…pero dadme
en español
algo, en fin, de beber, de comer, de vivir,
de reposarse, y después me iré.
CÉSAR VALLEJO
ALICIA MENDOZA despertó con dolor de nuca y espalda. ¡Qué viaje tan largo! Horas y horas en el autobús. Y el retraso porque habían tenido que pararse a cambiar una llanta. Durante todo el camino el motor había roncado dificultosamente.
El paisaje no era como para llamar la atención. Tierras áridas, plantas desérticas. Por Oaxaca pasaron cuando ya había anochecido. Alicia se asomó a la ventanilla, pues quería escribir a su amiga Carmela y contarle que había conocido esta ciudad, la más importante de la ruta. Pero no alcanzó a ver más que el ajetreo y el bullicio de la estación.
Alicia se esforzó por dormir el resto de la noche. El asiento era incómodo y una vecina demasiado gorda le robaba espacio. Pero se las arregló de alguna manera para acomodarse y no despertar sino cuando ya estaba amaneciendo.
—¡Qué frío hace! —musitó echando el aliento entre el hueco de sus manos. El autobús avanzaba en medio de una neblina espesa. Por algún resquicio de ella se veían pasar fugazmente las crestas de los cerros, las ramas de los pinos.
Alicia iba a cerrar otra vez los ojos cuando su vecina le advirtió:
—Es mejor que se esté pendiente. Ya vamos a llegar.
Sonreía, bien arrebujada en un fichú de lana. Parecía deseosa de entablar conversación. Pero Alicia se había desentendido de ella. ¿Ciudad Real era ese pueblo cuyas primeras casas se desperdigaban por el campo? No se lo había imaginado así. Cuando le dijeron que iría a Chiapas pensó inmediatamente en la selva, los bungalows con ventiladores —como en las películas—, los grandes refrescos helados. En cambio ese frío, esta niebla, estas cabañas de tejamanil… ¡Qué lástima! La ropa que se había comprado no iba a servirle para nada.
Tendré que gastar mi primer sueldo en un abrigo, pensó saboreando con orgullo las palabras: “mi primer sueldo”. La madrina de Alicia había muerto con la preocupación de no haberle podido dar ni un oficio ni una carrera.
—¿Qué vas a hacer cuando yo te falte? —se lamentaba—. Si al menos te viera yo tomar estado…
¡Como si fuera fácil! Para monja no tenía vocación y para casada le faltaba el novio.
“Chiquita pero mal hecha.” Así definió una vez a Alicia un pelado de la calle. No resultaba atractiva para los muchachos; la sabían de buen corazón y le dispensaban un afecto fraternal. Poco a poco fue convirtiéndose en confidente de todos los jóvenes de la palomilla. Les guardaba los secretos, les servía de correveidile, les aconsejaba en sus dificultades y esperaba, sumisamente, el turno en aquellos incesantes cambios de pareja que se sucedían a su alrededor.
Su madrina la dejaba estar. ¡Pobre Alicia! Huérfana y con una madrastra que la aborreció desde el principio y que jamás quiso hacerse cargo de ella.
—En cambio para mí, viuda y sin hijos, Alicia ha sido un consuelo. Tan dócil, tan cariñosa. Sería muy buena mujer. Pero los hombres de estos tiempos no se fijan más que en la figura y en la carita.
Para compensarla en algo, su madrina le compraba vestidos y alhajas de fantasía. En eso gastaba sus ahorros. Hasta que vino la enfermedad.
El diagnóstico fue claro y terminante: cáncer en el último grado. Pero Alicia tenía fe en los milagros y confió, hasta el fin, en que su madrina se aliviaría. Santa Rita de Casia, abogada de los imposibles, ¿qué no lograría hacer? Si se lo pido, sanará, pensaba. Y mientras tanto no dejaba de cuidarla con abnegación. Durante los meses de su agonía, Alicia aprendió a poner inyecciones, a contemplar sin asco las heridas, a cambiar vendas, a discernir entre los innumerables frascos y saber cuál era el que debía usarse en cada ocasión.
No hay mal que por bien no venga. Este adiestramiento fue el que permitió a Alicia encontrar después un trabajo de enfermera.
Todo sucedió en una forma que Alicia gustaba de calificar como providencial. Su amiga Carmela, que la había acompañado en el duelo y que se preocupaba por su futuro (además de estar muy relacionada en sociedad), le habló de un puesto en la Misión de Ayuda a los Indios establecida en Chiapas.
¿Es cosa de la Iglesia? —exclamó Alicia con una mezcla demasiado confusa de sentimientos como para permitirse analizarla.
—¡No seas tonta! —la contradijo Carmela—. Bien sabes que la Iglesia es pobre. ¡Y en estos tiempos de herejía!
Alicia suspiró como si le hubieran quitado un peso de encima. Siempre temió terminar con un hábito de monja entre los hielos de Alaska.
—Entonces es del Gobierno —dedujo Alicia con aprensión.
—Tampoco. Es asunto privado. Son gentes de buena voluntad, personas de posibles. Lo que se llama los administradores de los bienes de Dios en la tierra.
—Ah, sí, esas señoras tan elegantes que organizan tés de beneficencia y desfiles de modas.
La mirada de Carmela fue fulminante.
—No precisamente ellas, sino sus maridos. Hombres de negocios, de los que se asocian en clubs y se reúnen mensualmente en banquetes. Tienen distintivos. Tú no has de conocer ni siquiera los nombres.
—Entonces han de ser muy exigentes. Y yo no tengo título.
—Eso no es problema. Si hacemos valer algunas influencias… Además tú tienes práctica, que es lo esencial. Y no te preocupes. La Misión está empezando, apenas. Pagan poco, tendrás que conformarte ¿eh? Además lo mandan a uno hasta el fin del diablo. No pueden darse el lujo de ser muy exigentes.
—Sí, claro. ¿Sabes a dónde me mandarían a mí?
—A una clínica en Chiapas. Bueno, una especie de clínica. Además no hay otra. La Misión ha tropezado con muchas dificultades. Parece que la casa es muy pequeña. Y no hay más que un doctor.
—Su esposa y yo nos haremos compañía.
—No sé si es casado —respondió Carmela.
Esta duda disipó todas las objeciones que iba a oponer Alicia al ofrecimiento del empleo. “Que Chiapas está muy lejos y no voy a tener quién vea por mí; que el sueldo es una bicoca…” No importa, se replicaba a sí misma con impaciencia. Hay otras ventajas. Si la hubiesen obligado no habría acertado a enumerarlas. Pero en realidad se soñaba viviendo la gran aventura en la jungla, con un profesionista soltero, apuesto y enamorado. El final no podía ser otro que el matrimonio. Y Alicia, esposa ya del doctor, se afanaba poniendo cortinitas de cretona en las ventanas de la clínica y criando a sus hijos (muchos, todos los que Dios quisiera) en la atmósfera saludable del campo.
Alicia malbarató la herencia de su madrina, se hizo de ropa (vestidos escotados, por aquello del calor, pero decentes) y compró un boleto de autobús. A la estación fue a despedirla Carmela.
—¿Es la primera vez que viene usted a Ciudad Real? —indagó su vecina.
—Sí.
—Tendrá usted familia o intereses por estos rumbos.
—No. Vengo a trabajar.
—¿Con el Gobierno?
Había ya cierta suspicacia en su voz.
—En la Misión de Ayuda a los Indios.
—Ah.
El monosílabo fue pronunciado con un tono sarcástico que Alicia no comprendió. Quiso reanudar la plática, pero su vecina parecía muy ocupada en contar los bultos del equipaje y descendió del autobús sin decirle adiós.
La niebla se había disipado ya, pero el día era desapacible y opaco. Las mujeres cruzaban por la acera embozadas en gruesos chales negros.
—¿Le llevo su maleta, señorita?
El que así se dirigió a Alicia era un niño como de diez años, descalzo y con el pelo hirsuto. Muchos otros se arremolinaron a su alrededor para disputarle el trabajo. Los ahuyentó con golpes y amenazas. Ya vencedor repitió su pregunta. Alicia titubeó un momento, pero no tuvo más remedio que aceptar.
—¿Hay algún hotel no muy caro y que sea decente?
El niño asintió y ambos echaron a andar. La plaza, los portales. El reloj de catedral dio ocho campanadas. A cada momento Alicia tenía que desviarse para no chocar con los indios quienes, agobiados por su carga, andaban de prisa, acezantes. Otros estaban sentados plácidamente en las banquetas, espulgándose o registrando la red de su bastimento. Al pasar junto a uno de ellos el niño le propinó un fuerte coscorrón en la cabeza. Alicia reprimió un grito de alarma; temía que de aquí resultara un incidente largo y molesto. Pero el indio ni siquiera se volvió a ver quién lo había golpeado y Alicia y el niño continuaron su camino.
—¿Por qué le pegaste? —preguntó ella, al fin.
El niño se rascó la cabeza, con perplejidad.
—Pues… porque sí.
En el ánimo de Alicia luchaban su timidez natural y su natural rectitud. Se atrevió a aconsejar al niño, procurando despojar a sus palabras de toda aspereza, de toda acritud, que no repitiera su hazaña, pues no siempre saldría tan bien librado.
—Alguno te puede contestar… y son hombres mayores, más fuertes que tú…
El niño sonreía socarronamente.
—¿Acaso yo soy indio para que se me igualen?
Habían llegado al hotel. Su apariencia era lúgubre. Un caserón viejo, con las puertas de sus cuartos numeradas toscamente.
Acudió a recibirlos una mujer gorda y pacífica. Alicia le advirtió que su estancia sería breve: sólo el tiempo necesario para descansar y asearse un poco. Si se presentaba así, dijo señalando el traje marchito, el desorden de su pelo, sus superiores se formarían una pésima idea de su persona.
—Vine a trabajar en la Misión de Ayuda a los Indios —concluyó observando el efecto que estas palabras producirían en su interlocutora.
La mujer no dio ninguna señal de desaprobación. Pero a la hora de presentar la cuenta, la cifra había sido alterada.
—Ustedes (dijo a Alicia para contestar a su reclamación) vienen a Ciudad Real a encarecer la vida. Cuando los indios se alzan ya no quieren trabajar de balde en las fincas, ya no quieren vender su mercancía al precio de antes. Los que padecemos somos nosotros. Es justo que ustedes paguen también por el perjuicio que nos causan.
Alicia no entendió el razonamiento, pero el tono autoritario de su huéspeda la había cohibido. Horas más tarde comentaba el incidente con el director de la Misión, un hombre de mediana edad, sin ningún título pero, según la fama, con grandes dotes administrativas.
—Bueno, ya empieza usted a pasar su noviciado, Alicia. En cuanto se enteren de que trabaja usted con nosotros, los propietarios de tiendas y farmacias, los dueños de zapaterías, todos, le cobrarán el doble de lo que valgan sus artículos.
—¿Pero por qué?, la Misión no les hace ningún daño.
—Para esas gentes no hay peor daño que alguien trate a los indios como personas; siempre los han considerado como animales de carga. O cuando llegan a un exceso de humanitarismo, como esclavos.
—¿Y no hay modo de convencerles de que no tienen razón?
—Yo quise hacerlo, al principio. Fue inútil. Porque aquí no se trata de razones sino de intereses; el finquero que se niega a pagar un jornal a sus peones, el farmacéutico que quiere seguir vendiendo aceite guapo y pezuña de la gran bestia… ¿Cómo se puede discutir? Ahora la guerra es declarada y franca. Ya irá usted descubriendo, por propia experiencia, cuántas maneras tienen los coletos…
—¿Los coletos?
—Así le llaman a la gente de Ciudad Real. Pues le decía, cuántas maneras tienen los coletos de hostilizarnos.
—Y nosotros ¿cómo nos podemos defender?
El director se alzó de hombros.
—Eso todavía está por averiguarse.
Alicia escuchó aquellas revelaciones con asombro. Desde ese instante su espíritu, hasta entonces sin arraigo y sin más núcleo alrededor del cual girar que sus preocupaciones personales, pasó a formar parte de un grupo —la Misión— con el que, por lo pronto, se solidarizaba en su lucha contra los coletos.
Alicia se instaló en la casa que la Misión alquilaba para sus empleados. Estaría allí provisionalmente pues su destino era la clínica de Oxchuc. Pero los caminos estaban ahora intransitables por las lluvias. No quedaba más remedio que esperar unos días de canícula, una coyuntura favorable para partir. Mientras tanto Alicia no tenía ninguna tarea obligatoria. Deambulaba por las oficinas cuyo funcionamiento jamás llegó a descifrar. Había legajos de papeles, archiveros, máquinas de escribir, secretarias. Algún timbre sonaba alguna vez perentoriamente. Se suscitaba un pequeño revuelo, cuyas consecuencias jamás eran percibidas, y luego volvía a reinar la calma. Bostezos, miradas impacientes o furtivas al reloj, un crucigrama apasionante, un bordado clandestino. Y al salir todos los empleados sonreían con la satisfacción de haber cumplido su deber.
Alicia procuraba hacerse amable. Pero a sus tímidas insinuaciones las empleadas coletas respondían con esa reticencia astuta de los provincianos. Querían sonsacarle sus secretos, si algunos tenía, para burlarse. Pero ellas jamás soltaban prenda.
Decepcionada, Alicia se iba afuera. En el corredor (de una casa enorme que se construyó con las vagas intenciones de servir de seminario o convento) estaban los indios: amontonados, malolientes e idénticos, aguardando que solucionaran sus asuntos. Líos de tierras con los hacendados, reclamaciones de trabajo con los enganchadores. Hablaban mucho y muy vivamente entre sí. Alicia les sonreía tratando de serles simpática. Pero ellos no comprendían la intención de su gesto.
Acabó por solicitar audiencia con el director. Le remordía la conciencia su inactividad y quería ver si no era posible que la utilizaran en algo. El director sonrió afablemente.
—No se preocupe usted. Ya llegará su turno. Aquí, como no tenemos clínica, una enfermera no puede hacer nada. Lo que necesitamos son abogados.
—Dicen que en Ciudad Real sobran.
—Pero ninguno ha querido colaborar con nosotros. Para ellos significaría una traición a su raza, a su pueblo.
—¿Y por qué no traer uno de México?
—Nuestros recursos son muy limitados. No podemos contratar a un profesionista competente, incluso con cierto prestigio. Tenemos que conformarnos con lo que caiga.
Alicia enrojeció violentamente.
—Señor director, yo…
—No, no quise ofenderla. Yo también soy un improvisado. Claro que tengo experiencias anteriores; he administrado asuntos. Pero lo que aquí sucede es tan distinto… En fin, por lo menos se tiene buena voluntad. Y eso es lo que exige la Asociación que nos refacciona con el dinero.
El director se puso de pie para dar por terminada la entrevista.
—En cuanto a usted, no se preocupe. Váyase a su cuarto y descanse. De los indios tendrá usted que aprender una cosa: que el tiempo no tiene ninguna importancia.
Llovía incesantemente. La mañana iba nublándose poco a poco y al mediodía se desataba un aguacero violento que golpeaba con furia los tejados. En el interior de su cuarto Alicia cepillaba sus ropas, llenas de los hongos verdes que hace brotar la humedad.
—¿Cuándo saldré de aquí?
La imposibilidad de marcharse de Ciudad Real la angustiaba. Un día se sorprendió pensando: “el doctor tampoco puede salir de la clínica”. Y desde entonces su angustia fue más honda.
—No se queje usted —le recomendaba Angelina, la secretaria del director—. Es preferible estar aquí que en Oxchuc.
—¿Es un pueblo muy triste?
—Ni a pueblo llega. Dos o tres casas de ladinos y lo demás la indiada. Muchas veces no se consigue ni qué comer.
—¿Y qué hace el doctor? ¿Quién lo atiende?
—¿Salazar? Yo me imagino que ha de estar compatiado con el diablo. Se pasa meses y meses sin buscar un pretexto para venir a Ciudad Real. Y cuando viene ni habla con nadie, ni enamora a las muchachas. Se pone unas borracheras sordas y el resto de su dinero lo gasta en relojes. Dicen que tiene un montón.
Un desengaño amoroso, decidió Alicia. Eso es lo que hace al doctor Salazar tan huraño. La hipótesis la halagaba. Después de una experiencia semejante es cuando un hombre aprecia en lo que valen los buenos sentimientos de una mujer. Y estos buenos sentimientos eran la especialidad de Alicia. A partir de entonces pudo contemplarse en el espejo con menos inquietud.
—¿Y cómo es el doctor Salazar? ¿Guapo?
Angelina quedó pensativa. Nunca se le había ocurrido considerarlo desde ese punto de vista.
—No sé… es … Es titulado.
Para ella, y para todas las solteras de Ciudad Real, eso era lo más importante. Un buen partido. Al que podían aspirar las ricas, las hijas de los finqueros, de los grandes comerciantes. No una simple mecanógrafa. ¿Para qué iba a perder el tiempo viéndolo con mayor atención?
En junio las lluvias amainaron un poco.
—Los caminos todavía no están secos —dijo el director—. Pero no podemos esperar más. Enviaremos víveres y medicinas a Oxchuc. Ésta es una buena ocasión para que usted se vaya.
Alicia alistó sus maletas con el corazón palpitante de alegría. ¡Por fin! Compró, por su cuenta, varias latas de conservas. Y, para colmo de lujos, una de espárragos. Estaba segura de que le gustarían al doctor.
Partieron a la mañana siguiente, muy de madrugada. Las calles de Ciudad Real estaban casi desiertas. No obstante, los escasos transeúntes se detenían, escandalizados y divertidos, a contemplar el espectáculo de “una mujer que monta como hombre”. Alicia se sentía incómoda bajo de esas miradas, pues era la primera vez que se subía a un caballo y estaba, a cada momento, a punto de caer.
Adelante iban los arrieros y la carga. Alicia iba hasta atrás. El caballo comprendió de inmediato que su jinete no ejercía ningún dominio sobre él y se aprovechaba para caminar con desgano, para correr intempestivamente y para estornudar sin motivo.
Alicia iba demudada de espanto. Los arrieros reían, con disimulo, de su ineptitud.
Era apenas el principio. A la planicie inicial comenzaron a suceder los cerros. Escarpados, pedregosos, surcados de veredas inverosímiles. Las bestias resbalaban en las lajas enormes, se desbarrancaban en las laderas flojas. O se atascaban, con el lodo hasta la panza, debatiéndose desesperadamente para avanzar.
Alicia miró su reloj. No habían transcurrido más que dos horas. ¿Cuánto faltaría aún? Preguntó. Cada arriero dio una respuesta diferente.
—Lo que falta es poco y pura planada —dijo uno.
—Puro pedregal, dirás —refutó otro.
—Si acaso son cuatro leguas.
—¡Qué esperanzas! Llegaremos con luna.
Entretanto el camino continuaba desarrollándose, indiferente a todas las predicciones, variando hasta el infinito sus obstáculos, proponiendo cada vez nuevos peligros.
Ya está oscureciendo, observó con sorpresa Alicia. Consultó nuevamente su reloj. Eran las tres de la tarde.
—Es la neblina —explicó un arriero.
—Por estos rumbos siempre está nublado. Dicen que es culpa de Santo Tomás, el patrón de Oxchuc.
—¿Y por qué, vos?
—Es un santo muy reata y muy chingón. Comenzando porque no creía en Nuestro Señor Jesucristo…
—¡Hiju’e la gran flauta!
—¿Yday?
—Pues ahí tienen ustedes que un día Santo Tomás tiró al cielo una piedra, asinota de grande.
—¡Ah, qué fregar! No me vas a decir que el cielo se cayó.
—¿Y qué querías que hiciera? Nuestro Señor Jesucristo no quiso levantarlo. Que le sirva de escarmiento a ese tal por cual, dijo. Que lo levante el que lo haya derrumbado. Y desde entonces Santo Tomás hace la fuerza, todos los días. ¡Pero qué va a poder! Aguanta un poco; y luego el cielo lo vence y se derrumba otra vez. Como si dijéramos, ahorita. Sientan cómo nos está cayendo encima. Es lo que nombramos niebla.
—¿Y no van a encender las lámparas? —indagó con aprensión Alicia.
—No precisan, patrona; los caballos conocen su querencia.
Uno de los arrieros se había quedado con una grave duda teológica.
—Oí vos, ese Nuestro Señor Jesucristo que acabás de mentar, ¿es el mismo que manija San José?
Ninguno se dignó contestarle. Hubo sólo una risa burlona.
El resto del viaje lo hicieron a ciegas. A los terrores ya conocidos, Alicia añadió otros mil imaginarios: abismos, despeñaderos, víboras repentinas. Cada uno de sus músculos estaba crispado. Entonces comenzó a llover.
Llovió toda la noche. La lluvia se filtraba a través de la manga de hule, del sombrero de palma, hasta calar el cuerpo aterido de los viajeros. Alicia gemía sordamente a cada vaivén del caballo, a cada torpe reculón. Las lágrimas tibias, saladas, se mezclaban al agua que le empapaba las mejillas.
—¡No se me raje, patrona, que ya vamos a llegar!
Alicia no creía en estos consuelos. ¿Desde qué horas “ya iban a llegar”? No llegarían nunca, a ninguna parte. Estaban condenados a errar siempre en las tinieblas.
Primero fue una luz amarillenta y vacilante, a mucha distancia. Luego otra y otras más próximas. Oxchuc estaba a la vista.
La inminencia hizo intolerables los últimos kilómetros. Cada paso del caballo debería de ser el último y no lo era. Para soportar el siguiente, el cansancio de Alicia tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano.
Salieron de los jacales perros que ladraban su hambre, no su cólera, y alguna ventana se abrió tímidamente. Alicia no pudo ni volver el rostro porque tenía la nuca agarrotada. Empezaron a aparecer algunas precarias construcciones de adobe y de pronto, incongruentemente, estuvieron frente a la mole de una iglesia sólida y de un Palacio Municipal definitivo.
—Allá está la clínica —señaló un arriero.
Por más que se empeñase, Alicia no podía vislumbrar nada entre las sombras. Un rato después todos se detenían frente a una casa, igual en tamaño y forma a las del resto del pueblo. Sólo se distinguían por unas letras enormes las iniciales de la Misión.
—¿Ésta es la clínica? —preguntó Alicia con desaliento.
—Tiene chimenea —alardeó uno de los arrieros.
—Para entrar se necesita la llave. El candado está puesto. Ha de haber salido el doctor.
—¡Ya nos amolamos!
—Hay que ir a buscarlo.
—Que vaya Sabás; ése conoce sus bebederos.
—¡Pero que vaya pronto! —urgió Alicia.
Se llevó la mano a la boca, asustada por el tono perentorio de su voz. Los arrieros no habían reparado en él sino para apresurarse a obedecerla.
Alicia no pudo desmontar sin la ayuda de todos. Estaba paralizada de frío y el terror había impuesto a sus músculos una incoercible rigidez. Casi arrastrándola, los arrieros la arrimaron a la pared de la clínica. Allí se guareció bajo un saledizo de tejas. Acurrucada, para escapar a las salpicaduras de la lluvia y guardar el escaso calor de su cuerpo, Alicia se quedó dormida. No despertó sino hasta que el sol estaba ya bien alto. Alguien le decía, sacudiéndola por los hombros:
—Aquí está ya el doctor, patrona.
Alicia se pasó las manos sobre el rostro, contrariada. ¿Cómo iba a presentarse así, maltrecha y sin arreglar? ¡Dios mío, no era capaz siquiera de ponerse en pie! Hizo un esfuerzo que no la condujo más que a una caída ridícula. Cuando alzó los ojos Alicia vio a un hombre que la observaba con burlona curiosidad.
—¡Con que ésta es la enfermera que vino a sacarme de apuros!
Alicia lo contemplaba ávidamente. ¿Qué edad podía tener este hombre? Era difícil adivinarlo bajo la barba crecida de dos semanas y la lividez que deja una noche de insomnio y alcohol. Su aspecto era tan deplorable como el de la recién llegada.
Salazar debió darse cuenta de que lo estaban examinando porque abruptamente giró sobre sus talones. Empuñaba la llave de la clínica. De espaldas parecía fornido, gracias a la chamarra de cuero con que se cubría.
Alicia le dio alcance en el patio. El doctor estaba contando y revisando los bultos que los arrieros habían traído. Refunfuñaba.
—Como de costumbre, nada de lo que necesitamos. Muestras de laboratorios, sobras de las medicinas que usan los ricos. Sedantes nerviosos, naturalmente. Ni una vitamina, ni un antibiótico. ¡Me lleva el carajo!
Alicia emitió un ¡oh! levísimo, Salazar no iba a tomarse la molestia de pedirle disculpas. La miró con severidad.
—Por lo menos sabrá cocinar. Estoy hasta el copete de estas inmundas latas de sardina.
—Sí, doctor. También traje algunas provisiones —exclamó Alicia encantada de demostrar sus habilidades—… pero vengo tan sucia que antes que nada quisiera tomar un baño.
—¿Un baño? —repitió Salazar como si acabaran de pedirle peras a un olmo. Luego hizo un ademán de indiferencia—. Si quiere ir al río tendrá que caminar una legua. Y a pie. Además, le prevengo que a estas horas el agua está helada.
Los arrieros soltaron la risa. Trémula de humillación, Alicia tuvo que conformarse con remojar una toalla y pasársela sobre la cara. Se cambió los pantalones llenos de lodo por un vestido arrugado y con este atuendo hizo su primera incursión en la cocina.
Si sus guisos fueron del gusto del doctor nunca lo supo. Contaba con muy escasos medios y hacía prodigios para darles un sabor variado y una presentación aceptable. Pero Salazar comía en silencio, con un periódico viejo desplegado siempre frente a sí.
—¿Qué es lo que lee usted? —se atrevió a preguntarle una vez Alicia.
—Las noticias del mundo —condescendió a responder Salazar, como se responde a los niños o a los imbéciles.
—Pero lo que dice allí sucedió hace mucho tiempo.
—Entonces ya no será noticia, sino historia. Además, ¿qué tiene que ver el tiempo? Nada cambia. Todo sigue siempre igual.
Alicia recogió los platos. En una artesa de lámina fue lavándolos, uno a uno, produciendo un ruido deliberado y pertinaz.
—Cuando usted disponga, doctor, estoy lista para ayudarle en el consultorio —anunció Alicia unos días después.
Salazar levantó los ojos, molesto por la interrupción.
—¿Qué ya no hay nada qué hacer en la casa?
Alicia no se sentía mortificada por estar desempeñando los menesteres de una sirvienta. Pero estaba segura de que la reclamaban otras tareas más importantes.
—Conseguí que viniera a ayudarme una muchachita. Está todo en orden. Lo que no hemos logrado es que funcione la chimenea. Y con este frío…
—La chimenea es un adorno. El tiro no sirve.
Alicia no se sorprendió. ¿Qué otra cosa podía esperarse? Pero no se trataba de esto. Entrelazó las manos, como en espera de instrucciones. Salazar percibió la expectativa y para romperla insistió:
—Así que no hay nada pendiente…
—Salvo su cuarto, doctor; como usted lo deja con llave cada vez que sale…
—No me gusta que nadie fisgonee en mis cosas.
Alicia lo había hecho, sin escrúpulo y sin resultados, desde el principio de su estancia en Oxchuc. Lo único que encontró fue un revoltijo de papeles garabateados, ropa sucia (algunas prendas de mujer, muy corrientes) y la fabulosa caja llena de relojes de todas marcas y formas.
—Un día que yo pueda vigilarla ya entrará usted a barrer mi recámara. Ahora no es posible. Voy a salir.
—Vinieron a buscarlo, doctor. Hay unas personas que quieren consulta.
—Ya no es hora. La clínica se abre de las diez de la mañana a las dos de la tarde. Ni antes ni después se atiende a nadie.
—Son unas pobres gentes. Dicen que vinieron de muy lejos; traen a su enfermo en parihuela. Les di lugar en el corredor.
—¡Pues hizo usted muy mal! Van a llenarnos de piojos y quién sabe de qué otros bichos. Desalójelos usted cuanto antes de allí.
—Pero doctor —protestó Alicia, desconcertada— no entiendo…
—Pues si no entiende limítese a obedecer. Y se lo advierto desde hoy: no tome ninguna medida sin mi consentimiento. El único responsable de la clínica soy yo.
—Está bien, doctor. Pero ahora ¿va usted a dejar que esos que están esperándolo se marchen así?
El doctor dio un golpe con el periódico sobre la mesa.
—¿Qué quiere usted? ¿Que yo vea al enfermo? ¿Para qué? ¿Para pulsear las vueltas de su sangre? La remesa de medicinas que me enviaron ya se acabó. No tengo nada que darle. ¿Comprende usted? Nada.
—Por lo menos hable usted con ellos. Se regresarían más conformes si usted les dijera una palabra.
—Una palabra que esos indios no entienden; una palabra que me desprestigiaría a mí y de paso a la Misión, porque sería falsa. Si me callo le parezco injusto a usted, lo que a fin de cuentas me viene muy guango. Si hablo pierdo la confianza de ellos. Y la necesito. Usted no los conoce. A pesar de sus modos humildes no vienen aquí a pedir un favor. Vienen a exigir milagros. No nos consideran hombres, iguales que ellos. Quieren adorarnos como a dioses. O destruirnos como a demonios.
Alicia no entendía estos razonamientos. Era ignorante; no había hecho una carrera ni tenía los años de experiencia del doctor en Oxchuc.
—Él es hombre —se decía—. Sabe lo que hace, yo no tengo ningún derecho para criticarlo.
Pero no lograba disipar esa desazón que la invadía cada vez que pensaba en la conducta de Salazar.
Diciembre vino con su frío intolerable. Tiritando, Alicia se refugiaba junto a la chimenea inservible. Desde algún tiempo atrás el doctor había abandonado su periódico y se acercaba a conversar. Hablaba con animación, haciendo grandes ademanes. Alicia seguía con dificultad sus historias. Eran confusas pero se referían siempre al mismo hecho: una huelga estudiantil de la que Salazar conservaba aún cicatrices, pues la policía la había disuelto violentamente. Luego, para borrar el mal sabor de este recuerdo, evocaba los partidos de futbol contra el equipo de la Universidad.
—Los del Politécnico peleábamos con fibra; se trataba de ganarles porque eran los niños bien, los ricos. Eso bastaba para que los creyéramos culpables de todo lo malo que sucedía en el mundo. ¡Qué fácil! En cambio ahora…
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Alicia. Porque el doctor no parecía dispuesto a continuar.
—Ahora ya conozco a los pobres.
Hizo una pequeña pausa. La expresión de su rostro era la de una crueldad divertida.
—¡Qué estupidez! Durante años creí que yo era uno de ellos. Y tuve que venir a Chiapas, a Oxchuc, para darme cuenta de que ni siquiera tenía la menor idea de lo que era un pobre. Y ahora puedo decir que lo que he visto no me gusta.
Alicia no comprendía esta manera de juzgarlos. Nunca se le ocurrió considerar a los pobres como algo que se rechaza o se aprueba por las molestias que causan. Los asociaba siempre a la caridad, a la limosna, a la compasión. Estaba irritada.
—¿Por qué?
—Los ricos nos explotan, abusan de nosotros. Correcto. Pero nos dejan la posibilidad, o mejor dicho, nos obligan a defendernos. En cambio, los pobres piden, piden sin descanso. Quieren pan, dinero, atención, sacrificios. Se nos paran enfrente con su miseria y nos convierten en culpables a nosotros.
Salazar guardó silencio durante unos instantes. Parecía estar descubriendo algo.
—¿No será que yo también me he vuelto rico?
Alicia sonrió.
—Perdóneme usted, pero no se le nota.
—Digo, por dentro. De estudiante vivía con las becas del Gobierno. Dormía donde me agarraba la noche. Comía cuando alguno me invitaba. Juzgaba siempre, condenaba siempre a los demás. En cambio ahora tengo un alojamiento, no muy cómodo, pero seguro. Un puesto, no muy elevado, pero digno. Gano un sueldo. Ahorro. Me compro cosas. Usted va a ver la colección de relojes que tengo.
—¿Para qué le sirven aquí, donde el tiempo no cuenta?
—Ahí está la clave, precisamente. Cuando uno puede comprar algo perfectamente inútil es que ya es rico.
Comenzó a pasearse, a grandes zancadas. Alicia lo miraba ir y venir y se acordaba que junto a la colección de relojes estaba el revoltijo de papeles y la ropa sucia y corriente de mujer. Es de su querida, le contó la muchachita que la ayudaba con el quehacer. ¡Qué asco!
—Esto complica las cosas. A veces me cuesta trabajo distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Y aquí, ya usted lo irá comprobando, los asuntos no están claros. Nada claros. Haga uno lo que haga siempre se equivoca.
Alicia se equivocaba. Salazar no respondía nunca a sus previsiones. Cuando ya, definitivamente, había resuelto que el doctor era un hombre a quien su profesión no le importaba un comino, lo vio entrar, exultante de alegría.
—¡Buenas noticias, criatura! Acabo de recibir de Ciudad Real una caja llena de vacunas. Ahora sí, que nos echen las epidemias, que ya tenemos con qué hacerles frente.
Alicia sonrió de mala gana. Le era difícil recuperar su entusiasmo de los primeros días.
—Saldremos de gira con un intérprete y un ayudante. Usted nos acompañará; la presencia de una mujer quita muchos recelos. Iremos de paraje en paraje; no quedará un solo niño expuesto a la tos ferina, ni a la difteria, ni al tétanos.
La comitiva salió temprano a la mañana siguiente. Los caminos eran arduos y avanzaron con lentitud entre las piedras y los lodazales. Al mediodía llegaron a un paraje que se llamaba Pawinal.
Eran unos treinta jacales diseminados en un lomerío. Al ver llegar a los extraños la gente de Pawinal corrió a encerrarse.
—¿Por qué se esconden? —preguntó Alicia.
—Tienen miedo; sus brujos les han aconsejado que no nos reciban. Y también el cura de Oxchuc.
—¿Por qué?
—Por diferentes razones; los brujos no toleran la competencia. También curamos. O si usted lo prefiere, también ayudamos a bien morir.
—¿Y el cura?
—No sabe qué pensar. Primero dijo que éramos protestantes. Ahora dice que somos comunistas.
—¡Es una calumnia!
—¿Usted sabe en qué consiste eso de ser comunista?
—Pues… en realidad no.
—El cura tampoco. Lo dice de buena fe. Supone que representamos un peligro y es natural que quiera defender su rebaño.
Meses antes Alicia habría exclamado: “¡Es increíble!” Pero desde su llegada a Chiapas los límites de su credulidad se habían vuelto muy elásticos.
—¿Qué somos, doctor?
—¿No se lo dijeron antes de venir? Gente de buena voluntad.
—Entonces hay que decírselos.
—¿A quiénes?
—A todos. A estos indios, por lo pronto.
—Es lo que está haciendo, desde que llegamos, el intérprete. Va de casa en casa y les explica que no buscamos ningún provecho para nosotros. Que no vamos a explotarlos, como los demás ladinos. Que nuestro afán es ayudar, librarlos de la amenaza de una enfermedad.
—¡Pero ni siquiera lo escuchan! ¿Por qué echan a correr o le cierran la puerta o se tapan los oídos?
—Porque no entienden de qué les están hablando. ¡Buena voluntad! Probablemente no existan esas palabras en su idioma. Y en cuanto a las enfermedades de que los queremos librar, son posibles, remotas. En cambio, con la vacuna vamos a provocarles un malestar inmediato: calentura y dolor. ¿A nombre de qué tienen que sufrirlo? De un microbio en cuya existencia no pueden creer puesto que jamás lo han visto.
—¿Entonces?
—Entonces vámonos. No tenemos nada que hacer aquí.
Alicia estaba demasiado cansada para discutir. Emprendieron el regreso. El intérprete, un ladino de Oxchuc, iba adelante. Silbaba, como si lo sucedido lo complaciera. Atrás el doctor, reconcentrado en sus meditaciones. El ayudante llevando el cargamento. Y Alicia, triste.
Por la noche, después de haber servido la cena, Alicia vino a sentarse junto al doctor. Necesitaba hablar con él, escuchar sus argumentos, la justificación de sus actos que le eran siempre incomprensibles. Preguntó:
—¿Por qué trabaja usted aquí?
—Puedo darle dos respuestas: una idealista: porque en todas partes se puede servir a los demás. Otra, cínica: porque me pagan.
—¿Cuál es la verdadera?
—Una y otra, según lo quiera usted ver. Yo estudié con muchos trabajos, con muchos sacrificios. Cuando me recibí no tenía más que un título muy modesto: médico rural. Con eso no podía abrir un consultorio ni en el pueblo más infeliz. Mi familia se angustiaba. ¡Era yo su única esperanza, desde hacía tantos años! Había que darse prisa para demostrarles que yo no era un estafador. Entonces supe que una asociación, o grupo de gentes de buena voluntad, como les gusta llamarse, planeaba enviar un médico a una clínica de Chiapas. Era mi oportunidad.
—¿Y desde el principio estuvo usted aquí, en Oxchuc?
—Hasta ahora no hay otra clínica.
—¿Qué esperaba usted hacer?
—Prodigios. Para los demás, las manos llenas de favores. Para mí, la recompensa merecida: la fama, el dinero.
Alicia se puso de pie, avergonzada. Pensó en sus propios motivos: el sueldo también, la esperanza de casarse. ¡Qué ridiculez! ¿Con qué derecho podía juzgar al otro?
—Hay una gran diferencia entre lo que se espera y lo que se obtiene, ¿verdad?
—Si fuéramos honrados, renunciaríamos.
—¿Por qué?
—Porque esto es para volver loco a cualquiera. ¡Una clínica que no tiene medicinas, un médico al que le cierran la puerta los enfermos, hasta una chimenea que no funciona! ¡Es una burla, doctor, y yo no voy a soportarla más! ¡Yo quiero irme de aquí!
—Calma, Sarah Bernhardt. De nada sirve exaltarse. Lo mejor es analizar la situación. Esto no marcha, de acuerdo. Pero debe existir alguna causa, la base debe de estar mal planteada. Si damos con el error podemos solucionarlo todo.
Alicia abrió unos ojos anchos de esperanza. El doctor tuvo una sonrisa maligna.
—Pero mientras tanto podemos disfrutar de todas nuestras ventajas: un sueldo seguro, casa, comida. Y tiempo de sobra. ¿Qué le divierte? A muchas mujeres les gusta tejer; otras leen novelas cursis o simplemente se aburren. En ninguna parte la vida le será tan fácil como aquí.
—Ya lo sé. Siempre habría alguien para vigilarme y para hacer que, si yo no cumplo con mis obligaciones, me despidieran inmediatamente.
—Supongo que lo que usted ha dicho es una alusión. Pero no tengo por qué darle explicaciones de mi conducta, puesto que usted no es más que una subordinada. Sin embargo, voy a tranquilizar su conciencia sensible. Ni usted ni yo estamos defraudando a nadie. No nos enviaron aquí para que hiciéramos milagros: la multiplicación de las medicinas, la luz en el cerebro de los ignorantes. Nos enviaron para que aguantáramos el frío, la soledad y el desamparo. Para que compartiéramos la miseria de los indios, o para que la presenciáramos, ya que no podemos remediarla. Basta con que hagamos esto, a conciencia, para desquitar el sueldo que nos pagan. ¡Y por Dios, yo le juro que no nos pagan bastante!
La luz de la lámpara se debilitaba. Dos lágrimas incoloras rodaron sobre las mejillas de Alicia. El doctor se puso de pie.
—Con lo cual se levanta la sesión. Si quiere usted tomar algún calmante los hay de sobra en el botiquín.
Alicia quedó sentada, todavía un rato más, casi a oscuras. Luego atravesó lentamente el patio, bajo la llovizna. Recostada en su catre pensaba que lo había echado todo a perder. ¿Por qué no podía callarse? ¿Qué estaba defendiendo? Los ojos de Alicia, ya secos, se abrieron desmesuradamente en la oscuridad. Tuvo miedo. Deseaba huir, estar en otra parte. En un mundo limpio, con caminos fáciles y donde la gente fuera alegre y sana y hablara español. Esa noche soñó la casa de su infancia.
Las jornadas se sucedían, monótonas. A veces el doctor llamaba a Alicia para alguna curación. Ella lo asistía, temblando de timidez, apresurándose a cumplir —¡y cuántas veces equivocadamente!— sus órdenes. Pero bajo la mirada irónica de Salazar estos actos perdían su sentido, se convertían en una rutina absurda.
Una noche, ya muy tarde, vinieron a llamar a la puerta. Alicia despertó sobresaltada y, contraviniendo las indicaciones expresas del doctor, fue a abrir.
Eran dos indios; la fatiga entrecortaba sus palabras. No obstante eso, y la torpeza con que se servían del castellano, Alicia pudo entender que traían consigo a una mujer moribunda por un parto difícil. Alicia los hizo entrar. A la luz de la vela se veía el rostro demacrado de la enferma. Entre todos la acomodaron en el catre de Alicia. Luego ella corrió a la cocina y puso a hervir una olla con agua.
—¿Qué escándalo es éste?
Era el doctor (todavía con su ropa de dormir), quien indagaba desde el umbral.
Alicia se aproximó a él, suplicante.
—Es un caso de emergencia, doctor. No pude negarles la entrada.
—¿Algún herido?
—Una parturienta.
—¡Qué extraño! Ése es menester del brujo, de la comadrona. El médico no les sirve más que para accidentes.
Pero mientras hacía tales comentarios, Salazar no permanecía inactivo. Estaba ya en su cuarto, vistiéndose, y luego en el consultorio desinfectando el instrumental que usaría. Alicia no tuvo que azuzarlo. Toda la noche el médico veló a la enferma con una solicitud que Alicia se regocijó en atribuir a sus conversaciones. Al amanecer un varoncito reposaba junto a su madre, envuelto en pañales improvisados.
Salazar fue a la cocina a pedir una taza de café negro.
—Esa mujer le debe la vida, doctor. Y si no lo nombran padrino de la criatura es que son unos ingratos.
—No me hacen falta ahijados —protestó Salazar. Pero los ojos de Alicia descubrían la satisfacción oculta entre los ademanes hoscos.
— Lo único que quiero es dormir. Que no me despierten más que si es muy urgente.
—Vaya tranquilo, doctor.
Alicia recomendó silencio a todos. El marido y el suegro de la enferma andaban de puntillas por la clínica. La mujer reposaba abrazando a su hijo. Alicia se acostó en el diván del consultorio. Así transcurrieron muchas horas.
Cuando Salazar despertó fue a revisar a la enferma y al recién nacido. Todo estaba en orden. Tanto que su presencia no era indispensable en la clínica. Así es que había decidido ir a la tertulia del secretario municipal. Si algo se ofrecía allí era posible localizarlo.
—¡Tertulia! —pensó para sí Alicia. Cantina. De esas parrandas Salazar no volvía pronto. Pero, en fin. Había que confiar en que no sería necesario llamarlo.
Alicia preparó durante el día los alimentos de la enferma que estaba demasiado débil por la hemorragia que había sufrido. La india comía con timidez y como para no hacer el desaire. Pero no tenía apetito sino sueño. Volvió a dormir profundamente, sin darse cuenta de que anochecía. Al amanecer la despertó, intempestivamente, el llanto de su hijo.
Procuró calmarlo dándole el pecho. El recién nacido lo chupó desesperadamente algunos minutos y lo soltó para llorar de nuevo. No había logrado extraer ni una gota de leche. La madre miraba a su alrededor sin comprender.
El llanto de la criatura era, al principio, colérico, vigoroso. Pero después fue convirtiéndose en un gemido lastimero. La india se exprimía en vano los pezones.
El marido y el suegro se miraron entre sí con una mirada rápida de entendimiento. Era indudable que esta mujer había sido víctima de algún maleficio. Todas paren con facilidad, todas pueden amamantar a sus crías. ¿Por qué ella no? ¿Acaso era culpable y su desgracia le venía como un castigo?
Después de algunos minutos de dudas y vacilaciones, Alicia envió a la muchachita que la ayudaba en el quehacer a que buscase al doctor. Salazar llegó a la clínica furioso y ligeramente borracho.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó al entrar.
—La mujer no tiene leche —dijo Alicia.
—Pues déle alimento artificial. En el botiquín hay biberones y latas de leche condensada.
—Pero es que usted se llevó la llave.
—Está bien, téngala. Saque lo que sea necesario. Vea los precios y cóbrele al padre. Pero cobre usted antes de entregar las cosas porque después ni quién le pague.
Alicia quedó estupefacta. No sabía que la Misión cobraba. Salazar le explicó con impaciencia.
—Es una disposición reciente, dictada por mí. Nada del otro mundo. Una cuota simbólica, nada más. Y ya basta. Yo tengo también derecho a descansar. ¿O no?
Tambaleándose, Salazar se dirigió a su cuarto mientras Alicia hacía las cuentas. El importe del bote de leche y el biberón sumaba diez pesos.
—No tengo dinero —dijo el indio más joven. El viejo lo apoyó con un gesto de asentimiento.
—No importa —empezó a decir Alicia—. Ya me lo darán después…
Lo urgente era aplacar el hambre del niño. Y si no me pagan, se dijo entre sí Alicia —pues de estos indios no hay que fiarse—, pondré el dinero de mi bolsa. No por eso me voy a quedar en la calle.
A sus espaldas sonó la voz de Salazar.
—¿Con que no hay “takín”, eh? Ya me estaba yo oliendo la trampa y por eso volví. No hay dinero. Pues anda a tu casa a traerlo. Tu hijo no beberá un trago de nada mientras tú no regreses.
Alicia volvió hacia el doctor unos ojos incrédulos. Pero Salazar, en vez de arrepentirse de su decisión, le arrebató con violencia el bote de leche y la mamila.
—Y en cuanto a usted, señorita enfermera, le prohíbo que entregue estas cosas mientras yo no se lo autorice.
El doctor fue hasta el botiquín y, con ademanes inseguros, guardó los objetos y echó llave. Después se enfrentó al par de indios.
—Yo los conozco desde hace tiempo. A mí no me van a tomar el pelo. El apellido de ustedes es Kuleg, que quiere decir rico.
—Pero no tengo dinero, ajwalil.
—Regístrate bien, desdobla tu cinturón; tal vez guardes un cachuco de Guatemala, tú, viejo. Pagar tres o cuatrocientos pesos al brujo no te duele, ¿verdad?
Los dos indios bajaron la cabeza y repitieron su única frase:
—No tenemos dinero.
Salazar se encogió de hombros y sin añadir una palabra más se dirigió a su cuarto. Alicia lo alcanzó antes de que cerrara la puerta.
—¡No podemos dejar que esa criatura se muera de hambre!
—¿Acaso depende de nosotros? Allí tiene usted al flamante padre, al abuelo. Son ellos quienes tienen la obligación de alimentarlo.
—Pero si no tienen dinero.
—¡Mentira! Sí tienen. Yo lo sé positivamente. El viejo es dueño de una milpa y de algunas ovejas. El joven podría engancharse para las fincas de la costa y pedir un anticipo.
—¡Y mientras tanto el niño se muere!
Los gritos habían cesado. Alicia hizo una mueca de alarma. Salazar sonrió.
—No es tan fácil morir, como usted supone. Se ha quedado dormido, seguramente. Pero si así no fuera ¿por qué asustarse? Si ese niño muere hoy se habrá evitado treinta o cuarenta años de sufrimiento. Para venir a acabar en una borrachera o consumido por las fiebres. ¿Cree usted que vale la pena salvarlo?
—¡No me importa! Y usted no tiene ningún derecho a decidir. Su obligación…
—¿Cuál es mi obligación? Suponga usted que le regalo un bote de leche a Kuleg. Bastaría para algún tiempo, tres o cuatro días a lo sumo. Entonces sería necesario darle más. Los conozco, Alicia, son abusivos, como todos los indios, como todos los pobres. Y la clínica apenas puede sostenerse. No puede darse el lujo de criar niños.
—Doctor, se lo ruego. . .
Alicia no escuchaba los argumentos del otro. Sólo quería correr hasta donde estaba el recién nacido y ponerle en la boca una mamila llena de leche caliente.
—¡Qué buen ejemplo daríamos! Hoy es Kuleg el que nos ve la cara ¡porque tiene dinero, yo lo sé positivamente! Mañana será otro. Y cuando terminemos de repartir las medicinas ¿qué? No tendremos ni un centavo para comprar otras nuevas. Pero además nos habremos quedado sin un cliente. Porque lo que se recibe sin pagar no se estima. ¡El brujo puede más que nosotros puesto que cuesta más!
Alicia se tapó los oídos. Precipitadamente se apartó de Salazar. En el patio encontró a los dos Kuleg sentados, fumando. Se acercó al joven.
—Yo te voy a facilitar el dinero; pero no se lo digas a nadie y corre a entregárselo al doctor. Apúrate, antes de que sea demasiado tarde.
Alicia se había arrodillado y hablaba de prisa. Sacó unas monedas que los dos indios contemplaron sin hacer el menor ademán para apropiárselas.
—El pukuj se está comiendo a mi hijo.
Esta explicación, tan sencilla, hacía superflua toda acción. Alicia se volvió, suplicante, al anciano. Pero él también la miraba con una fijeza estúpida que las palabras extranjeras, que los gestos incoherentes, no alcanzaban a penetrar.
Alicia se puso de pie con desaliento y fue a su cuarto. La enferma estaba sentada en la orilla del catre y se trenzaba el cabello. Su semblante estaba pálido aún, pero no había en él ningún signo de ansiedad. El niño dormía chupándose la mano entera.
Alicia empezó a hablar apresuradamente. Sacudía a la india por los hombros, como para despertarla. Ella no protestaba y a todo asentía con docilidad. No entendía lo que estaban pidiéndole. Pero se reservaba para obedecer sólo a su marido.
Alicia abandonó el cuarto y fue al consultorio. Estuvo forcejeando largo rato con la puerta del botiquín, pero la cerradura no cedió. Y no tenía fuerzas para romperla.
Agotada por la noche de insomnio y por los acontecimientos que presenciaba sin poder remediar, Alicia se sentó en el suelo, bajo un alero del patio. Así pasaron las horas. A veces rompía el silencio el llanto ronco del niño. Luego todo volvía a quedar en paz.
Al anochecer abandonaron la clínica el anciano, su hijo y la mujer con un pequeño cadáver entre sus brazos. Salazar no había despertado aún.
Cuando despertó, Alicia estaba haciendo sus maletas. Bostezando, absorto en algún pensamiento, Salazar no comentó nada de lo que había sucedido.
—Yo se lo he dicho muchas veces al director de la Misión: no basta poner paños calientes sobre una llaga. Hay que arrancar el mal de raíz. ¿Se acuerda de lo que usted y yo comentábamos la otra noche? Hay que saber cuál es el verdadero problema. Y yo ya me he dado cuenta, por fin. El verdadero problema es educar a los indios. Hay que enseñarles que el médico y la clínica son una necesidad. Ellos ya saben que las necesidades cuestan; si se lo regalamos todo, no aprecian lo que reciben. Son muy llevados por mal. Yo los conozco, vaya si no. He vivido años entre ellos. Solo, como un perro. Sin con quién hablar. Y con miedo. Miedo de la venganza de los brujos, de los despechados porque su enfermo no se salvó. ¿Cómo quieren que se salve? Lo traen cuando ya está desahuciado. No hay gratitud. El mérito siempre lo tiene otro: el santo, el brujo. Pero son cobardes, no saben matar más que a traición. No dan la cara nunca, no lo ven a uno a los ojos. Y sin con quién hablar. Los ladinos de Oxchuc son unos intrigantes, unos envidiosos. También hay que cuidarse de ellos, porque cualquier día me ponen un cuatro. Se necesitan riñones para aguantar esto. Antes de que usted viniera yo mismo me hacía la comida, porque tenía miedo de que me envenenaran. No es justo. Se estudia una carrera, se quema uno las pestañas durante años. No hay diversiones, no hay mujeres, no hay nada. Y la familia sacrificándose para que uno tenga su título. Ya vendrá la compensación. Y luego lo mandan a uno a refundirse aquí. Claro que yo podría irme, en el momento en que se me antoje. Soy muy buen médico, en cualquier parte encontraría un empleo mejor… Me convendría. Yo necesito ver gente, necesito encontrar alguno a quien decirle, a quien explicarle… Porque yo he descubierto algo, algo muy importante. La buena voluntad no basta; lo esencial es la educación, la educación. Estos indios no entienden nada y alguien tiene que empezar a enseñarles… Luego llega usted, con sus remilgos y sus modos de monja y cree que es muy fácil despreciarme porque me emborracho de vez en cuando y porque ha averiguado usted que tengo una querida y porque…
Alicia no contestó. Los sollozos le apretaban la garganta.
—A veces les doy cuerda a todos los relojes juntos. Es bonito oírlos caminar. No paran, nada para nunca.
De pronto Salazar se acercó y tomó a Alicia por los hombros.
—¿Qué cree usted que vale más? ¿La vida de ese muchachito o la de todos los otros? Kuleg les contará lo que ha pasado. Le dimos una lección ¡y qué lección! Ahora los indios habrán aprendido que con la clínica de Oxchuc no se juega. Empezarán a venir ¡vaya que sí! y con el dinero por delante. Podremos comprar medicinas, montones de medicinas…
Salazar gesticulaba. Alicia se apartó de él y cuando terminó de guardar su ropa cerró la maleta. Afuera llovía.