir a la casa grande y decir todo lo que estaba haciendo Felipe para que los patrones le hicieran el favor de considerar si éste era un caso de brujería y cómo había que curarlo. Porque no. Felipe no era el mismo desde que regresó la última vez de Tapachula. Desde que comenzó la construcción de la escuela no descansaba. Era el más madrugador y, temprano, ya andaba de casa en casa despertando a los otros. En el trabajo no había quien le pusiera un pie delante. Después, cuando la escuela estuvo terminada, el mismo Felipe derribó el árbol de ocote para hacer los muebles. ¡Y el muy ingrato no era para ver que en su jacal tenían que sentarse en el suelo! Luego quitó el retrato que hasta entonces tuvo pegado con cera cantul encima del tapexco donde dormía y se lo llevó para pegarlo en la pared de la escuela. Pero bueno hubiera sido que se conformara con eso. Seguro que en una borrachera —pues fue en los días de la novena de Nuestra Señora de la Salud— discurrió ir, él solo, a la casa grande para platicar con el patrón y decirle que ellos ya habían cumplido con levantar la escuela, que ahora venía a exigir que el patrón cumpliera la ley enviando al maestro. Cómo lo vería don César, como a un loco, pues no era otra cosa, que de lástima ni siquiera mandó que lo castigaran. Felipe era un malagradecido. En vez de rendirles, como era su obligación, ¿qué hacía? Pasarse el día entero, desde que no le daban trabajo, el día entero metido en el monte. Metido de puro haragán. Porque no era capaz ni de traer un armadillo para que ella lo adobara y lo comieran. Ni de cortar una fruta. No era capaz de nada para ayudarla. En las noches andaba de jacal en jacal, bulbuluqueando. Pero él no era el único que tenía la culpa. Eran los otros los que lo soliviantaban con el respeto que le mostraban. Lo dice Felipe. Y se iban corriendo a obedecerlo. No lo dejaban sosegar ni un rato en su casa, con su familia, con ella que era toda su familia. Bueno. Ella tampoco quería que Felipe estuviera allí. Porque cuando estaba era sólo para mostrar las malas caras, el ceño de la preocupación.

No voy a aguantar más, dijo Juana. Me voy a ir con los patrones cuando se vayan a Comitán. Voy a ser la salera. Voy a hablar castilla delante de las visitas. Sí, señor. Sí, señora. Y ya no voy a usar tzec.

Cuando Felipe abrió la puerta del jacal y entró, su mujer inclinó la cabeza como lo hacen los carneros cuando van a embestir. Estaba excitada aún por la audacia de su acción y dispuesta a sostenerla y a no admitir ningún reproche por ella. Pero Felipe no habló. Con la misma indiferencia de siempre fue a la olla donde se guardaba el agua y bebió una jícara. Después, lentamente y como quien está pensando en otra cosa, volvió a poner todos los objetos en su sitio —la tapa de la olla, la jícara— y fue a sentarse cerca del rescoldo. Esperó. No tardaron en llegar los demás.

—Mandamos a nuestros hijos a la escuela para que los corrijan. Si cometen una falta, el maestro es como el padre y la madre y tiene derecho a reprender.

Esto dijeron los viejos, los que no querían usar más que la prudencia.

—Empiezan por pegarles a los niños. Acabarán pegándonos a nosotros.

—¡Otra vez!

—Quizá debe ser así.

—¿Y por qué debe ser así si somos iguales?

Lo olvidaban siempre. Y era Felipe el de la obligación de recordar.

Uno, desde atrás, preguntó:

—¿Para qué seguir mandando a los keremitos a la escuela?

—Para que se cumpla la ley.

Felipe no podía explicarles más, no podía prometerles más. Pero los otros ya estaban hablando de los beneficios que disfrutarían.

—Mi hijo sabrá leer y escribir. Hablará castilla cuando esté entre los ladinos.

—Se sabrá defender. No lo engañarán fácilmente.

—A mí me vendieron una vez un zapato porque no tenía yo paga suficiente para comprar el par. Cuando me lo puse los keremitos de Comitán se reían de mí.

Felipe se aproximó y tocó el hombro del que había hablado.

—De tu hijo ya no podrán burlarse. Te lo prometo.

Cuando Felipe hablaba así los hombres que le escuchaban tenían miedo. Porque iba a pedir su valor y su decisión. Uno se lanzó a romper el silencio expectante, como con un cuchillo con esta pregunta:

—¿Qué vamos a hacer?

—Hemos tenido paciencia. ¿Y cómo han pagado nuestra paciencia? Con insultos, con abusos otra vez. Por tanto, es preciso ir a la casa grande y decir al patrón: ese hombre que trajiste de Comitán para que trabajara como maestro no sirve. Queremos otro.

Los demás se miraron entre sí, aprobando gravemente con la cabeza.

Desde un rincón la mujer de Felipe observaba con hostilidad a los reunidos. Y dijo entre sí, mirando a su marido:

—¿Quién crees que tendrá valor para ir a decir eso? Nadie. El único capaz de sacar la cara eres tú. Aquí te envalentonan y delante de los patrones te dejan solo. Y te van a matar, indio bruto. ¡Te van a matar!

—Conmigo irá solamente el padre del kerem al que ofendieron.

Ya Felipe había pronunciado su sentencia. Pero no. A los ojos de Juana él no tenía la culpa. Los culpables eran ellos. Todos estos que habían enloquecido a Felipe con su sumisión, con su obediencia. ¡Fuera de aquí, malvados!

Juana hizo un movimiento en dirección a la escoba. Alargó la mano para cogerla y arrastrarla delante de todos y arrojarla por la puerta. Pero la mano se le quedó en el aire, inútil, temblando. Porque Juana sintió sobre ella la mirada implacable de Felipe. Se fue empequeñeciendo delante del hombre. Y su fuerza la abandonó. Juana fue derrumbándose hasta quedar de rodillas en el suelo, sacudida como un arbusto por un viento de sollozos.

XV

—De modo que las cosas están así. Los indios quieren que yo cambie a Ernesto por otro. Los inocentes creen que mejorarían con el cambio. Pero yo no estoy dispuesto a desengañarlos. Yo traje a Ernesto y yo lo sostengo, porque es mi gusto. Para algo soy el mero tatón. Y ante todo, está el principio de autoridad, qué carambas. Ya estos pendejos se quieren ir con todo y reata. Bastantes errores he cometido por darles gusto. Que vayan a preguntar a las otras fincas, a ver cómo tratan a los otros indios, sus camaradas. Jaime Rovelo, por ejemplo. En su finca no se anduvo con contemplaciones. Al primero que se le quiso insubordinar le dio su buena ración de azotes y asunto que se terminó. Ahí los tiene, mansos como un cordero. Pero yo… La verdad es que no tengo estómago para estas cosas. Y además me ha amolado la cosa de que en Chactajal se perdió la costumbre del rigor desde hace tantos años. Y no es que mi familia fuera muy católica. Mi madre sí, iba a la iglesia y rezaba. Hizo que se bautizaran los indios de la finca. Pero mi padre no. Él era bueno por naturaleza. Les tocaron épocas mejores, también hay que ver. Los indios eran sumisos, se desvivían por cumplir a conciencia con su deber. Pero ya quisiera yo ver a ese tal Estanislao Argüello que se las daba de tan ilustrado y civilizador. Ya quisiera yo verlo en mi lugar a ver si seguía predicando la tolerancia y la amabilidad o si arreglaba sus problemas de la única manera posible. No estoy muy decidido todavía. Sé que cuento con algunos de los mozos. Pero no me quiero confiar. Estos indios solapados son capaces de traicionar al mismo Judas. Pero suponiendo que Abundio y Crisóforo y todos esos estén de mi parte, pues no es mucho consuelo, porque de todos modos siempre somos menos que los que anda soliviantando Felipe. ¿Cómo pudiera yo hablar con ese tal Felipe sin que pareciera que le estoy buscando la cara, sin rebajarme, pues? No será tan macho que con unas vaquillas que se le regalen no se aplaque bastante. Siquiera que se esperen, hombre. Y que no estén molestando ahora, precisamente ahora que es cuando va a empezar la molienda. Porque en resumidas cuentas a mí qué diablos me importa que el maestro sea Ernesto o no. Sólo por no dar mi brazo a torcer es que me negué a cambiarlo cuando vinieron a pedírmelo los indios. Aunque en realidad este dichoso Ernesto me fue resultando una alhajita. Y para colmo de los colmos, borracho. Bueno, el pobre no lo robó, lo heredó. Si mi hermano se mató fue en una borrachera. Y siquiera fueran borrachos garbosos, de los que rayan el caballo y echan vivas y alegran las fiestas. Pero no, el alcohol no les sirve más que para volverse más apulismados de lo que son. Y ahí andan bien bolos escondiéndose en los rincones y sin querer comer, porque están tristes. El muchacho salió igualito a su padre, palabra. Sólo porque Ernesto era mi hermano y con los muertos más vale no meterse, pero, dicho sea sin ofender, era un nagüilón. Eso de no querer vivir en el rancho sólo porque el rancho es triste. Triste. Claro. Porque no son capaces de amansar un potro brioso, ni de salir a campear, ni de atravesar el río a nado. Se encierran en la casa todo el día y naturalmente que es triste ver cómo va pardeando la tarde. Pero después del trabajo sí es bonito ver que se pone el sol. Ni modo. Hay gente que no lleva en la sangre estas cosas. Zoraida se aburre de estar aquí. No lo confiesa porque sabe que la voy a regañar. Pero se aburre de un hilo. Bueno, en su caso se explica. Ella nunca fue ranchera antes de casarse conmigo. Ni de familia de rancheros tampoco. Y le ha tocado la mala racha también. Me quisiera empujar a hacer barbaridades. Cree que si me detengo y que si les he tolerado tantas cosas a estos tales por cuales es por miedo. Y no. Pase lo que pase hay que conservar la cabeza en su sitio y hacer lo que más convenga. Claro que si por mí fuera ya les hubiera yo dicho su precio a todos estos insubordinados. Pero más vale paso que dure. Ahorita no hay que arriesgarse. Ya hago mucho con estar viviendo aquí. A ver, los otros patrones. Muy sentados en el Casino Fronterizo de Comitán, dejando que los mayordomos sean los que se soplen la calentura. El mismo Jaime Rovelo, muy valiente para pegarles a los indios y meterlos en el cepo. Pero por bobo si se queda en Bajucú esperando programas. Mi prima Francisca, esa sí que es bragada. Argüello de las meras buenas. Pero lo que está haciendo es muy arriesgado. Un día esos mismos indios que tanto respeto le tienen por andar ella aparentando que es bruja la machetean y ya no cuenta el cuento. Además en una mujer no se ven mal esas astucias. Pero un hombre debe dar la cara. Y aquí el que tiene que dar la cara soy yo. Quisiera yo darme una vuelta por Ocosingo para hablar con el presidente municipal. Somos amigos. Le explicaría yo mi situación y me ayudaría. A lo mejor me querría alegar que se compromete ayudándome, que las órdenes vienen de arriba y que la política de Cárdenas está muy a favor de los indios. Eso me lo podrá decir, pero yo le alego que estamos tan aislados que ni quien se entere de lo que hacemos. El mentado Gonzalo Utrilla ha de estar inspeccionando por otra zona. Y a él también se le podría convencer para que se pase de nuestro lado. Pero no sé ni para qué estoy pensando en todo esto. Si las cosas no van a llegar a más.

—Tío César…

Era Ernesto que había llegado silenciosamente a pararse en el umbral. César volvió el rostro para clavar en su sobrino una mirada fría de severidad. Ernesto sintió que esta mirada le exprimía el corazón, dejándolo sin sangre. Y supo que no le sería fácil hablar. César no lo ayudó con una pregunta, ni siquiera con un reproche.

—Hoy no di clase. Los niños no fueron a la escuela.

¡Valiente noticia! ¿Para qué iban a ir? ¿Para que les pegara el maestro? Bien podían quedarse en su casa. Como debió haberse quedado Ernesto, amarrado a las faldas de su madre, para no salir a hacer perjuicios en casa ajena. Pero Ernesto era tan irresponsable que no podía ni calcular las consecuencias de sus actos. Aquí estaba, con los ojos desencajados de sorpresa, esperando que una voluntad más fuerte que la suya volviera a poner las cosas en su lugar. César se volvió hacia él con una calma deliberada, pero también amenazadora.

—Bueno. Voy a preguntarle a Zoraida a ver si encuentra algún quehacer más apropiado para ti.

Tal vez César no hubiera añadido nada más si a los ojos de Ernesto no se hubiera asomado indiscretamente la alegría, como si se hubiera sentido perdonado. ¿Con qué derecho iba a aspirar al perdón cuando era tan tonto que ni siquiera había alcanzado a medir la gravedad de su imprudencia? Entonces, César dijo desdeñosamente:

—Un quehacer provisional. Sólo para mientras estás listo para tu viaje de regreso a Comitán.

Es la trampa de siempre —pensó Ernesto apretando los puños—. Un poco de amabilidad, una sonrisa como la que se le dedica a un perro. Y después, la patada, la humillación. No; no hay que tratar de acercarse a él. No somos iguales. A ver si sigue considerándose tan superior cuando sepa lo que voy a decirle.

Con maligna satisfacción Ernesto anunció:

—Los indios no me dejaron entrar a la escuela. Están allí todos, vigilándola, mientras llega de Comitán el nuevo maestro.

César se puso de pie, con el semblante adusto ante la imprevista nueva.

—¿Qué dices?

—Tienen abandonado el trabajo. Dicen que no se moverán de ahí hasta que venga el maestro.

—¿Y quién rayos los autorizó para emprender esa pendejada?

Ernesto se encogió de hombros.

—No sé. No pregunté. Como no entiendo la lengua.

No eran las palabras. Era la insolencia del tono, el reto que vibraba en ellas. César tomó violentamente a Ernesto sacudiéndolo desde los hombros.

—¡Mira tu obra! ¿Y ahora con quiénes voy a hacer la molienda?

El corazón de Ernesto latía desordenadamente. Las venas de su cuello se hincharon.

—Suélteme usted, tío César, o no respondo…

En vez de soltarlo César lo acercó más a él.

—¡Y todavía quieres amenazar! ¿De dónde te salieron esas agallas? A ver, échame el juelgo.

—No he tomado nada hoy.

César abrió las manos como con asco.

—Entonces no me explico.

El ademán con que César soltó a Ernesto fue tan inesperado y brusco que Ernesto permaneció un instante tambaleándose, a punto de perder el equilibrio. La conciencia del ridículo en que lo habían colocado lo hizo gritar:

—No es justo que ahora me echen la culpa. Yo le dije desde Comitán que no servía yo para maestro. Y usted me prometió…

—¡Cállate! Esos asuntos los vamos a arreglar después. Lo que ahora urge es que la caña se muela en su día.

César dio la espalda a Ernesto y fue a la ventana. Allí se estuvo, meditando, con la barbilla caída sobre el pecho. Parecía tan ausente, tan inofensivo, que Ernesto se atrevió a insinuar:

—Podríamos traer peones de Ocosingo.

—¿Qué cosa? ¿Ir a buscar quién trabaje teniendo yo mis propios indios? Ese día no lo verán tus ojos, Ernesto.

—Pero si los indios se niegan…

—¿Y quiénes son para negarse? Estás muy equivocado si crees que les he consentido sus bravatas por miedo. Está bien. Ellos tienen razón al exigir ciertas cosas. Pero son tan imprudentes como los niños. Hay que cuidarlos para que no pidan lo que no les conviene. ¡Ejidos! Los indios no trabajan si la punta del chicote no les escuece en el lomo. ¡Escuela! Para aprender a leer. ¿A leer qué? Para aprender español. Ningún ladino que se respete condescenderá a hablar en español con un indio.

Era cierto. Y a cada frase de César, Ernesto se sentía más tocado por la verdad, más poseído de entusiasmo para sostener esta verdad por encima de cualquier ataque, para afrontar cualquier riesgo. Con voz todavía mal segura a causa de la emoción, preguntó:

—¿Qué va usted a hacer?

Porque quería ayudar, estar de parte de los Argüellos.

César fue a su armario de cedro empotrado en un ángulo de la habitación y lo abrió. Allí estaba el cinturón con el carcaj de la pistola. La sacó. Comprobó primero que estaba bien aceitada. Después abrió la caja de las balas y cogió un puñado de ellas. Cargó la pistola y dijo:

—Voy a hablar con ellos.

Empezó a caminar hacia la puerta. Ernesto lo alcanzó.

—Yo voy con usted.

Juntos llegaron a la escuela. Allí estaban los indios. Encuclillados, apoyándose en la pared de bajareque, fumando sus cigarros torcidos en un papel amarillo, corriente. No se movieron al ver venir a los dos hombres de la casa grande.

—¿No hay saludo para el patrón, camaradas?

Uno como que se quiso poner de pie. Pero la mano de otro lo detuvo rápidamente. César observó este movimiento y dijo con sorna:

—Que yo sepa no somos enemigos.

Ninguno respondió. Entonces pudo seguir hablando.

—¿En qué habíamos quedado? En que ustedes levantarían la escuela y yo pondría el maestro. Cumplimos los dos. Ahí está la escuela. Aquí está el maestro. ¿Por qué no respetamos el trato?

Felipe tragó saliva antes de contestar.

—El maestro no sirve. Cuando fuimos a hablar contigo en la casa grande te dijimos por qué queremos que lo cambies por otro.

—Claro. Y hablamos todos irreflexivamente, en el primer momento de la cólera, y las cosas nos parecen mucho más grandes de lo que son. Lo que Ernesto hizo fue una muchachada. Pero ya me ha prometido que no volverá a suceder. Digo, si no es más que por lo del kerem al que castigó. Si el kerem también ofrece que no volverá a faltarle al respeto, todo marchará bien otra vez.

Felipe movió la cabeza, negando obstinadamente.

—Tu maestro no sirve. No sabe enseñar.

César se mordió el labio inferior para disimular una sonrisa. No había que provocarlos. Pero se veían tan ridículos tomando en serio su papel de salvajes que quieren ser civilizados.

—Así que insisten en que yo les traiga otro maestro de Comitán.

—Uno que sepa hablar tzeltal para que los keremitos puedan entender lo que dice.

—Bueno. Para que vean que de veras tengo ganas de transar con ustedes, les juro que se los traeré.

César lo dijo como quien hace entrega de un gran regalo. Pero los indios, como si no hubieran comprendido la generosidad de su juramento, se quedaron quietos, cerrados, inexpresivos. César hizo un esfuerzo de paciencia para esperar a que se pusieran de pie y volvieran a sus labores. Pero ningún acontecimiento se produjo. Con voz en cuya cordialidad asomaba ya una punta de amenaza, dijo:

—Bueno, pues ahora que ya estamos de acuerdo podemos empezar a trabajar.

Felipe negó y con él todos los demás.

—No, patrón. Hasta que el otro maestro venga de Comitán.

César no esperaba esta resistencia y se aprestó a desbaratarla. Impulsivamente llevó la mano al revólver, pero logró recuperar el control de sus movimientos antes de desenfundar el arma.

—Ponte en razón, Felipe. Éste no es asunto que se resuelve así, ligeramente. Considera que tengo que ir a Comitán yo mismo. Hablar con uno y con otro hasta que yo encuentre la persona más indicada. Y luego falta que esa persona acepte venir. El trámite lleva tiempo.

—Sí, don César.

—Y en estos días yo no puedo salir de Chactajal. Es la mera época de la molienda.

—Sí, don César.

Felipe repetía la frase mecánicamente, sin convicción, como quien escucha a un embustero.

—Y si ustedes no me ayudan, nos dilataremos más todavía. Vuelvan a su trabajo. Nos conviene a todos.

—No, don César.

Felipe pronunció la negativa con el mismo tono de voz con que antes había afirmado. Esto causó gran regocijo entre sus compañeros que rieron descaradamente. César decidió pasar por alto el incidente, pero su acento era cada vez más apremiante.

—Si no hay quien levante la caña nos vamos a arruinar.

Los indios se miraron entre sí, con risa aún, y alzaron los hombros para demostrar su indiferencia.

—Si a ustedes no les importa, a mí sí. Yo no estoy dispuesto a perder ni un centavo en una pendejada de éstas.

Ahora sí, se habían puesto serios. Consultaron con los ojos a Felipe.

Felipe rehuyó su mirada.

—¡Vamos, al trabajo!

Pensó que bastaría con su voz para urgirlos, para acicatearlos. Pero los indios no dieron la menor muestra de haberse inclinado a obedecer. Entonces César desenfundó la pistola.

—No estoy jugando. Al que no se levante lo clareo aquí mismo a balazos.

El primero en levantarse fue Felipe. Los demás lo imitaron dócilmente. Uno por uno fueron desfilando entre Ernesto y César.

—Si es como yo te decía —dijo después Zoraida—. Con ellos no se puede usar más que el rigor.

XVI

Los que por primera vez conocieron esta tierra dijeron en su lengua: Chactajal, que es como decir “lugar abundante de agua”.

El gran río pastor llama, con su voz que suena desde lejos a los riachuelos tributarios. Ocultan su origen. Se manifiestan después, cuando vienen resbalando entre las peñas musgosas de la montaña, cuando abren su cauce arando pacientemente la llanura. Pero desde que nacen llevan su nombre, su largo nombre líquido —Canchanibal, Tzaconejá—, para entregarlo aquí, para perderlo y que se enriquezca la potencia y el señorío del Jataté.

Agua donde se miró el mecido ramaje de los árboles. Agua, amansadora lenta de la piedra. Agua devoradora de soles. Todas las aguas no son más que una: ésta, con su amargo presentimiento del mar.

Los que por primera vez nombraron esta tierra la tuvieron entre su boca como suya. Y era un sabor de mazorca que dobla la caña con su peso. Y era la miel espesa y blanca de la guanábana. Y la pulpa lunar de la anona. Y la aceitosa semilla del zapote. Y el lento rezumar del jugo en el tronco herido de la palmera. Pero también hálito, niebla madrugadora que deja seña de su paso en el follaje. Y el caliente jadeo de la bestia pacífica y el furtivo aliento del animal dañino. Y la acompasada respiración de las llanuras por la noche. Pero también signo: el que traza el faisán con su vuelo alto, el que deja el reptil sobre la arena.

Los que por primera vez se establecieron en esta tierra llevaron cuenta de ella como de un tesoro. La extensión del milperío y las otras cosechas. La zona para la persecución del ciervo. La encrucijada donde el tigre salta sobre su presa. La cueva remota donde amenaza el hambre del leoncillo. Y el llano que ayuda la carrera cautelosa de la zorra. Y la playa donde deposita sus huevos el lagarto. Y la espesura donde juegan los monos. Y la espesura donde los muchos pájaros aletean huyendo del más leve rumor. Y la espesura de ojos feroces de pisada sigilosa, de garra rápida. Y la piedra bajo la que destila su veneno la alimaña. Y el sitio donde sestea la víbora.

No se olvidaron del árbol que llora lentas resinas. Ni del que echa mala sombra. Ni del que abre unas vainas de irritante olor. Ni del que en la canícula guarda toda la frescura, como en un puño cerrado, en una fruta de cáscara rugosa. Ni del que arde alegremente y chisporrotea en la hoguera. Ni del que se cubre de flores efímeras.

Y añadían el matorral salvaguardado por sus espinas. Y la hojarasca pudriéndose y exhalando un vaho malsano. Y el zumbido del insecto dorado de polen. Y el parpadeo nervioso de las luciérnagas.

Y en medio de todo, sembrada con honda raíz, la ceiba, la nodriza de los pueblos.

Los que vinieron después bautizaron las cosas de otro modo. Nuestra Señora de la Salud. Éste era el nombre de los días de fiesta que los indios no sabían pronunciar. Les era ajeno. Como la casa grande. Como la ermita. Como el trapiche.

Los ladinos midieron la tierra y la cercaron. Y pusieron mojones hasta donde les era posible decir: es mío. Y alzaron su casa sobre una colina favorecida de los vientos. Y dejaron la ermita allí, al alcance de sus ojos. Y para el trapiche calcularon una distancia generosa que fue cubriendo, un año añadido al otro año, la expansión del cañaveral.

El trapiche pesó sobre la tierra después de haber pesado sobre el lomo vencido de los indios. Su mole se asentó, resguardado de la intemperie, por un cobertizo de tejas ennegrecidas. Y para que los animales no pudieran aproximarse y el zacatón de los potreros conociera su límite y la hierba no rastreara en sus inmediaciones, los ladinos mandaron tender una alambrada de cuatro hilos.

Y el trapiche permanecía allí, mudo, quieto como un ídolo, mirando crecer a su alrededor la caña que trituraría entre sus mandíbulas. Pero en el día de su actividad se desperezaba con un chirrido monótono, mientras a su alrededor giraban dos mulas viejas, vendadas de los ojos, y en el cañaveral los indios ondeaban sus machetes, relampagueantes de velocidad entre las filudas hojas de la caña.

El calambre se les enroscaba a los indios en los brazos, en el torso asoleado y sudoroso. La vigilancia de César, que montado en su caballo recorría las veredas abiertas en el sembradío, los obligaba a disimular su cansancio, a hacer crecer el montón de caña cortada.

Bajo el cobertizo crecía también el jugo, rasando los grandes moldes de madera. Y el bagazo, arrojado por la máquina, se acumulaba desordenadamente.

El descanso llegaba a mediodía, a la hora de batir el posol. Entonces los indios envainaron sus machetes y fueron hasta la horqueta donde había quedado colgada la red del bastimento. Destaparon el tecomate de agua y lo vaciaron en las jícaras. Después buscaron el alero del cobertizo y allí, en cuclillas, batieron la bola de posol, con sus dedos fuertes y sucios. César los observaba desde lejos, bien resguardado del sol vertical de esa hora.

Fue un momento de quietud perfecta. El caballo, con la cabeza inclinada, abatía perezosamente los párpados. En los potreros se enroscaban las reses a rumiar la abundancia de su alimento. En la punta de un árbol plegó su amenaza el gavilán.

Y el silencio también. Un silencio como de muchas cigarras ebrias de su canto. Como de remotos pastizales mecidos por la brisa. Como de un balido, uno solo, de recental en busca de su madre.

Y entonces fue cuando brotó, entre el montón de bagazo, la primera llamarada. Y entonces se supo que toda aquella belleza inmóvil no era más que para que el fuego la devorara.

El fuego anunció su presencia con el alarido de una fiera salvaje. Los que estaban más próximos se sobresaltaron. Las mulas pararon sus orejas tratando de ubicar el peligro. El caballo de César relinchó. Y César, pasado el primer momento de confusión, empezó a gritar órdenes en tzeltal.

Los indios se movieron presurosamente, pero no para obedecer sino para huir. Atrás, esparcidas, en desorden, quedaron sus pertenencias. La red del bastimento volcada, las jícaras bocabajo, el tecomate vacío somatándose y resonando contra las piedras. Y ellos, despavoridos, hacia adelante, atropellándose unos a otros, enredando entre sus piernas las largas y curvas vainas de los machetes. Adelante. Porque una llama desperdigada venía insidiosamente reptando por el suelo, de prisa, de prisa, para morder los talones. Adelante, porque las chispas volaban buscando un lugar para caer y propagarse. Adelante. Hasta que el caballo de César, parado de manos, relinchando, los detuvo. Y César también con sus palabras. Y con el fuete que descargaba sobre las mejillas de los fugitivos, ensangrentándolas. Entonces los indios se vieron obligados a volver al trapiche que ardía. Y volcaron sobre la quemazón los moldes de madera y el jugo de la caña humeó también con un olor insoportable, sin apagarla. Y los indios gritaban, como si estuvieran dentro de la ermita y la oreja de Dios recibiera sus gritos, y agitaban sus rotos sombreros de palma como si el fuego fuera animal espantadizo. Y el humo se les enroscaba en la garganta para estrangularlos y les buscaba las lágrimas en los ojos. Resistieron mientras César estuvo atrás, tapándoles la salida. Pero cuando el caballo ya no obedeció las riendas y traspuso, galopando, los potreros, entonces los indios, con las manos ceñidas al cuello como para ayudar la tarea de la asfixia, llorando, ciegos, huyeron también.

Nadie se acordó de desatar a las dos mulas que trotaban desesperadamente, y siempre en círculo, alrededor del trapiche. El aire sollamado les chicoteaba las ancas. Y aquel olor irrespirable de jugo de caña que se combustiona las hacía toser torpemente, ahogándolas.

Una dobló las patas delanteras antes que la otra. Cayó, con los belfos crispados, y los enormes dientes desnudos. Y la otra siguió corriendo, arrastrando aquel peso muerto al que estaba uncida todavía una vuelta más.

La humareda se alzó ahora espesa del hedor de carne achicharrada.

La llanura cedió con un leve crujido, con la docilidad, con la rapidez del papel. Lo rastrero del fuego devoró primero a la hierba. Luego se quebró el zacatón alto, porque su tallo carece de fuerza. Y por último los grandes árboles de los que salieron volando multitud de pájaros. Las ramas se descuajaron estrepitosamente llenando de chispas el aire de su caída.

El incendio resollaba en esta gran extensión como una roja bestia de exterminio.

El tropel de las reses se detenía ante las alambradas para embestirlas. Los postes, carcomidos ya por la catástrofe, oponían sólo una breve resistencia y después se desmoronaban esparciendo, hasta lejos, pequeños trozos de carbón. Pero algún ternero quiso escurrir su cuerpo entre una hilada de alambre y otra y se quedó allí, trabado entre las púas, arrancándose la piel en cada esfuerzo por liberarse, mugiendo, con los ojos desorbitados, hasta que un llamear súbito vino a poner fin a su agonía.

Las vacas de vientres cargados, los bueyes con la lentitud de su condición, se desplazaban dejando en el barro chicloso la huella de su peñuza hendida. Y el fuego venía detrás, borrando aquella huella.

Los otros, los que podían escapar con su ligereza, se despeñaron en los barrancos y allí se quedaron, con los huesos rotos, gimiendo, hasta que el fuego también bajó a la hondura y se posesionó de ella.

Los que pudieron llegar a los aguajes se lanzaron al río y nadaron corriente abajo. Muchas reses se salvaron. Otras, cogidas en los remolinos, golpeadas contra las piedras, vencidas por la fatiga, fueron vistas pasar, por otros hombres, en otras playas, hinchadas de agua, rígidas, picoteadas al vuelo por los zopilotes.

En la montaña resonaron los aullidos. El batz balanceándose de una rama a otra. El tigre que hizo temblar a la oveja en su aprisco. Los pájaros que enloquecen de terror. Y las hormigas que se desparramaron sobre la tierra, con una fiebre inútil, con una diligencia sin concierto, con una desesperada agitación.

Todo Chactajal habló en su momento. Habló con su potente y temible voz, recuperó su rango de primacía en la amenaza.

Las indias temblaban en el interior de los jacales. Arrodilladas, imploraban perdón, clemencia. Porque alguien, uno de ellos, había invocado a las potencias del fuego y las potencias acudieron a la invocación, con sus caras embadurnadas de rojo, con su enorme cabellera desmelenada, con sus fauces hambrientas. Y con su corazón que no reconoce ley.

Los indios trabajaban, mirando el ojo abierto de la pistola de César, en cavar un zanjón bien hondo alrededor de la casa grande.

Las mujeres se habían encerrado en la sala. Zoraida balbucía, abrazando convulsivamente a sus hijos.

—Glorifica mi alma al Señor y mi espíritu se llenará de gozo…

Las demás ahogaban estas palabras en un confuso bisbiseo. Sólo se apartaba de las otras la voz de Matilde, pronunciando:

—Santa Catalina Pantelhó, abogada de los sopetecientos carneros largos…

No pudo evitar el tono de burla, de juego al pronunciar esta oración sin sentido. Y rió, interrumpiendo su carcajada un hipo doloroso. Y luego dijo, golpeándose la cabeza con los puños cerrados, como lo hacen los indios en sus borracheras:

—Santa Catalina Pantelhó… ¡No puedo acordarme de ningún otro nombre! Dios me va a castigar…

La puerta se abrió y la figura de Ernesto se detuvo en el umbral.

—Los caballos están a la disposición.

Zoraida se volvió a él, colérica.

—No nos vamos a ir.

—Ahora todavía es tiempo. Después quién sabe.

—¿Pues qué hacen esos indios malditos que no terminan de abrir el zanjón?

—El zanjón no es una medida segura. Puede volar una chispa sobre el techo…

Pero Zoraida no atendía ya a las razones de Ernesto. Con el rostro hundido en el pecho de Mario, sollozaba.

—No quiero regresar a Comitán como una limosnera. No quiero ser pobre otra vez. Prefiero que muramos todos.

De afuera entró un clamor de alegría. Zoraida alzó el rostro, alerta. Matilde cesó la búsqueda de nombres sagrados que era incapaz de recordar. Ernesto corrió al patio y desde allí gritó:

—¡La lluvia! ¡Está empezando a llover!

Cuando la lluvia cesó pudo medirse la magnitud del desastre. Los potreros destruidos y, desperdigados en el campo, los esqueletos negruzcos de los animales. Los que sobrevivieron no querían separarse de la vecindad del río. Y durante semanas se lastimarían los belfos buscando, en la pelada superficie del llano, probando en cada bocado un sabor de ceniza.

Esa noche los indios se miraron con recelo, porque cada uno podía albergar un propósito de delación. Y comieron su comida con remordimiento. Y bebieron trago fuerte para espantar al espanto. Y en sus sueños volvió a moverse la violencia del incendio. Y sólo uno pudo pensar que se había obrado con justicia.

Los ladinos velaron toda la noche, de rencor y de miedo.

XVII

Una vela ardiendo en un rincón. Las otras ya se habían consumido. Mario dormía en los brazos de Zoraida. De vez en cuando ella posaba los pies en el suelo y la mecedora de mimbre en que estaba sentada se mecía lentamente.

—No hagas ruido, César. Mario va a despertar.

Pero César no dio muestras de haberla escuchado. Se paseaba, de un extremo al otro de la sala, rayando los ladrillos con la suela claveteada de sus botas.

—¿Te doy un cordial? —ofreció tímidamente Matilde. La labor reposó unos momentos sobre su regazo. Parpadeaban sus ojos interrogantes como si aun aquella luz mortecina fuera demasiado hiriente. No obtuvo respuesta. Volvió a inclinarse sobre su costura.

Ernesto se levantó y fue a entreabrir las hojas de la ventana. Le sofocaba esta atmósfera, quería respirar al aire de la noche. Pero el aire que entró estaba calcinado todavía.

La llama de la vela vaciló y estuvo a punto de apagarse.

Parece un tigre en su jaula —pensó Zoraida mirando a César—. Si me hubiera hecho caso cuando le aconsejaba yo que se diera a respetar, que tratara a los indios como se merecen para que vieran quién era aquí el gamonal, otro gallo nos cantaría. Pero ya para qué echar malhayas. Estamos bien amolados. Adiós, doña Pastora, que le vaya bien. Es de balde que vaya usted a proponer su mercancía a casa de los finqueros. Ya no podemos comprar nada. Ni quien vaya a querer fiarnos. Y aunque quisieran. Eso sí que no. No estoy dispuesta a volver a estar con el alma en un hilo esperando el ton-ton de los cobradores. Ya sé adónde van a ir a parar las gargantillas de coral, los rosarios de filigrana, las sortijas de oro labrado: con las mujeres de los fabricantes de aguardiente, con esas cualquieras que no las admitiría yo ni como cargadoras de mis hijos. Pero se alzaron porque ahora son las que tienen dinero. ¿Quién era ese tal Golo Córdova? Un pileño desgraciado que empezó a escupir en rueda desde que instaló su fábrica clandestina. Le cayeron los inspectores del Timbre, pero les untó bien la mano y ahora está podrido en pesos. Con él vendió César la cosecha de caña. Yo le aconsejé que no lo hiciera, que no recibiera la paga adelantada. Pero él me dijo que tenía que solventar otros compromisos y total no me hizo caso. A ver ahora, bonita deuda se echó encima. Y ni con qué responder. El ganado gordo fue el primero que se soasó trabado en los alambres. El Golo será capaz de querer quedarse con la finca. No por el negocio, porque cuál negocio es tener un hervidero de indios sobresalidos, sino para presumir que pisa donde pisaban los Argüellos. Pero ya conozco a César. Es más testarudo. Es de los que se mueren en su ley. ¿Y yo tendré obligación de seguir viviendo con él? Porque el caso es que yo no quiero ir a pasar penas a Comitán. No quiero que me miren menos donde fui principal. Y no porque le saque yo el bulto al trabajo. Trabajar sí sé. Antes tejía yo pichulej, costuraba yo sombreros de palma. Bien me podría yo ganar la vida en cualquier parte, donde no me conozcan. Sostener la casa. Yo sola con mis hijos. Pero no en Comitán.

—Tal vez la quemazón no fue intencional —dijo Ernesto.

—¿En qué estás pensando? ¿En que fue un accidente?

César se detuvo para contestar. La vehemencia quebraba sus palabras.

—¡Un accidente! El fuego empezó en el trapiche. Ardió primero el montón de bagazo. Los indios estaban cerca. Me acuerdo como si lo estuviera yo mirando. Estaban sentados batiendo su posol.

—Felipe no estaba con ellos. Se quedó aquí. Acarreando agua para la casa grande. Yo mismo lo vigilé.

—Felipe no tenía necesidad de hacerlo con sus propias manos. Bastaba con que lo hubiera mandado. Los demás le obedecen como nunca me obedecieron a mí.

César los creía muy capaces de haber hecho lo que hicieron. Y exactamente de la manera como lo hicieron. A traición. Eran muy cobardes para dar la cara. Por eso venían a la casa grande con el “bocado”; se encuclillaban en el corredor para oírlo hablar. Y luego le enterraban un cuchillo en la espalda o lo esperaban en la revuelta de un camino para cazarlo como a un venado. Porque eran cobardes. Y eso César lo sabía, lo sabía desde que nació. Pero nunca hasta ahora se había topado así, con todo el odio y toda la cobardía de los indios. De bulto, enfrente de él, como un obstáculo que le impedía avanzar. Le hervía la sangre de impaciencia y de cólera. Hubiera querido abalanzarse y estrangular el cuello de su enemigo. Pero el enemigo se le escabullía, jugaba con su rabia desapareciendo, tomando otra figura, irritándolo más con su inconsistencia de humo. Entonces César tenía que engañar su furia ejecutando acciones sin sentido. No le había bastado correr todo el día, dando órdenes, luchando por apagar el incendio. Quedó ronco de tanto gritar, los músculos le dolían por el esfuerzo. Pero el cansancio no era suficiente para mantenerlo tranquilo. Intentó dormir, cerró los ojos. Y un minuto después volvió a abrirlos, barajustado, y miró a su alrededor, tenso, a la expectativa, dispuesto a defenderse. No podía siquiera sentarse y estar quieto. Le cosquilleaban las plantas de los pies, la palma sudorosa de las manos. Tenía que moverse. Caminaba, de izquierda a derecha, de un extremo al otro de la habitación, contando los ladrillos, evitando pisar encima de las junturas, proyectando una grotesca y descoyuntada sombra. Y cada vez que miraba a su mujer sorprendía en sus ojos un ruego mudo: por favor, silencio, consideración para el sueño de Mario. ¡Consideración! Si César no la tuviera desde qué horas habría sacudido por los hombros a aquel niño enclenque, lo habría despabilado bien para que se enterara de lo que había sucedido. Ésta es tu herencia, le diría. Aprende a defenderla porque yo no te voy a vivir siempre.

César quería hacer de su hijo un hombre y no un nagüilón como Ernesto. A la edad de Mario él, César, ya sabía montar a caballo y salía a campear con los vaqueros y lazaba sus becerritos. Hubiera querido que su hijo lo imitara. Pero Zoraida ponía el grito en el cielo cada vez que hablaban del asunto. Trataba a su hijo con una delicadeza como si estuviera hecho de alfeñique. Claro. Como ella no había sido ranchera no quería que Mario le saliera ranchero. Hasta estaría haciéndose ilusiones de que iban a mandarlo a estudiar a México. Sí, cómo no. Para que le resultara una alhaja como el famoso hijo de Jaime Rovelo que nos sale ahora con la novedad de que los patrones somos una rémora para el progreso y que deberían arrebatarnos nuestras fincas. Sólo falta que nos dejemos. Creen que unos cuantos gritos bastan para asustarnos. Y no saben que estamos cansados de velar muertos. De situaciones más apuradas hemos salido con bien. Yo sé que otros en mi lugar no se tentarían el alma y el tal por cual de Felipe estaría a estas horas hamaqueándose en la ceiba de la majada, con la lengua de fuera. Pero no me quiero manchar las manos con sangre. Ni hacerles un mártir a los alzados. Más vale andar con cautela y apegarse a la ley. Como hasta ahora. ¿Acaso les estaba yo pidiendo baldío a estos infelices indios cuando los llevé al cañaveral? Pensaba yo pagarles lo justo. No el salario mínimo. Estaba loco el que lo discurrió. Lo justo. Pero en vez de obedecer por la buena se me sentaron como mulas caprichudas. Y es que creen que estoy solo, que no tengo quién me apoye. Y ellos sí, su Gonzalo Utrilla. Yo también tengo mis valedores. Para no ir más lejos ahí está el presidente municipal de Ocosingo que es mi compadre. En cuanto yo le eche un grito ya me está mandando la gente que yo quiera para que me ayude. Qué chasco se van a llevar estos desgraciados indios cuando se vean amarrados codo con codo, jalando para el rumbo de la cárcel. Porque lo que es yo no me voy a quedar chiflando en la loma del sosiego después de que se quemó el cañaveral. Se tiene que hacer una averiguación y el responsable será castigado. No se pierden así nomás miles de pesos. Ni les voy a salir a mis acreedores con el domingo siete de que no puedo hacer frente a mis compromisos porque hubo un “accidente” en mi rancho. Tengo que cumplir. O aguantar que me refrieguen, en el mero patio de mi cara, que soy un informal. Y eso no lo ha aguantado ningún Argüello, ni siquiera Ernesto. Por lo pronto, la única solución es ir a Ocosingo. Pero, caray, no me arriesgo a dejar tirada la finca estando como están los ánimos de estos salvajes. Porque si en mi presencia se atrevieron a hacer lo que han hecho, cuando vean que no hay respeto de hombre, quién sabe de lo que serán capaces. Me da miedo también por la familia. Se han dado casos de abusos con las mujeres. Y ni modo de organizar una partida con todas mis gentes. Éste es asunto de hombres. Hay que ir y venir luego. Con toda la impedimenta, no llego a Ocosingo ni en tres días.

—¿Serías capaz de ir a Ocosingo y entregar una carta al presidente municipal, Ernesto?

La pregunta lo cogió desprevenido. Pero antes de saber con exactitud a lo que estaba comprometiéndose, Ernesto hizo un signo de afirmación. No se arrepintió. Si antes su tío no le había tolerado ni la más leve reticencia, ahora se la toleraría menos, pensando, como pensaba, que el causante de todo este conflicto con los indios era él, Ernesto. Si no se hubiera emborrachado hasta el punto de golpear a sus alumnos, los indios no hubieran protestado negándose a trabajar en la molienda. Cierto que Ernesto no había vuelto ni a oler la botella de trago desde aquella fecha, pero ya para qué, si el mal estaba hecho. Así que ahora andaba con la cola entre las piernas y no tenía más que obedecer lo que le mandaran. Por lo menos no le estaban pidiendo cosas del otro mundo. Porque un viaje a Ocosingo no era nada difícil. Y de pronto Ernesto se imaginó galopando por una llanura inmensa, ligero, sin que su cuerpo le pesara, sin esa dolorosa y constante contracción en el estómago, sin sentir el obsesionante hedor a estiércol y creolina, con esa libertad que sólo se disfruta en los sueños.

Pero al ver frente a sí a César sentado, escribiendo —la pluma rasgaba desagradablemente el papel—, se sintió de nuevo sumergido en la angustiosa realidad de su situación, y un sudor frío le empapó la camisa.

Después de rotular el sobre, César se puso de pie para entregárselo a Ernesto.

—Va dirigido al presidente municipal. Es para enterarlo de la coyuntura en que me encuentro. Si te pide detalles de lo que sucedió hoy, se los darás. Por lo menos de las causas estás bien enterado.

Ernesto sintió que las orejas le ardían. Volvió vivamente el rostro para ocultar su humillación y su mirada tropezó con la frente inclinada de Matilde. Creyó sorprender en ella un gesto fugaz de burla. ¿Cómo tenía entrañas para burlarse? Se estaba allí, la muy hipócrita, engañando a todos con su aspecto inofensivo. ¿Qué sucedería si él se pusiera de pronto a gritar que no se había emborrachado por vicio, sino porque Matilde era una puta que asesinó al hijo que hicieron entre los dos? Por un instante Ernesto creyó que no resistiría el impulso de confesarlo todo. Pero las palabras se le desmoronaron en la boca. Ya no era tan torpe como antes para confiar en ellos. Ya los conocía. Suponiendo que César y Zoraida no supieran qué clase de araña era la tal Matilde, bastaba con que llevara su apellido para que la protegieran y la solaparan. Y ¿él qué? Él no era más que un bastardo. Podía muy bien irse al demonio.

—Quiero que cuentes lo que sucedió, con todos los detalles. Y dile que no me voy a conformar mientras no se me haga justicia. El culpable lo va a pagar muy caro. Si ellos no lo castigan, lo castigaré yo.

Ahora que el viaje estaba decidido Matilde alzó la cabeza. Se restregó los párpados fatigados de esforzarse en la costura y miró a su alrededor. Zoraida dormitaba con la mejilla apoyada en el respaldo de la mecedora de mimbre. Tan tranquila como si nada hubiera pasado. Matilde la envidiaba. Porque ella, desde la estancia de doña Amantina en Chactajal, no había vuelto a probar el sueño. Apenas cerraba los ojos se le representaba la cara de aquella vieja gorda; con su torpe expresión de malicia y de complicidad, la oía llamarla de vos y despertaba temblando de vergüenza. Ésas eran sus noches. Y sus días no eran más alegres. Delante de Ernesto sabía que no tenía derecho a levantar la frente. Lo esquivaba lo más que le era posible. Pero a veces —la casa no era lo suficientemente grande, el mundo entero no lo sería— se encontraban y ella tenía que hablarle con naturalidad, fingir indiferencia para que los demás no sospecharan. ¿Cómo iban a sospechar? Tenían tal confianza en ella. Y ella los engañaba, desde hacía meses, a toda hora. Y les pagaba con una burla la hospitalidad y metía la deshonra en esta casa que se había abierto para su desamparo. Trabajaba de sol a sol para ellos. Pero así hubiera podido servirles de rodillas y eso no compensaría la confianza que les había defraudado. Entonces, como para obligarlos a sospechar, como para ponerlos sobre aviso, Matilde arriesgaba frases que estaban mal en los labios de una señorita, aludía a hechos de la vida que una soltera debía forzosamente ignorar. Zoraida la miraba con una suspicacia que la hacía enrojecer. Se le venía, como un golpe de sangre a la cara, el gran terror de ser descubierta. ¿Adónde iría, adónde? Y este vacío, abierto frente a Matilde, la mantenía al borde de la crisis nerviosa. Una sombra en la pared, el vuelo insistente de un insecto, el repentino relinchar de un caballo, la hacían gritar, sollozar, quejarse sin consuelo. Cásate, le aconsejaba César palmeando su espalda entre cariñoso y burlón. Cásate para que dejes de ver visiones. Y Matilde pedía disculpas por haberlos turbado, y forzaba una sonrisa y aparentaba calmarse. Pero de pronto, otra vez el grito:

—¡Ay!

Zoraida despertó sobresaltada.

—¿Qué cosa?

Matilde había corrido hasta el centro de la sala y, temblando, castañeteando los dientes, balbucía:

—Allí, en la ventana, estaba un hombre.

Zoraida y César se miraron con inquietud. Y esta vez no se atrevieron a decir que Matilde había tenido una alucinación.

XVIII

Ernesto dobló el sobre para que la carta cupiera en la bolsa de su camisa. A cada respiración suya, a cada paso del caballo, Ernesto sentía moverse la carta con un crujido casi imperceptible. Allí, en ese trozo de papel, César había descargado toda su furia acusando a los indios, urgiendo al presidente municipal de Ocosingo para que acudiera en su ayuda, recordándole, con una calculada brutalidad, los favores que le debía, y señalando esta hora como la más propicia para pagárselos.

Cuando Ernesto leyó por primera vez esta carta (le habían entregado el sobre abierto, pero él mismo lamió la goma delante de toda la familia y lo cerró. Sólo que después, en su dormitorio, no la curiosidad por conocer el contenido, sino por saber cuál era el verdadero estado de ánimo de César, lo hizo rasgar el sobre y sustituirlo por otro que él rotuló con su propia mano) quedó admirado ante la energía de aquel hombre no doblegada por las circunstancias, ante su innato don de mando y su manera de dirigirse a los demás, como si naturalmente fueran sus subordinados o sus inferiores. Y se entregó de nuevo, plenamente, a la fascinación que este modo de ser ejercía sobre su persona. Sentía que obedecer a César era la única forma de semejársele, y durante las horas que se mantuvo despierto, agitado, en la cama, hasta que un llamado con los nudillos contra la puerta de su cuarto le hizo saber que era el momento de marcharse, no se propuso más que reforzar aquella vehemencia escrita con su testimonio hablado. Y se palpaba ardiendo de indignación y pensaba llegar a la presencia del presidente municipal de Ocosingo, ardiendo todavía como una antorcha de la que podía servirse para iluminar el oscuro antro de la injusticia.

Pero ahora que la cintura empezaba a dolerle de tanto acomodarse al vaivén de las ancas del caballo, Ernesto notó que su entusiasmo decaía. Y cuando su respiración se hizo fatigosa y difícil —porque el caballo se empeñaba en subir el cerro del Chajlib— su entusiasmo acabó por fundirse en una sorda irritación. ¿Desde qué horas estaba caminando? No tenía reloj, pero podía calcular el tiempo transcurrido desde que salió de Chactajal —antes de que amaneciera— hasta este momento en que el sol, todavía frío, todavía inseguro, le clavaba rápidos alfileres en la espalda.

“¿Y todo esto para qué?”, se dijo. El presidente municipal no va a hacer caso ni va a mandar a nadie para que investigue el incendio del cañaveral. Ni que estuviera tan demás en este mundo. Y la mera verdad es que él mismo, César, es quien busca que no atiendan sus demandas. No tiene modos para pedir. ¿Y si yo no entregara la carta? Ernesto se imaginó desmontando frente a los portales de la presidencia y amarrando su caballo a uno de los pilares gordos y encalados. El presidente estaría dentro, a la sombra del corredor de la casa, espantando el bochorno de la siesta con un soplador de palma. Porque Ernesto había oído decir que en Ocosingo el clima era caliente y malsano. Ernesto se aproximaría al presidente con la mano extendida, sonriente, lleno de aplomo, como había visto en Comitán que los agentes viajeros se aproximaban a los dueños de las tiendas.

El presidente iba a sonreír, instantáneamente ganado por la simpatía y la desenvoltura de Ernesto. Y él mismo iba a reconocer, con sólo mirarlo, que se trataba de un Argüello. Las facciones, las perfecciones como acostumbraban decir las gentes de por aquellos rumbos, lo proclamaban así. Y luego esa autoridad que tan naturalmente fluía de su persona. Sin la aspereza, sin la grosería de los otros Argüellos. Con una amabilidad que instaba a los demás a preguntar qué se le ofrecía para servirlo en lo que se pudiera. Ernesto sonrió satisfecho de este retrato suyo.

—¿Una cervecita, señor Argüello?

Sí, una cerveza bien fría, porque tenía sed y hacía mucho calor. Ernesto alzó la botella diciendo salud y su gesto se reflejó en los opacos espejos de la cantina.

Acodados en la misma mesa, próximos, íntimos casi, el presidente municipal y Ernesto iban a iniciar la conversación. Ernesto sabía que el presidente iba a insistir de nuevo:

—Conque ¿qué se le ofrecía?

Y Ernesto, dejando que el humo de su cigarrillo se disolviera en el aire (no, no le gustaba fumar, pero le habían dicho que el humo es bueno para ahuyentar a los mosquitos y como Ocosingo es tierra caliente, los mosquitos abundan), le contaría lo sucedido. Él, Ernesto, estaba en Chactajal ejecutando unos trabajos de ingeniería. Por deferencia a la familia únicamente, porque clientela era lo que le sobraba en Comitán. Bueno, pues César lo había llamado para que hiciera el deslinde de la pequeña propiedad, porque había resuelto cumplir la ley entregando sus ejidos a los indios. Pero uno de ellos, un tal Felipe, que la hacía de líder, había estado azuzándolos contra el patrón. Tomando como pretexto a Ernesto precisamente. Decía que siendo sobrino legítimo de César, Ernesto no iba a hacer honradamente el reparto de las tierras. Cuando lo primero, aquí y en todas partes, no eran los intereses de la familia, sino el respeto a la profesión. Pero ¿cómo se metía esta idea en la cabeza dura de un indio? Total, que se habían ido acumulando los malentendidos hasta el punto que el mentado Felipe le prendió fuego al cañaveral y después, para evitar que fueran a quejarse a Ocosingo, tenía sitiada la casa grande de Chactajal con la ayuda de aquellos a quienes había embaucado. Pero él, Ernesto, logró escapar gracias a su astucia y a la protección que le prestó la molendera, una india que le tenía ley.

Y aquí Ernesto respondería a la libidinosa mirada con que el presidente municipal iba a acoger aquella confidencia, con un severo fruncimiento de cejas. Y declararía después que aquella pobre mujer había ido a ofrecérsele. Pero que él no había querido abusar de su situación. Además, las indias —aquí sí cabía un guiño picaresco— no eran platillo de su predilección. ¡Pobres mujeres! Las tratan como animales. Por eso cuando alguien tiene para ellas un miramiento, por insignificante que sea (porque él no había hecho más que portarse como un caballero ante una mujer, que es siempre respetable sea cual sea su condición social), corresponden con una eterna gratitud. Gracias, pues, a la molendera estaba Ernesto aquí, pidiéndole al señor presidente que lo acompañara a Chactajal y de ser posible que destacara delante de ellos a un piquete de soldados. No, no para imponer la violencia sobre los culpables. Los indios no eran malos. Lo más que podía decirse de ellos es que eran ignorantes. Le extrañaría tal vez al señor presidente escuchar esta opinión en los labios de alguien que pertenecía a la clase de los patrones. Pero es que Ernesto era un hombre de ideas avanzadas. No un ranchero como los otros. Había estudiado su carrera de ingeniería en Europa. Y no podía menos que aplaudir, a su retorno a México, la política progresista de Cárdenas. En este aspecto el señor presidente municipal podía estar tranquilo. Acudir al llamamiento de los dueños de Chactajal no podía interpretarse como una deslealtad a esa política. Se le llamaba únicamente como mediador.

Vencido el último de sus escrúpulos el presidente municipal no vacilaría en acompañar a Ernesto. ¡Con qué gusto los verían llegar a Chactajal! Él, Ernesto, les había salvado la vida. Y Matilde lo miraría otra vez con los mismos ojos ávidos con que lo vio llegar a Palo María, antes de que las palabras de César le hicieran saber que era un bastardo. Pero ahora, con ese acto de generosidad, iba a convencerlos a todos de que su condición de bastardo no le impedía ser moralmente igual a ellos o mejor. César se maravillaría de la penetración que le hizo comprender que el tono de aquella carta tenía que ser contraproducente. Y de allí en adelante no quería dar un paso, sino guiado por los consejos de su sobrino. Además, querría recompensarle con dinero. Pero Ernesto lo rechazaría. No con desdén, sino con tranquila dignidad. César, conmovido por este desinterés, haría llamar al mejor especialista de México para que viniera a examinar a su madre. Porque cuando se quedó ciega, el doctor Mazariegos aseguró que su ceguera no era definitiva. Que las cataratas, en cuanto llegan al punto de su maduración, pueden ser operadas. Y una vez con su madre sana ¿qué le impedía a Ernesto irse de Comitán, a buscar fortuna, a otra parte, donde ser bastardo no fuera un estigma?

Había llegado al borde de un arroyo. El caballo se detuvo y empezó a sacudir la cabeza con impaciencia, como para que le aflojaran la rienda y pudiera beber. Ernesto no tenía idea del tiempo que le faltaba para llegar a Ocosingo, y como la larga caminata le había abierto el apetito dispuso tomar una jícara de posol. Desmontó, pues, y condujo su caballo a un abrevadero para que se saciara. Del morral sacó la jícara y la bola de posol y fue a sentarse a la sombra de un árbol. Mientras el posol se remojaba sacó la carta de la bolsa de su camisa, la desdobló y estuvo leyéndola de nuevo. Habría bastado un movimiento brusco de su mano para arrugarla, para hacerla ilegible, para romperla. Pero el papel permanecía allí, intacto, sostenido cuidadosamente entre sus dedos que temblaban mientras una gran angustia apretaba el corazón de Ernesto y le hacía palidecer. De pronto, todos sus sueños le parecieron absurdos, sin sentido. ¿Quién diablos era él para intervenir en los asuntos de César? Indudablemente estaba volviéndose loco. Ha de ser la desvelada, pensó. Y volvió a doblar aquel pliego de papel y a meterlo en el sobre y a guardarlo en la bolsa de su camisa. Hasta puso su pañuelo encima para que el papel no fuera a mancharse con la salpicadura de alguna gota cuando batiera su posol. Pero apenas Ernesto iba a hundir los dedos entre la masa, cuando se escuchó una detonación. El proyectil había partido de poca distancia y vino a clavarse entre las cejas de Ernesto. Éste cayó instantáneamente hacia atrás, con una gota de sangre que marcaba el agujero de la herida.

El caballo relinchó espantado y hubiera huido si un hombre, un indio bajado de entre la ramazón del árbol, no hubiera corrido a detenerlo por las bridas. Estuvo palmeándole el cuello, hablándole en secreto para tranquilizarlo. Y después de dejarlo atado al tronco del árbol fue hasta el cadáver de Ernesto y, sin titubear, como aquel que lo vio guardarse la carta, se la extrajo de la bolsa de la camisa y la rompió, arrojando los fragmentos a la corriente. Luego cogió aquellos brazos que la muerte había aflojado y, jalándolo, arrastró el cadáver —que dejaba una huella como la que dejan los lagartos en la arena— hasta el sitio en que pacía el caballo. Lo colocó horizontalmente sobre la montura y lo ató con una soga para impedir que perdiera el equilibrio y cayera cuando el caballo echara a andar. Por fin, desató a la bestia, la puso nuevamente en la dirección de Chactajal y, pegando un grito y agitando en el aire su sombrero de palma, descargó sobre sus ancas un fuetazo. El animal partió al galope.

Cuando el caballo atravesó, sudoroso, con las crines pegadas al cuello, entre las primeras chozas de los indios de Chactajal, se desató el enfurecido ladrar de los perros. Y detrás los niños, corriendo, gritando. Los mayores se miraron entre sí con una mirada culpable y volvieron a cerrar la puerta del jacal tras ellos.

El caballo traspuso el portón de la majada, que ahora ya no vigilaba ningún kerem, y se mantenía abierta de par en par. Su galope dejó atrás la casa grande y la cocina y las trojes, porque no iba a descansar más que en su querencia. Hasta la caballeriza tuvo que ir César a recoger el cadáver de Ernesto y ayudado por Zoraida —ningún indio quiso prestarse— transportó el cuerpo de su sobrino hasta la ermita para velarlo. Allí corrió Matilde, destocada, y se lanzó llorando contra aquel pecho que había entrado intacto en la muerte. Y besaba las mejillas frías y el cabello, todavía suave y dócil, de Ernesto.

Zoraida se inclinó hacia Matilde, murmurando a su oído:

—Levántate. Vas a dar qué hablar con esas exageraciones.

Pero Matilde, arrodillada todavía junto al cadáver de Ernesto, gritó con voz ronca:

—¡Yo lo maté!

—Estás loca, Matilde. ¡Cállate!

—¡Yo lo maté! ¡Yo fui su querida! ¡Yo no dejé que naciera su hijo!

Zoraida se aproximó a César para urgirle:

—¿Por qué dejar que mienta? No es verdad lo que dice, está desvariando.

Pero ya se había adueñado de la voluntad de Matilde un frenesí que se volvía en contra suya para destruirla, para desenmascararla. Y volviendo a Zoraida su rostro mojado de llanto, dijo:

—Pregúntale a doña Amantina cómo me curó. Yo he deshonrado esta casa y el apellido de Argüello.

Estaban solos los tres, alrededor del cuerpo de Ernesto. César miraba a su prima con una mirada fija y glacial, pero como si su atención estuviera puesta en otra cosa. El silencio latía de la inminencia de una amenaza. Matilde jadeaba. Hasta que, con una voz extrañamente infantil, se atrevió a romperlo preguntando:

—¿No me vas a matar?

César parpadeó, volviendo en sí. Hizo un signo negativo con la cabeza. Y luego, volviendo la espalda a Matilde, añadió:

—Vete.

Matilde besó por última vez la mejilla de Ernesto y se puso en pie. Echó a andar. Bajo el sol en la llanura requemada. Y más allá. Bajo la húmeda sombra de los árboles de la montaña. Y más allá. Nadie siguió su rastro. Nadie supo dónde se perdió.

Esa misma noche los Argüellos regresaron a Comitán.