ARTHUR SMITH SALVA SU ALMA

…un hombre,

en el mejor sentido de la palabra, bueno.

ANTONIO MACHADO

MIENTRAS volaban en helicóptero sobre la sierra (picachos agresivos, despeñaderos, algo diminuto que se movía entre la vegetación), Arthur Smith pensó que el mundo, definitivamente, estaba bien hecho. Por lo menos en lo que se podía contemplar a simple vista, en su parte natural, en su aspecto externo, ganaría uno si apostara que era hermoso. Esas combinaciones de colores que tenía frente a él ahora, por ejemplo. Cada uno de los elementos —azul, verde, morado sombrío— era de una nitidez, de una pureza que, a pesar de su proximidad y aun de su entrecruzamiento, resultaba imposible confundirlos.

La confusión viene de una mirada desatenta y rápida. En cuanto el ojo se detiene puede discernir, puede calificar con exactitud.

Arthur Smith extrajo una libreta de pastas negras y escribió con apresuramiento algunos signos y abreviaturas donde quedaba apuntada su meditación. Podría serle útil más adelante. Este tipo de observaciones tan sencillas, tomadas de las cosas cotidianas, es el que a la gente le gusta y lo que capta.

La gente, para Arthur Smith, era el pueblo, humilde en su ignorancia, a quien el Señor se había dirigido en parábolas. El sentido de ellas, tan diáfano y sin embargo tan multívoco, se revelaba en secreto a cada corazón y aparecía, clarísimo, en cada circunstancia especial. A veces un sentido daba la impresión de contradecir a otro o de restarle validez. Pero esto no era más que consecuencia de la irremediable limitación del intelecto humano (“la razón, soberbia para proclamar sus conquistas, ciega para reconocer sus errores, incapaz de saltar sus barreras”, escribió) que encuentra siempre inescrutables los designios de Dios y sus caminos.

El helicóptero, manejado hábil y seguramente (¿y cómo no, si el piloto era norteamericano?), fue perdiendo altura. En el bosque de coníferas se había abierto, de pronto, un gran claro donde podía aterrizar, no sólo un aparato tan pequeño como el que transportaba a Arthur, sino también aviones de gran tamaño y potencia.

Arthur Smith cerró su libreta de pastas negras y la guardó. Le era imposible continuar escribiendo con este bamboleo y con las leves e intermitentes sacudidas con que las ruedas del helicóptero tocaron tierra.

Al finalizar el descenso el piloto se volvió hacia Arthur —el único pasajero— con una sonrisa amplia, de dentífrico recomendable, de chicle con clorofila, que expresaba, a la vez, la satisfacción de la hazaña cumplida y la alegría de haber tenido un espectador.

—Como usted ve no estamos mal instalados aquí —comentó el piloto mirando en torno suyo. Varios hangares amplios y por lo pronto vacíos, y una pequeña torre de control constituían el panorama inmediato. Detrás había una apretada arboleda de pinos.

De la torre salió, exuberante, a saludar a sus compatriotas, el encargado de los aparatos de radiotransmisión y recepción.

Por una deferencia natural se dirigió primero a Arthur Smith a quien dio un vigoroso apretón de manos y una bienvenida esquemática a nombre del pastor Williams, ausente por deberes inaplazables de su ministerio. Después, la conversación se deslizó, fluida y sabrosa, como si nunca se hubiera interrumpido, hacia el piloto. Ambos hablaban de mecánica, de un cargamento que todos aguardaban con impaciencia y, en un instante en que los dos supusieron que Smith no los escuchaba, de asuntos profanos. El piloto proporcionó una sorpresa muy agradable al radiotécnico al revelarle que en su equipaje había traído una magnífica colección de postales.

Arthur, que procuraba distraerse pateando las piedrecillas del camino, no pudo evitar entender el significado de lo que los otros cuchicheaban. Se ruborizó hasta la raíz de los cabellos, apretó los puños. ¿Cómo era posible que estos hijos de perra…? Pero un largo entrenamiento de dominio sobre sus impulsos hizo desaparecer los síntomas de la ira. Después de todo, reflexionó, ese par de hombres que iban delante de él formaban parte del “rebaño de perdición”. No habían sido tocados por ninguna gracia, ni señalados para ninguna misión especial. Con su barro se amasó un receptáculo vil. En cambio él, Arthur… suspiró satisfecho: él estaba, por fin, en su sitio y su sitio era de elección. Había llegado a su destino.

Recordó ahora los años de dudas, de postergaciones. “Señor, ¿seré digno de servirte?” Y nunca supo si en esta pregunta había humildad o cobardía.

Lo tentaba el mundo, aquel mundo que los antiguos consideraron peligroso, sin imaginar siquiera los extremos de seducción que alcanzaría. Todos los aparatos para vivir cómoda y fácilmente; todos los instrumentos para proporcionar placer; todos los colores y los ruidos para aturdir. Todo al alcance de la mano de todos. “Obténgalo ahora; páguelo después.” Y allí se precipitaban las muchedumbres, con las manos ávidas para asir lo que se pudiera y al precio que fuese. Y cada uno empujando a los demás porque quería llegar primero, porque necesitaba ser el único. Había que apartarse del montón, mostrarse original, excéntrico, alcanzar la fama. No importaban los medios. “Yo fui esposa de un presidiario de Sing-Sing.” “Yo amaestré un avestruz.” “Yo comí doscientas hamburguesas en tres horas.”

Fama significaba dinero. Y dinero… ¡Vamos! ¿Quién no sabe lo que significa el dinero? Arthur Smith deseaba ambas cosas, pero de una manera abstracta y pasiva. Si alguien hubiera venido a ofrecérselas no las habría rechazado. Pero conquistarlas, abrirse paso a empujones… No, evidentemente no estaba hecho de la pasta de los pioneros ni de los ejecutivos agresivos. Entonces Arthur se justificaba considerando que el mundo era vanidad de vanidades y que más le valía perderlo, con tal de salvar su alma.

Pero también estas consideraciones eran remotas. Adquirieron consistencia sólo al morir su madre. Aquel cáncer… ¡Dios mío! ¿Habría algo que pudiera borrar el olor repugnante de carne que se pudre con lentitud, con morosidad? Y los alaridos de dolor. ¿Dónde se refugiaba el espíritu, en aquellos pobres cuerpos torturados por la enfermedad y por los tratamientos, embrutecidos por la anestesia? Y sin embargo, el último instante de la agonía fue tan luminoso que Arthur Smith quedó maravillado. Su madre lo miró con una mirada ancha, húmeda, donde hubiera podido caber el cielo. Una mirada de reconciliación, de certidumbre de que todo estaba en orden y era bueno, de paz.

A partir de entonces Arthur Smith asistió con más frecuencia al templo del que su madre había sido feligresa: el de la secta protestante de los Hermanos de Cristo.

Arthur se hallaba a gusto en el interior de un edificio solemne y sin imágenes, entre personas de aire benévolo, tocadas con sombreros ligeramente pasados de moda.

En los sermones que escuchaba había algo (¿la semejanza con las palabras de su madre?) que le hacía revivir su infancia. La figura de Cristo aparecía siempre resplandeciente de bondad y de ternura. Sus actos eran sencillos. Se inclinaba a consolar a los tristes, a perdonar a los pecadores, a ablandar a los empedernidos. Ser bueno era entonces fácil. Tan fácil como caminar sobre las aguas.

Arthur Smith hizo algunas pequeñas tentativas para practicar el bien en su parroquia. Pero el carácter emprendedor (después de todo Arthur era también un norteamericano) no podía conformarse con la limosna ocasional a algún vagabundo, cuya puntualidad nadie podía garantizarle. Por lo demás le repugnaba visitar los barrios bajos de su pueblo. Había en ellos tal prostitución (cantinas, hoteles de paso, holgazanería), que su miseria no podía considerarse más que como un castigo divino que no era lícito paliar.

Arthur Smith consultó la opinión de varias personas más avisadas que él y todos le aconsejaron que se inscribiera en una Organización vasta y poderosa, cuyas sucursales operaban en los puntos más aislados y primitivos de la América Latina.

La Organización tenía unas siglas impronunciables cuya pretensión era sintetizar las iniciales de todos los clubes privados que contribuían a su sostenimiento y todas las sectas religiosas que prestaban su colaboración.

Cuando Arthur Smith se presentó a las oficinas de enrolamiento de la Organización, no le exigieron más que dos requisitos: ser cristiano y adiestrarse en alguna especialidad útil en el medio en que iban a requerirse sus servicios.

Arthur Smith se inscribió en un curso intensivo de dialectos mayences, con particularidad el tzeltal, ya que el sitio que había escogido como término de su viaje era un campamento llamado Ah-tún, en los Altos de Chiapas, al sur de la República Mexicana.

Sus estudios no lo hicieron descuidar, sino antes al contrario fortalecer, sus disciplinas morales. Mientras su estado civil fuera la soltería (y no abrigaba la menor intención de cambiarlo), le era forzoso guardar la castidad. No siempre le era posible. Pero se consolaba releyendo el pasaje aquel en que se afirma que la carne es flaca y que el justo cae setenta veces cada día.

En cuanto a los otros pecados casi no lo atosigaban. La avaricia, desde que la Organización se había encargado de darle alojamiento, ropa, comida, pago de las colegiaturas y un pequeño excedente para gastos imprevistos, había desaparecido de su horizonte. La vanidad estaba satisfecha. ¿Y no era legítima, en el grado mínimo en que la experimentaba, cuando Arthur había sido capaz de buscar la senda estrecha y cuando estaba dispuesto a sacrificarse con tal de redimir a los demás?

Arthur Smith recibió un diploma que lo acreditaba como conocedor de la lingüística prehispánica en Mesoamérica y con él, bien enrollado en la maleta, se dirigió al campamento de Ah-tún.

El viaje fue rápido y por los medios más modernos. Aviones de retropropulsión en el territorio de los Estados Unidos. Tetramotores desde la capital de México a la de Chiapas. Y helicóptero desde Tuxtla Gutiérrez hasta Ah-tún.

A primera vista el proceso era el de una decadencia. Pero mientras Arthur Smith se deslizaba por los aires, raudo y seguro, otros menos privilegiados que él (los funcionarios de la Misión de Ayuda a los Indios, los particulares, los nativos), tenían que atravesar las serranías chiapanecas a bordo de jeeps inverosímiles, a lomo de bestias y de indios pacientes, a pie.

Detentar el privilegio del helicóptero no lesionaba la humildad de Arthur, sino que más bien fortalecía el sentimiento de que estaba del “buen lado”. Su religión era verdadera, su raza era superior, su país era poderoso. Dios, aseveraba Arthur, no necesitaba que las almas humanas transitasen de este al otro mundo para manifestar sus predilecciones, para premiar ciertas conductas con el éxito, porque su justicia era expedita, además de infalible e inapelable.

Desde luego que estar del “buen lado” no podía admitirse de ninguna manera como una casualidad. El hecho había sido largamente objeto de meditaciones, desde el principio de la creación, por la inteligencia divina. Ahora bien, al hombre, a Arthur Smith, le correspondía, como era usual, retribuir de algún modo los favores que había recibido.

(La palabra “favor” no era de las preferidas por Arthur, ya que podía interpretarse como una disminución del mérito propio. Por desgracia el mérito estaba en relación directa con la responsabilidad y ésta podía traer como consecuencia la culpa, que a su vez acarreaba el castigo. Arthur Smith se resignaba, entonces, a dejar las cosas en el punto en que las había encontrado.)

Quedamos, pues, en que Arthur Smith había recibido de la Providencia innumerables favores: el de comprender y aceptar la Revelación; el de practicar e imponer la moral; el de ostentar la ciudadanía más respetada del mundo; el de lucir el pigmento adecuado de piel; el de manejar una moneda que valía siempre más que las otras.

Ahora bien, ¿cómo hacer que esta inversión de la Providencia en su persona redituara los mayores beneficios posibles? Podía convertirse en un próspero hombre de negocios. En su religión no existía un solo mandamiento que se lo prohibiese y las leyes de su país le brindaban todas las oportunidades posibles. Sin embargo (y a pesar de las abundantes autobiografías de millonarios que habían comenzado su carrera como limpiabotas), la competencia era feroz.

Arthur Smith transigió entonces con la burocracia. Pero la mayor parte de los puestos estaban ocupados por personas con una inexcusable tendencia a la inmortalidad. Y en cuanto se producía un hueco aparecía inmediatamente, para llenarlo, la misma multitud que se aglomeraba en las entradas de los ferrocarriles subterráneos y de los elevadores.

Quedaban otros recursos: la suerte, por ejemplo. Pero las estadísticas se empeñaban en indicar que todos los yacimientos petrolíferos habían sido ya descubiertos, lo mismo que las minas de metales preciosos o de esas nuevas sustancias que la industria moderna exigía, cada vez en cantidades mayores, para su desarrollo.

El recurso de los inventos fue desechado por Arthur después de una melancólica ojeada a los archivos de la Oficina de Patentes.

Con cierta intermitencia surgía una oportunidad: la guerra. Pero el ánimo de Arthur Smtih no era especialmente combativo. El Dios de los Ejércitos establecía, muy de tarde en tarde, comunicación con él y aun entonces sus mandatos eran más ambiguos que imperativos. Sin embargo, cuando vio aparecer por todas las paredes y postes de la ciudad enormes cartelones en los que se hacía un dramático llamamiento a su heroísmo para que salvara el sagrado patrimonio de la Libertad, de la Democracia y de la Dignidad Humana, amenazado por un enemigo implacable en una remota isla del Pacífico, Arthur Smith acudió con rapidez, aunque con pies tan planos, al puesto de reclutamiento, que su solicitud fue rechazada.

Mamá y su pequeña pensión de viuda lo ayudaron en años difíciles en los que ser vendedor ambulante significaba exponerse a embestidas de perros bravos, travesuras de chicos irrespetuosos y portazos de señoras desgreñadas.

Por lo demás, su elocuencia —que en un púlpito hubiera brillado esplendorosamente comentando pasajes del Evangelio— se convertía en un tartamudeo ineficaz cuando se trataba de ensalzar las virtudes omnicomprensivas de un detergente, de un abrelatas convertible en el utensilio más inesperado, de un cepillo multifacético.

—Tu problema —le advirtió su madre con esa clarividencia que sólo da el amor— es que no tienes fe.

Y era exacto. Arthur no podía tener fe en algo tan deleznable como un cepillo. La reservaba para ideales más elevados. Creía en las promesas de los políticos; confiaba en la honestidad de los manejadores de las ligas de beisbol; habría puesto la mano en el fuego para avalar los conocimientos enciclopédicos de los participantes en los programas de preguntas y respuestas en la televisión.

Cuando estos ideales, por uno u otro motivo, se derrumbaron, la fe de Arthur Smith se orientó, en forma total y ferviente, hacia el único prestigio que la publicidad no podía ni fabricar ni deshacer a su antojo: hacia Dios.

La fe en Dios era la que ahora había movido a Arthur hasta regiones inexploradas, donde tribus de indios salvajes aguardaban el mensaje de luz y redención.

—Ése es el campamento de Ah-tún —anunció el radiotécnico al señalar un grupo de casitas de madera, pintadas de vivos colores. En la calle única, implacablemente recta e impecablemente pavimentada, circulaban niños rubios y sanos, montados en bicicletas o encaramados en patines.

El piloto preguntó dónde estaba la fuente de sodas más próxima. Era una broma que él y su amigo, el radiotécnico, se gastaban invariablemente. Pero eso lo ignoraba Arthur Smith, quien fulminó a ambos con una severa mirada de admonición. Lo primero que había que averiguar, dijo, era la ubicación del templo. Como cristianos debían ir a dar gracias al Señor por haberlos conducido con bien hasta el término de su viaje.

El radiotécnico se mostró un poco embarazado para responder. El templo, dijo, se hallaba a considerable distancia en plena jungla. (Llamaba jungla a todo lo que fuera campo, sin distinguir esos pequeños matices que hacen que una llanura no sea un bosque ni un desierto.)

Lo más prudente, añadió, era que los recién llegados descansaran un rato. Los conduciría a la casa de visitantes en uno de cuyos cuartos se instalaría Arthur ya que, según tenía entendido, era soltero y no precisaba de una casa. En cuanto al piloto, conocía de sobra su cubil.

—Mientras tanto yo ordenaré que les preparen algo de beber.

A Arthur le pareció poco hospitalario, de parte de las amas de casa, que no hubieran salido a recibirlo. Después de todo su puesto de lingüista era de cierta importancia y además siempre es agradable hacerle los honores a un compatriota en una tierra extraña. Alguna reminiscencia infantil lo había hecho soñar con pasteles de manzana recién horneados. Pero en la atmósfera no se percibía más que un vago olor de desinfectante. Las cocinas estaban cerradas y silenciosas. Éste era el momento en que las señoras escuchaban un complicadísimo episodio en que un hombre seductor, moreno y vil, estaba a punto de hacer caer en sus redes a la ingenua heredera, salvada a última hora por la lealtad del administrador de los bienes de su difunto padre. El administrador era un joven rubio, pecoso y sencillo, que la había amado siempre, aunque jamás se atrevió a confesárselo.

El pastor Williams regresó al anochecer. De las cocinas escapaban ahora humos tenues y deliciosos y la planta de luz eléctrica emitía un zumbido continuo y tranquilizador.

Arthur y Williams se entrevistaron en la estancia de la casa de visitantes. Hubo instantáneamente entre los dos una corriente de simpatía al descubrir asombrosas coincidencias en sus gustos. En efecto, preferían la Coca-Cola a otras marcas de refrescos embotellados y los tabacos suaves a los fuertes. Su conversación, que se iniciaba bajo tan buenos auspicios, no pudo prolongarse mucho porque al piloto le urgía que el pastor Williams firmara el visto bueno de los artículos que había transportado: varios rollos de película de 16 milímetros, algunas cajas de antibióticos y un paquete de ejemplares de los Evangelios y otros libros y revistas. No le era posible esperar porque partiría de regreso a Tuxtla al día siguiente, de madrugada.

Para Arthur el día siguiente también tenía planes definidos. Alguien lo guiaría por el campamento para que admirara sus instalaciones: una alberca de agua templada (el clima lo exigía así), un salón de actos en el que se efectuaban conferencias, exhibiciones de cine y hasta representaciones de aficionados al teatro. A la hora de comer disfrutaría de la invitación del pastor Williams y de su familia para acompañarlos.

La señora Williams —edad mediana, belleza que se marchitaba sin rebeldía, dos hijos— se mostró encantada con la visita de Arthur. Cualquier novedad en este destierro, declaró sin cuidarse de que sus palabras fueran malinterpretadas como una descortesía, resultaba excitante. Tan excitante que era ésta la primera vez, en meses, que había intervenido personalmente en la elección del menú y hasta en la elaboración de los platillos. Porque las cocineras indias, lo mismo que lo demás de la servidumbre de que su marido la había provisto, más bien servían de estorbo que de ayuda.

—Son estúpidas, sucias, tercas, hipócritas…

—Por favor, Liz —la interrumpió el Pastor, tendiendo hacia ella una bandeja con refrescos—. Recuerda que prometiste tener paciencia.

Liz sonrió casi entre lágrimas y se bebió de un sorbo gran parte del contenido de su vaso.

—Voy a ver si la comida está lista —dijo.

Y abandonó la habitación con pasos rígidos y deliberadamente ruidosos.

A la mesa se sentaron los tres. Los niños, explicó Liz, estaban fuera. Y bueno, esperaba que nadie protestaría por eso. Los niños no saben más que interrumpir las pláticas de los mayores, hacer preguntas tontas y derramar cosas sobre el mantel.

—Es resultado de la educación que reciben —dijo con displicencia el pastor Williams.

—¿Y he de ser yo la única que los eduque? Tú estás siempre fuera. Y los niños no ven más que malos ejemplos por todas partes. El otro día encontré a Ralph llorando porque no tenía piojos como los nativos.

Las mejillas de Liz llameaban. En ese momento entró al comedor una india llevando una fuente de carne que depositó con torpeza junto al Pastor.

—¿No te he repetido mil veces que la que sirve la comida soy yo?

Era la voz de Liz, colérica. La india abatió los párpados y sonriendo, sin comprender, sin rozar apenas el suelo con sus pies descalzos, volvió a la cocina.

—¿Han visto? —se quejó Liz al Pastor, a Arthur, a todos—. Y todavía pretenden que los niños se eduquen.

—Querida, a nuestro huésped no le interesan los problemas domésticos.

—¡Perdón, señor Smith! Y además qué absurdo, perder el tiempo en tonterías cuando hay tantas cosas interesantes que comentar.

Liz hablaba como si temiera que alguna operadora invisible, como la de los teléfonos, fuera a cortarle la comunicación. De prisa, ansiosa. ¿Qué tal Nueva York? ¿Era de veras tan enorme como decían? Ella nunca pudo conocerlo, como tampoco pudo conocer Hollywood, ni Florida, ni Las Vegas, ni las Cataratas del Niágara. En cambio, dijo mirando con ironía a su marido, había conocido Ah-tún.

—Sírvenos el café, por favor.

Sentados en el porche, con la cafetera de cristal refractario ante ellos y con sendos cigarrillos, de marcas iguales, encendidos, Arthur y Williams quedaron a solas.

—Creo que Liz necesita unas vacaciones. Ha estado aquí demasiado tiempo.

No la mencionó más. Arthur esperaba que ahora el Pastor le especificara las tareas que iba a encomendarle en el campamento. Pero no fue así. Se limitó a recomendarle que procurase conocer el ambiente, relacionarse con los demás.

Arthur fue, poco a poco, distinguiendo a sus compañeros, enterándose de sus profesiones y sus actividades, aunque muchas de ellas no acertaba cómo hacerlas encajar dentro de un marco de acción estrictamente religiosa. Había, por ejemplo, un botánico que se dedicaba a clasificar las especies raras de la región; un geólogo que llevaba al cabo investigaciones sobre la edad y variedades de las piedras; otros especialistas que levantaban mapas o elaboraban gráficas sobre el número de habitantes de la zona, sus costumbres, su nivel cultural, las enfermedades a las que eran más susceptibles y los índices de mortalidad y natalidad.

Los técnicos eran gente eficaz y bien remunerada. En sus esposas se encontraba, a menudo, el descontento de Liz. Aunque alguna se divirtiera pensando en cómo iba a asombrar a sus amistades de Iowa cuando les contara las aventuras de Ah-tún.

Los niños norteamericanos asistían con regularidad a la escuela y el tiempo libre excursionaban por los alrededores. Sus padres les prohibían, invariablemente, tres cosas: que tomaran agua sin purificar, que establecieran amistad con desconocidos (sobre todo si eran nativos) y que se demorasen hasta después del anochecer.

La segunda recomendación, por lo menos, era superflua. Ninguno de los niños hablaba otro idioma más que el inglés, totalmente ignorado por los ladinos de la zona. Algunos indios (los que servían en las casas del campamento, o ayudaban como peones a los técnicos o concurrían con excesiva regularidad a las ceremonias religiosas) habían logrado aprender algunas palabras. Pero su timidez, su índole reservada, su ancestral respeto a los caxlanes les impedían pronunciarlas más que entre sí.

—Como usted ve —explicó por fin el pastor Williams a Arthur—, un lingüista nos era indispensable. Lo que urge es que iniciemos la traducción del Evangelio al tzeltal. Sólo así será posible predicarlo con eficacia.

—Y para que la Buena Nueva se difunda más, también podríamos imprimir folletos, repartirlos gratuitamente.

El pastor Williams sonrió.

—Es inútil. Los nativos de esta zona no están alfabetizados.

—Entonces ¿por qué no abrir una escuela?

—Tómelo con calma, amigo Smith. No se puede lograr todo al mismo tiempo. Cuando decidimos establecernos aquí lo esencial era que saneáramos la región. Había de todo: paludismo, parasitosis, tifoidea. Si no hubiéramos principiado por esto, los primeros en perecer habríamos sido nosotros.

—¿Y ahora?

—Hay que mantener las instalaciones. Los filtros purificadores, las pistas de aterrizaje, la alberca.

—Yo he visto que los indios trabajan allí sin cobrar.

—Sí, es su forma de demostrarnos su gratitud. Pero lo que resulta caro son los aparatos, los aviones, por ejemplo, que deben estar siempre en condiciones de disponibilidad.

Arthur había creído, al principio, que únicamente el helicóptero era indispensable. Pero ahora los hangares estaban ocupados por tetramotores.

—Hubo que construir el campamento —continuó con orgullo el pastor Williams—. Cuando nosotros llegamos no había nada más que jungla. Ahora ya lo ve usted. Casi no tenemos motivo para sentir nostalgia del hogar.

Casi. Faltaba sólo la fuente de sodas, la sucursal de banco.

—Bien —concluyó Williams—. Su tarea en Ah-tún consistirá en hacer las traducciones de que hablamos. Tómese su tiempo, amigo, porque no nos corre ninguna prisa. Y no es necesario que proceda por orden. Yo le iré señalando los versículos que se leerán y se comentarán en las reuniones dominicales.

A Arthur Smith le fue asignado un ayudante: un joven indígena —Mariano Sántiz Nich—, que hasta hoy no había cedido a nadie su primer lugar en conocimiento del inglés.

Arthur y Mariano trabajaban en un salón espacioso, ante una mesa cómoda, con todos los elementos de los que iban a hacer uso a su alcance. Mariano, dócil como correspondía a su condición, se sentaba ante el otro. Pero su esfuerzo mayor no consistía ni en concentrarse en los textos, ni en querer penetrar su significado, ni en transvasarlos con exactitud de un idioma a otro. Lo más difícil era permanecer sentado, mirar los árboles y el campo desde lejos, al través de un vidrio, ejercitar la mano en un menester que no exigía rudeza.

A Mariano se le bañaba la cara y el cuello de sudor y cuando Arthur le pedía la correspondencia precisa de un vocablo, respondía con el primero que se le venía a la mente. Y si el texto decía Espíritu Santo, Mariano interpretaba Sol y principio viril que fecunda y azada que remueve la tierra y dedos que modelan el barro. Y si decía demonio, no pensaba en el mal, no temía ni rechazaba, sino que se inclinaba con sumisión, porque después de todo el demonio era sólo la espalda de la otra potencia y había que rendirle actos propiciatorios y concertar alianzas convenientes. Lo que echaba de menos, porque no se mencionaba jamás, era la gran vagina paridora que opera en las tinieblas y que no descansa nunca.

Al cabo de los meses Mariano estaba casi acostumbrado al reposo. Pero entonces el pastor Williams dispuso que Arthur Smith y su ayudante iniciaran una labor más activa de predicación en el templo.

A las reuniones dominicales asistían ancianos de una consistencia ya mineral; hombres endurecidos por la fatiga; mujeres inclinadas bajo el peso de sus hijos. Miraban a su alrededor, secretamente decepcionados por la falta de adornos que en las iglesias católicas eran tan abundantes. Pero aguardaban el sermón, como un suceso tan sobrenatural, que la primera vez que Arthur Smith subió al púlpito a pronunciarlo ante ellos, sintió vergüenza.

Por tratarse de un “debut” el pastor Williams había acordado a Arthur la gracia de la libre iniciativa. Y Arthur improvisó una modesta presentación de sí mismo. Dijo que venía de un país lejanísimo y que durante su viaje afrontó innumerables adversidades y peligros. Ahora bien ¿qué lo había movido a emprender tan temeraria aventura? El afán de difundir la palabra de Cristo, de que todos, hasta los que el “mundo” en su frivolidad y los “sabios” en su insensatez califican como los más pequeños, tuvieran la oportunidad de conocer el ejemplo del gran Maestro, de imitarlo y de salvarse. Pero, añadió Arthur humorísticamente, este afán suyo no era desinteresado. Recordaba aquí una frase, habitual en los labios de su madre: “Nadie se salva solo. Si quieres salvarte tú, tienes que salvar a otro”.

—Pues bien, hermanos míos en Cristo, vosotros no tenéis nada que agradecerme. Al contrario, el que os debe gratitud soy yo. Porque gracias a la labor que yo logre llevar a cabo entre vosotros, espero alcanzar lo que tanto anhelo: la salvación de mi alma.

Las reacciones del auditorio norteamericano fueron diversas e inmediatamente perceptibles. Liz sonreía con una tolerancia que estaba muy próxima a la burla. El pastor Williams dijo, aunque sin mucha convicción: “Bien, muchacho”. Los demás le apretaron la mano con un gesto automático que más que felicitación era desconcierto.

Arthur no admitió la idea de un fracaso hasta que los especialistas respectivos dieron a conocer el resultado de la encuesta que se practicó entre el público nativo. Nadie había entendido nada. Y para colmo de males, Mariano Sántiz Nich, a quien suponían enterado de estos asuntos por ser el ayudante de Arthur, había estado divulgando la especie, si no subversiva, por lo menos irreverente, de que los “cristos” (como llamaban a los americanos y a quienes se apegaban a sus doctrinas) no podían presentarse al cielo, ante su Dios, si no llevaban a un indio de la mano. Que este indio era una especie de pasaporte sin el cual se les negaba la entrada. Así, pues, eran verdaderamente hermanos de los otros y, aunque menores, indispensables.

El pastor Williams no se irritó, pero de allí en adelante fue implacable para exigir que Arthur no se apartara de la rutina establecida por él y por quienes lo habían antecedido. Arthur obedeció.

De las exposiciones teológicas, los asistentes a la reunión, rubios y morenos, sacaban poco en claro, sobre todo cuando se referían a las diferencias de matiz entre unas sectas protestantes y otras o cuando condenaban a la Cortesana de Roma. Pero esto servía a los indios de ocasión para recordar sus propios mitos, para quitar del rostro de sus antiguos dioses la costra que sobre ellos había depositado el tiempo, el abandono, el olvido y que los había vuelto irreconocibles.

A la hora de cantar los salmos los indios sentían que esa voz, temblorosa en algunos, desafinada en otros, a destiempo en los demás, era el momento único —en la semana de dura brega— en que les nacía algo semejante a las alas, en que se les desataba un nudo inmemorial, en que “la piedra del sepulcro era apartada”.

Pero lo importante, según el pastor Williams, era inculcarles ciertas normas elementales de ética. Por lo pronto extirpar los vicios que estaban en ellos más arraigados. La tenacidad de su labor había rendido ya sus primeros frutos. Ahora podía presentar a sus feligreses ante cualquier visitante, sin temor de que ninguno fuera a suscitar un incidente desagradable. Porque al principio muchos acostumbraban asistir a las reuniones en estado de embriaguez y otros no creían que constituyera una falta de respeto fumar en el interior del templo.

Poco a poco (son gente de buena índole, aunque cerrada de la cabeza, concedía el Pastor) fueron doblegándose a los requerimientos hechos siempre en nombre de Cristo. En nombre de Cristo muchos dejaron de beber y de fumar, hasta el punto que esto había acabado por constituirse en el rasgo principal que los distinguía de los católicos de la zona, siempre entregados a borracheras, riñas y escándalos.

El Pastor procuraba también extender entre su rebaño la práctica de la higiene más rudimentaria. Lo indispensable para que la aglomeración en el templo no produjera olores ofensivos para la pituitaria de los norteamericanos y para que ni éstos ni sus familiares corrieran el riesgo de llevar de regreso a su casa, escondido entre los pliegues de la ropa, algún insecto asqueroso, provocador de infecciones.

Con tal fin se habían instalado, en las proximidades del templo, unos baños públicos y periódicamente se hacían reparticiones gratuitas de brillantina perfumada con DDT.

La Organización ganaba cada día nuevos adeptos. Pronto, aseguró el pastor Williams, se necesitaría ampliar el campamento, construir otros lugares dedicados a la oración, contar con nuevos colaboradores.

Arthur Smith esperaba el elogio para el granito de arena con el que estaba contribuyendo a semejante éxito. Las traducciones del Evangelio al tzeltal eran precisamente el elemento catalizador que hasta entonces había faltado. El elogio no llegó. Y Arthur Smith hubo de alegrarse de ello más tarde. Cuando empezaron a presentarse los problemas.

El primero fue con la Misión de Ayuda a los Indios. A pesar de que la Organización les había prestado su apoyo en casos de apuro (transportando en helicóptero a enfermos graves o a personajes distinguidos, haciendo préstamos de vacunas cuando había peligro de que se presentase una epidemia), la Misión objetaba algunos de los puntos teóricos que servían de base al trabajo de la Organización.

En primer lugar no se preocupaban por castellanizar a los indios. Cuando uno de ellos salía del monolingüismo era para expresarse en una lengua extranjera a la cultura nacional: el inglés. Por otra parte no se le concedía ningún cuidado a la formación cívica. La Organización no pronunciaba jamás ante los indios el nombre de México y si lo hacía no era para explicar que ellos, los indios, eran ciudadanos del país llamado así y que por lo tanto podían reclamar a su Gobierno los derechos que les correspondían, pero también debían cumplir con las obligaciones que les eran exigibles.

En cuanto al aspecto educativo, la manera de encararlo que tenía la Organización era no sólo contraria sino contradictoria de la oficial, que se sustentaba en el artículo 3º de la Constitución Mexicana. La Organización atribuía el origen del mundo y explicaba sus fenómenos a causas religiosas y probaba sus asertos con libros que consideraba directamente dictados por Dios. El artículo 3° pugnaba por la enseñanza laica, sostenía que la razón del hombre era la única apta para guiarlo en el laberinto de los hechos que tenía ante sí, la única capaz de establecer las leyes de causa y efecto (desestimando, como es natural, los milagros) y de encontrar las normas de conducta que enaltecieran y vigorizaran la dignidad humana.

Tales discrepancias dieron origen a un voluminoso intercambio epistolar. La Misión elevó su protesta ante el Gobierno del Estado y no obtuvo más que el clásico lavatorio de manos de Pilatos y la promesa de remitir el asunto a la instancia superior del Gobierno de la República. De allí recibió la Misión un oficio en el que se invocaba la libertad de cultos, “una de las conquistas más caras de nuestras Revoluciones” y se asentaba que la Organización cumplía con todos los requisitos establecidos y tenía todos sus documentos en regla para operar en la zona, como estaba haciéndolo. Terminaba el oficio con un llamado a la concordia y a la cooperación. ¿Por qué dos organismos que perseguían metas comunes —aunque con métodos diferentes— tenían que rivalizar entre sí y obstaculizarse? El problema indígena era tan vasto y tan complejo que no podría solucionarse más que con la participación de todos: instituciones oficiales y particulares, sin tener en cuenta su nacionalidad ni su ideología.

La Misión tuvo que resignarse y poner al mal tiempo buena cara. Pero el cura de Oxchuc, que defendía intereses mucho más concretos e inmediatos, se lanzó al ataque. Estaba en el mismo terreno de la Organización. Si ésta esgrimía un Cristo recién importado, él contaba con los siglos de tradición de su iglesia en la que no era necesario pronunciar ningún nombre, explicar ninguna doctrina, ni desentrañar ningún misterio. A él, personalmente, le había bastado, para ser próspero, hacer una gira anual por su parroquia, efectuando ciertas ceremonias a las que la indiada acudía en masa: bautizos, extremaunciones, matrimonios. Estas ceremonias, que a los ojos del indio no dejaban de tener carácter mágico (que ahuyentaba los poderes malignos, que haría llover a su debido tiempo, que multiplicaría las cosechas), se pagaban con magnanimidad. El cura regresaba a Ciudad Real a disfrutar, durante meses, de sus ganancias.

Pero esas ganancias estaban mermando a últimas fechas. Primero fue el paraje de Ah-tún, insignificante, el que dejó de entregar diezmos y primicias al párroco. Se podía tolerar y se explicaba por la presencia de los gringos. Pero los gringos no iban a echar raíces en la zona tzeltal. Tienen fama de comodines, no son capaces de mantenerse mucho tiempo tan lejos de la civilización.

El cura de Oxchuc se desengañó pronto. Supo que los gringos no se privaban de nada y que cada vuelo del helicóptero traía nuevos elementos para completar su equipo y nuevas gentes para aumentar su personal.

Evidentemente la Organización había planeado un establecimiento definitivo en Ah-tún. Entonces el cura de Oxchuc recurrió al consejo del obispo de Chiapas que residía en Ciudad Real.

Allí se convocó urgentemente a un cónclave en el que sacerdotes urbanos y rurales se sometieron a largas deliberaciones. El resultado de ellas fue que el clero católico reconoció haber cometido una negligencia en el cuidado de su rebaño. De eso se había aprovechado el lobo para entrar al redil y devorar a sus anchas los corderos. Era necesario reparar, cuanto antes, el error.

Se inició una intensa campaña que abarcaba todo el municipio de Oxchuc. Al párroco titular se agregaron otros, muchos, que comenzaron a visitar las pequeñas aldeas, los parajes aislados. Era un sacrificio porque no contaban más que con los medios de transporte más primitivos e incómodos.

Desde los púlpitos los curas tronaban contra la cizaña que estaba extendiéndose desde Ah-tún. Hicieron historia de los cismas. Desenmascararon los vicios secretos de Lutero y de Calvino, exhibieron la lujuria de Enrique VIII, condenaron el escepticismo de los monarcas franceses. Los indios escuchaban atónitos. Pero los curas acababan por desembocar en algo que estaba muy próximo y que cualquiera podía palpar por su propia experiencia: los tzeltales estaban divididos. Había unos, los cristos, que no fumaban ni bebían para sentirse superiores a los otros que, más humildes, más fieles, conservaban celosamente las costumbres de sus padres y de sus abuelos.

De esta situación, continuaba la silogística implacable de los curas, no podían sino derivarse males terribles. El castigo de Dios, hijos míos. El rayo que cae sobre el caminante, la fiebre que consume a las criaturas, el hambre que no se aplaca porque no hay maíz, el brujo cuyos maleficios nadie puede conjurar. Y en las tinieblas de la noche, el Negro Cimarrón arrebatando doncellas; la Yehualcíhuatl atrayendo a los varones a la perdición y a la muerte: el esqueleto de la mujer adúltera, cuyos huesos entrechocaban lúgubremente, como un anuncio de la desgracia.

Los indios salían de la iglesia anonadados de angustia y rabia. Iban directamente a los expendios de trago del pueblo y se emborrachaban de golpe. En el camino de regreso a su jacal desenvainaban el machete y rasgaban el aire con tajos torpes y feroces que partían algún tronco indefenso de árbol.

Los cristos procuraban evitar los malos encuentros peligrosos. El domingo, día sagrado, lo pasaban en el templo cantando y orando alternativamente y al anochecer volvían a sus parajes por veredas poco frecuentadas y aun por caminos improvisados.

De sus inquietudes y temores no hicieron partícipe al pastor Williams. Y los meteorólogos del campamento de Ah-tún, tan atentos a las más nimias variaciones de la atmósfera y tan minuciosos para registrarlas, no advirtieron que una nube de tormenta se estaba formando a su alrededor.

Por lo demás todo seguía su ritmo de costumbre. Mariano Sántiz Nich continuaba asistiendo con puntualidad a su trabajo. Sólo faltó el día de la muerte de su hijo mayor. Pero al día siguiente ya estaba de nuevo, muy tieso en su silla, dispuesto a cumplir las órdenes de su superior.

Arthur no sabía cómo empezar. De algún modo tenía que referirse a la pérdida que acababa de sufrir Mariano. Seguramente existían entre los indios fórmulas para expresar los sentimientos en casos semejantes. Pero Arthur no las conocía y temía proceder sin tacto si hacía uso de sus fórmulas propias. Pero otro hecho, además, lo desconcertaba. ¿Qué importancia tenía para Mariano la muerte de su hijo? A juzgar por su actitud, ninguna.

—¿Cuántos años tenía? —preguntó Arthur, al fin.

—Iba para los doce.

(Entonces este hombre tuvo que engendrarlo casi a esa misma edad. Y su mujer es aún más joven que él. Matrimonios tan precoces deberían estar prohibidos por la ley, pensó Arthur.)

—¿Y de qué murió?

Era como hurgar en una herida. Pero aparentemente no había herida.

—De calentura.

—¿Pero qué dijo el médico?

—Que el mal se llamaba tifoidea.

—¿En tu casa no hierven el agua que van a beber?

—No.

—¿Es que nadie te ha enseñado que el agua que toman ustedes está llena de microbios y que los microbios son los que producen esa enfermedad?

Mariano hizo un gesto ambiguo. Su indiferencia exasperó a Arthur.

—Si hubieran hervido el agua tu hijo estaría vivo.

No hablaba así por crueldad. Mariano tenía otros hijos; también estaban en peligro de morir.

El ayudante de Arthur no pareció muy afectado ni convencido por el argumento.

—Mi hijo mayor está en el cielo. Allá no hay hambre, no hay frío, no hay palo. Allá está contento.

Y se inclinó sobre el cuaderno que tenía enfrente, dispuesto a comenzar a escribir.

Esa noche Arthur Smith buscó al pastor Williams para comentar ese episodio que lo había turbado. Pero encontró su casa a oscuras y, a pesar de que estuvo llamando más de un cuarto de hora, no le respondió nadie. Un vecino se asomó por la ventana para informarle que Liz se había marchado a pasar unos meses de vacaciones en los Estados Unidos. Que los muchachos la acompañaban y que el Pastor estaría, probablemente, aprovechando esta ausencia.

La manera que tenía el Pastor de aprovechar la ausencia de su familia no era conocida, a ciencia cierta, por ninguno, pero era reprobada con energía por todos. Unos supusieron que frecuentaba los burdeles de Tuxtla o de Ciudad Real; otros que mantenía una querida de planta en Oxchuc, una mestiza descuidada y vejancona; los últimos, que hacía visitas pastorales a las chozas de los nativos en las horas en que los hombres estaban en la milpa.

Arthur no quiso dar oídos a estas murmuraciones. Después de todo ¿de dónde procedían? De mujeres malévolas, ociosas, que se pasaban el día entero pintándose las uñas y que no llenaban su mente más que con inmundicias de las “historias confidenciales”, de los “romances verdaderos”, de las mezclas de “sexo y violencia” que recibían ávida y semanalmente gracias al helicóptero.

En cuanto a los hombres… Algunos podían pasar. El botánico, por ejemplo. Estaba siempre absorto en las nervaduras de una hoja o calculando cifras vertiginosas para determinar la juventud o vejez de una planta. Los seres humanos, incluyendo en el género a su esposa, no le interesaban. Era afable con todos porque eso facilitaba el trato y evitaba fricciones que luego requerían más atención. A los nativos los distinguía de sus compatriotas por el olor (lana percudida ¿o qué era?) y como ese olor le era desagradable, procuraba mantenerse a distancia de ellos. Por lo demás, en su trabajo no necesitaba más que el ocasional auxilio de un guía.

El geólogo ya era otra cosa. Padecía un fanatismo ambulante cuya constancia radicaba únicamente en la ferocidad de sus manifestaciones. Unas veces la exaltación tenía como objeto el poderío de su país, a cuyo engrandecimiento y mantenimiento contribuía él en la actualidad de un modo oscuro y anónimo, aunque eficaz. Pero en caso necesario, juraba, estaba dispuesto a defenderlo aun a costa de cuantas vidas tuviera disponibles.

En otras ocasiones enarbolaba su rayo exterminador contra los herejes, tanto en el terreno religioso como en el político y aun en el de los eventos deportivos. La pureza, perfección e infalibilidad a las que él servía de núcleo deberían de ser preservadas contra todo tipo de contaminaciones. Y el geólogo rehuía, con una intermitencia incoherente, a los que le parecían portadores de gérmenes de contagio. En esos días el papel lo desempeñaba el pastor Williams. En sus escapatorias había caído en ignominias aún mayores que las del piloto del helicóptero o las del radiotécnico. Ellos, aparte de ser más útiles a la nación en un momento de peligro, se conformaban con mirar fotografías de mujeres desnudas. Y de mujeres americanas, además. En cambio el otro…

Lo que faltaba, concluyó el geólogo, era que en el campamento de Ah-tún se estableciese una Comisión Depuradora de Honor y Justicia. Podría funcionar efectuando asambleas mensuales en las que se examinara públicamente la ortodoxia de todos y de cada uno, para premiar al que lo mereciera y para no permitir que quedara impune el que hubiese cometido alguna falta. ¡Cuántas cosas saldrían a relucir! ¡Cuántas sorpresas se llevarían todos!

—¿No sería un poco indiscreto? —se aventuró a insinuar Arthur.

No, rebatió vigorosamente el geólogo. Eso era poner en práctica el verdadero espíritu democrático americano. Un espíritu que, lejos del hogar, corría el riesgo de corromperse.

Arthur Smith no se opuso a estas aseveraciones por un temor instintivo a que su ortodoxia fuese la primera que se pusiese en duda. Y se despidió cordialmente del geólogo. Pero todas sus precauciones no fueron suficientes. A lo largo de la calle lo siguió la mirada suspicaz, de ave de rapiña, de su interlocutor.

Como Williams tardaba en volver, Arthur recurrió al médico. Quería que le explicara la muerte del hijo de Mariano, que la justificara si era posible.

Arthur tuvo que dar muchos detalles para que el médico llegara a identificar a quién estaba refiriéndose. ¡Ah, sí! Lo había atendido a última hora, cuando ya no había nada que hacer. Los nativos nunca creen que algo es grave hasta que ya no tiene remedio.

—Pero la tifoidea es curable, doctor. Hay antibióticos…

De cualquier manera en este caso habrían sido inútiles. Aun aplicados oportunamente. El niño había llegado a un punto extremo de desnutrición en el que no podía soportar ni siquiera un catarro.

—¿Pero no podrían tomarse precauciones para que casos semejantes no se repitan? —insistió Arthur—. La Organización enviaría alimentos, nosotros los repartiríamos.

—La Organización tiene una oficina especial para los asuntos de dietética. Muchas fábricas le regalan excedentes de sus productos y en el territorio de los Estados Unidos ha hecho un arreglo con las compañías ferrocarrileras para que transporten gratuitamente esta clase de carga. Podríamos llenar, hasta los topes, las bodegas del campamento de Ah-tún con latas de leche en polvo, paquetes de cereales y muchos otros tipos de alimentos en conserva.

—¿Entonces por qué no lo hacen?

—Lo intentamos una vez. Todo marchó bien hasta que la carga llegó a la frontera del Río Bravo. Allí se detuvo. Los trenes mexicanos exigían el pago de fletes. Y sus tarifas son muy elevadas.

—¡Pero la Organización tiene dinero de sobra para pagarlas!

—Claro que lo tiene. Pero era una cuestión de principios. En un acto de beneficencia debía de colaborar el país beneficiado, que era México. Ahora la Organización no envía alimentos más que a los países donde la red de ferrocarriles es nuestra.

—Así que no nos queda nada que hacer.

—No va usted a juzgar una obra tan importante como ésta, por un caso aislado. Aquí están las estadísticas, mírelas, compárelas. Un niño se muere, pero muchos otros se salvan. Tenemos penicilina, sulfas, reconstituyentes …

—Sí, se salvan para seguir sufriendo hambre, frío, palo. Después de todo creo que Mariano tenía razón.

—¿De qué está usted hablando? —preguntó el médico.

—De nada, doctor. No me haga caso. Estoy un poco nervioso. Hace noches que no puedo dormir.

—Aguarde un momento. Le voy a dar un sedante —era un frasquito de píldoras rojas—. Sólo una, antes de acostarse. Y únicamente cuando considere que ha llegado al límite.

Esa noche Arthur Smith durmió como no había dormido desde su infancia: profunda, sosegadamente, sin sueños, sin esas imágenes furtivas a las que perseguía sin lograr nunca darles alcance. Despertó con la sensación un poco vaga de que había estado a punto de descubrir algo importante, muy importante. Pero pronto esta nebulosa fue sustituida por la robusta certidumbre de que todo estaba en orden.

Arthur cantó (¿desde cuánto tiempo atrás no lo hacía?) mientras tomaba una ducha; desayunó con apetito y, fresco, despejado, eufórico, se dispuso a trabajar.

Mariano estaba frente a él, pero su presencia no evocaba ningún pensamiento grave. La muerte —de los seres queridos, la propia—, el vínculo que los había atado un momento el día anterior, estaba roto. Ahora se extendía nuevamente entre ellos una mesa llena de papeles que uno conocía y el otro ignoraba.

Poco después de las once llegó un recadero indígena a avisar a Arthur que el pastor Williams estaba de regreso y que lo aguardaba en su despacho.

—¿Hay algún problema? —le dijo a modo de saludo—. He sabido que rondaba usted por el campamento como perro sin dueño.

—Pues en realidad —respondió Arthur— no sé cómo llamarlo. Ha ocurrido algo penoso.

(¿Penoso? Arthur no sentía ya dentro de sí ningún rastro de pena.)

—¿La muerte del hijo de Mariano?

—¿Cómo lo supo usted?

—Estuve presente allí, hasta el último momento. Consolándolos, como era mi deber.

Arthur vaciló antes de continuar.

—Bueno, pues no sé por qué, de pronto, se me vino a la cabeza la idea de que esa muerte podía haber sido evitada.

—Recuerde lo que está escrito: “No se mueve la hoja del árbol sin la voluntad del Señor”.

—Sí, pero nosotros tenemos la obligación de poner todo lo que esté de nuestra parte para conservar lo que es valioso. Y la vida de un niño, aun cuando ese niño sea indio, vale.

—¿Está usted insinuando que el doctor ha procedido con negligencia?

—No, ya me ha explicado que el hijo de Mariano estaba muy débil y que carecía de resistencias. Me explicó también que la Organización está imposibilitada de enviar alimentos a México. Pero ¿no se podría intentar alguna otra cosa?

—¿Tiene usted algo qué sugerir?

—Bueno, por lo pronto, el botánico podría ensayar cultivos nuevos, abonos, fertilizantes. Los indios comerían mejor.

—El botánico tiene una tarea muy concreta y útil.

—No lo dudo. Servirá, alguna vez, más tarde. ¡Pero mientras tanto una criatura se nos ha muerto de hambre!

—Además —continuó el Pastor como si no hubiera escuchado la última frase de Arthur, aunque fue en la que puso más énfasis— confunde usted las especialidades. Un botánico no es un técnico agrícola.

—¿Y por qué no sustituirlo entonces por un técnico agrícola? Ya que la Organización puede darse el lujo de pagar a tantos funcionarios, por lo menos que escoja a los que se necesitan con mayor urgencia.

—Usted sabe que la Organización no es autónoma. Y que el criterio para decidir quiénes son más necesarios y quiénes lo son menos, en el campamento de Ah-tún, no es únicamente el suyo, sino también el del Gobierno de los Estados Unidos.

La revelación aturdió momentáneamente a Arthur.

—Ahora comprendo lo que hacen aquí el geólogo, el radiotécnico y los demás. Nunca había podido entender de qué manera contribuían a difundir las enseñanzas de Cristo.

Hubo una pausa. Breve. Arthur insistió.

—Dígame usted, ¿entonces qué rayos están haciendo esos hombres aquí?

El pastor Williams contempló a Arthur con algo peor que severidad. Con lástima.

—Protegernos.

—¿De quiénes? ¿De esos pobres indios que vienen a cantar salmos al templo?

—Con los nativos nunca se sabe de qué manera van a reaccionar ni qué es lo que urden en sus mentes primitivas y salvajes. Esos pobres indios, a los que usted se refiere, no son los únicos. Hay otros y son mayoría: los católicos, a quienes sus sacerdotes están tratando de lanzar en contra de nosotros.

El pastor Williams observó complacido la sorpresa en el rostro de Arthur.

—¿Quiere usted fumar un cigarro?

—Creo que lo necesito.

Williams alargó la cajetilla, abierta.

—¿Y en caso de que se produzca un incidente?

—No se atreverán a atacar el campamento. Saben de sobra que contamos con aviones, con armas.

—De todos modos el asunto no me gusta. Cristo predicó la paz.

—Pero también dijo: “No vine a traer la paz, sino la espada”. Y usted mismo acaba de reconocer que cuando queremos lograr algo valioso es preciso que luchemos por ello.

Arthur dio la última fumada y aplastó la colilla en el cenicero.

—¿Por qué estamos luchando, Pastor?

Williams no supo, de momento, qué responder.

—Es tan obvio…

—Sí, es obvio que nosotros, los norteamericanos, tenemos un patrimonio de ideales, de tradiciones, de riquezas y de intereses que conservar, que defender y si es posible que aumentar. Pero ellos, los indios, ¿qué tienen? Han perdido todo nexo con su pasado; el presente es agobiador. Y venimos nosotros, con aire de benefactores, a darles ¿qué?

—Voy a referirme al caso concreto que ha suscitado esta controversia. Usted ha visto a Mariano después de la muerte de su hijo, ¿verdad?

—Sí.

—¿Le pareció desesperado, triste o siquiera inconforme?

—No.

—Pues eso nos lo debe a nosotros. Le hemos dado algo que no tenía: una esperanza para el futuro.

—Una esperanza es bastante para los nativos, como usted los llama, ¿no? Pero no es suficiente para un ciudadano norteamericano. Ni usted, ni ninguno como usted, ni siquiera yo, se conformaría con la promesa de un banquete que se iba a celebrar en una fecha y en un lugar indeterminados. Todos exigimos nuestra buena tajada de carne, nuestra ración suficiente de pan. Y la exigimos hoy.

—No entiendo a dónde quiere usted ir a parar.

—Yo tampoco. Y perdóneme, Pastor. He abusado de su paciencia.

—Si se siente usted alterado, mal…

—Ya hablamos de eso el doctor y yo. Resulta que, lo mismo que los indios, yo no necesito medicinas sino sedantes.

Sedantes. Arthur Smith se alegró de que hubiera llegado ya la hora de tomarlos. ¡Ah, qué falta le hacía dormir, súbita, totalmente, como una piedra, como un tronco!

Porque cuando estaba despierto, después de terminar su jornada de labor, Arthur Smith no sabía en qué emplear su tiempo. Como era soltero (¿quién hubiera podido sustituir a su madre?), las esposas de los demás lo miraban con recelo y no permitían a sus maridos que lo invitaran a sus casas. El único que, a veces, se rebelaba contra tal acuerdo tácito era el radiotécnico, a quien le gustaba jugar partidas de póker y no siempre hallaba contrincantes.

—¿Y qué hay de los indios católicos? ¿Siguen alborotando? —le preguntó Arthur Smith.

El radiotécnico plegó y desplegó el naipe con una habilidad de tahúr.

—¡Pamplinas! No se atreven a intentar nada serio.

—Entonces ustedes, quiero decir, los que están aquí para defendernos, han de aburrirse de la inactividad.

—Los tiempos no siempre son tan tranquilos. No cesamos de vigilar. De repente cae un pez gordo y entonces desquitamos el sueldo. ¡Vaya que sí!

—¿Un pez gordo? —repitió Arthur que no había comprendido.

—Contamos con un archivo completo de fotografías, de filiaciones. Hay quienes han recurrido hasta a la cirugía plástica para desfigurarse. Como en el caso de John Perkins, ¿recuerda usted? Creyó que lograría despistarnos. Lo habían perseguido, durante meses, todas las policías de los Estados Unidos. Logró burlarlas y llegar hasta la frontera de Guatemala. Allí fue donde nosotros lo capturamos.

—¿Y qué delito había cometido?

El radiotécnico repartió las cartas.

—Espionaje.

El juego iba a ser reñido. Pero Arthur Smith no podía concentrarse en él.

—¿Lo juzgaron?

—¿A quién? ¿A Perkins? Naturalmente. Fue un proceso sensacional. Ocho columnas en todos los periódicos. El asunto se discutió mucho porque la condena se basaba en pruebas circunstanciales. Y Perkins juró que era inocente hasta el momento en que lo sentaron en la silla eléctrica.

Arthur Smith tuvo un amago repentino de náusea.

—¿Qué pasa con usted? —preguntó bruscamente el radiotécnico—. Está muy pálido. ¿Quiere un whisky?

—No, no se moleste —respondió Arthur poniéndose de pie—. Creo que lo que me hace falta es un poco de aire fresco.

Este tipo no tiene agallas, sentenció el radiotécnico al verlo salir.

Arthur se alejó de la única calle del campamento y llegó hasta la orilla del río. Desde esa soledad podía contemplar el brillo de los astros puros. Pero algo en sus ojos —algo trémulo, irritante— le impedía distinguirlos bien.

A la hora de acostarse Arthur decidió no tomar los barbitúricos.

—¿Por qué he de tener miedo? Como dice el pastor Williams estamos protegidos. Los perros de presa nos cuidan. Tienen buen olfato, buenos colmillos. El radiotécnico me los acaba de enseñar.

Y de pronto Arthur Smith advirtió que estaba sudando y que su sudor era frío, como cuando la angustia o el terror son intolerables.

—Al que le temo no es a mi enemigo, sino a mi guardián.

Automáticamente alargó la mano hacia el sitio donde estaba el frasco de las píldoras rojas. Al darse cuenta de que no le quedaba más que una y que, como se había acostumbrado a tomar dosis más altas ya no le era suficiente, volvió a vestirse con apresuramiento y fue a despertar al médico. Tuvo que inventar una mentira: el frasco se le había roto, las pastillas se fueron por el lavabo.

—Debería usted procurar prescindir de ellas. El hábito es perjudicial.

—No tema por mí, doctor. Estoy bien protegido.

Como lo está el preso en la cárcel. Tal fue la última reflexión que hizo Arthur. Un minuto después roncaba.

Los despertares de Arthur Smith ya no eran tan placenteros como antes. Sentía una molestia en el estómago, la cabeza le zumbaba como si estuviera hueca y percibía cierta dificultad para coordinar sus pensamientos y para hilvanar sus frases. Pero todos estos inconvenientes tenían una compensación: la indiferencia con que podía ver lo que estaba sucediendo a su alrededor.

En cambio los demás parecían muy excitados. Liz escribió al Pastor notificándole que había entablado una demanda de divorcio alegando crueldad mental y la gente del campamento cruzaba apuestas sobre la actitud que Williams tomaría. ¿Iba a instalar en su propia casa a la querida de Oxchuc? Ésa era una afrenta que ninguno estaba dispuesto a tolerar. ¿Reconocería como suyo al hijo que había tenido con una nativa? El parentesco no era una hipótesis de los maledicentes sino una evidencia que la semejanza hacía innegable. ¿Pediría un permiso para emprender un viaje a los Estados Unidos y tratar de reconciliarse con su esposa?

El pastor Williams, ajeno a estas especulaciones, se mostraba preocupado por otro tipo de dificultades: los católicos habían empezado a pasarse de la raya, verdaderamente. Su última fechoría consistió en ir a buscar a su milpa a uno de los cristos y amenazarlo de muerte si no se acababa, allí mismo, frente a ellos, una botella de aguardiente y si no fumaba todos los cigarros que le ofrecieran. El cristo había cedido a las amenazas, pero dos días después, en cuanto se le pasaron los efectos de la borrachera y de la intoxicación por el tabaco, se presentó al templo de Ah-tún a confesar públicamente su cobardía —¡y debió morir como un mártir!—, a declararse indigno de pertenecer a esa comunidad de elegidos y a pedir expiación para su culpa.

El pastor Williams exhortó a la reunión de fieles a que se inclinasen a la benevolencia. Pero los nativos volvieron la espalda al penitente y más de uno, al pasar cerca de él lo escupió. El condenado no levantó la cabeza. Abandonó el templo, su paraje, su familia y se fue al moridero de la costa.

En alguno de los días siguientes Arthur preguntó a Mariano, con displicencia, pues la respuesta no le interesaba mucho, qué habría hecho él en el caso del apóstata. Mariano dijo que no quería pecar, que no quería condenarse. Que cuando muriera iba a estar junto a su hijo mayor, en el cielo. Allí ya ninguno podría separarlos.

Ésta fue, quizá, la única alusión al incidente que los norteamericanos acabaron por considerar sin importancia y sin consecuencias.

Pero los indios tienen una memoria caprichosa. Olvidan los favores (¡han recibido tan pocos y se los cobran de tantas maneras!) mientras que un agravio se les convierte en idea fija, de la cual se liberan únicamente por la venganza.

Y los mismos cristos que habían arrojado al apóstata del templo, como a una oveja sarnosa, fueron los que de noche, sigilosos, implacables, prendieron fuego al paraje católico de Bumiljá.

Las represalias fueron inmediatas. Asesinatos de cristos en las encrucijadas, saqueos de jacales, incendios de siembras.

Desde el altar mayor de la iglesia de Oxchuc el sacerdote bendecía.

Al campamento de Ah-tún las noticias llegaron deformadas por el odio y la alarma y al oírlas sus proporciones fueron aumentadas hasta lo inverosímil, por esa necesidad, que experimentan los grupos confinados, de romper el tedio de los días iguales con un suceso extraordinario.

El pastor Williams convocó a sus colaboradores a una asamblea general en el salón de actos. Su propósito era discutir las medidas más prudentes ante la emergencia que se presentaba.

El geólogo propuso una acción rápida. ¿No estaban los aviones enmoheciéndose en los hangares? ¿Carecían acaso de un arsenal surtido? Pues bien, había llegado el momento de emplearlos. Un pequeño, limpio, eficaz bombardeo sobre Oxchuc y sus alrededores y los católicos aprenderían la lección.

Arthur Smith se puso de pie, lívido de rabia. Tartamudeaba. Era, dijo, un crimen contra gente indefensa —mujeres, niños, ancianos—, inocentes de lo que estaba ocurriendo. Los verdaderos responsables son otros, finalizó. Y volvió a sentarse, sin aliento, enjugándose con el pañuelo lo que le humedecía la cara.

El pastor Williams hizo un comentario jovial acerca de la vehemencia de Arthur y agregó que él también se oponía al consejo del geólogo, aunque por otras razones. En su juventud ya lejana (se percibieron leves murmullos de protesta), había estudiado nociones elementales de derecho internacional. Un ataque, como el que el geólogo había propuesto, constituía, desde luego, la violación de un territorio extranjero. A medidas semejantes no se recurría más que en el caso extremo de que estuvieran en peligro la vida o las propiedades de los ciudadanos norteamericanos. Pero no era ésa la situación actual y exagerar el rigor no redundaría más que en el perjuicio de las relaciones tan cordiales que existían entre los Estados Unidos y México. A la larga podría acarrear, incluso, la cancelación del permiso que la Organización había obtenido para instalar una de sus filiales en Ah-tún. Y eso no era conveniente.

No, el plan del pastor Williams era mucho más sencillo, más directo y, acaso por eso mismo, más eficaz: entrevistarse con los verdaderos responsables, a los que Arthur había señalado, probablemente sin conocer ni sus nombres ni sus dignidades eclesiásticas. Eran Manuel Oropeza, obispo de Chiapas; Teodoro Hernández, cura de Oxchuc, y otros de menor importancia.

La opinión del pastor Williams prevaleció sobre las otras no porque fuera la más razonable, sino porque el Pastor había recuperado su prestigio y su autoridad moral gracias a la observancia de una conducta de divorciado sin tacha. Todos aquellos rumores (de frecuentación de lupanares, de contubernios con mestizas, de paternidades clandestinas) se redujeron a nada por falta de fundamento. El Pastor, siempre localizable, siempre con testigos o con justificaciones para cada uno de sus actos, se mostraba discretamente triste en ocasiones oportunas, generosamente dispuesto a asumir toda la culpa cuando era necesario y deportivamente deseoso de que Liz encontrara un marido adecuado y una felicidad duradera.

Cuando la asamblea aplaudió su moción, aplaudía también al hombre que muestra su entereza en una coyuntura difícil, su coraje para sobrellevar las adversidades y su indomeñable espíritu optimista.

Mientras el pastor Williams permaneció en Ciudad Real, conferenciando con el obispo y sus allegados, en el municipio de Oxchuc surgieron todavía algunos brotes aislados de violencia. Entre ellos la muerte, a machetazos, de Mariano Sántiz Nich.

Cuando Arthur lo supo se admiró de la insensibilidad con que aceptaba el acontecimiento. Después de todo, a pesar de la tarea común en la que se empeñaron tantos meses, no habían dejado de ser nunca extraños el uno para el otro.

Pero esa noche Arthur tuvo que tomar una dosis triple de barbitúricos.

Esperaba despertar embotado y, sin embargo, lo asaltó desde el primer momento una lucidez extraña y dolorosa. De pronto se dio cuenta de que podía recomponer, rasgo a rasgo, las facciones del que había sido su ayudante. De que, a pesar de que nunca se hubiera fijado en ello, ahora recordaba que tenía una manera peculiar de sostener el lápiz con que escribía; de mesarse los cabellos cuando el esfuerzo de atención era excesivo; de sonreír, como por dentro, cuando había logrado entender algo.

Arthur comprendió, por fin, que quien había muerto no era un número en las estadísticas, ni un nativo de traje y costumbres exóticas, ni una materia sobre la que se podía presionar con un aparato muy perfeccionado de propaganda. Que el que había muerto era un hombre, con dudas como Arthur, con temores como él, con rebeldías inútiles, con recuerdos, con ausencias irreparables, con una esperanza más fuerte que todo el sentido común.

Y en esta solidaridad, repentinamente descubierta por Arthur, había aún otro elemento. Mezclaba las palabras de su madre (“nadie se salva solo”) con el complemento que, después de su primer sermón, le añadió Mariano.

—Éste era el que podía salvarme si hubiera podido salvarlo yo. Mariano me habría abierto las puertas del cielo y habríamos entrado juntos, tomados de la mano.

Esta idea le produjo una desesperación repentina e intolerable. Quiso desecharla.

—Son locuras. Estoy perdiendo el dominio de mis nervios.

Desazonado, Arthur fue al consultorio del médico. Necesitaba un sedante más fuerte, dijo; el que le había recetado ya no le producía efectos.

—Iría contra mi ética profesional si le proporcionara a usted un medicamento que, a todas luces, le daña. Sus errores de conducta, en los últimos tiempos, podríamos atribuirlos al abuso de barbitúricos. Porque de otro modo…

Arthur, irritado por la negativa del médico, preguntó en tono desafiante:

—¿De otro modo qué?

—Tendríamos que juzgarlo más severamente.

—¡Jueces por todas partes, delatores, verdugos!

Y Arthur abandonó el consultorio dando un portazo.

El retorno del pastor Williams fue triunfal. En el informe que rindió a la asamblea dijo que había encontrado en la totalidad del clero chiapaneco, y especialmente en el obispo (hombre accesible, simpático y a quien no se le escapaba ningún aspecto de la cuestión) un espíritu conciliador. Que después de varias pláticas muy cordiales habían dejado claramente establecidas cuáles serían sus respectivas zonas de influencia y ambas partes habían aceptado el compromiso de respetarlas, con minuciosa escrupulosidad, para evitar, de allí en adelante, toda posible discordia.

—En suma —terminó el Pastor— las cosas volverán a marchar como sobre rieles.

—¿Y la sangre derramada?

Era Arthur Smith, naturalmente. Y clamaba no por una sangre anónima, impersonal, sino por la sangre de hombres iguales a él, iguales a todos los demás, de hombres a quienes, si se les hubiera dado una oportunidad, un poco de tiempo, habrían llegado a ser sus amigos, sus hermanos. Clamaba por la sangre de Mariano.

Algunos sisearon la interrupción. Pero el Pastor impuso silencio con un ademán que, a la vez, exigía obediencia a su autoridad y compasión para la oveja descarriada.

—Esa sangre que, después de todo ya no podemos recoger, no se ha vertido en vano. Uno de los familiares del señor obispo, sacerdote con vasta experiencia entre los nativos de Chiapas, tuvo a bien explicarme que, de cuando en cuando, era conveniente una sangría, como la que se aplicaba en la Edad Media a los amenazados de congestión. Pues bien, cuando los indios se lanzan unos contra otros, encuentran una válvula de escape para ese odio irracional, ciego, demoniaco, que les envenena el alma y que, de no hallar esa salida, estallaría en una sublevación contra los blancos.

—De modo, pastor Williams, que este viaje a Ciudad Real le ha servido para descubrir que entre la Cortesana de Roma y los Hermanos de Cristo existe una solidaridad de raza.

Otra vez Arthur Smith. ¿Es que no podía callarse?

—Y no sólo de raza. Recuerde usted nuestro origen común, nuestras tradiciones compartidas. Cualquier discrepancia teológica, cualquier distanciamiento histórico resulta fútil cuando los cristianos todos tienen frente a sí a un mismo enemigo.

—¿Cuál es? ¿El diablo?

El radiotécnico intervino ruidosamente. ¿Era posible que Arthur Smith no estuviese al tanto de los acontecimientos mundiales? Pues si quería remediar esta falla él, personalmente, estaba dispuesto a proporcionarle un aparato en el que pudiera escuchar todos los días, a la misma hora, la transmisión que se hacía, desde Norteamérica, de un boletín informativo.

—El diablo, si usted quiere llamarlo así —continuó el pastor Williams, como si la interrupción no se hubiera producido—. Pero la mayoría lo conoce con el nombre de comunismo.

Arthur rió a carcajadas.

—¿Y quiere usted decirme dónde están los comunistas aquí? Yo no he visto, en toda la zona tzeltal que he recorrido, más que miseria, ignorancia, superstición, mugre, fanatismo. ¿Es así como se manifiestan o como se ocultan los comunistas?

—Alguna vez le hablé de la captura del espía John Perkins —dijo el radiotécnico.

—Oh, sí. Me olvidaba de felicitarlo por su gloriosa hazaña. Gracias a usted lo frieron en la silla eléctrica.

—¡No puedo permitir que un traidor me insulte!

Hubo un remolino en la sala. Alguien sujetó al radiotécnico; otros, como con repugnancia, detuvieron a Arthur. Ninguno se fijó en el geólogo y fue él quien descargó un puñetazo a Smith en plena cara.

El pastor Williams gritó con voz sonora e irrebatible:

—¡Señores, se levanta la sesión!

Mientras los demás se dispersaban en pequeños grupos de amigos, de cómplices, de hombres que no sabían sino arrimarse a otros, Arthur Smith volvió solo, a su solitaria habitación de la casa de visitantes.

Prendió la luz del baño y se contempló en el espejo del botiquín.

—Un golpe bien dado. Se ve que el tipo ése tiene práctica.

Se aplicó unas cuantas compresas de agua caliente sobre la parte dolorida y se dispuso a acostarse.

—No voy a poder dormir —pensó.

Pero era extraño. Esa certidumbre, que en otras ocasiones lo hubiera trastornado, hoy ni siquiera lo angustiaba. Y el miedo (¿cómo?, ¿por qué?) se había desvanecido.

—Tengo toda la noche, toda una larga noche, y quizá toda la vida por delante para pensar. Necesito pensar mucho; necesito llegar a entender lo que sucede.

Porque ahora todo lo que antes era nítido y ostentaba un rótulo indicador, se había vuelto confuso, incomprensible. Entre el lado bueno y el lado malo no había fronteras definidas y el villano y el héroe ya no eran dos adversarios que se enfrentaban sino un solo rostro con dos máscaras. La victoria ya no era recompensa para el mejor, sino botín del astuto, del fuerte.

Al otro día Arthur Smith se presentó a la oficina de Williams. Éste no hizo el menor gesto de bienvenida.

—Supongo que entregará usted su dimisión.

—Pero no en los términos en que usted cree. Antes exijo que se me responda por el fraude que se ha cometido conmigo.

—¿Un fraude? ¿Está usted loco?

—En los Estados Unidos, en la Organización, se me dijo que la Casa del Señor tenía muchas mansiones y que Ah-tún era una de ellas. Y luego resulta que no hay más que una fachada endeble, llena de cuarteaduras, detrás de la cual se esconden…

—¡Basta!

—Sí, basta. No es preciso nombrar lo que usted conoce mejor que yo, puesto que lo solapa.

—La Religión y la Patria van siempre juntas. No tengo nada de qué avergonzarme. Y en un momento de lucha…

—¿Por qué traer la lucha hasta aquí?

—Porque no hay un solo lugar en el mundo que no se haya convertido en campo de batalla. Porque América Latina es parte de nuestro hemisferio. Y porque en América Latina el comunismo está infiltrándose cada vez más.

—Es curioso. El comunismo se infiltra en los países donde pocos tienen el derecho a comer o a instruirse. Donde la dignidad es un lujo que no pueden pagar más que los ricos y la humillación es la condición del pobre. Donde un puñado de hombres dignos, instruidos y bien alimentados explotan a la muchedumbre de humillados, ignorantes y hambrientos.

—¿Ha terminado usted su sermón?

—No era un sermón. ¿Acaso no reparó usted en que no he mencionado ninguna de las grandes palabras? Ni el amor, ni la mansedumbre, ni el perdón. Ésas sirven para adornarse los domingos. Yo estaba pidiendo lo que debe ser el pan nuestro de cada día: la justicia.

El pastor Williams encendió con insolencia un cigarrillo.

—Le aconsejo que se mantenga usted lo más lejos posible de ella.

—Usted entendió policía: yo dije justicia. Y de ella el que debe alejarse es usted.

El pastor Williams aplastó el cigarrillo contra el cenicero.

—En cuanto a su partida del campamento de Ah-tún, debe usted acelerarla. Entre los medios con los que haya contado para llevarla a cabo, debo advertirle que no incluya el helicóptero.

—Gracias. Lo suponía.

—Y le advierto también que he enviado un reporte muy completo a mis superiores de la Organización, sobre la personalidad de usted, sobre su conducta en Ah-tún y sobre sus últimas actividades que al principio califiqué como arrebatos, pero ahora comprendo que obedecían a un propósito deliberado y funesto.

—Admiro su perspicacia, Pastor.

—No trate usted de pasarse de listo. Ese reporte mío se distribuirá en los lugares precisos. Le hará la vida imposible en Norteamérica. No encontrará trabajo, porque nadie quiere dárselo a un traidor; no tendrá amigos, porque todos se apartan de un sospechoso, como de la peste.

—¿Y no me admitirían en la cárcel?

—Ni siquiera allí.

—¿Es que no tienen pruebas suficientes para acusarme?

—Es que no tiene usted importancia suficiente. El Estado no va a mantener un holgazán.

—A veces resulta usted muy persuasivo, Pastor. No voy a volver a los Estados Unidos. Por lo menos ahora, no.

—¿Piensa usted permanecer aquí? Sepa que ni los católicos, ni nosotros le permitiremos que viva en nuestras zonas de influencia.

—Pero hay otras zonas. Hasta luego, Pastor.

Arthur Smith no alargó la mano para despedirse. Simplemente se fue. Llegó a su habitación a empacar sus cosas, las más indispensables, porque de hoy en adelante él mismo tendría que cargarlas.

Tomó un ejemplar del Evangelio, maltratado por el uso. Era un regalo de su madre y había sido su libro predilecto desde la niñez. Lo amaba. Pero ahora los demás se lo habían envilecido. Lo soltó.

—No quiero que me confundan con los otros.

Cuando Arthur atravesó la recta, única y larga calle de Ah-tún ninguno se asomó a verlo. Era la hora del episodio radiofónico. Sólo el Pastor, detrás del vidrio de su ventana, murmuraba.

—Ese tonto, imbécil. Podría haber hecho una buena carrera.

Arthur caminó entre la sombra fresca, aromática y movible de los pinos. Luego sobre una planicie breve. Al atardecer se sentó a descansar contra una piedra.

¡Qué hermoso era el paisaje! ¡Y qué libre se sentía él porque nada de lo que estaba contemplando le movía a codicia, nada le despertaba el instinto de posesión!

—Bueno, Arthur —se dijo al fin—. Es hora de hacer cuentas. Aquí estás, a la intemperie. De la noche a la mañana perdiste todos los puntales que te sostenían. Ya no hay más religión, ni patria, ni dinero.

Respiró sosegadamente. No experimentaba nostalgia, no sentía miedo ni desamparo. Igual que Mariano, no tenía más que esperanza.

—Soy joven. Y lo único que necesito es tiempo. Tiempo para entender, para decidir.

A lo lejos, en el crepúsculo, humeaba una choza, con ese humo escaso, vacilante, de cocina pobre. Arthur se encaminó a ella.

—Tengo hambre; quizá me den alojamiento por una noche. Alguna cosa habrá en la que yo pueda serles útil.

Arthur iba de prisa, ansioso de llegar.

—Será cuestión de ponerse de acuerdo. Por lo menos estos hombres y yo hablamos el mismo idioma.