EL ADVENIMIENTO DEL ÁGUILA

EN ÉL la juventud tomó el perfil de un ave de rapiña: los ojos juntos, la frente huidiza, las cejas rasgadas. Una planta de hombre audaz. Piernas abiertas y bien firmes, hombros macizos, caderas hechas como para sostener un arma. Y encima el nombre: Héctor Villafuerte.

¿Pero qué se hace con este hervor en la cabeza, en la sangre, en las entrañas, cuando se vive en un pueblo como Ciudad Real? ¡Y cuando, además, se es hijo de viuda!

La casa de la infancia huele a membrillo, a incienso. Gorgotean las ollas, las pequeñas ollas de carnequijote, las tímidas ollas de cocido, sobre el fogón. Se resquebrajan los fustanes almidonados bajo el tacto del viento en los corredores, en los patios.

¡Qué mal le sentaba a Héctor la sotana de monaguillo! Con ella enroscada en la cintura, se trepó a los árboles, brincó las cercas, trabó feroces riñas con otros indiezuelos. A los ocho días tuvo que devolverla, hecha una lástima, al padre Domingo, que acariciaba la esperanza de hacer, de aquel muchacho revoltoso, un sacerdote enérgico, un misionero con agallas.

El paso de Héctor por la escuela fue turbulento. Travesuras en clase, malas calificaciones y una estrepitosa expulsión final “por haber sido el cabecilla de un motín que destruyó todos los vidrios (amén de maltratar puertas, paredes y muebles) de su salón de clases”.

Aprender un oficio era desdoro para la familia. Tenían, guardados en un arcón muy antiguo, títulos de nobleza que firmó el mero Rey de España y un escudo que el tiempo había borrado de la fachada principal de la casa. La pobreza no afrenta a quien la padece. Pero un trabajo vil…

Una especie de selección natural, que apartó a Héctor de la sacristía, las aulas y los talleres, lo dejó en la calle con los amigos, de cigarro insolente y escupitajo despectivo. Ellos lo condujeron a la cama miserable de la prostituta, a la mesa maltratada de la cantina, a la atmósfera, sórdida, de luz artificial y humo, de los billares.

Héctor se hizo compañero de los músicos de mala muerte. Dondequiera que tocase la marimba, ahí estaba él ayudando a cargar y descargar el instrumento, con la misma delicadeza que si se tratara de un cadáver. Llegó a ser imprescindible para echar vivas estentóreos a los que pagaban la serenata. Y al amanecer disparaba, con una pistola ajena, tiros al aire, confiando a la pólvora inútil su ímpetu rebelde, ese potro al que la rutina puso —tan tempranamente— su freno.

Aprendió ciencias mezquinas: cómo se corta un naipe y se mezclan las cartas; cómo se cala un gallo de pelea y cuál es el mejor perro de caza. Para ser un señor, a Héctor no le faltaba más que la fortuna.

Porque Héctor no podía pagarse el lujo de la pereza. Su madre comenzó por empeñar las alhajas para librarlo del deshonor de una deuda de juego. Después fue fácil irse desprendiendo de cuadros, vajilla, ropa. Los compradores no quieren vejestorios. Regatean, entregan el dinero a regañadientes. Y, como para desquitarse, dan la propina de un comentario severo, de una amonestación que apenas puede disimular la sonrisa interior de complacencia propia, de un consejo ineficaz.

La viuda luchó, hasta el fin, para defender a los santos del oratorio de los despilfarros de su hijo. Cuando el oratorio quedó vacío la anciana renunció a continuar viviendo. Su muerte fue cortés: sin un arrebato, sin un desmelenamiento. Parientes lejanos, señoras caritativas hicieron una colecta para pagar los gastos del funeral.

Durante los primeros meses de su orfandad, Héctor se convirtió en el asistente obligatorio de celebraciones y fiestas. Ocupaba un puesto discreto, para guardar el luto, y desde allí veía a los demás comer o divertirse. Los veía con una mirada distante, porque el desdén era en él una actitud, no un estado de ánimo.

Cuando las rodilleras de sus pantalones empezaron a brillar escandalosamente y cuando tuvo que posar el pie con cuidado para no dar a las suelas el desgarrón final, Héctor pensó que era necesario sentar cabeza.

Propaló a los cuatro vientos su propósito, exhibió su calidad de soltero disponible, seguro de que su mercancía era de las que siempre tienen demanda. Las mujeres lo miraban codiciosamente y Héctor respondía a todas —sin hacer distinciones para no comprometerse— con la misma sonrisa de cínica espera y de indiferente voluptuosidad.

¡Si por lo menos Héctor hubiera tenido un caballo para rayar las piedras de las calles, para sacarles chispas de orgullo y desafío! Paciencia. Ya lo tendrá después. Tendrá mesa bien servida, billetes en la cartera, el saludo respetuoso y servil de quienes ahora lo esquivan o lo desprecian. La esposa que ha de proporcionarle holgura y respeto… bueno. Puede ser ésta o la otra. A oscuras todas las hembras son iguales. Héctor cumpliría sus deberes como marido preñándola anualmente. Entre los embarazos y la crianza de los hijos, ella se mantendría tranquila en su rincón.

Pero da la casualidad de que las mujeres de Ciudad Real no andan de partida suelta por las calles. Si por su gusto fuera, tal vez; pero hay padres, hermanos, paredes, costumbres que las defienden. Y no es cosa de meterse, de buenas a primeras, a gato bravo. Los mayores acaban siempre por vencer. O por desheredar.

Las tentativas de matrimonio de Héctor no prosperaron. El hombre aplanaba las banquetas, silbaba en las esquinas con un aire estudiado de perdonavidas y arriesgaba uno que otro requiebro al pasar frente a las ventanas. Huían las muchachas con un estrépito de postigos cerrados. Y ya detrás de los cristales se burlaban de las solicitaciones de Héctor, acaso un poco tristes por no poder complacerlas.

Hubo, sin embargo, una mujer sin parientes, sin perro que le ladrase; con sólo una señora de respeto para cuidar la casa y las apariencias, pero en lo demás, libre. Un poco talludita, ya pasada de tueste. De ceño grave y un pliegue amargo en los labios. Jamás hombre alguno se había acercado a ella pues, aunque tuviese fama de rica, la tenía más de avara.

Cuando una mujer, razonaba el pretendiente, está en las condiciones de Emelina Tovar, se enamora y abre la mano. Enamorarla no será difícil. Basta mover ante ella un trapo rojo y ha de embestir, ciega de furor y de ansia.

Contra todos los cálculos de Héctor, Emelina no embistió. Miraba al galán rondando sus balcones y fruncía más las cejas en un supremo esfuerzo de atención. Eso era todo. Ni un aleteo de impaciencia, ni un suspiro de esperanza en aquel pecho árido de solterona.

Cuando Héctor logró hablarle por primera vez, Emelina lo escuchó parpadeando como si una luz excesiva la molestase. No supo responder. Y en este silencio el pretendiente entendió su aceptación.

La boda no fue lo que podría llamarse brillante. El novio guapo, eso sí, pero que no tenía ni en qué le hiciera maroma un piojo. Y de sobornal, derrochador.

Emelina desfiló por la nave de la iglesia de la Merced (porque había hecho un voto a la Virgen, que era tan milagrosa, de casarse ante su altar) bien cogida del brazo de Héctor, temerosa, aun enmedio de este triunfo precario que al fin de una larga, humillante soledad, le había regalado su destino.

Emelina se mantenía de hacer dulces. Todo el tiempo zumbaban los insectos en el traspatio de la casa, donde tendía —a que se asolearan— los chimbos, los acitrones, las tartaritas. El oficio no rinde mucho. Pero una mujer ordenada y precavida puede ahorrar. No tanto como para juntar una fortuna, pero bastante para hacer frente a un caso repentino, una enfermedad, una pena. ¡Cuántas no iba a darle este marido más joven, cerrero y que no buscaba más que su conveniencia!

Si Emelina no hubiese estado enamorada de Héctor acaso habría sido feliz. Pero su amor era una llaga siempre abierta, que el ademán más insignificante y la más insignificante acción del otro hacían sangrar. Se revolcaba de celos y desesperación en su lecho frecuentemente abandonado. A un pájaro de la cuenta de Héctor no le basta el alpiste. Rompe la jaula y se va.

A todo esto el recién casado no lograba ver claro. ¿Y el dinero de su mujer? Revolvía cofres, levantaba colchones, excavaba agujeros en el sitio. Nada. La muy mañosa lo tenía bien escondido, si es que lo tenía.

Lo cierto es que los ahorros se agotaron en los primeros meses y hubo que echar mano del capital. Todo se iba en parrandas de Héctor, comilonas y apuestas perdidas.

Se acabó. Emelina no pudo soportar un mal parto, que su edad hizo imposible. Y Héctor quedó solo, milagrosamente libre otra vez. Y en la calle.

¿Para cuándo son los amigos? Para trances como éste, precisamente. El que ayer era compañero de juergas hoy ocupa un puesto de responsabilidad y puede recomendarlo a uno con los meros gargantones.

—¿Sabes escribir, Héctor? Un poco. Bueno. Mala letra, nada de ortografía. ¡Si hubieras aprendido cuando tu madre, que de Dios goce, te pagaba la escuela! Pero no es hora de echar malhayas. Leer de corrido, sí. ¿Y las cuentas? Regular nada más. No puedo prometerte nada. Pero, en fin, veremos qué se hace.

Unos meses más tarde Héctor Villafuerte tuvo ante sí el nombramiento de Secretario Municipal en el pueblo de Tenejapa.

¡Desdichado pueblo! La Presidencia, la Parroquia y unas cuantas casas de ladino son de adobe. Lo demás, jacales de bajareque. Lodo en las calles, maleza, campo abierto a la vuelta de la primera esquina. Hay desperdicios por todas partes y los animales domésticos y los niños desnudos vagan libremente.

—¡Aquí te quería yo ver! —se decía Héctor a sí mismo. Sin con quién hablar, solíngrimo, porque los ladinos de por estos rumbos son unos cualquieras y los indios no son personas. No entienden el cristiano. Agachan la cabeza para decir, sí, patrón, sí, marchante, sí ajwalil. No se alzan ni cuando se embolan. Trago y trago. Y no pegan un grito de alegría, no relinchan de gusto. Se van volviendo como piedras y de repente caen redondos. No me quiero rozar con ellos, con ninguno. Porque dice el dicho que el que entre lobos anda a aullar se enseña. Y ni esperanzas tengo de salir de esta ratonera. El sueldo rascuache que gano se me va en pagar mi asistencia y el aseo de mi ropa. No hay por dónde agenciarse un caidito. Parece que aquí no hay más palo en qué ahorcarse que la venta de aguardiente. Todos los ladinos ponen su expendio en el zaguán los días de fiesta o de mercado. Los indios entran allí muy formales y salen rechazando de bolos. No se puede ni andar entre tanto cuerpo tirado por las calles. Tal vez me costearía más ser enganchador. ¿Pero con qué dinero me establezco?

Secretario Municipal. ¡Bonito título! Hasta podía hacer creer que Héctor desempeñaba un cargo de importancia. Pero no atendía más que asuntos de poca monta; robos de gallinas, carneros y, cuando más, vacas. Crímenes por brujería, por celos, por pleitos de borrachera. Venganzas privadas en las que ninguno se sentía con derecho a intervenir. Pero eso sí, todos exigían para cada suceso un acta formal.

—¡Qué pichicatería la de este Gobierno! —se lamentaba Héctor. Quiere que se sostenga uno de milagro. Nada le importa la dignidad del nombramiento. Porque un Secretario Municipal, para estas gentes ignorantes, debería ser respetable. ¿Y quién me va a tomar en serio si yo ando en estas trazas de limosnero? Un cuarto redondo para trabajar, para comer, para dormir. ¡Y hay que quitarse el sombrero ante el mobiliario! Un catre de reatas y una mesa y unas sillas de mírame y no me toques. Si hasta el sello es tan viejo que ya ni pinta. Y estos desgraciados quieren que toda la correspondencia lleve su sellote. ¡Qué fregar!

Después de este soliloquio Héctor se negó a seguir redactando los escritos. No hay sello, decía con malos modos a los indios. Y sin sello no vale nada lo que yo escriba.

Con paso silencioso la comisión de “principales” salió. Estuvo un rato en el corredor del Palacio Municipal cuchicheando y luego volvió al cuarto de Héctor. El más viejo de estos hombres tomó la palabra.

—Queremos averiguar, ajwalil, lo que dijiste de que ya se acabó el sello.

—¿Cuál es el sello? —preguntó con humildad otro anciano.

—Es el águila —repuso arrogantemente el funcionario.

Los indios comprendieron. Todos habían visto alguna vez su figura en el escudo nacional. E imaginaron que sus alas tenían por misión conducir las quejas, los alegatos, a los pies de la justicia. Y he aquí que ahora el pueblo de Tenejapa se ahogaría entre delitos sin consignar, entre documentos incapaces ya de levantar el vuelo.

—¿Cómo fue que se vino a acabar el águila?

La interrogación se la planteaban todos con ese estupor que suscitan las grandes catástrofes naturales. Héctor Villafuerte se alzó de hombros para evitarse una respuesta que, de todas maneras, estos indios brutos no entenderían.

—¿Y no se puede conseguir otra águila? —propuso cautelosamente alguno.

—¿Quién la va a pagar? —interrumpió Héctor.

—Eso depende, ajwalil.

—¿Cuánto cuesta?

Héctor se rascó la barbilla para ayudarse a hacer el cálculo. Deseaba conferirse importancia ante los demás con el precio de los instrumentos que manejaba. Afirmó:

—Mil pesos.

Los indios se miraron entre sí, asustados. Como si la cifra hubiera poseído una virtud enmudecedora, un gran silencio llenó la estancia. Lo rompió la carcajada de Héctor.

—¡Qué tal! Se quedaron teperetados, ¿verdad? ¡Mil pesos!

—¿No habrá un águila más barata?

—¿Qué estás creyendo, indio pendejo? ¿Que vas a regatear como cuando se compra una vara de manta o una medida de trago? El águila no es cualquier cosa; es el nahual del Gobierno.

¡Qué conversación tan absurda! Si se prolongaba era por el aburrimiento de Héctor, por su empeño en sostener la infalibilidad de su juicio.

—Está bueno, ajwalil.

—Hasta mañana, ajwalil.

—Que pases buenas noches, ajwalil.

Se fueron los indios. Pero al día siguiente, a primera hora, ya estaban de nuevo allí.

—Queremos levantar un acta, ajwalil.

—¡Qué intendibles son! El acta no sirve de nada sin el sello del águila.

—¿No habla el papel?

—No habla.

—Está bueno pues, ajwalil.

—Adiós, ajwalil.

Volvieron a irse los indios. Pero no muy lejos de la Presidencia Municipal; merodeaban por los alrededores, discutiendo.

—¿Qué tramarán? —se preguntó con inquietud Héctor. Había oído historias de ladinos a los que les incendiaban la casa y perseguían por el monte con el machete desenvainado.

Pero los “principales” parecían tener intenciones pacíficas. Al filo de la tarde se dispersaron.

Al otro día el grupo estaba de nuevo allí, gargajeando, sin atreverse a hablar. Por fin uno se aproximó a Héctor.

—¿Cómo amanecería el pajarito, ajwalil?

—¿Cuál pajarito? —indagó con malhumor Villafuerte.

—El que va en el papel.

—Ah, el águila. Ya te lo dije antes: se murió.

—Pero tendrás otro.

—No tengo.

—¿Y dónde se puede conseguir?

—En Ciudad Real.

—¿Cuándo vas?

—Cuando se me hinchen los huevos. Y además ¿con qué pisto?

—¿Cuánto vas a querer?

La insistencia de los indios ya iba más allá de la terquedad. Había en ella un verdadero interés. De pronto Héctor se dio cuenta de que la oportunidad, por la que tanto había suspirado, estaba allí, con su gran trenza para agarrarla. Con una entonación casual, aunque apenas podía contener la excitación que le produjo su descubrimiento, decretó:

—Quiero cinco mil pesos.

—Dijiste mil, la primera vez.

—¡Mentira! ¿Quién va a saber más de esto: tú o yo? Aquí lo dice (y febrilmente abría Héctor ante el indio un libro cualquiera): el águila cuesta cinco mil pesos.

La voluntad de los indios desfalleció. Sin agregar una palabra todos salieron a deliberar afuera. Villafuerte los miró alejarse, preocupado.

—La codicia rompe el saco. Me desmandé en pedir tanto dinero. ¡Dónde lo van a conseguir estos infelices! Y ultimadamente, a mí qué me importa. Que trabajen, que se enganchen para ir a las fincas de la costa, que pidan prestado, que desentierren sus ollas con pisto. No soy yo el que les va a tener lástima, ¡qué moler! Como si yo no supiera que para pagar a un brujo o para celebrar una fiesta de sus santos no les duele botar montones de pesos. Para la iglesia sí, muy garbosos: misa de tres padres, jubileo. ¿Por qué el Gobierno ha de ser menos?

El razonamiento llevó a Héctor a convencerse de que la compra del sello era indispensable y el valor que él le había fijado, justo. Su propósito de no transigir se consolidó.

Pero los indios son obstinados. Se van y vuelven a machacar con el mismo tema.

—Que sean dos mil pesos, ajwalil. No podemos juntar más.

—¿Para qué va a servir el águila? ¿Para mi provecho?

—Somos muy pobres, patrón.

—No me vengan a llorar, plagas.

—Que sean tres mil pesos, marchante.

—Dije cinco mil.

Siguieron regateando por inercia. Los indios sabían que, al fin, ellos tendrían que ceder.

Esa noche Héctor recontaba su tesoro a la luz de un quinqué. Monedas antiguas, guardadas quién sabe durante cuántos siglos. Efigies anacrónicas, leyendas ya incomprensibles. El celo de su poseedor no las entregó ni ante el ahogo de la miseria ni ante el aguijón del hambre. Y ahora servirían para comprar el dibujo de un pájaro.

Héctor marchó a Ciudad Real seguido de la escolta de “principales”. Cuando se cansaba de montar a caballo sus tayacanes tenían lista la silla de mano. A lomo de indio pasó Héctor los tramos más peligrosos del camino.

Los indios se prestaron sumisos a esta exigencia. Era una condición para hacerse merecedores, al regreso, de transportar el sello.

Porque el sello, los aleccionó Villafuerte, es un objeto muy codiciado. Para que los ladrones no se apoderen de él es preciso actuar con disimulo. Si se finge que el viaje tiene otro propósito, comerciar por ejemplo, nadie lo estorbará.

Así que en Ciudad Real Héctor compró grandes cantidades de mercancía: víveres, candelas y, especialmente, trago. En uno de tantos bultos que los indios cargaban iba el famoso sello.

Ya en Tenejapa Héctor Villafuerte consiguió un local para abrir su tienda. Aquellos cinco mil pesos (cuatro mil novecientos noventa, para ser exactos, porque el sello le costó diez) fueron la base de su fortuna. Héctor prosperó. Pudo volver a casarse, ahora sí a su gusto. La muchacha era joven, sumisa y llevó como dote una labor de ganado.

Pero Héctor no quiso renunciar a su puesto de Secretario Municipal. En su trato con los demás comerciantes le daba prestigio, influencia, autoridad.

Y además los sellos no duran siempre. El que usaba entonces ya se estaba gastando. Ya los rasgos del águila eran casi irreconocibles. Ya parecía un borrón.