ANTES que nada tengo que presentarme: mi nombre es José Antonio Romero y soy antropólogo. Sí, la antropología es una carrera en cierto modo reciente dentro de la Universidad. Los primeros maestros tuvieron que improvisarse y en la confusión hubo oportunidad para que se colaran algunos elementos indeseables, pero se han ido eliminando poco a poco. Ahora, los nuevos estamos luchando por dar a nuestra Escuela un nivel digno. Incluso hemos llevado la batalla hasta el Senado de la República, cuando se discutió el asunto de la Ley de Profesiones.
Pero me estoy apartando del tema; no era eso lo que yo le quería contar, sino un incidente muy curioso que me ocurrió en Ciudad Real, donde trabajo.
Como usted sabe, en Ciudad Real hay una Misión de Ayuda a los Indios. Fue fundada y se sostuvo, al principio, gracias a las contribuciones de particulares; pero ha pasado a manos del Gobierno.
Allí, entre los muchos técnicos, yo soy uno más y mis atribuciones son muy variadas. Lo mismo sirvo, como dice el refrán, para un barrido que para un fregado. Llevo al cabo tareas de investigador, intervengo en los conflictos entre pueblos, hasta he fungido como componedor de matrimonios. Naturalmente que no puedo estar sentado en mi oficina esperando a que lleguen a buscarme. Tengo que salir, tomar la delantera a los problemas. En estas condiciones me es indispensable un vehículo. ¡Dios santo, lo que me costó conseguir uno! Todos, los médicos, los maestros, los ingenieros, pedían lo mismo que yo. Total, fuimos arreglándonoslas de algún modo. Ahora yo tengo, al menos unos días a la semana, un jeep a mi disposición.
Hemos acabado por entendernos bien el jeep y yo; le conozco las mañas y ya sé hasta dónde puede dar de sí. He descubierto que funciona mejor en carretera (bueno, en lo que en Chiapas llamamos carretera) que en la ciudad.
Porque allí el tráfico es un desorden; no hay señales o están equivocadas y nadie las obedece. Los coletos andan a media calle, muy quitados de la pena, platicando y riéndose como si las banquetas no existieran. ¿Tocar el claxon? Si le gusta perder el tiempo puede usted hacerlo. Pero el peatón ni siquiera se volverá a ver qué pasa y menos todavía dejarle libre el camino.
Pero el otro día me sucedió un detalle muy curioso, que es el que le quiero contar. Venía yo de regreso del paraje de Navenchauc e iba yo con el jeep por la Calle Real de Guadalupe, que es donde se hace el comercio entre los indios y los ladinos; no podía yo avanzar a más de diez kilómetros por hora, en medio de aquellas aglomeraciones y de la gente que se solaza regateando o que se tambalea, cargada de grandes bultos de mercancía. Le dije diez kilómetros, pero a veces el velocímetro ni siquiera marcaba.
A mí me había puesto de mal humor esa lentitud, aunque no anduviese con apuro, ni mucho menos. De repente sale corriendo, no sé de dónde, una indita como de doce años y de plano se echa encima del jeep. Yo alcancé a frenar y no le di más que un empujón muy leve con la defensa. Pero me bajé hecho una furia y soltando improperios. No le voy a ocultar nada, aunque me avergüence. Yo no tengo costumbre de hacerlo, pero aquella vez solté tantas groserías como cualquier ladino de Ciudad Real.
La muchachita me escuchaba gimoteando y restregándose hipócritamente los ojos, donde no había ni rastro de una lágrima. Me compadecí de ella y, a pesar de todas mis convicciones contra la mendicidad y de la ineficacia de los actos aislados, y a pesar de que aborrezco el sentimentalismo, saqué una moneda, entre las burlas de los mirones que se habían amontonado a nuestro alrededor.
La muchachita no quiso aceptar la limosna pero me agarró de la manga y trataba de llevarme a un lugar que yo no podía comprender. Los mirones, naturalmente, se reían y decían frases de doble sentido, pero yo no les hice caso y me fui tras ella.
No vaya usted a interpretarme mal. Ni por un momento pensé que se tratara de una aventura, porque en ese caso no me habría interesado. Soy joven, estoy soltero y a veces la necesidad de hembra atosiga en estos pueblos infelices. Pero trabajo en una institución y hay algo que se llama ética profesional que yo respeto mucho. Y además ¿para qué nos andamos con cuentos? Mis gustos son un poco más exigentes.
Total, que llegamos a una de las calles que desembocan a la de Guadalupe y allí me voy encontrando a una mujer, india también, tirada en el suelo, aparentemente sin conocimiento y con un recién nacido entre los brazos.
La muchachita me la señalaba y me decía quién sabe cuántas cosas en su dialecto. Por desgracia, yo no lo he aprendido aún porque, aparte de que mi especialidad no es la lingüística sino la antropología social, llevo poco tiempo todavía en Chiapas. Así es que me quedé en ayunas.
Al inclinarme hacia la mujer tuve que reprimir el impulso de taparme la nariz con un pañuelo. Despedía un olor que no sé cómo describirle: muy fuerte, muy concentrado, muy desagradable. No era sólo el olor de la suciedad, aunque la mujer estuviese muy sucia y el sudor impregnara la lana de su chamarro. Era algo más íntimo, más… ¿cómo le diría yo? Más orgánico.
Automáticamente (yo no tengo de la medicina más nociones que las que tiene todo el mundo) le tomé el pulso. Y me alarmó su violencia, su palpitar caótico. A juzgar por él, la mujer estaba muy grave. Ya no dudé más. Fui por el jeep para transportarla a la clínica de la Misión.
La muchachita no se apartó de nosotros ni un momento; se hizo cargo del recién nacido, que lloraba desesperadamente, y cuidó de que la enferma fuera si no cómoda, por lo menos segura, en la parte de atrás del jeep.
Mi llegada a la Misión causó el revuelo que usted debe suponer; todos corrieron a averiguar qué sucedía y tuvieron que aguantarse su curiosidad, porque yo no pude informarles más de lo que le he contado a usted.
Después de reconocerla, el médico de la clínica dijo que la mujer tenía fiebre puerperal. ¡Hágame usted favor! Su hijo había nacido en quién sabe qué condiciones de falta de higiene y ahora ella estaba pagándolo con una infección que la tenía a las puertas de la muerte.
Tomé el asunto muy a pecho. En esos días gozaba de una especie de vacaciones y decidí dedicárselas a quienes habían recurrido a mí en un momento de apuro.
Cuando se agotaron los antibióticos de la farmacia de la Misión, para no entretenerme en papeleos, fui yo mismo a comprarlos a Ciudad Real y lo que no pude conseguir allí fui a traerlo hasta Tuxtla. ¿Que con cuál dinero? De mi propio peculio. Se lo digo, no para que me haga usted un elogio que no me interesa, sino porque me comprometí a no ocultarle nada. ¿Y por qué había usted de elogiarme? Gano bien, soy soltero y en estos pueblos no hay mucho en qué gastar. Tengo mis ahorros. Y quería yo que aquella mujer sanara.
Mientras la penicilina surtía sus efectos, la muchachita se paseaba por los corredores de la clínica con la criatura en brazos. No paraba de berrear, el condenado. Y no era para menos con el hambre. Se le dio alimento artificial y las esposas de algunos empleados de la Misión (buenas señoras, si se les toca la fibra sensible) proveyeron de pañales y talco y todas esas cosas al escuincle.
Poco a poco, los que vivíamos en la Misión nos fuimos encariñando con aquella familia. De sus desgracias nos enteramos pormenorizadamente, merced a una criada que hizo la traductora del tzeltal al español, porque el lingüista andaba de gira por aquellas fechas.
Resulta que la enferma, que se llamaba Manuela, había quedado viuda en los primeros meses del embarazo. El dueño de las tierras que alquilaba su difunto marido le hizo las cuentas del Gran Capitán. Según él, había hecho compromisos que el peón no acabó de solventar: préstamos en efectivo y en especie, adelantos, una maraña que ahora la viuda tenía la obligación de desenredar.
Manuela huyó de allí y fue a arrimarse con gente de su familia. Pero el embarazo le hacía difícil trabajar en la milpa. Además, las cosechas habían sido insuficientes durante los últimos años y en todos los parajes se estaba resintiendo la escasez.
¿Qué salida le quedaba a la pobre? No se le ocurrió más que bajar a Ciudad Real y ver si podía colocarse como criada. Piénselo usted un momento: ¡Manuela criada! Una mujer que no sabía cocinar más que frijoles, que no era capaz de hacer un mandado, que no entendía siquiera el español. Y de sobornal, la criatura por nacer.
Al fin de las cansadas, Manuela consiguió acomodo en un mesón para arrieros que regenteaba una tal doña Prájeda, con fama en todo el barrio de que hacía reventar, a fuerza de trabajo, a quienes tenían la desgracia de servirla.
Pues allí fue a caer mi dichosa Manuela. Como su embarazo iba ya muy adelantado, acabalaba el quehacer con la ayuda de su hija mayor, Marta, muchachita muy lista y con mucho despejo natural.
De algún modo se las agenciaron las dos para dar gusto a la patrona quien, según supe después, le tenía echado el ojo a Marta para venderla al primero que se la solicitara.
Por más que ahora lo niegue, doña Prájeda no podía ignorar en qué estado recibía a Manuela. Pero cuando llegó la hora del parto, se hizo de nuevas, armó el gran borlote, dijo que su mesón no era un asilo y tomó las providencias para llevar a su sirvienta al Hospital Civil.
La pobre Manuela lloraba a lágrima viva. Hágase usted cargo; en su imaginación quién sabe qué había urdido que era un hospital. Una especie de cárcel, un lugar de penitencia y de castigo. Por fin, a fuerza de ruegos, logró que su patrona se aplacara y consintiera en que la india diera a luz en su casa.
Doña Prájeda es de las que no hacen un favor entero. Para que Manuela no fuera a molestar a nadie con sus gritos, la zurdió en la caballeriza. Allí, entre el estiércol y las moscas, entre quién sabe cuántas porquerías más, la india tuvo su hijo y se consiguió la fiebre con que la recogí.
Apenas aparecieron los primeros síntomas de la enfermedad, la patrona puso el grito en el cielo y, sin tentarse el alma, echó a la calle a toda la familia. Allí podían haber estado, a sol y sereno, si un alma caritativa no se compadece de ellas y le da a Marta el consejo de que recurriera a la Misión, ya que el Hospital Civil aterrorizaba tanto a su madre.
Marta no sabía dónde quedaba la Misión, pero cuando vieron pasar un jeep con nuestro escudo, alguien la empujó para que yo me parara.
Si hacemos a un lado el susto y el regaño, el expediente no les salió mal, porque en la Misión no sólo curamos a Manuela, sino que nos preocupábamos por lo que iba a ser de ella y de sus hijos después de que la dieran de alta en la clínica.
Manuela estaba demasiado débil para trabajar y Marta andaba más bien en edad de aprender. ¿Por qué no meterla en el Internado de la Misión? Allí les enseñan oficios, rudimentos de lectura y escritura, hábitos y necesidades de gente civilizada. Y después del aprendizaje, pueden volver a sus propios pueblos, con un cargo que desempeñar, con un sueldo decente, con una dignidad nueva.
Se lo propusimos a Manuela, creyendo que iba a ver el cielo abierto; pero la india se concretó a apretar más a su hijo contra su pecho. No quiso responder.
Nos extrañó una reacción semejante, pero en las discusiones con los otros antropólogos sacamos en claro que lo que le preocupaba a Manuela era el salario de su hija, un salario con el que contaba para mantenerse.
Ya calculará usted que no era nada del otro mundo; una bicoca y para mí, como para cualquiera, no representaba ningún sacrificio hacer ese desembolso mensual. Fui a proponerle el arreglo a la mujer y le expliqué el asunto, muy claramente, a la intérprete.
—Dice que si le quiere usted comprar a su hija, para que sea su querida, va a pedir un garrafón de trago y dos almudes de maíz. Que en menos no se la da.
Tal vez hubiera sido más práctico aceptar aquellas condiciones, que a Manuela le parecían normales e inocentes porque eran la costumbre de su raza. Pero yo me empeñé en demostrarle, por mí y por la Misión, que nuestros propósitos no eran, como los de cualquier ladino de Ciudad Real, ni envilecerlas ni explotarlas, sino que queríamos dar a su hija una oportunidad para educarse y mejorar su vida. Inútil. Manuela no salía de su cantilena del trago y del maíz, a los que ahora había añadido también, al ver mi insistencia, un almud de frijol.
Opté por dejarla en paz. En la clínica seguían atendiéndola, a ella y a sus hijos, alimentándolos, echándoles DDT en la cabeza, porque les hervía de piojos.
Pero no me resignaba yo a dar el asunto por perdido; me remordía la conciencia ver a una muchachita, tan viva como Marta, criarse a la buena de Dios, ir a parar en quién sabe qué miseria.
Alguien sugirió que el mejor modo de ganarme la confianza de la madre era por el lado de la religión: un compadrazgo es un parentesco espiritual que los indios respetan mucho. El recién nacido no estaba bautizado. ¿Por qué no ir convenciendo, poco a poco, a Manuela, de que me nombrara padrino de su hijo?
Empecé por comprarle juguetes a la criatura: una sonaja, un ámbar para el mal de ojo. Procuraba yo estar presente en el momento en que la enfermera lo bañaba y hasta aprendí a cambiarle los pañales sin causar demasiados estropicios.
Manuela me dejaba hacer, pero no sin inquietud, con un recelo que no lograba disimular tras sus sonrisas. Respiraba tranquila sólo cuando el chiquillo estaba de nuevo en su regazo.
A pesar de todo, yo me hacía ilusiones de que estaba ganando terreno y un día consideré que había llegado el momento de plantear la cuestión del bautizo.
Después de los rodeos indispensables, la intérprete dijo que aquella criatura no podía seguir viviendo como un animalito, sin nombre, sin un sacramento encima. Yo veía a Manuela asentir dócilmente a nuestras razones y aun reforzarlas con gestos afirmativos y con exclamaciones de ponderación. Creí que el asunto estaba arreglado.
Pero cuando se trató de escoger al padrino Manuela no nos permitió continuar; ella había pensado en eso desde el principio y no valía la pena discutir.
—¿Quién? —preguntó la intérprete.
Yo me aparté unos pasos para permitir a la enferma que hablara con libertad.
—Doña Prájeda —respondió la india en su media lengua.
No pude contenerme y, asido a los barrotes de la cama, la sacudía con un paroxismo de furor.
—¿Doña Prájeda? —repetía yo con incredulidad—. ¿La que te mandó a la caballeriza para que tu hijo naciera entre la inmundicia? ¿La que te echó a la calle cuando más necesidad tenías de su apoyo y su consuelo? ¿La que no se ha parado una sola vez en la Misión para preguntar si viviste o moriste?
—Doña Prájeda es mi patrona —respondió Manuela con seriedad—. No hemos deshecho el trato. Yo no he salido todavía de su poder.
Para no hacerle el cuento largo, la alegata duró horas y no fue posible que Manuela y yo llegáramos a ningún acuerdo. Yo salí de la clínica dándome a todos los demonios y jurando no volver a meterme en lo que no me importaba.
Unos días después, Manuela, ya completamente restablecida, dejó la Misión junto con sus hijos. Volvió a trabajar con doña Prájeda, naturalmente.
A veces me la he encontrado en la calle y me esconde los ojos. Pero no como si tuviera vergüenza o remordimientos. Sino como si temiera recibir algún daño.
¡No, por favor, no llame usted a Manuela ni ingrata, ni abyecta, ni imbécil! No concluya usted, para evitarse responsabilidades, que los indios no tienen remedio. Su actitud es muy comprensible. No distingue un caxlán de otro. Todos parecemos iguales. Cuando uno se le acerca con brutalidad, ya conoce el modo, ya sabe lo que debe hacer. Pero cuando otro es amable y le da sin exigir nada en cambio, no lo entiende. Está fuera del orden que impera en Ciudad Real. Teme que la trampa sea aún más peligrosa y se defiende a su modo: huyendo.
Yo sé todo esto; y sé que si trabajamos duro, los de la Misión y todos los demás, algún día las cosas serán diferentes.
Pero mientras tanto Manuela, Marta… ¿Qué será de ellas? Lo que quiero que usted me diga es si yo, como profesionista, como hombre, incurrí en alguna falta. Debe de haber algo. Algo que yo no les supe dar.