…aquí sólo venimos a conocernos,
sólo estamos de paso en la tierra.
Poema náhuatl anónimo
LA MEJOR amiga de mi adolescencia era casi muda, lo que hizo posible nuestra intimidad. Porque yo estaba poseída por una especie de frenesí que me obligaba a hablar incesantemente, a hacer confidencias y proyectos, a definir mis estados de ánimo, a interpretar mis sueños y recuerdos. No tenía la menor idea de lo que era ni de lo que iba a ser y me urgía organizarme y formularme, antes que con actos, por medio de las palabras.
Gertrudis escuchaba, con sus grandes ojos atentos mientras maquinaba la manera como burlaría la vigilancia de las monjas del colegio para entrevistarse con Óscar.
El noviazgo —apacible, tranquilo— presentaba todos los síntomas de que desembocaría en casamiento. Óscar era formal, respetuoso y llevaba unos cursos de electricidad por correspondencia. Gertrudis era juiciosa y su temprana orfandad le puso entre las manos la rienda de su casa y el cuidado de sus hermanos menores, con lo que se adiestró en los menesteres femeninos. Por lo demás nunca alarmó a nadie con la más mínima disposición para el estudio. Su estancia en el colegio obedecía a otros motivos. Su padre don Estanislao Córdova, viudo en la plenitud de la edad, llevaba una vida que no era conveniente que presenciaran sus hijos.
Para no escandalizar tampoco a los comitecos, se trasladó a la tierra caliente, donde era dueño de propiedades. En aquel clima malsano regenteaba fincas ganaderas y atendía la tienda mejor surtida del pueblo de La Concordia y sus alrededores.
Necesitaba mujer que lo asistiera y tuvo una querida y otra y otra, sin que ninguna le acomodara. Las despachó sucesivamente, con los mejores modos y espléndidos regalos. Hasta que decidió dejar los quebraderos de cabeza y casarse de nuevo. Alrededor de la mujer legítima era posible reunir a su familia disgregada.
Cuando Gertrudis supo la noticia, me encargó que le compusiera unos versos tristes, de despedida para Óscar. No muy tristes porque la ausencia sería breve. Él estaba a punto de terminar los cursos e inmediatamente después abriría su taller. En cuanto empezara a rendirle ganancias, se casarían.
¡Qué lentamente transcurre el tiempo cuando se espera! Y a Gertrudis la impacientaban, además, las disputas con su madrastra, los pleitos de sus hermanos. La única compañía era la Picha, la menor de aquella casa, que la seguía como un perrito faldero. A la huerta, para vigilar que estuviese aseada; al establo, para recoger la leche; a la tienda, a cuyo frente la había puesto su padre.
La clientela era variada. Desde el arriero, que requería bultos de sal, de piezas de manta, hasta el indio que meditaba horas enteras antes de decidirse a adquirir un paliacate de yerbiya o un machete nuevo.
También se servían licores y Gertrudis gritó la primera vez que un parroquiano cayó redondo al suelo, con la copa vacía entre los dedos crispados. Ninguno de los asistentes se inmutó. Las autoridades llegaron con su parsimonia habitual, redactaron el acta y sometieron a interrogatorio a los testigos. Gertrudis se aplacó al saber que un percance así era común. Si se trataba de una venganza privada nadie tenía derecho a intervenir. Si era efecto del aguardiente fabricado por el monopolio (que aceleraba la fermentación con el empleo de sustancias químicas cuya toxicidad no se tomaba en cuenta), no había a quién quejarse.
Gertrudis comenzó a aburrirse desde el momento en que levantaron el cadáver. Los siguientes ya no podían sobresaltarla. Por lo demás, las cartas de Óscar estaban copiadas, al pie de la letra, del Epistolario de los enamorados, del que ella poseía también un ejemplar. Si por un lado le proporcionaba la ventaja de poder contestarlas con exactitud, le restaba expectación ya que era capaz de preverlas.
Del taller ni una palabra; de la fecha de la boda, menos. No resultaba fácil intercalar temas semejantes entre tantos suspiros y lágrimas de nostalgia. Era yo quien la mantenía al tanto de los acontecimientos. Óscar había empezado a quebrantar su luto. Con la antigua palomilla jugaba billar, iba a la vespertina los domingos y a las serenatas los martes y jueves. Permanecía fiel. No se le había visto acompañando a ninguna muchacha, ni siquiera por quitarle el mal tercio a sus amigos. Asistía a los bailes, y otras diversiones, con un aire de tristeza muy apropiado y decente. Pero se rumoraba que no estaba invirtiendo sus ahorros, como era de esperarse, en los materiales para montar el taller, sino en los preparativos de un viaje a México, cuyas causas no parecían claras.
Me gustaba escribir estas cartas: ir dibujando la figura imprecisa de Óscar, la ambigüedad de su carácter, de sus sentimientos, de sus intenciones. Fue gracias a ellas —y a mi falta de auditorio— que descubrí mi vocación.
Gertrudis se abanicaba con el papel y no cambiaba de postura en la hamaca. El calor la anonadaba, despojándola del ímpetu para sufrir, para rebelarse. Óscar… ¡qué extraño le parecía de pronto, este nombre! ¡Qué difícil de ubicar en una casa llena de mercancías, de recuas, de perros sarnosos! ¿Quién recuerda el tono con que se pronuncia la ternura si no se oyen más que los gruñidos de la madrastra, las imprecaciones del padre, el parloteo de la servidumbre y las órdenes de la clientela? Gertrudis misma era otra y no la que vivió en Comitán. En el colegio su futuro tenía un aspecto previsible. “Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar.” Tal era el lema de las clases de economía doméstica. Pero aquí no encontraba estabilidad alguna ni fijeza. Los objetos, provisionales siempre, se colocaban al azar. Las personas estaban dispuestas a irse. Las relaciones eran frágiles. A nadie le importaba, en este bochorno, lo que los demás hicieran. Las consecuencias de los actos se asumían a voluntad. Un juramento, una promesa, carecían de significación. Óscar, el tierrafriano, ya no reconocería a su novia. ¡Novia! ¡Qué término tan melindroso y tan hipócrita! Gertrudis reía, encaminándose al baño. Porque en La Concordia se bañaba entera, con el cuerpo desnudo, no se restregaba los párpados con la punta de los dedos mojados en agua tibia, procurando no salpicarse el resto de la cara, como en Comitán.
Gertrudis me aseguraba, en sus recados escritos a lápiz sobre cualquier papel de envoltura, que no tenía tiempo de contestar mis cartas más extensamente. Sus quehaceres… en realidad era perezosa. Se pasaba las horas muertas ante el mostrador de la tienda, entretenida en contemplar cómo el enjambre de moscas se atontaba sobre las charolas de dulces. Y si algún inoportuno venía a interrumpirla solicitando una insignificancia, lo fulminaba con los ojos, al tiempo que decía bruscamente: no hay.
Un mediodía turbó su somnolencia el galope de un caballo. Su jinete desmontó sudoroso y tenso y entró a la tienda pidiendo una cerveza. Tenía la voz tan reseca de sed, que Gertrudis tuvo que servirle tres botellas antes de que estuviera en condiciones de hablar. Lo hizo entonces y no se refirió a sí mismo.
—Se ha de aburrir mucho —comentó observando a Gertrudis.
Ella alzó los hombros con indiferencia. ¿Qué más daba?
—¿Nunca ha pensado en irse?
—¿Adónde?
—A cualquier parte.
Gertrudis se inclinó hacia él y dijo en voz baja:
—No me gusta regresar.
El hombre hizo un gesto de asentimiento y pidió otra cerveza. Parecía estar meditando en algo. Por fin, propuso:
—¿Y si nos fuéramos juntos?
Gertrudis echó una mirada rápida a la calle.
—No trae usted más que un caballo.
—¿Sabe montar en ancas?
—En la caballeriza hay algunas bestias descansadas. Sería cuestión de que me ensillaran una.
El hombre asintió. Estando solucionado el problema no entendía por qué esta mujer se quedaba como de palo, sin moverse. Pero Gertrudis pensaba en los detalles.
—Tengo que juntar mi ropa.
—No es bueno ir muy cargado.
—Tiene usted razón.
Gertrudis le sirvió otra cerveza al hombre, antes de desaparecer en el interior de la casa.
Al tayacán le dijo que iba a bañarse al río, pero que estaba muy cansada para andar a pie. Cuando trajinaba en su cuarto, haciendo el equipaje, entró la Picha. A pesar de su inoportunidad fue bien recibida.
—¿Adónde vas?
—Al río.
—Llévame.
—Bueno.
Gertrudis había contestado automáticamente. ¿Qué opinaría el hombre? Después de todo si no estaba de acuerdo podía irse solo. Pero ¿y ella? Se apresuró a regresar a la tienda, con un envoltorio bajo el brazo y la Picha agarrada de sus faldas.
—¿Quién es la patoja?
—Mi hermanita. Está muy hallada conmigo. No la puedo dejar.
—¿Aguantará el trote?
—A saber.
—¿Cuánto se debe?
Gertrudis contó con celeridad los cascos de cerveza vacíos.
—Veinte pesos.
El hombre puso el dinero sobre el mostrador.
—No conviene que nos vean salir juntos. La espero en la Poza de las Iguanas.
Gertrudis asintió. Cuando quedaron solas la Picha y ella se puso a llenar un morral con latas de sardinas y de galletas y su portamonedas con el producto de las ventas del día.
El tayacán asomó la cabeza.
—Está lista su montura, niña.
—Quédate aquí, despachando mientras regreso.
Gertrudis montó a mujeriegas llevando bien abrazada a la Picha. Nadie las vio salir por la puerta del corral. Unos minutos después habían llegado al lugar de la cita. El hombre escogió el camino y ellas lo siguieron.
Iban de prisa, de prisa. Al anochecer llegaron a un caserío.
—Voy a buscar posada —dijo el hombre.
Gertrudis desmontó, con cuidado de no despertar a la Picha. ¿Dónde ponerla? Tenía los brazos adoloridos de su carga.
Había un clarito en el monte y la acostó allí.
—Ojalá que no se llene de garrapatas.
Libre del estorbo de la niña se aplicó a abrir una de las latas. Tenía hambre. Estaba limpiándose el aceite que le escurrió por las manos, cuando el hombre regresó.
—Hay un lugar donde pasaremos la noche. Vamos.
La distancia era tan pequeña que podía caminarse a pie. Así lo hicieron, jalando los cabestros de las cabalgaduras. El hombre se acomidió a llevar a la Picha.
Los dueños de la casa habían salido al corredor con un mechero de petróleo y les indicaron el camino con frases amables. En la cocina les dieron una taza de café y luego los llevaron al cuarto.
Las dimensiones eran reducidas, el piso de tierra y por todo mobiliario un catre y una hamaca. Allí, amarrada para que no se cayera, colocaron a la Picha. En el catre se acostaron los dos.
Gertrudis no pensó en Óscar ni una sola vez. Ni siquiera pensaba en el desconocido que estaba poseyéndola y al que se abandonó sin resistencia y sin entusiasmo, sin sensualidad y sin remordimientos.
—¿No tienes miedo de que te haga yo un hijo?
Gertrudis negó con la cabeza. ¡Un hijo era algo tan remoto!
Casi al amanecer quedaron dormidos. Y los despertó el latir furioso de los perros, el escándalo de una cuadrilla de hombres a caballo, las alarmadas exclamaciones de los dueños de la casa.
El hombre se vistió inmediatamente. Estaba pálido. Gertrudis creía estar soñando hasta que tuvo frente a sí a su padre, que la sacudía violentamente por los hombros.
—¡Desgraciada! ¡Tenías que salir con tu domingo siete! ¿Qué te hacía falta conmigo? ¿No me lo podías pedir?
Descargó un bofetón sobre la mejilla indefensa de Gertrudis. Ella ahogó el gemido para no despertar a la Picha.
Don Estanislao se había vuelto hacia la puerta para instar a sus acompañantes a que irrumpieran en la habitación.
—Aquí tienen al que buscaban —dijo señalando al hombre—. Yo lo conozco bien. Se llama Juan Bautista González.
El hombre inclinó la cabeza. Era inútil negar.
—A ver, licenciadito, no se me apendeje. Lea la lista de las acusaciones.
El aludido se adelantó a los del grupo, requirió unas gafas y carraspeó con insistencia antes de empezar a leer.
—…por atentado a las vías generales de comunicación.
Gertrudis quiso averiguar.
—¿Qué es eso?
—Que tu alhaja se entretuvo cortando los alambres del telégrafo.
—En efecto, señorita.
—Señorita —barbotó don Estanislao, exhibiendo una mancha de sangre sobre la sábana—. Cárguele esto también en la cuenta.
El licenciado iba a consultar un código del que no se desprendía, pero don Tanis se lo impidió.
—Déjese de cuentos y apunte.
El licenciado, trémulo y para no equivocarse, fue poniendo todas las palabras que se relacionaban con el caso.
—Rapto, estupro, violación…
—Y robo. No se olvide usted de añadir los doscientos pesos que me faltan en caja ni las conservas que desaparecieron.
—¿Cuál es el castigo? —quiso cerciorarse el hombre. No daba la impresión de estar preocupado. Debía de tener buenas palancas.
—Pues, según la ley…
—Usted me hace favor de callarse, licenciado. El castigo es que te pudrirás de por vida en la cárcel. Y que si con mañas logras salir de allí, yo te venadeo en la primera esquina.
—Enterado, gracias —dijo el hombre sin perder la compostura.
—La pena sería menor —sugirió tímidamente el licenciado— si el reo diera satisfacción de alguno de los daños. La devolución del dinero, por ejemplo.
Gertrudis tanteó debajo de su almohada y luego hizo entrega del portamonedas a su padre.
—Cuéntelo. Está cabal.
El éxito de su insinuación dio ánimos al licenciado.
—También podría resarcir la honra de la señorita, casándose con ella.
—¿Cuál señorita? —preguntó el hombre.
—Óigame usted, hijo de tal, no me va a venir ahora con que a mi hija no la encontró como Dios manda. ¡Aquí hay pruebas, pruebas!
Y don Tanis enarbolaba otra vez la sábana.
—No, no me refería a eso —prosiguió el hombre—. Es que antes de llegar a La Concordia levanté en el camino a otra muchacha.
La Picha despertó llorando. No reconocía el lugar. ¿Dónde estaba? ¿Por qué hacían tanto ruido? Gertrudis se tapó con el vestido y fue a consolarla.
El licenciado se rascó meditativamente la oreja.
—¿Recuerda usted el nombre de la perjudicada?
—No tuvimos tiempo de platicar. Usted comprende, como iba yo huido…
—Con quien tiene que casarse es con mi hija.
—¿Aunque la otra tenga prioridad? —dijo el licenciado, arrepintiéndose al ver la expresión de don Tanis.
—No me salga con critiqueces. Usted me los casa ahorita mismo. Gertrudis, ven acá.
Gertrudis obedeció. Estaba incómoda, porque el vestido con que se cubría se le resbalaba. Y además el peso de la Picha.
—Deja en alguna parte a esa indizuela. Y ponte el vestido, no seas descarada.
Cuando sus mandatos fueron cumplidos, don Tanis añadió:
—Ahora los novios se agarran de la mano ¿verdad, lic.?
—Sí, naturalmente. ¿Me permite usted buscar la epístola de Melchor Ocampo? Aquí, en el código.
—No, nada de requilorios. Los señores —dijo don Tanis, señalando a los vaqueros que se amontonaban en la puerta— son testigos de que usted declara a este par marido y mujer.
—Yo quisiera un anillo —suspiró Gertrudis.
Se hizo un silencio general. Todos se miraron entre sí. La dueña de la casa se limpiaba una lágrima con la punta del delantal.
Don Tanis le alargó el portamonedas.
—Tu dote.
—Gracias, papá.
Los novios se soltaron de las manos, que habían comenzado a sudar y ponerse pegajosas.
—¿No quieren una copita?
La dueña de la casa había traído una charola llena de vasos mediados de comiteco.
Ninguno rehusó. Hasta la Picha dio un trago, tuvo una especie de ahogo y le golpearon la espalda.
—¡Vivan los novios!
Don Tanis llevó aparte a Gertrudis para darle su bendición.
—Siempre creí que contigo iba a empezar a desgranarse la mazorca. No de esta manera, pero qué se le va a hacer. ¿Sabes? —finalizó rozándole suavemente la nariz con la punta del fuete—. Hoy me recordaste a tu madre. Se parecen. Sí, se parecen mucho.
Gertrudis había oído historias sobre el matrimonio de sus padres, don Tanis fue a pedir a la novia, por encargo de un amigo. Y mientras los mayores deliberaban, ellos hicieron su agua tibia y se fugaron. ¡Qué revuelo! ¡Qué amenazas! Pero fueron felices. ¿Por qué ella no iba a serlo?
—Bueno, señores. Ahora cada quien para su casa. Yo me llevo a la Picha. Ustedes ¿qué rumbo van a agarrar?
El licenciado se asfixiaba.
—Vamos a la cabecera del municipio, don Tanis. Allí será procesado su… su yerno.
—Entonces tienen que apurarse. Está bien lejos.
—¿Entiende usted lo que quise decir, don Tanis? Su yerno va a ir a dar a la cárcel. Y su hija… ¿Tiene algún conocido en San Bartolomé, perdón, en Venustiano Carranza?
—No —repuso Gertrudis.
—Entonces su situación va a ser un poco difícil.
—La vida nos prueba, licenciado. Hay que tener temple, valor, dar la cara a las penas. Si Gertrudis no hubiera salido de mi poder yo la protegería, se lo juro. Pero ya está bajo mano de hombre. Los suegros entrometidos son una maldición.
Eso lo comprobó Gertrudis cuando fue a vivir a casa de los suyos. El viejo era un basilisco y la vieja una pólvora. Los dos no se ponían de acuerdo más que para renegar de la nuera y obligarla a que desquitara el hospedaje y la comida con su trabajo.
Mientras tanto Juan Bautista no había logrado salir de la cárcel. Su mujer lo visitaba los jueves y los domingos, llevándole siempre algún bocado, una revista, un cancionero. Y un cuerpo cuya docilidad había ido, poco a poco, transformándose en placer.
Las visitas apenas les daban tiempo para comentar los avances del proceso. No hablaban nunca de lo que harían cuando Juan Bautista estuviera libre.
Por eso la noticia los cogió desprevenidos. El primer día fue de fiesta, de celebración familiar. Cuando el matrimonio se instaló en la rutina, Juan Bautista comenzó a dar señales de inquietud.
—¿Qué te pasa? —preguntó, por cortesía, Gertrudis.
Juan Bautista fingió dudar un instante y luego decidirse bruscamente. Tomó las manos de su mujer y la miró a los ojos.
—Yo tenía una novia, Gertrudis. Desde que los dos éramos asinita. No me ha faltado. Me espera.
Gertrudis retiró las manos y bajó los ojos.
—Además nuestro matrimonio no es válido. No hay acta, no hay papeles…
—Pero mi papá se va a enojar. Él puso los testigos.
—Para no ofenderlo vamos a divorciarnos. Por fortuna no te has cargado con hijos.
—¿Seré machorra? —se preguntó a sí misma Gertrudis.
—A Dios no le gustan las embelequerías de gentes como nosotros. Por eso no llegan las criaturas.
—¡Que bueno! Porque es muy triste eso de ser machorra.
—Así que estás libre y yo te voy a ayudar en lo que se pueda. ¿Adónde quieres ir?
—No sé.
—¿A La Concordia? ¿A Comitán?
Gertrudis negaba. Nunca le había gustado regresar.
—A México.
—Pero criatura, cómo te la vas a averiguar sola, en tamaña ciudad.
—Tengo una amiga que vive allá. Me escribe seguido. Cartas muy largas. Voy a buscar la dirección.
Así fue como Gertrudis y yo volvimos a vernos. Mis padres escucharon su historia parpadeando de asombro. No, de ninguna manera iban a permitir que yo me contaminara con tan malos ejemplos. Ni pensar siquiera en que se quedaría a vivir con nosotros. Había que conseguirle trabajo y casa. Para eso se es cristiano. ¿Pero admitirla en la nuestra? No, por Dios que no. La caridad empieza por uno mismo.
En vano argumenté, lloré, supliqué. Mis padres fueron inflexibles.
Bien que mal, Gertrudis fue saliendo adelante. Nos veíamos a escondidas los domingos. Ahora yo me había vuelto un poco más silenciosa y ella más comunicativa. Nuestra conversación era agradable, equilibrada. Estábamos contentas, como si no supiéramos que pertenecíamos a especies diferentes.
Un domingo encontré a Gertrudis vestida de negro y deshecha en llanto.
—¿Qué te pasa?
—Mataron a Juan Bautista. Mira, aquí lo dice el telegrama.
Yo sonreí, aliviada.
—Me asustaste. Creí que te había sucedido algo grave.
Gertrudis me miró interrogativamente.
—¿No es grave quedarse viuda?
—Pero tú no eres viuda. Ni siquiera te casaste.
Abatió la cabeza con resignación.
—Eso mismo decía él. Pero ¿sabes? vivimos igual que si nos hubiéramos casado. A veces era cariñoso conmigo. ¡Necesitaría yo no tener corazón para no llorarlo!
Decidí llevarle la corriente. Cuando se hubo calmado empecé a preguntar detalles.
—¿Y cómo lo mataron?
—De un tiro por la espalda.
—¡Válgame!
—Es que lo iban persiguiendo.
—¿Qué hizo?
—Otra vez la misma cosa. Cortar los alambres. No sé de dónde le salió esa maña.
—De veras. Es raro.
Hicimos una pausa. Yo acabé por romperla.
—¿Se casó, por fin?
—Sí, con su novia de siempre.
Gertrudis lo dijo con una especie de orgullo por la fidelidad y constancia de ambos.
—Entonces a ella le toca el luto. No a ti.
Su expresión fue al principio de hurañía y desconfianza. Luego de conformidad.
—Quítate esos trapos negros y vamos al cine.
La oí canturrear desde el baño, mientras se cambiaba.
—¿Hay algún programa bonito?
—Para pasar el rato. Apúrate.
—Ya estoy lista.
Gertrudis me ofreció un rostro del que se habían borrado los recuerdos; unos ojos limpios, que no sabían ver hacia atrás. Toda ella no era más que la expectativa gozosa de una diversión cuyo título le era aún ignorado.
En la penumbra del cine, junto al rumiar goloso de Gertrudis (que se proveía generosamente de palomitas y muéganos), yo me sentí de pronto muy triste. Si la casualidad no nos hubiera juntado otra vez, Gertrudis ¿se acordaría siquiera de mi nombre? ¡Qué pretensión más absurda! Y yo que estaba construyendo mi vida alrededor de la memoria humana y de la eternidad de las palabras.
—Espérame un momento. No tardo.
No supe nunca si Gertrudis escuchó esta última frase porque no volvimos a vernos.
Al llegar a la casa tomé mi cuaderno de apuntes y lo abrí. Estuve mucho tiempo absorta ante la página en blanco. Quise escribir y no pude. ¿Para qué? ¡Es tan difícil! Tal vez, me repetía yo con la cabeza entre las manos, tal vez sea más sencillo vivir.