LA NIÑA Nides despertó a medianoche con la camisa de manta empapada en sudor. ¡Dios mío, ahora sí había estado a punto de suceder! Venían los carrancistas, los carranclanes, que son como las arrieras y que no respetan nada; tocaban fuerte —ton-ton— con la aldaba de hierro contra la puerta grande de madera. La niña Nides corría enloquecida por toda la casa, buscando un escondite para el cofre…
Por fortuna, despertó en el momento mismo en que los carrancistas estaban a punto de tumbar la puerta. Con sus dedos nudosos, torcidos, de reumática, la niña Nides tacteó en la oscuridad hasta dar con los cerillos. Prendió la vela de sebo. Un resplandor vacilante y amarillento se difundió por la habitación. El perfil de la vieja se proyectaba, grotesco, sobre las paredes desnudas. En uno de los rincones se advertía aún la mancha descolorida donde estuvo el cofre.
La niña Nides contempló esa mancha, con fijeza, durante algunos segundos. Hasta entonces la certidumbre de lo real se impuso a los terrores de su sueño: el cofre estaba a salvo, no importaba que llegaran los carrancistas.
¡Cuánto había dudado antes de poner el cofre en seguridad! La niña Nides subía y bajaba libros, pensando en las maneras y las coyunturas. Por fin una tarde se asomó a la puerta de calle. Había unos cuantos niños jugando chepe-loco de una esquina a otra; pero ellos, en su entretenimiento, no se fijarían en nada. Desde lejos la niña Nides vio venir a un chamula, de partida suelta, y como mandado a hacer para lo que ella meditaba. La niña Nides le hizo una seña rápida y se ocultó detrás de la puerta para esperarlo.
El indio entró con sus calzones arremangados hasta la pantorrilla y el machete envuelto en su chamarro.
—¿Cuánto vas a pagar? —preguntó antes de saber en qué consistía el trabajo.
La niña Nides contestó una cifra cualquiera: veinte reales. El chamula se rascó la cabeza, sin comprender si era mucho o poco. Pero aceptó.
Caminaron juntos hasta el lugar que la niña Nides le señaló al indio, un lugar que ella había escogido cuidando de no perjudicar las raíces de los árboles frutales.
—Dejá a un lado tu machete porque no te va a servir, marchante —le dijo la niña Nides al hombre mientras le entregaba una coa.
Antes de agarrarla el indio volvió a preguntar por su paga. ¡Qué terco!
—Ya te dije que veinte reales.
—Sí, dijiste, dijiste. Pero a la mera hora, cuando yo haya acabado el trabajo, te ponés a gritar que soy un ladrón y me sacan a empujones de la casa.
La niña Nides le dijo que no, que no fuera bruto y que se apurara porque les iba a caer la noche.
El hombre empezó a cavar. Un hoyo grande, porque la niña Nides se acordaba bien del consejo de su abuela: que quepa holgadamente el cofre y que todavía quede lugar para un cuerpo. En casos así no sirve de nada cortar la lengua del que te ayudó. Vienen y señalan y otros desentierran lo que enterraste.
La niña Nides se había sentado en el tronco de un árbol para observar el trabajo del indio. Las paletadas de tierra salían abundantes, regulares, y se iban amontonando a un lado del agujero. Si sigue así terminará pronto, se dijo la mujer. ¡Qué bueno! Ahora sí, que vengan los carrancistas cuando se les antoje.
El acarreo del cofre no fue cosa del otro mundo. Con una sola mano lo levantó el indio y cuando estaba agachado para depositarlo en el fondo del agujero, la niña Nides se aproximó por detrás y le descargó un golpe con la parte plana de la coa. El hombre no alcanzó ni a quejarse. Su cuerpo cayó desguanzado, al fondo.
La niña Nides arrojó encima el chamarro y empezó a cubrirlo de tierra con la misma coa. ¡Qué fatiga! No estaba acostumbrada a tales trajines y los dedos se le agarrotaban y un calambre le paralizaba la espalda. Cuando terminó estaba sudando, lo mismo que ahora, al despertar de la pesadilla.
La niña Nides recogió el machete que el indio había apoyado contra la pared. Era de buena clase y no muy viejo. Así que fue a guardarlo en el cuarto de chácharas, junto con la coa.
Sacando fuerzas de flaqueza, porque a su edad ya no estaba para esas danzas, la niña Nides regresó al lugar del entierro para apisonarlo y sembrar una mata de malva que le sirviera de seña.
Temblorosa de frío, ahora que el sudor se había secado, la niña Nides volvió a mirar con inquietud la mancha descolorida donde estuvo el cofre. Para borrarla hubiera sido necesario lavar todo el piso con bastante jabón y con un cepillo fuerte. Pero ella, con sus años y sus achaques, no tenía alientos para eso.
—Y si llamo a alguno para que me lo haga se le va a calentar la cabeza imaginando dónde escondí el cofre.
La niña Nides se puso de pie dificultosamente y trató de arrastrar su cama para colocarla encima de la mancha. Pero el mueble era demasiado pesado (en él durmió siempre su abuela) y no había otro en la habitación.
La niña Nides se sentó, desalentada. Nunca, hasta ahora, había reparado en la escasez de su ajuar. Su abuela, una mujerona enorme y con un bocio que le enronquecía la voz y se la hacía brotar como del fondo de una marmita, no tuvo mejor alojamiento. Y andaba tan mal trazada que en una ocasión un forastero, compadecido de su miseria, le había dado una caridad en la calle. Doña Siomara la aceptó con una risita socarrona de agradecimiento. ¡Ella, que era la dueña de tantas fincas en la tierra fría y de las mejores casas de Ciudad Real! Pero no le gustaba presumir. Y ahorraba en todo lo que podía. Cuando llegaban semaneros de sus ranchos, ordenaba que no se pusiera al fuego ni la olla del cocido, que era la comida diaria, sino que se aprovecharan todos de las tostadas y el posol que los indios traían como bastimento.
—De grano en grano llena la gallina el buche —solía decir doña Siomara—. ¿Dónde están los que se hartan, los que se echan todo el capital encima, en lujos y francachelas? Corriendo borrasca, en la calle de los compromisos y las deudas, agenciándose su ruina.
En cambio doña Siomara tenía sus cofres llenos de centenarios de oro y de cachucos macizos de Guatemala. No permitía que nadie se les acercara. Nadie. Sólo su nieta preferida, Leónides Durán.
Porque la niña Nides, como le dijera desde que nació, era distinta de las otras. Ni fue traviesa de criatura, ni loca de muchacha. No andaba el día entero asomándose a los balcones, ni se rellenaba el busto con puñados de algodón, como sus primas, para ir a los bailes. Nunca se ocupó de disimular sus defectos.
—Si alguno te busca —le decía la abuela—, que vaya sobre seguro y no después se llame a engaño. Además de que vos tenés con qué toser fuerte aquí y en cualquier parte. Porque uno de estos cofres, el más grande, va a ser el tuyo.
La niña Nides miraba el cofre, su cofre, y ya no le importaba que no le llevaran serenata, ni le dijeran piropos en las kermesses, ni le mandaran camelias envueltas en papel de China cuando iba a dar vueltas al parque. Sus diversiones eran otras, Cuando la abuela y ella se quedaban íngrimas en el caserón, abrían los cofres para contar el dinero. ¡Con qué ruidito tan especial se rasgaba el papel de los cartuchos y se iban desparramando las monedas en su regazo! ¡Cómo pesaban allí! ¡Y qué olor agrio y penetrante emanaba de ellas!
Si el día era bueno, doña Siomara y la niña Nides salían al patio y, después de cerrar bien todas las puertas, hacían un tendal de dinero sobre los petates. Las dos miraban los reflejos del oro y la plata y se sonreían sin hablar.
Así fue como pasó el tiempo y, las primas de la niña Nides fueron casándose una por una: María con un tendero, Hortensia con un boticario, Lupe con un enganchador. Habrían podido encontrar partidos mejores si hubieran tenido paciencia. Doña Siomara no iba a ser eterna. Pero las muchachas nunca entendieron lo que les convenía y se pagaron de su gusto. Luego vinieron los hijos.
Todas las noches iban las tres, acompañadas de sus maridos, a visitar a doña Siomara; y hablaban de las novedades y se quejaban de sus penas. Pero en el fondo nadie pensaba más que en los cofres.
De repente, nadie supo cómo, empezaron a correr rumores; que si estalló la revolución en México, que si van a entrar los villistas, que si van a entrar los carrancistas. Ciudad Real se llenó de muertos, de un bando y del contrario. Y los que tenían dos dedos de frente y un quinto en la bolsa consideraron que era mejor emigrar a Guatemala.
Menos doña Siomara, que se mantuvo en sus trece; que al ojo del amo engorda el caballo, que el que tiene tienda que la atienda. ¿Para qué majar en hierro frío? No se quiso ir. Enterró todos los cofres en el traspatio de la casa y en el último agujero enterró también a un chamula.
¿Pero qué secreto se podía guardar en aquellas confusiones? Lo que no se sabe se inventa. Y antes de que a doña Siomara se le pasase la idea por la cabeza, ya la gente la había dado como un hecho y andaba bulbuluqueando por las esquinas que había enterrado su dinero.
Y claro, cuando llegan los carrancistas, ¿qué es lo primero que hacen? Pues agarrar presa a doña Siomara “por ocultamiento de bienes” y amenazarla de muerte si no revelaba el escondite de sus tesoros.
Dicen que la vieja se estaba secando en la cárcel, que hasta el güegüecho se le veía chupado, como de jolote. Pero no era de hambre ni de miedo, sino de una especie de obstinación. Estaba decidida a no hablar.
Pero mientras ella se resistía los otros fueron y catearon su casa. Levantaron planchones en los cuartos, abrieron boquetes en los muros, derribaron alacenas. Hasta dar con el entierro en el traspatio.
Cuando doña Siomara salió de la cárcel encontró sus cofres muy sacudidos por fuera, sin una brizna de polvo y repletos de bilimbiques por los que los carrancistas cambiaron las monedas.
¿Quién sobrevive a colerón semejante? Doña Siomara murió delirando mientras la niña Nides no se despegaba de su cabecera. A ella le dictó su última voluntad: que repartiera los cofres entre las nietas. Y que se quedara, como se lo había prometido siempre, con el más grande.
Al velorio no asistió nadie. ¿Quién iba a tener una atención que recordar de la difunta, ni un compromiso que cumplir, ni un favor que agradecer, ni un beneficio que esperar? Y los maridos de Hortensia, María y Lupe andaban emborrachándose en las cantinas y gritando a los cuatro vientos su despecho por una herencia que se les había convertido en agua de borrajas.
Así que la niña Nides, sola y su alma, amortajó a la difunta y la acompañó al panteón y repartió los cofres como se le había indicado.
Mientras tanto algo pasaba en el Gobierno, pues nadie podía comprar porque no había qué, ni vender porque nadie tenía dinero y los víveres estaban por las nubes. El caso es que cuando se aplacó el vendaval nada había quedado en su sitio. Las casas de doña Siomara estaban en poder de unos cualquieras y de los ranchos desaparecieron todas las cabezas de ganado y, al fin, vinieron los agraristas para hacer “viva la flor” con lo demás.
La niña Nides se fue con su cofre a vivir a un cuarto redondo, que ni excusado tenía, y a cada rato había de pasar la vergüenza de pedir el favor de un lugarcito a las vecinas.
¿De qué se iba a mantener? Oficio no le había enseñado su abuela más que el de contar centenarios y cachucos y sacarlos a asolear. Tampoco estaba ya en años de aprender.
Pero resulta que Dios aprieta, mas no ahoga y la niña Nides tenía la gracia de leer con claridad. Así que aunque no hubiera sido nunca muy devota, empezaron a solicitarla para que rezara las novenas. A la gente le gustaba el modo con que impostaba la voz y ponía énfasis en las palabras más insignificantes y hacía unas pausas misteriosas y como cargadas de augurios y promesas.
Desde temprano la niña Nides se iba a la Catedral y, arrodillada ante el altar del santo de la devoción de quien pagaba el encargo, lo iba despachando con lentitud y minuciosidad.
Años más tarde sus primas comenzaron a levantar cabeza. Con el favor de Dios los negocios de sus maridos no eran de ranchos. Y Hortensia compró, con sus ahorros, un sitio de árboles frutales en las orillas del pueblo. ¿Qué le costaba mandar a hacer una casita de tejamanil para la niña Nides? Además ella podía vigilar que no entraran los indiezuelos a robar los duraznos y las manzanas y los perones.
La niña Nides se hizo de la media almendra para cambiarse. El sitio estaba muy lejos y a ella, con su reuma, se le iba a dificultar venir hasta el centro a hacer sus mandados. Además, si entraba un ladrón (la niña Nides dijo ladrón, pero estaba pensando en los carrancistas) ¿quién iba a defender su cofre?
—¡Bonito apuro! —replicó Hortensia—. Un cofre lleno de bilimbiques. Nosotros hace tiempo que quemamos el nuestro.
La niña Nides frunció el ceño. ¡Quemar su cofre! No faltaba más y sólo que estuviera loca. Pero no le gustaba discutir y cuando le hablaron de la ventaja de que no tendría que pagar alquiler, se decidió. Además, desde que el Gobierno había cerrado las iglesias, lo de las novenas casi no le dejaba ni para irla pasando.
La niña Nides vivía en la huerta con más desahogo. Cuando los mocitos y las criadas llegaban a recoger la fruta, ella vigilaba que llenaran los canastos. Si otra hubiera sido habría hecho su apartado de priscos maduros. Pero a la niña Nides ni por aquí se le pasaba aprovecharse de algo. Ella comía lo suficiente en casa de sus amistades.
Se sentaba a la mesa ajena sin avidez, sin humillación y acaso sin gratitud. No se apresuraba a hacer un favor menudo, que era cuestión de la servidumbre; no se prestaba a transmitir un chisme escandaloso ni a escuchar confidencias inoportunas. ¿Por qué voy a rebajarme si tengo mi cofre?, se decía. Valgo tanto como cualquiera. Todos la respetaban y su presencia muda había llegado a ser tan habitual que, cuando faltaba, las dueñas de casa mandaban informarse por su salud o le enviaban un bocado “para el hoyito de su muela”, con la recomendación de que volviera lo más pronto posible.
Con esos bocados se mantenía la niña Nides cuando el reumatismo se le recrudecía por la humedad y se encerraba a untarse linimentos.
Estaba contenta porque del dinero de su cofre todavía no había tenido que echar mano, ni en los tiempos de mayor apuro, cuando le vino aquella gravedad y hubo hasta junta de médicos. Allí sí que fue muy lista, porque se hizo la moribunda y los demás dijeron que era una desgracia, pero no hubo más remedio que afrontar los gastos. Les dio remordimiento que una nieta de doña Siomara Durán fuera a acabarse en el Hospital Civil, como cualquier limosnera.
Aunque una vida como la de la niña Nides, cuchicheaban cerca de su cama, ¿para qué sirve? Y sin embargo la enferma quería vivir, se aferraba a la vida con una tenacidad de esas que no desperdician su energía en ningún aspaviento, pero que se ejercen sin tregua.
Pese a las predicciones de los médicos y al fácil pesimismo de sus parientes, la niña Nides vivió. ¿Cómo iba a morir dejando desamparado el cofre?
En cambio ahora ya estaba en paz. En el fondo de un agujero, bajo el cadáver desnucado de un chamula, reposaba su tesoro.
—Dicen que donde hay un cuerpo aparece un espanto —dijo la niña Nides y un escalofrío de terror estuvo a punto de nacer en su espinazo. Involuntariamente volvió la cara hacia afuera y, al través de la ventana y de la oscuridad, trató de distinguir la mata de malva.
Una risa ronca, esa risa convulsiva que en los viejos pronto se convierte en tos, la sacudió durante un momento.
—¿Pero cómo va a aparecer un espanto si el cuerpo era de un indio, no de una gente de razón?
Tranquilizada, la niña Nides apagó la vela y se acostó. Iba a dormir un rato más. Todavía faltaba mucho para que amaneciera.