EL VIUDO ROMÁN

El pasado es un lujo de propietario.

JEAN PAUL SARTRE

DOÑA Cástula servía siempre el último café de la noche a su patrón, don Carlos Román, en lo que él llamaba su estudio: un cuarto que primitivamente había sido acondicionado como consultorio pero del cual, por la falta de uso, habían ido emigrando las vitrinas que guardaban los instrumentos quirúrgicos, las mesas de exploración y operaciones, para dejar sólo un título borroso dentro de un marco, un juramento de Hipócrates ya ilegible y una reproducción en escala menor de ese célebre cuadro en que un médico —de bata y gorro blancos— forcejea con un esqueleto para disputarle la posesión de un cuerpo de mujer desnudo, joven, y sin ningún estigma visible de enfermedad.

A pesar de que el estudio era la parte de la casa más frecuentada por don Carlos, y en la que permanecía casi todo el tiempo, se respiraba en él esa atmósfera impersonal que es tan propia de las habitaciones de los hoteles. No porque aquí no se hubiera hecho ninguna concesión al lujo, ni aun a la comodidad. Sino porque el mobiliario (reducido al mínimo de un escritorio de caoba con tres cajones, sólo uno de los cuales contenía papeles y estaba cerrado siempre con llave, y una silla de cuero) no había guardado ninguna de esas huellas que el hombre va dejando en los objetos cuando se sirve cotidianamente de ellos. Ni una quemadura en la madera, porque don Carlos no fumaba; ni el arañazo del que saca punta al lápiz con una navaja, ni la mancha de tinta, porque no escribía. Tal vez lo único era una leve deformación en la materia de la silla por el peso del cuerpo que soportaba. O esa tolerancia (porque era tolerancia y no elección) a la presencia de unos anaqueles con libros que, por otra parte, no se abrían jamás.

Doña Cástula colocó la bandeja con la cafetera y la taza (desde algún tiempo atrás don Carlos se prohibió a sí mismo el consumo del azúcar porque decía que a su edad ninguna prudencia es bastante) sobre el escritorio. Y mientras su patrón sorbía los primeros tragos, calientes, aromáticos, sacó de la bolsa de su delantal la cuenta de los gastos del día para que fuera sometida a revisión.

Don Carlos la examinó cuidadosamente, deteniéndose a veces en la explicación de un detalle, en la reprobación de algún exceso inútil o en el irritado comentario del aumento de precio de algún artículo. Por fin, sumó las cifras, refunfuñando y, con un gesto de resignada conformidad, guardó el papel en la carpeta destinada a tal uso. Doña Cástula aguardaba la consumación de este último gesto para retirarse porque el ritual había terminado. Pero a su buenas noches respetuoso don Carlos no respondió con el buenas noches condescendiente sino con una casual observación sobre el tiempo.

—Hace un poco de frío ¿verdad?

—¿Quiere usted que yo prenda el brasero, señor?

—No, no es para tanto. A mí el frío me hace sentirme bien. Y a ti ¿no te gusta?

Doña Cástula levantó los hombros, desconcertada. Nunca se le había ocurrido que el clima fuera cuestión de gustos y mucho menos de los de ella.

—Porque el rancho donde te criaste es más bien de tierra caliente.

—Sí, señor. Pero ya ni me acuerdo. Como me ajenaron desde que era yo asinita… Y serví siempre en Comitán.

—Siempre en mi casa, querrás decir. Empezaste por ser mi cargadora.

—¡Las cuerizas que me daba su santa madre, que de Dios goce, cuando nos encontraba hablándonos de vos! Igualada, decía, me lo vas a malenseñar. Y luego, para que se volviera usted gente fina, lo mandaron a rodar tierras.

—Mientras tanto tú te aprovechaste para echar tu cana al aire ¿no?

Doña Cástula se tapó con el delantal la cara roja de vergüenza.

—Ay niño, lo que es ser mal inclinada y terca. Todos me lo ahuizoteaban: ese hombre te va a pagar mal. Pero para mí como si le estuvieran hablando a la pared. Cuando me dijo: “vámonos” no me hice de la media almendra, ni pedí cura ni juez. Amarré mi maleta y, con la oscurana de la madrugada, me fui con él.

—A las fincas de la costa.

—¿Dónde más va a ir un pobre, patrón? Allá le habían ofrecido el sueño y la dicha y a la mera hora el triste fue a parar a la cárcel porque le acumulaban no sé qué delitos.

—¿Y tú?

—Yo al hospital, porque me entraron los fríos y me vi en las últimas, con la complicación de una criatura que se me malogró. Ah, cómo echaba yo malhayas. Tirada en el suelo, porque ni a catre alcancé; sin quien me arrimara un vaso de agua y hecha un petesec de flaca. Cuando me sacaron del hospital, porque ya no había lugar para tanto enfermo, tenía yo cara de tísica. La gente me corría de miedo. Me aventaban las limosnas desde lejos para que no se les pegara el daño.

—¿Y tu marido?

—No, no era mi marido, niño. Era un hombre, nomás. Él salió luego de la cárcel, porque era bueno de labioso, y se fue a buscar fortuna a la frontera. Allá se encontró con unos mis parientes, que le pidieron noticias de mí. Ya es difunta, les contestó. Tiene su cruz con su nombre en el mero panteón de Tapachula. Yo mismo se la merqué, dijo el muy presumido. Se lo creyeron y se quedaron muy conformes. ¡Y que de repente me les voy apareciendo en Comitán! ¡Es un espanto!, gritaban los indizuelos y las mujeres me hacían cruces y hasta los machos se ponían trasijados de miedo.

El ama de llaves se ahogaba de risa al evocar estas imágenes. No atinaba a continuar su relato.

—¿Y pudiste perdonarlo, Cástula?

—Era gente ruda, niño ¿qué iba a saber? Hasta que no me tentaron no se convencieron de que no era yo un alma del otro mundo.

—No hablo de la gente —aclaró don Carlos con un dejo de impaciencia en la voz— sino del hombre, del que te abandonó así.

Doña Cástula se puso seria e hizo un esfuerzo para enfocar la situación desde el punto que don Carlos exigía. Después de reflexionar unos instantes, dijo:

—Yo no era su mujer legítima, patrón. Yo me fui con él huida, sin el consentimiento de nadie y mi nana me maldijo.

—Pero él ha de haberte prometido, ha de haberte jurado…

—Ay, patrón, ¡cuándo no es Pascua en diciembre! Yo de boba que me lo fui a creer. En fin, cosas de cuando es uno muchacha.

La mujer suspiró, absolviéndose de sus locuras, acaso con lástima y con nostalgia del otro.

—¡Sabrá Dios dónde andará ahora y los tragos amargos que habrá tenido que pasar! En cambio yo volví a arrimarme con ustedes y ya no me desampararon.

Doña Cástula hubiera querido contar cómo había ascendido gradualmente, y por sus propios méritos, de salera a cocinera y luego a ama de llaves, a la dueña de todas las confianzas de la señora. Y cuando la señora murió doña Cástula vino a ser la que heredó su puesto. En lo que concernía a autoridad, desde luego, no a apariencias. Pero con disimulo, con tiento, doña Cástula no permitió que nadie más llevara las riendas de la casa. Cuando don Carlos se casó su esposa podía haber sido una rival pero…

—¿Qué harías si lo volvieras a ver?

—Si lo volviera a ver…

La verdad es que si doña Cástula se hubiera encontrado, de pronto, con aquel hombre, no lo habría reconocido. Sus facciones se le habían borrado de la memoria desde hacía muchos años. Su nombre era como el de cualquier otro. Pero no se atrevía a confesar esto a un señor que desde el momento en que había quedado viudo no había vuelto a quitarse el luto.

Don Carlos llenó de nuevo la taza de café y la contemplaba con fijeza como si esa contemplación fuera a ayudarlo a formular su pregunta.

—Si lo tuvieras en tus manos y pudieras castigarlo y vengarte ¿qué harías, Cástula?

El ama de llaves retrocedió, espantada.

—Patrón, yo soy mujer. Esas cuestiones de venganza les tocan a los hombres. No a mí.

—Pero fue a ti a quien ofendió, no a tus parientes, que no van a mover un dedo para borrar la afrenta. ¿No te has fijado, grandísima bruta, en lo que ese hombre te hizo? No sólo te dejó tirada en el hospital para que te las averiguaras como Dios te diera a entender, sino que te declaró muerta para que los demás no volvieran a preocuparse por ti. Y tú te quedas tan fresca y no le guardas rencor…

Doña Cástula sabía que merecía el reproche pero no supo qué contestar. Rencor. ¿A qué horas podía haberlo sentido? Desde la mañana hasta la noche, trabajo. Cástula, hay que barrer el corredor. Cástula, hay que regar las macetas. Cástula, hay que ir temprano al mercado para escoger bien la carne. Cástula, no remendaste la ropa. Cástula, tienes que ir a atalayar al hombre que vende el carbón ahora que está escaseando. Cástula… Cástula… Cástula… En las noches caía rendida de cansancio, de sueño… cuando no había un enfermo que velar.

¿Pero bastaban las excusas para disculparse? Por lo menos, a los ojos de don Carlos, el comportamiento de esa mujer no probaba más que la vileza de su condición. Para él, que era un señor, que se había educado en el extranjero y que había vuelto de allá con un título, el duelo por su viudez era un asunto serio. Y para llevarlo bien no había necesitado convertirse en un haragán. Vigilaba la administración de sus ranchos mejor que muchos otros patrones. No le bastaba con ir en tiempo de hierras o de cosechas sino que estaba siempre al tanto de las nacencias y las mortandades, de las canículas y los aguaceros, de las ventas y las reservas. Y no les permitió nunca a sus mayordomos que se desmandaran con la representación que tenían de su persona ni que le rindieran malas cuentas. También era dueño en Comitán de sitios y de casas y allí no necesitaba de intermediarios para tratar con los inquilinos. Tenía fama de equitativo porque no abusaba en la cuestión de las rentas. Pero tampoco perdonaba jamás una deuda.

Cierto que inmediatamente después de la muerte de Estela don Carlos abandonó la práctica de su profesión, pero eso —según doña Cástula— carecía de importancia. En un rico un título (de médico o de lo que sea) no es más que un adorno y como adorno se debe lucir. Y allí estaba, colgado en la pared ¿pero quién iba a admirarlo? Si don Carlos —y aquí fue donde dio muestra de la delicadeza y la profundidad de sus sentimientos— no volvió a frecuentar a nadie. Se negaba sistemáticamente a recibir visitas, aun las de su suegra que, todavía, de vez en cuando, lo importunaba con ellas. Se abstenía de asistir a cualquier clase de tertulia, diversión o fiesta. Y cada vez se encerraba más tiempo en su estudio. Hubo días en que incluso se negó a salir a comer.

Pero por señor que fuera don Carlos y por bien que supiera sentir sus pesares, reflexionaba doña Cástula, estaba empezando a dar muestras de fatiga. Retenía a su ama de llaves junto a él con cualquier pretexto. La revisión de cuentas se lo proporcionaba con facilidad y allí se detenía preguntando por las hortalizas de la temporada, porque a veces se le ocurría algún antojo. O si no insistía en que la habían estafado al cobrarle algún precio para dar a doña Cástula la ocasión de narrar íntegramente sus regateos con el vendedor. Poco a poco sus interlocutores fueron siendo más heterogéneos y don Carlos volvió a estar al tanto de los sucesos del pueblo gracias a su ama de llaves.

Así las conversaciones fueron prolongándose y la confianza borraba a menudo esos límites que siempre se establecen entre el amo y el criado. Pero desde el principio, y tácitamente, ambos se pusieron de acuerdo en no mencionar nunca nada que se refiriera al pasado. ¡Era tan doloroso para don Carlos! ¿Con qué palabras describir la belleza de Estela, el amor del novio, el fausto y la alegría de la boda? ¿Cómo transitar a esa desgracia súbita, cuyo nombre no conoció nadie y, que como un rayo, los abatió la misma noche en que por primera vez los dos quedaron juntos y solos? Y luego los meses de la agonía de Estela, sin consuelo y sin esperanza. Y el desenlace para el que no habría jamás resignación.

Y ahora don Carlos, sin motivo aparente, rompía las fronteras que él mismo había marcado y se aventuraba hacia atrás, con preguntas tan vehementes como si de las respuestas dependiera algo vital.

—Así que no eres rencorosa —concluyó—. Los ángeles te premiarán por eso. Te premian ya, de seguro, concediéndote un buen sueño, profundo, largo, sin sobresaltos. ¿No es así?

Cástula, que a veces había escuchado a su amo pasearse a deshoras de la noche por los corredores —porque padecía de insomnio— inclinó la cabeza, confundida.

—Hay que madrugar, patrón.

—Y yo aquí, entreteniéndote con tonterías. Anda, vete a dormir.

Pero antes de que la mujer atravesara el umbral don Carlos la detuvo todavía con una última recomendación:

—Ordena al semanero que limpie bien las caballerizas y que se aprovisione de zacate y maíz. Mañana van a traer un caballo que acabo de comprar. Es fino. Hay que cuidarlo bien.

Esa noche doña Cástula no pudo dormir su sueño largo, profundo y sin sobresaltos. A cada instante se le aparecía la figura de don Carlos, derribado por la fogosidad de un potro indómito. ¡Él, que para sus viajes a las haciendas usaba siempre mulas de buen paso! O lo veía alejarse, al galope, de la casa que durante tantos años había sido su refugio, para enfrentarse con esos señores ricos que, en plena borrachera, encendían sus puros con billetes de a cien o que apostaban a una carta, a un dado, a la mujer o a la hija, cuando habían perdido ya todo lo demás.

Doña Cástula despertó confusa. ¿Por qué don Carlos tendría que ir a mezclarse en tales peligros? Él no era hombre de cantina ni de burdel como los otros. Era un doctor, aunque ya nadie se acordara de eso. Había estudiado en el extranjero, se había pulido en sus costumbres y lo que debía de frecuentar era el casino, donde las señoritas y los jóvenes jugaban prendas y las madres vigilaban la pureza de las costumbres y los padres discutían de negocios y de política. Al principio, tal vez, les extrañaría la presencia de quien se había aislado durante tanto tiempo. Cuando don Carlos caminara por las calles de Comitán las encerradas apartarían rápidamente los visillos de las ventanas para recordar ese rostro, ese porte. Los transeúntes le cederían el sitio de honor de la acera, como lo merecía, aunque no lo saludaran porque ya no eran capaces de reconocerlo. ¿Y quién iba a estrecharle la mano si no tenía ni un amigo? Los que trató antes de su viaje a Europa habían seguido rumbos muy distintos y no podrían sostener una conversación con él, tan instruido. Los que encontró a su regreso… bueno, a su regreso don Carlos no tuvo ojos más que para Estela ni tiempo más que para enamorarla y para apresurar los preparativos de la boda. Y luego…

La primera campanada de la primera misa hizo a doña Cástula ponerse automáticamente de pie. La urgencia de las faenas la apartó de todas las otras preocupaciones.

El caballo resultó un animal noble, con los bríos disminuidos bajo una ruda disciplina, redondo de ancas, y tranquilo, que el tayacán enjaezaba desde muy temprano para que el patrón hiciera ese poco de ejercicio que, según sus propias prescripciones, era indispensable para que su apetito rindiera los honores debidos al desayuno preparado con tanto esmero.

En su itinerario don Carlos se desviaba pronto de las calles céntricas (concurridas a esa hora por indios que bajaban de sus cerros a vender legumbres y utensilios de barro; por criadas que llevaban la olla de nixtamal al molino y por beatas que arrebujaban su devoción y su marchitez en chales de lana negra) y se iba encaminando a las orilladas. Pasaba al trote frente a las casuchas de tejamanil y seguía el caprichoso trazo de las veredas en que las hierbas acechaban el instante de brotar y cubrir la huella recién dejada.

El término de los recorridos de don Carlos solía ser alguna no muy elevada eminencia desde la cual era posible abarcar de una sola mirada el pueblo entero de Comitán.

Mientras el caballo —flojamente atado a cualquier arbusto— ramoneaba a su alrededor, don Carlos se reclinaba contra un tronco y se entregaba a la contemplación de la uniformidad de esos tejados oscurecidos por la lluvia y el tiempo. Sobre la lisura sin asidero de las paredes burdamente encaladas, sobre el rechazo brusco e inapelable de las puertas y sobre la incumplida promesa de revelación de las ventanas, se posaban largamente sus ojos meditativos.

Y así, al través de esta contemplación distante y que no se atrevía a penetrar más allá de la superficie de lo visible, don Carlos iba rescatando de las profundidades de su memoria a ese pueblo que, durante su infancia, se llamó inocencia, avidez, felicidad acaso. Y nostalgia en los años de destierro de su juventud y fervor en el retorno y catástrofe y duelo en la madurez.

Sin embargo, poco a poco, de una manera que al mismo don Carlos fue pasando inadvertida, el duelo comenzó a quebrantarse. Tal vez la grieta se abrió con la primera palabra no indispensable que dirigiera a doña Cástula. Y después la respiración de la angustia fue haciéndose más ancha y regular; la modulación del lamento ensayó otras escalas; la imaginación comenzó a emanciparse de ciertas figuras que hasta entonces lo habían obsesionado, para dar acogimiento a otras, a todas.

Esto era una especie de aprendizaje: volver a familiarizarse, al través de los sentidos, con los objetos de los que estuvo tan distante. Ese árbol, en cuyo ramaje alto y espeso, la atención descubría una gama infinita de verdes; esa piedra, áspera al tacto, desafiando (¿a quién?) con sus aristas, caída al azar; esa leve ondulación del terreno en que hubiera creído reconocerse una voluntad de la naturaleza a mostrar al hombre benevolencias y hospitalidad.

Don Carlos apreciaba cada vez más sus progresos de convaleciente. Las cosas ya no sólo no le eran hostiles, pero ni siquiera extrañas. Constituían señales amistosas, presencias cordiales. Iba a su encuentro con un placer anticipado y las disfrutaba plenamente.

Faltaba la parte más difícil del tránsito: la que lo conduciría de nuevo al mundo de lo humano. Comenzó por esforzarse en elegir sus caminos sin tomar en consideración el riesgo del encuentro con algún antiguo conocido. La alternativa de detenerse a saludarlo o proseguir sin volver el rostro ya no lo atormentó más. Si el otro era comunicativo y amable ¿por qué don Carlos no iba a corresponder a esa amabilidad? Y si no lo era ¿por qué empeñarse en quebrar la hurañía ajena cuando era mucho menos sólida que la propia?

Ah, ese señorío de sí mismo lo saboreaba el viudo después de muchos años de vulnerabilidad. El encierro había sido su respuesta a situaciones que le eran intolerables. La proximidad de los demás despertaba en él una alarma que ningún razonamiento podía reducir. Temía su compasión tanto como desdeñaba su curiosidad y no habría perdonado su indiferencia. Lo asqueaba ese guiño cómplice con que los hombres querían hacerle saber que estaban en el secreto de las mañas que se daba para sobrellevar su condición de solitario. Porque no era concebible que alguien, como don Carlos, en la plenitud de la edad y de la fuerza viril, guardase una continencia a la que ni aun los sacerdotes, tascando el freno de una religión de que él carecía, eran siempre fieles. Le irritaba esa inoportuna solicitud de las matronas que se desvivían por poner fin a la irregularidad de su situación proporcionándole lo que la naturaleza pide y la ley de Dios manda: una compañera. Sí, esa araña, inmóvil en el centro de la tela, esa hija, esa sobrina, esa recogida, que reunía en su persona todas las virtudes y se embellecía de todos los adornos y cuya única misión en el mundo consistía en hacer feliz a don Carlos, acogedora su casa y numerosa su prole.

Mas he aquí que, de pronto, don Carlos había cesado de temer los encuentros y de rehuir las asechanzas.

Los sentimientos de los otros no tenían por qué determinar sus propios estados de ánimo. Y si los otros se forjaban planes contando con él, allá ellos. Don Carlos era libre y dueño de su destino.

Pero aunque apto ya para la sociabilidad, don Carlos no estaba tan menesteroso de ella como para ir en su busca. El tiempo (lo había aprendido a lo largo de todos sus años de soledad y de meditación) es el que hace madurar las cosas. Resulta inútil, fatigoso, contraproducente, precipitarse, correr al encuentro de acontecimientos que apenas están germinando y cuyo proceso de gestación puede malograrse pero no se puede apresurar.

Su contacto con los demás fue, sin embargo, muy distinto de como lo había supuesto o quizá planeado. Sucedió que una mañana vio de pronto interrumpidas sus reflexiones por la aparición de un grupo de niños, el mayor de los cuales no alcanzaría los doce años. Venían corriendo, gritando, empujándose. La presencia de una persona mayor los paralizó durante un segundo. Pero el gesto condescendiente de don Carlos por una parte y la superioridad numérica de los niños por otra, los lanzó de nuevo a esa especie de frenesí colectivo que, seguramente, obedecía a alguna regla secreta que ningún extraño acertaría a desentrañar.

Eran niños descalzos, harapientos, sucios. Lanzaban al aire exclamaciones groseras y ruidos procaces. Al principio, sin objetivo. Paulatinamente toda su actividad fue concentrándose alrededor de alguien: el más pequeño, el más débil, el más pobre, quien de pronto se convirtió en la encarnación del enemigo.

Tenía un apodo, naturalmente, y al fragor de la lucha se le improvisaron otros. Cada hallazgo era celebrado con grandes risas que enardecían al grupo y lo incitaban a nuevas audacias, así como empavorecían al pequeño.

Don Carlos observaba los hechos con una leve chispa de interés en los ojos. Las acciones y las reacciones de los niños, por su espontaneidad amoral, le recordaban demasiado las de los animales, a los que no amaba. Pero cierto elemento de peligro, que se olfateaba en el aire, lo mantenía atento a las incidencias de un juego en el que los insultos no hacían más que preludiar una acción más violenta. Que fue el lanzamiento de proyectiles. Cáscaras de naranja, huesos de durazno, piedras. El blanco giraba sin dirección, acosado por todas partes, y trataba de protegerse cubriéndose el rostro con el antebrazo. Hasta que una piedra se le incrustó en la sien y lo derribó por tierra, sangrando.

Los niños lo contemplaron un instante, estupefactos, y alguno hasta con una mueca de despecho como si el caído hubiera traicionado las reglas del juego. Pero en cuanto se dieron cuenta cabal de que había sucedido algo cuya magnitud escapaba a su comprensión, se entregaron desordenadamente a la fuga.

Don Carlos los vio alejarse sin hacer ningún intento para detenerlos ni gritar ningún denuesto para reprocharlos. Sin prisa, sin alarma, se puso de pie y fue aproximándose al herido con una especie de automatismo profesional que resucitaba, intacto, después de muchos años de haber cesado de funcionar.

El examen de la herida le proporcionó la certidumbre de que no era grave aunque sí dolorosa. Con lo que llevaba a mano —un pañuelo— improvisó un vendaje para contener la hemorragia. El niño se dejaba curar con los mismos ojos dilatados de espanto con que antes se había dejado agredir.

Don Carlos echó de menos no haber llevado consigo un dulce, una golosina para consolar al pequeño. No sabía tampoco de qué manera acercarse a él, ganar su confianza. Hizo un esfuerzo para dar a su voz un dejo de ternura y preguntó:

—¿Vives muy lejos de aquí?

El niño señaló con la mano el caserío más próximo. Al mismo tiempo comenzó a disponerse a marchar, pero don Carlos lo detuvo.

—No, yo te acompaño. Para explicarle a tu madre lo que ha sucedido. Porque si te ve llegar así se va a asustar.

—Ella también me pega.

En la frase del niño —concentrada de propósitos futuros de venganza— no se trasparentaba más que la impotencia a que lo reducían las circunstancias momentáneas. En cuanto creciera…

Don Carlos lo tomó de la mano y juntos llegaron hasta un patio de tierra apisonada en que una mujer —rodeada de chiquillos de varias edades— escarmenaba lana, sentada en un petate.

Ver a los recién llegados, abandonar la tarea y soltar el grito, fue todo uno. Inmediatamente después acudía el vecindario que cuchicheaba entre sí, haciendo correr las versiones más disímbolas sobre los sucesos. De tantas hipótesis sólo quedaba patente un hecho: la bondad de don Carlos y su pericia. Aunque esto último no fuera propiamente un mérito. Era doctor titulado, podía curar no sólo un rasguño leve como el del muchachito sino también enfermedades internas, de las que nacen solas. Como la de ese infeliz Enrique Liévano, que desde hacía meses estaba tirado en la cama sin poder moverse. ¿No querría el doctorcito hacer la caridad de darle aunque fuera una mirada? Su hermana (porque, además, Enrique era huérfano) se mantenía planchando ajeno y no le iba a poder pagar la consulta. Pero ya que estaba tan cerca —vivía unas cuantas casas más allá— ¿qué le costaba? Por el alma de quien más quisiera…

Don Carlos no sabía cómo detener aquellas súplicas entrecortadas, vehementes, colectivas. ¿Cómo explicarles que hacía siglos que no pasaba los ojos sobre un texto de medicina, que había olvidado hasta la técnica más rudimentaria de la auscultación y del diagnóstico, que no traía consigo ningún aparato que pudiera auxiliarlo? Hizo un gesto de asentimiento y se dejó llevar.

Lo primero que repugnó a don Carlos (al trasponer el umbral de una estancia reducidísima, pobremente iluminada por una ventana, mal protegida de la intemperie por las ralas junturas del tejamanil) fue el olor. Olor de cuerpo inerte, abandonado a sus funciones; de ungüentos y emplastas no removidos; de inhalaciones sucesivas, ninguna de las cuales lograba anular el vaho de la anterior.

Don Carlos habría querido retroceder, buscar de nuevo el aire incontaminado del campo, pero la puerta de la casucha estaba bloqueada de curiosos. Y cuando intentó moverse advirtió que una mano estaba asida firmemente a su brazo, para no permitirle escapar, para conducirlo al lecho del doliente: era la mano de una de esas mujeres a quienes las desgracias se les coagulan en la cara como la forma extrema de la fealdad.

El enfermo yacía sobre un camastro, esquelético, envuelto en una maltratada y sucia cobija de lana y con la cabeza reclinada sobre un envoltorio de ropa que fungía de cojín. Sus pómulos estaban arrebolados por la fiebre y en sus ojos hundidos brillaba ese resplandor último con que las hogueras se despiden antes de extinguirse.

La presencia de un extraño y la intrusión de tantos vecinos turbó al enfermo. Quiso hacer algo: erguirse, tal vez ocultarse, pero su movimiento se convirtió en un acceso de tos, de esa tos inútil, fatigada de repetirse a sí misma, sin consuelo, de los tuberculosos.

Don Carlos no temía el contagio y le parecía extemporáneo, en el grado de desarrollo de la enfermedad, prevenir de él a quienes hasta entonces habían rodeado, sin ninguna precaución, a Enrique. Los más débiles ya habrían sucumbido hacía muchos meses y en cuanto a los demás, evidentemente, sabían defenderse solos.

La mano que hasta entonces había estado asida al brazo de don Carlos (y que era la de la hermana de Enrique, Carmen) únicamente lo soltó para aproximar una silla desde la cual el médico pudiera observar al enfermo, tomarle el pulso, escuchar su respiración, cumplir, en fin, con todos los pasos del ritual sin los cuales ningún alivio es posible.

Don Carlos pidió a la mujer que hiciera salir a los intrusos y que ella misma se alejara, pero a una distancia desde la que permaneciese atenta a cualquier llamado.

Cuando don Carlos se quedó solo y frente a frente con Enrique no supo cómo iniciar el interrogatorio. En la Facultad de Medicina había aprendido las fórmulas precisas pero las había olvidado por falta de práctica y hoy su memoria permanecía inerte ante la emergencia, paralizada acaso por el convencimiento de la nulidad de cualquier esfuerzo.

¿Qué podía decirle Enrique que don Carlos no fuera capaz de suponer? A juzgar por lo avanzado del proceso de la enfermedad, debería haber presentado los primeros síntomas reveladores meses atrás. Las causas no eran difíciles de adivinar: hambre, trabajo agotador, paludismo. En cuanto al tratamiento ¿para qué pensar en él? Ninguno de los dos hospitales comitecos (el civil y el que cuidaban las monjas) contaba con una sala de infecciosos. Quedaba el recurso de un viaje a México. ¿Pero quién lo costearía? Don Carlos, en un arrebato de generosidad, podía responder que él. Pero el viaje no serviría más que para acelerar el fin.

Sin embargo, don Carlos y Enrique hablaron largamente. Nada apasiona tanto a un enfermo como describir sus sensaciones y más cuando el que escucha es un iniciado, capaz de comprender lo que los sanos ignoran y ni siquiera imaginan. Precipitadamente Enrique acumulaba detalles, aventuraba suposiciones, quería convertir a su interlocutor en depositario de su secreto para que el otro, en reciprocidad, le entregara la salud.

Don Carlos no se limitaba a escuchar pasivamente un relato en el que iban apareciendo tantas viejas figuras conocidas de sus tiempos de estudiante: la euforia, precursora y compañera inseparable de las primeras etapas del mal; la temperatura caprichosa y tenaz; el sudor nocturno, como del que despierta de una pesadilla. Y la tos. Impetuosa primero, desgarradora. Y después atenuada, pero cumpliendo con su pertinacia la misión de no hacer olvidar ni un instante al enfermo su condición de enfermo. Recordándole que le estaba prohibido agitarse, que debería de tener más cuidado al tragar, que el aire era un don escaso que cualquiera, en cualquier momento, le podía arrebatar.

Don Carlos dio a estas descripciones que, por vívidas eran menos torpes de lo que podía esperarse de la rusticidad de Enrique, los nombres técnicos, lo cual equivalía a lazar al novillo cerrero y abatirlo y marcarlo con el hierro del amo. Enrique asistía, maravillado, a esta operación, repetía esas palabras mágicas que conferían a su padecimiento un prestigio de cosa importante sobre la que los ignaros harían bien en detenerse y meditar.

La despedida no pudo hacerse sin la promesa, por parte de don Carlos, de volver al día siguiente. Y provisto de aparatos, de medicinas, no como hoy, desarmado de su parafernalia y de improviso.

Carmen ayudó al doctor a montar en su caballo deteniéndole el estribo, sin hacer una sola pregunta, sin exigir la menor esperanza. Lo único que le hubiera interesado saber era el plazo: cuándo terminaría la historia. Porque estaba cansada de mirar siempre ante sí un rostro cada vez más consumido, más devastado. Porque este inválido ataba los pasos de los sanos como un cordel corto ata el vuelo de un pájaro. Porque ¿cómo podía disponer de su vida, sí, su vida que se le estaba yendo como agua entre las manos, su vida que no desembocaba ni en el matrimonio ni en las devociones de la Iglesia, ni en el servicio en una casa de señores, ni en el viaje a México, ni en meterse de puta aunque fuera, porque antes tenía la obligación de cumplir con sus deberes de hermana?

Sin una frase, ni aun la formularia y mecánica de gratitud, Carmen miró partir a don Carlos, con envidia de no ser ella la que se alejaba, a paso rápido, del tugurio miserable, del hombre sin salvación.

Y lo miró partir con la certidumbre, además, de que si don Carlos era un hombre listo —y debía de serlo, pues los señores siempre lo son— no volvería nunca.

Pero Carmen se equivocó. Don Carlos volvió al día siguiente y al otro y al otro. Traía en su maletín (que ahora había llegado a constituirse en el complemento de su persona) algunas sustancias que calmaban el ahogo, la fatiga, los dolores de Enrique. Y para no darle la oportunidad de hablar, de malgastar un aliento que era cada vez más trabajoso, don Carlos tomaba por su cuenta la conversación. Le contaba sus viajes al extranjero, sus aventuras de estudiante, su encarnizada aplicación para comprender las lecciones. Los primeros asombros, inolvidables, al encontrar las verdades de los libros trasplantadas a los hechos; la pasión del cazador con que se lanzaba tras las pista del culpable del desorden en el funcionamiento de esa maquinaria, complejísima y perfecta, que es el cuerpo; la frialdad con que, una vez realizado el descubrimiento, escogía los medios más rápidos y eficaces para eliminar a su enemigo; la satisfacción del triunfo que, más que de la ciencia, hubiera preferido don Carlos llamar de la justicia.

A veces, llevado de la vehemencia de su peroración, el médico no advertía que Enrique era incapaz de seguirlo y de comprenderlo. Tardó también en darse cuenta de que el interés del enfermo disminuía al parejo que sus fuerzas. De allí en adelante las visitas de don Carlos eran silenciosas y, con el pretexto de vigilar el pulso del moribundo, tomaba una de sus manos entre las suyas, como si quisiera comunicarle —al través de ese contacto, de la leve presión de los dedos— su solidaridad. Porque tal vez de todo lo que don Carlos aprendió como médico lo único que no olvidaría nunca es que el agonizante quiere pedir auxilio a los que lo rodean y de quienes se aleja más y más, inexorablemente; y que teme este apartamiento definitivo de los otros más que su entrada en la sombra.

A los últimos momentos de Enrique acudió, por deferencia, un sacerdote del Templo Mayor: don Evaristo Trejo. Lo oyó en confesión, lo absolvió de sus pecados y le ungió los pies con los santos óleos.

Mientras se cumplía esta ceremonia que, por solemne, exigía la soledad, Carmen gritaba su desesperación a voz en cuello en el patio de la casa. Las vecinas, solícitas le acercaban los pocillos de peltre con agua de brasa e infusiones de tila que ella no permitía que llegaran hasta sus labios y las derramaba en el suelo a manotazos. Don Carlos tuvo que inyectarle un calmante que la postró en un sueño profundo, por lo cual todos los trámites del encargo del ataúd (y de su liquidación, naturalmente) y de la presidencia del velorio y del entierro, recayeron sobre los hombros del médico, único hombre de respeto entre aquella turbamulta de curiosos, de vecinos que habían encontrado un pretexto respetable para emborracharse, de vecinas que desahogaban impunemente su histeria y de niños libres de vigilancia.

Sobre la fosa húmeda de tierra recién apisonada, cayeron algunos manojos de flores corrientes, de las que se arrancan al pasar junto a las bardas. Y también las aspersiones de agua bendita de don Evaristo.

Cuando los asistentes se hubieron dispersado, el doctor Román dio la mano al sacerdote en señal de gusto por haberlo conocido, de gratitud porque le hubiese ayudado a sobrellevar tareas tan penosas y de despedida. Pero don Evaristo, sin rehusar el gesto, no aceptó la última significación.

—¿Va usted a su casa, doctor? Podemos hacer un trecho de camino juntos. Yo vivo a unas cuantas cuadras… Digo, si usted no tiene inconveniente en que lo acompañe.

—Al contrario. Si yo no me atreví antes a hacerle esa proposición fue porque he perdido a tal punto el hábito de la sociabilidad…

—Nadie lo hubiera dicho al verlo a usted desempeñarse con tanto aplomo en unos acontecimientos que son ya, de por sí, difíciles.

—Son mi especialidad, padre. Si usted tiene presente un hecho ya remoto —y que, por lo demás, no existe ninguna razón particular para que lo hubiera impresionado—, me refiero a la muerte de mi esposa, recordará que no hice un mal papel.

Se detuvieron. Don Evaristo desconcertado por la crudeza y la superfluidad del comentario. Don Carlos, con la vista fija en el suelo, donde la punta metálica de su bastón se empeñaba en abrir un pequeño agujero. Mientras mantuvo inclinado el rostro procuró borrar de él toda expresión.

—Perdóneme usted el mal gusto de la broma. Cuando uno se habitúa a hablar solo dice cosas que escandalizan a los demás.

Habían reanudado la marcha.

—¿Qué clase de cosas cree usted que oigo en el confesionario? Precisamente ésas, las que la gente se dice a sí mismas y calla ante los demás. Yo también soy un especialista, si se me permite el término. Muchos han comparado nuestros respectivos oficios, don Carlos.

—Que yo sepa no ejerzo ninguno.

—¿Cómo se llama entonces a lo que hizo usted por Enrique?

—Depende. Si vamos a juzgar por los resultados no puede llamarse una curación.

—¿Qué podía usted hacer, más de lo que hizo, por un hombre desahuciado? Pero se equivoca usted, don Carlos: ha habido una curación: la suya. Está usted a salvo ya de su aislamiento, de su misantropía. Porque, o mucho me equivoco, o la gente de este barrio, todos los que han visto de cerca su abnegación y su caridad, ya no van a desampararlo nunca.

Don Carlos alzó los hombros con un gesto fatalista.

—Eso me temo. El zaguán de mi casa está intransitable. Porque de día y de noche lo ocupan criaturas con lombrices, mujeres grávidas, viejos reumáticos.

—Y como no tienen con qué pagarle —como a mí— todos han de llegar con “un bocado para el hoyito de su muela”.

—Yo me niego a aceptarlo.

—Yo también lo hice, al principio. Hasta que entendí que eso les ofendía. Ahora el problema es de mi cocinera que ya no sabe de qué modo guisar los pollos para que todavía me resulten soportables.

—La mía, doña Cástula, que ha visto mundo y que es leída y escrebida, conoce recetas que quizá le resulten novedosas. ¿Por qué no corre usted el riesgo y viene a cenar conmigo mañana en la noche?

Fue de esta manera tan casual como don Evaristo recibió y aceptó la primera invitación (a la que habrían de seguir muchas otras, hasta llegar a constituir un hábito que las hizo innecesarias) para visitar la casa de don Carlos. Casa ya no solitaria como antes sino asaltada incesantemente por menesterosos —que esparcían suciedad, que mostraban llagas, que aprovechaban el menor descuido para robar algo— y de la que doña Cástula hubiera dimitido si no hubiese visto entrar, por la misma puerta que daba acceso a los otros, la presencia sagrada del sacerdote.

La práctica de su ministerio había proporcionado a don Evaristo la experiencia suficiente como para no dejarse guiar por la primera impresión. Había pensado muchas veces en don Carlos Román con perplejidad y se había aventurado, en su fuero interno, a hacer conjeturas para explicarse ese carácter tan extraño. Pero, a diferencia de sus coterráneos, el azar lo aproximó al objeto de su curiosidad lo suficiente como para poder observarlo con detenimiento.

Hasta ahora don Evaristo no conocía más que una de las facetas del doctor Román: la que había mostrado en su relación con Enrique Liévano y la actitud que asumía con todos los que ahora acudían a él en busca de favor. Era pródigo de su tiempo, de su ciencia, de su dinero. Pero algo en el interior del padre Trejo se negaba a calificarlo como generoso. Tal vez el hecho de que sus acciones no se derivaban del imperativo moral cristiano; tal vez el resultado de una frecuentación casi diaria que mostraba aspectos del modo de ser de don Carlos que, si no eran contradictorios con lo que comúnmente se reconoce como generosidad, por lo menos resultaban ambiguos: ciertas expresiones mordaces, ciertas burlas crueles, obligaban al sacerdote a mantener su juicio en suspenso. Un juicio que, por lo demás, nada le urgía a pronunciar.

Una noche, después de una cena en la que doña Cástula se había esmerado especialmente, mezclando con sabiduría los manjares y los vinos y en la que salió a relucir una antigua vajilla con monogramas dorados, un juego de copas de cristal finísimo y un mantel del más blanco lino, el padre Trejo no pudo menos que comentar:

—Si alguien me hubiera dicho que usted es un sibarita, don Carlos, no lo habría creído ni bajo juramento. Pero tengo que rendirme ante la evidencia. Sabe usted apreciar las cosas buenas que nos proporciona la vida. Y no lo censuro. ¡Son tan pocas!

—Pero se equivoca usted, don Evaristo. No se trata de que yo sea un buen catador ni mucho menos un candidato al infierno por haber cometido el pecado capital de la gula. Yo puedo renunciar a lo que el vulgo llama placeres de la mesa (y de otros muebles, si usted me permite ser más explícito) sin hacer, ya no digamos un sacrificio, pero ni siquiera el menor esfuerzo.

—¿Entonces?

—La clave está en otra parte. Yo soy un hombre que se rige estrictamente por la lógica. Para que entienda usted las consecuencias tenemos que remontarnos a las causas. Añada usted a sus observaciones que se han hecho algunas reformas en el comedor.

Era verdad. Se había renovado el papel tapiz de las paredes y el techo se había enriquecido con un artesonado de maderas preciosas. En uno de los ángulos de la habitación, en una chimenea rústicamente labrada, ardía un fuego poderoso y alegre.

—Va usted a perdonarme, don Carlos, pero del milagro del que primero me voy a pasmar es el de la prontitud con que se ha llevado a cabo la obra. Conozco a los operarios de Comitán y no son más diligentes que los de la viña evangélica.

—La explicación es muy sencilla: a esos operarios les ofrecí aumentarles el sueldo proporcionalmente a la rapidez con que terminaran el trabajo. Y además doña Cástula no les quitó los ojos de encima ni un segundo. El resultado es que mientras usted hacía una de esas giras por los alrededores de su parroquia, la sorpresa ya estaba lista.

—¿Y el segundo milagro es igualmente fácil de explicar?

—Yo no veo ningún otro milagro.

—Que usted se haya decidido a emprender la obra.

—Ah, el motivo va usted a entenderlo muy bien. Se trata de doña Cástula. En los últimos tiempos, con esto de que he vuelto a fungir como médico, ella se ha disgustado mucho. Me ha abrumado de reproches, todos ellos razonables que, como la prudencia aconseja, no escuché. Pero cuando comenzó a quejarse de que se sentía mal, de que le convendría una temporada de baños en las aguas termales de Uninajab, de que ya era tiempo de retirarse a vivir con su familia, etc., comprendí que el peligro era grave. Me estaba amenazando nada menos que con irse. Yo, por una parte, no podía ni darme por aludido de esas amenazas ni mucho menos descender a la súplica de que no me abandonara. Prometer un aumento de sueldo habría sido una imperdonable falta de tacto. Tuve que proceder con mayor sutileza y me desvelé muchas noches pensando: ¿qué es lo que proporcionaría a doña Cástula una satisfacción verdadera, profunda y, sobre todo, durable? Después de devanarme los sesos, lo comprendí: que la casa (que, a fin de cuentas, es más suya que mía) volviera a ser lo que fue en sus buenos tiempos. Que se remozara, que resplandecieran de nuevo las galas que mis antepasados fueron acumulando y transmitiendo de generación en generación y a las que yo, además de no añadir nada, no les concedía siquiera la beligerancia de ser útiles. Y, en fin, que ella misma pudiera ostentar sus dotes de anfitriona.

La larga exposición de motivos hacía sonreír suavemente al sacerdote y don Carlos la remató con habilidad.

—Lo único en lo que yo me he reservado el ejercicio pleno de mi voluntad es en la elección del huésped: usted. ¡A su salud, don Evaristo!

Alzaron las copas y bebieron. El padre Trejo reía ahora de buena gana.

—Si me hubiera usted dejado expuesto a mi imaginación habría yo atribuido todos estos cambios a móviles más ¿cómo diría yo? más elevados. Como los que le supuse, al principio, en el caso de Enrique Liévano. Entonces creí que buscaba usted acercarse a Dios por medio de la caridad.

Aunque serio, el tono de don Carlos no fue por eso menos cordial.

—En el terreno de lo religioso siempre hemos sido muy francos, padre. Usted no ignora que yo respeto a Dios, que lo admiro y que, si alguna vez lo encuentro, lo saludaré con todo el respeto que su alto rango merece. Pero mientras tanto prefiero no entrometerme en sus asuntos, que han de ser mucho más importantes y complicados que los míos.

—Los cuales se reducen a quedar bien con su ama de llaves. Yo, ingenuo de mí, habría jurado que detrás de todas las metamorfosis que han sufrido usted y su casa en los últimos tiempos, había una mujer.

—Doña Cástula es una mujer, padre, aunque por su edad o por su condición usted se niegue a concederle el título con que la favoreció la Madre Naturaleza.

—No bromeemos, doctor. Al decir una mujer yo quise decir alguien a quien su corazón hubiera elegido…

—¿Para qué?

Don Evaristo sostuvo la copa entre las manos, pensativo como si dudara entre hablar o no. Por fin, dijo abruptamente.

—Para unirse en el Santo Sacramento…

Pero don Carlos hizo un gesto para impedirle terminar la frase.

—Por favor, padre, no usemos tecnicismos, que los de un médico son mucho más exactos y más groseros. Hablemos en lenguaje corriente. ¿Usted me creyó dispuesto a volverme a casar?

—¿Y por qué no? La Escritura dice que no es bueno que el hombre esté solo.

—Y la vox populi, que es la vox Dei, afirma que más vale estar solo que mal acompañado. Yo me atengo, no a la Escritura, sino al refrán.

—¿Y por qué habría de ser mala la compañía? La virtud de las mujeres comitecas es proverbial.

—¿Y usted, padre, que las conoce a fondo —digo, porque las rejas del confesionario son el cedazo al través del cual se filtran todos los secretos—, usted, pondría su mano en el fuego por ellas?

La respuesta fue contundente.

—Sí.

—Bien. Pues brindemos porque esa virtud se conserve y se conserven quienes saben apreciarla.

—Usted no se incluye entre ellos ¿verdad?

—Yo no soy un experto en la materia. En cuanto a mujeres podría decirse que estoy fuera de combate desde hace muchos años.

Don Evaristo creyó oportuno guardar silencio ante una frase que, suponía, estaba aludiendo a un pesar que aún exigía miramientos. Aunque el tono con que la había pronunciado don Carlos dejaba translucir otras implicaciones no fácilmente definibles. Fue el mismo don Carlos quien aclaró:

—A mi edad… y con la fama de ogro que he de tener… No, verdaderamente hay cosas en las que ya no se tiene derecho a pensar.

A don Evaristo le pareció prematuro contradecir a su interlocutor. Únicamente habría logrado fortalecer la posición que adoptaba ¿o que afectaba haber adoptado? Ya se averiguaría, en el curso de ulteriores conversaciones.

Aunque, claro, don Evaristo, no propondría el tema. A fuerza de pasividad obligó a don Carlos a que se refiriera nuevamente a su viudez y lo hizo como si se tratara de un fenómeno digno de mencionarse sólo por los extremos de desolación a que lo había conducido y por el largo término que se había mantenido incólume.

—Con usted voy a ser sincero, padre. Lo que me paralizó durante estos años, hasta el grado de encerrarme y no ver a nadie, no fue el dolor. Por lo menos no fue nada más el dolor, aunque ese elemento también contara. Y bastante. Pero había algo contra lo que mi razón se estrellaba día y noche: el absurdo. Pues si usted lo considera con atención, mi historia no tiene ni pies ni cabeza. Amo a alguien y en el momento mismo en que voy a realizar ese amor (lo que equivaldría para usted, aunque lo considere blasfemo, a alcanzar el cielo) lo pierdo para siempre. ¿Por qué? ¿Por qué? Si el amor era tan intenso debía haber sido posible. Y si no era posible… Yo no he buscado la soledad todos estos años para llorar a mis anchas ni para rasgarme las vestiduras y cubrirme la cabeza de ceniza, como muchos creyeron. Yo lo único que he hecho es tratar de comprender.

—Ahí radica su error. Porque los caminos de la Providencia son incomprensibles.

—¡Basta! Recuerde, don Evaristo, que yo soy hombre de visión limitada, de móviles pequeños. Recuerde el incidente del arreglo del comedor. Para entender mi desgracia yo no iba a remontarme a las causas primeras. No, yo iba a reconstruir, con la ayuda de la memoria, todos los elementos que intervinieron en la situación. Yo iba a ordenarlos y a volverlos a ordenar hasta que cada uno de ellos quedara en el sitio que le correspondía, como las piezas de un rompecabezas, y hasta que la totalidad adquiriera ante mis ojos una coherencia y un sentido. Porque, ya se lo he dicho más de una vez, padre: mi pasión dominante es la lógica.

—¿Y le sirvió de algo en este caso? ¿De consuelo siquiera?

—De mucho más. Aunque no se lo debo todo a ella, sino también a la tenacidad, a la paciencia. Acabé por liberarme de una obsesión para la que no contaba el tiempo. Ahora, que la obsesión ha desaparecido, tengo que admitir que es demasiado tarde.

—¿Cuántos años tiene usted?

—Treinta y nueve. Y una excelente salud. Pero no se trata de eso sino de los estragos que he padecido por dentro. Desde ese punto de vista soy un hombre acabado.

—No da usted esa impresión. Con quienes vienen a consultarle despliega usted una solicitud que no se explicaría más que como fruto del afecto… o de la vanidad.

—Desde hace algunos meses padezco un trastorno de la tiroides que me exacerba la necesidad de permanecer activo.

—Moral, fisiología, que más da. El asunto es que ese apetito de actividad, que se manifiesta como simpatía, puede usted aplicarlo a otro tipo de relaciones que no sean las de médico y enfermo.

—¿Y nuestra amistad, padre?

—No es satisfactoria, en primer lugar, porque es exclusiva y porque yo no soy un hombre profano. Y luego porque hay otro grado más completo de comunión espiritual y física.

—Supongo que se refiere usted al amor.

—Al matrimonio, para usar un término que abarque, a la vez lo moral y lo fisiológico. Quiero acorralarlo.

—¡Me declaro vencido! Pero déme usted una tregua. La idea, la mera idea de… me parece todavía tan intolerable, tan indigerible…

Porque era una idea abstracta. Don Evaristo sabía que la mejor manera de vencer las resistencias de su amigo no era argumentando sino poniendo ante sus ojos nombres, figuras, encarnaciones vivas, en fin, de la posibilidad.

Don Evaristo —a quien la gracia divina había preservado hasta entonces, y sin que él se esforzase por merecerlo, de la concupiscencia de los ojos— canalizó desde su niñez de huérfano confiado a la vigilancia anónima del Seminario, su ideal de la femineidad en la Virgen María bajo la advocación del Perpetuo Socorro. Su pureza, cuyo resplandor era la hermosura, estaba condicionada por su inaccesibilidad. Era fácil conmoverse, hasta las lágrimas, ante la mera contemplación de sus perfecciones; era fácil guardarle fidelidad, sobre todo si se tenía en cuenta que a don Evaristo no lo rodeaban más mujeres de carne y hueso que parientes más o menos próximas, más o menos impertinentes con sus ocurrencias; o congregantes más o menos asiduas; o penitentes más o menos sinceras. Y, del otro lado de la barricada (otro lado que don Evaristo jamás se atrevería a traspasar por no poner en peligro su salvación eterna), estaban las discípulas de la serpiente, las aliadas de Satanás, las poseedoras de todos los secretos del mal.

El resultado de estos antecedentes y estas limitaciones era que si alguien, de pronto, le hubiera pedido a don Evaristo la descripción de las facciones de alguna de las ovejas de su rebaño, la correspondencia entre un hombre y un cuerpo, el señalamiento de las peculiaridades de una personalidad, no habría sabido qué responder. Fue gracias a su propósito de encontrar una esposa para don Carlos Román que el padre Trejo comenzó a detener la mirada en los rasgos de las muchachas en edad de merecer, la atención en sus palabras, sus vestidos, sus actitudes, la memoria en los comentarios que de ellas hacían los demás. Supo así —con no menos sorpresa que conmiseración— de esa lucha desesperada que libraban las solteras (desde el momento mismo de su aparición en sociedad) contra los años, cuya cuenta llevaban los demás, inexorablemente; escuchó en secreto las confidencias acerca de las taras hereditarias de las familias; indagó discretamente el estado de las fortunas y el monto de las dotes. Y después de efectuar la selección más rigurosa don Evaristo se decidió, por fin, a mostrar a don Carlos sus cartas de triunfo.

La sesión tuvo lugar no en el comedor, ni en el estudio (porque ni los albañiles ni los carpinteros habían terminado allí su labor) sino en la sala, cuyo ajuar había sido despojado de las fundas protectoras y cuyos espejos, sin el crespón de luto que los había ensombrecido durante tantos años, duplicaba la delicadeza de los adornos —porcelana, oro, marfil—; la minuciosidad del tallado en las maderas y el severo claroscuro de los cuadros desde cuya profundidad asomaban los rostros de hombres enérgicos, de damas recatadas, de niños circunspectos, para contemplar un presente fuera de cuyos vaivenes se habían colocado.

El nombre de la primera candidata que don Evaristo presentó a don Carlos fue el de Amalia Suasnávar. Suplía su falta de abolengo y la escasez de sus recursos con la abnegación de un carácter templado en la adversidad. Su conducta, en ocasión de la penosa y larga enfermedad de su madre, demostró con cuánta paciencia, con cuánta dulzura y con cuánta alegría interior puede un ser, cuya conciencia moral ejerce pleno imperio sobre el egoísmo humano, sobrellevar una cruz.

Don Carlos rindió el merecido tributo admirativo a la señorita Suasnávar pero opuso algunos reparos. Nimios, desde luego. ¿Pero por qué iba a conformarse con lo que sólo es satisfactorio a medias alguien que tiene la facultad de elegir la perfección total? La señorita Suasnávar, si don Carlos no había sido mal informado, llevaba su humildad hasta el punto de haber permitido que le arrebatasen la herencia unos hermanos que sólo se presentaron a la hora de la partición; la señorita Suasnávar extremaba su modestia hasta el grado de vestirse como un adefesio y su timidez hasta el extremo de no intervenir en las conversaciones más que para decir disparates. ¿No era acaso la misma que se había hecho célebre en el novenario de su difunta madre, al quejarse ante la concurrencia de padecer un insomnio incoercible y de que cuando, por una especie de milagro, lograba momentáneamente conciliar el sueño éste era reparador, tanto que despertaba de inmediato y llena de angustia? Cuando se aclaró lo que la señorita Suasnávar quiso decir con lo de reparador se supo que tenía la más firme convicción de que lo único capaz de reparar en el mundo era un potro.

Al no poder replicar, don Evaristo pasó al punto número dos: Soledad Armendáriz, a quien todos llamaban Cholita, por un cariño que suscitaba tan espontánea cuanto inmediatamente entre quienes tenían el privilegio de tratarla. Era muy joven, claro, casi una niña, pero esto mismo representaba para don Carlos la ventaja de poder moldearla y hacerla a su gusto. En cuanto a la bondad innata de su índole se hacía patente en el hecho de que siendo su belleza justamente celebrada por propios y extraños, no sólo no se envanecía de ella sino que ni siquiera procuraba realzarla con afeites ni exhibirla en paseos y fiestas. Antes al contrario, procuraba no llamar la atención y si pecaba de exageración en algo era en la decencia de su arreglo y de sus actitudes. Tanto que sus allegados llegaron incluso a sospechar alguna inclinación mística que, según la experiencia ha comprobado, resultaba muy buen ingrediente para lograr la armonía conyugal.

Cholita Armendáriz… Cholita Armendáriz… Don Carlos tamborileaba con la punta de los dedos sobre el brazo del sillón como tratando de recordar. Hasta que por fin, se irguió con un gesto triunfante. ¡Claro que sí! ¿No era la misma que desempeñaba el papel de ángel en todas las veladas parroquiales y que, en una ocasión, en que por causa de unas anginas y para no suspender el acto, iba a ser sustituida por su hermana? Ante tal perspectiva Cholita, empujada por el celo religioso que en ella sobrepasaba al efecto fraternal, se vio en la coyuntura de revelar que su hermana era indigna de ponerse esas vestiduras, sagradas por lo que representaban, para cubrir un cuerpo que se había entregado a las más bajas pasiones. Y mencionó, con una exactitud realmente pasmosa, los nombres de los cómplices, los sitios de las consumaciones y su número, del que ella llevaba estricta cuenta. La velada parroquial no se llevó al cabo, naturalmente, pero en lugar de ella el pueblo comiteco pudo disfrutar de un sabroso escándalo. La hermana de Cholita fue desterrada a uno de los ranchos de su padre y ella añadió a los méritos de su apariencia el de poseer un implacable índice de fuego para señalar la corrupción donde quiera que se hallase, aun entre sus seres más queridos.

Don Carlos, como sus demás coterráneos, aplaudía esta cualidad pero le era preferible contemplarla desde lejos y no correr el riesgo de convertirse alguna vez en el señalado por el índice de Cholita. Porque la carne es flaca y el justo cae setenta veces diarias y nadie está libre de tentación.

La número tres, Leonila Rovelo, era rica, aristócrata, dueña de una salud espléndida…

—Por favor, don Evaristo, no continúe usted. La conozco y me parece un magnífico ejemplar de vaca suiza. Podría amamantar al pueblo entero lo que no obsta para que sea incapaz de hilvanar dos palabras juntas. ¿Sabe usted cuál fue la causa de la ruptura con un novio con el que estaba a punto de casarse, Ramiro Albores?

Don Evaristo tuvo que reconocer que no.

—Pues resulta que, ante la inminencia de la boda, los familiares de Leonila se hicieron de la vista gorda para dejar a los novios hablar a solas durante unos momentos. El lugar no podía ser más propicio: una banca del parque, rodeada de jazmineros cuyo aroma, como dicen los poetas, embalsamaba el ambiente. La marimba desgranaba sus más dulces melodías desde el kiosko y la luna rielaba con suavidad por el cielo. La ocasión es de las que no se presentan dos veces. Ramiro, que no era poeta, halló, sin embargo, la elocuencia suficiente para hablar de su amor, de sus esperanzas, de la felicidad que lograrían juntos. Leonila lo escuchaba con arrobamiento pero, cuando le llegó su turno de contestar, empezó a hacer nudos con su pañuelo. Ramiro insistía, al principio con cortedad, luego de modo más resuelto, pero siempre con ternura. Acabó por atreverse a tomar la mano de Leonila que continuaba muda. Cuando, por fin, se decidió a hablar fue para decir: “¿Qué horas son?”

—Tendría alguna urgencia…

—No tenía ninguna urgencia y además, frente a ella, resplandecía, con todos sus números, el enorme reloj del Cabildo al que podía, en último caso, echar una ojeada. No, se trataba únicamente de decir una frase corta, usual y cuyo significado le fuera comprensible.

Don Evaristo no se arredró por la victoria del otro.

—¡Haberlo dicho antes! Lo que usted quiere es una lumbrera. Bueno, pues allí tiene a Elvira Figueroa: compone acrósticos a San Caralampio, patrón de su barrio, a quien se le deben milagros sin cuento…

—Entre los cuales no está el matrimonio de esa señorita.

—Los hombres le temen y le huyen porque no se atreven a competir con ella. Se sabe de memoria las capitales de Europa, es capaz de resolver el más intrincado crucigrama…

—Y mientras tanto se cae la casa.

—No, no me va usted a agarrar por allí. Para Elvira la economía doméstica no tiene secretos. Y en cuanto a la culinaria me bastará con decirle que las propias monjas del convento de la Merced le piden recetas y consejos cuando quieren lucirse agasajando al señor Obispo.

—Dudo que pueda ganar a doña Cástula.

—En otros terrenos es también muy primorosa. Borda, hace unos pirograbados preciosos en terciopelo y en madera, pinta acuarelas…

—Y toca el piano.

—Con un brío en que no la igualaría ningún hombre.

—Ahora me explico lo del bigote.

—Doctor, lo que acaba usted de decir es una falta de delicadeza. De una señorita no se comenta nunca ese tipo de defectos. Aunque se rasure.

—Mea culpa, don Evaristo. Prosigamos.

—Yo ya no sé de nadie más.

—¿Cómo? ¿Es posible que no se haya usted fijado en sus vecinas de enfrente?

—¿Quiénes? ¿Las Orantes?

—Sí. Salvo que esté usted ofendido por lo del bigote de la señorita Figueroa (del que me retracto y de hoy en adelante llamaré ligera sombra de bozo) no me explico que no haya usted puesto en su lista por lo menos a alguna de las tres. Porque las hay para todos los gustos.

—No para el suyo, que es bien difícil. La mayor, Blanca, es Dama del Sagrado Corazón de María, Celadora del Santísimo…

—Que yo sepa nunca ha tenido un novio.

—No, y por desgracia tampoco tiene vocación de monja. Así que tiene que conformarse con esa agua tibia que es la soltería.

—¿Y la que sigue?

—¿Yolanda? Tiene miedo de que si se acerca a la iglesia va a contagiársele el destino de su hermana. Así que no vive más que para las diversiones y le ha hecho la lucha a cuanto hombre disponible hay en Comitán. Excepto a usted, porque no es afecta a gastar su pólvora en infiernitos. A estas alturas, y después de haber recorrido a todos, el único recurso que le queda es un agente viajero. Los atrae. Pero en cuanto se enteran de la situación tratan de aprovecharla o abandonan el campo. ¡Lo que es la suerte! En cambio, la menor, Romelia, se siente la divina garza porque apenas acaba de vestirse de largo para ir a su primer baile y ya no hay día en que no le ronden el balcón dos o tres moscones ni noche en que no le lleven serenata.

—¿Es muy bonita o es muy coqueta?

—¡Yo qué voy a saber! ¿Con qué ojos quiere usted que la mire, después de que la marimba con que la agasajan sus enamorados me ha mantenido despierto toda la noche y tengo que madrugar para decir mi primera misa?

—Valdría la pena que la mirara usted padre, aunque sea con ojos soñolientos o irritados. Yo la vi una vez. Y me dio la impresión de un ser tan ávido de vivir… Pero no con esa avidez que envilece, no, sino con esa otra que exalta. Lo que se le sale a la cara no es hambre, es necesidad de plenitud.

—Ajá. Con que hemos estado jugando sucio ¿no? Y mientras yo me tomaba el trabajo de discernir espíritus usted se tenía bien guardado un as en la manga.

—Padre, yo no he hecho más que verla de lejos. Una vez. No sé nada de ella. No he querido preguntar.

—En cambio de las otras está usted bien enterado. Gracias a doña Cástula, supongo.

—Doña Cástula ya no es mi único punto de contacto con el mundo. Ahora tengo mi clientela, padre. Y usted sabe que la gente sólo puede hablar, lo que se llama hablar, con su sacerdote o con su médico.

—De modo que es la clientela. Desde hace algún tiempo he venido notando cómo se depuraba. Ya en el zaguán no hay tantos pobres… y en cambio ha habido que acondicionar una sala de recibo con sillones cómodos y floreros y revistas sobre la mesa… No, no es un reproche. Es la observación de una ley natural. El agua busca siempre su nivel.

—Me he puesto de moda entre la gente visible. Vienen a ver de cerca a un animal raro.

—¿Y usted, cómo los trata?

—Como se merecen.

—Entonces van a perseverar. ¿Se ha anotado usted algunos éxitos?

—Fulminantes. Como por ensalmo he hecho desaparecer enfermedades imaginarias. Aunque, claro, no he prometido nunca una curación definitiva. Los ricos necesitan entretenerse en algo y no es lícito arrebatarles toda esperanza.

—Humm. La táctica no es mala. Ya se ha hecho usted famoso. Un día de éstos va a acabar por venirlo a ver don Rafael Orantes, el padre de la muchacha que tanto le ha llamado la atención. Es un hombre de cierta edad y que padece achaques. Su familia se preocupa. ¿Qué va a ser de ella cuando le falte el respeto de su varón? ¿Quién va a administrar el capital que don Rafael ha hecho llevando a vender partidas de ganado a Guatemala?

—Pero tiene un hijo. Yo lo recuerdo muy bien. Fuimos compañeros de escuela. Se llamaba Rafael, igual que el padre.

—Murió hace tiempo.

—Es raro que yo no me haya enterado. Debe de haber sucedido en los años en que yo estuve fuera de Comitán.

—No. Fue casi por las mismas fechas del fallecimiento de su esposa. Unos días después.

—Ah, entonces se explica. Yo perdí la noción de todo lo que no fuera mi… mi desgracia. ¿Y de qué murió?

—Fue un accidente de cacería. Se le disparó el rifle y le destrozó la cabeza.

—Por aquellas fechas Rafael ha de haber sido joven. Bueno, tan joven como yo me consideraba a mí mismo. Unos veintiocho años, más o menos.

—Sí, más o menos.

—¿Y era soltero o casado?

—Les dio muchos dolores de cabeza a sus padres. Le gustaba la parranda, el mariposeo. Andaba picando por aquí y por allá. Pero nunca llegó a formalizar con ninguna.

Don Carlos se dio una fuerte palmada en el muslo, como de quien acaba de recordar algo.

—Sí, sí, es verdad. Estela misma me contó algo de que le había hecho la ronda.

—¿Y por qué había de ser ella la excepción?

—Pero allí parece que las cosas se complicaron un poco porque la madre de Estela se opuso a las relaciones y les prohibió terminantemente verse, escribirse… En fin se portó como si lo que se hubiera propuesto fuera casarlos.

—Nunca se habló de eso. Ni siquiera de un noviazgo.

Don Carlos cambió de tema con volubilidad.

—Así que a falta de un heredero varón, don Rafael Orantes deja tres mujeres. ¡Ay, don Evaristo, en estos casos es cuando lamento no ser musulmán!

—Irreverente, además de hipócrita. Porque usted ya le tiene echado el ojo a una. Y las otras dos bien pueden ser borradas del planeta.

Don Carlos adoptó una expresión grave para contestar.

—Recuerde, don Evaristo, que yo de Romelia no sé nada. Y que todo quiero averiguarlo gracias a usted.

Don Carlos tuvo, sin embargo (y no muy en contra de su voluntad), otra fuente de información: implacable, veraz y, que desde su nivel, percibía detalles mucho más reveladores —por nimios, por impremeditados, por intrascendentes— que esas generalidades vagas mediante las cuales don Evaristo pretendía definir la personalidad de Romelia. Esa fuente de información era doña Cástula, cuya suspicacia se había agudizado al advertir los tejemanejes de su amo y que sentía peligrar el absolutismo de un imperio cada vez más vasto. Porque ahora, por ejemplo, unos semaneros de las fincas removían la tierra del jardín para plantar semillas nuevas y se podaban los viejos árboles y se llenaban los corredores con especies raras de orquídeas y en torno de los pilares crecían enredaderas importadas.

Que don Carlos tuviese un quebradero de cabeza discreto le habría parecido a doña Cástula no sólo muy legítimo y muy puesto en razón sino que lo contrario aparecería ante sus ojos como anormal. Pero que volviera a casarse ya lo consideraba como empresa extemporánea, arriesgada y hasta un poco ridícula. Más si se tenía en cuenta que el aire soplaba por el rumbo de la menor de las niñas Orantes, de esa familia con la que no duraban las criadas, de esa casa a la que se entraba a servir por curiosidad y de la que se salía con material suficiente como para entretener los ocios de todas las otras patronas comitecas juntas.

De lo mucho que doña Cástula oyó decir sobre Romelia sacó en limpio lo siguiente: que su nacimiento fue un milagro de la señora Santa Ana, pues sucedió cuando ya sus padres habían perdido toda esperanza de descendencia. Por eso mismo, y por la desproporción de edades que guardaba con sus hermanos mayores, se convirtió en la consentida. Pasaba de unos brazos a otros, se la disputaban para arrullarla, para divertirla, para regalarle golosinas. La unanimidad del afecto fue tan total que Romelia llegó, suave y naturalmente, a la convicción de que su existencia constituía el centro del universo. Como nadie necesitaba ser persuadido de este axioma no tuvo que recurrir a ninguna demostración: ni rabietas, ni caprichos, ni enfermedades fingidas, porque nadie olvidaba nunca quién era Romelia ni lo que valía.

Su carácter, pues, en circunstancias propicias, era apacible y aun alegre y expansivo. Se sabía donadora de felicidad y ella misma era feliz al poder proporcionársela a los otros.

De este paraíso infantil no la expulsó la disciplina del colegio (porque cada año los mayores aplazaban para el siguiente su inscripción), ni la indiferencia de ninguno de los que la rodeaban, ni la traición de alguien solicitado o por asuntos más urgentes o por efectos más exclusivos. Lo que destrozó el mundo de Romelia fue algo a lo que no pudo siquiera enfrentarse porque no era capaz tampoco de comprenderlo: la muerte.

La muerte que no sólo le arrebató a su hermano Rafael que fue, quizá, el más rendido de sus adoradores (o por lo menos el que le proporcionaba sorpresas más agradables, diversiones más variadas, paseos más audaces), sino que transformó en otros seres, profundamente extraños, impenetrables y aun hostiles, a los que antes la habían amado.

Recordaba aún, con rencor, cómo el día en que trajeron del rancho, en una parihuela cargada por cuatro indios, el cadáver de Rafael, ninguno tuvo para ella una mirada, un gesto que la protegiera de aquella visión horrible. Tampoco, mientras se hacían los preparativos del entierro, ninguno se fijó si Romelia comía o dejaba de comer. Y las noches que duró el novenario Romelia se encerraba, castañeteando los dientes de miedo, en una alcoba en la que no la acompañaba ni aun el sueño. Perdió la cuenta de las veces en que la fiebre la visitó y volvió a irse sin que una mano solícita tocara sus sienes o acercara a sus labios un remedio. ¿Para qué llorar si no había testigos a su alrededor? ¿A quién recurrir? Con los ojos agrandados por el estupor Romelia contemplaba lo que acontecía en torno suyo.

Doña Ernestina, su madre, vagaba por la casa, desgreñada, sucia, delirante. Ni la autoridad del esposo, ni los ruegos de las hijas, eran bastantes para hacerla volver en sus sentidos. Cuando accedía a quedarse en su cuarto era para invocar, a oscuras, a gritos, la presencia del hijo ausente. Y aprovechaba el menor descuido de sus vigilantes para hacer llegar hasta ella a mujeres sospechosas de brujería, a echadoras de cartas, a adivinas. Tuvo la osadía de desafiar la cólera de don Rafael y la opinión del pueblo, con tal de asistir a una sesión espiritista de la que la expulsaron por que intentó, violentamente, obligar a la médium a que, al través suyo, se materializara su hijo muerto.

Don Rafael padeció la desgracia de otra manera. Siguió atendiendo escrupulosamente sus negocios. No dejó ni de frecuentar a sus amigos ni de presidir la mesa familiar en la que ahora había dos lugares vacíos: el de Rafael y el de doña Ernestina. Pero nadie recordaba haberlo visto reír, abandonar su reserva, descuidar ese aire de atención continua sobre sus propios actos como para impedir que se le desmandaran. A solas se derrumbaba a llorar sobre los escombros de una vida cuya raíz había sido arrancada de cuajo y que no tenía el menor interés en conservar. Así no opuso la menor resistencia a las primeras insinuaciones de la enfermedad y de la decrepitud. Aunque tampoco estas nuevas circunstancias adversas iban a modificar unos hábitos que, con tan heroico esfuerzo, había logrado mantener intactos.

En cuanto a las hermanas de Rafael, el brío de la juventud, las esperanzas en el porvenir, atemperaron su dolor. Desconcertadas por la vehemencia y la irracionalidad del dolor de su madre, sospecharon que detrás de aquel suceso que después de todo era natural y que muchos de sus conocidos sobrellevaban con resignación y sin alardes, se ocultaba un misterio que su condición de mujeres les impedía descubrir. Y no fueron capaces de imaginar nada que no tuviera una relación directa con ellas mismas.

Blanca intuyó confusamente una culpa (¿suicidio?) que la obligaba a la expiación. Yolanda resintió la vergüenza de la excentricidades de doña Ernestina como un reto al que respondía exagerando su afán de agradar. Así una se hizo devota y otra coqueta. Y ambas, para la realización de sus deseos, contaban con una herencia que, de pronto, adquiría tal magnitud que no podía caber en sus pequeños cerebros.

En cuanto a Romelia intentó, al principio, manifestar en todas las formas posibles la intensidad de su duelo para atraer sobre sí la atención errante de los otros. Tuvo desmayos públicos y melancolías privadas, pero su madre era una competidora, por lo pronto, original, y luego demasiado experta, así que tuvo que batirse en retirada. Eligió no el desenfreno sino la constancia. Mucho después de cumplido el término del luto se negaba no sólo a quitárselo sino también a aliviarlo con un bies de color. Conservaba siempre puesto un relicario en el que guardaba, bien plegado, el único papel que en su vida le escribió su hermano. Fue en ocasión del envío de los primeros duraznos que se cosechaban en la finca; y el papel decía nada más: “que te haga buen provecho”.

Pero estas ostentaciones de Romelia, que la convirtieron en una criatura legendaria para los comitecos, no lograron sacar de su ensimismamiento ni a sus padres ni a sus hermanas. Así que tuvo que dedicarse, con exasperación, a la búsqueda de un afecto que sustituyera, que compensara todos los que había perdido en la catástrofe. Se pegaba a las faldas de las criadas, de la costurera que venía a repasar la ropa de la familia, de la molendera de chocolate.

Siervas, al fin, la consecuentaban porque para algo ha de valer ser hija de patrón. Pero cada una tenía su mundo aparte y en él Romelia no iba a hallar cabida.

Cuando Romelia entró en el colegio (porque, en un momento de lucidez, sus padres advirtieron que tenía doce años y que ignoraba hasta los rudimentos de la lectura) hizo el doloroso descubrimiento de que llamarse Romelia Orantes no significaba nada y que si su apellido era bueno había otros iguales o mejores con los que tendría que competir. Que si quería lograr la aprobación de sus maestras y la amistad de sus compañeras, necesitaba merecerlas. ¿Los medios? La aplicación en el estudio, la adquisición de la destreza en los juegos y la lealtad en las circunstancias difíciles.

El primer movimiento de Romelia fue de orgullo y de rechazo. Se negaba a aceptar las reglas, quería volver a la omnipotencia y a la impunidad de la infancia. Pero su voluntad chocó, y fue pulverizada, contra las órdenes terminantes de su padre, que la obligaron a seguir asistiendo, y con puntualidad extrema, a clases.

Humillada, Romelia trató de adaptarse a sus nuevas condiciones, aunque con bastante torpeza y escaso éxito. Logró la tibia simpatía de alguna monja, pero nunca esa predilección exclusiva y apasionada de que gozaban otras que, sin embargo, no observaban una conducta más ejemplar que la suya. Logró una o dos conversaciones con muchachas a quienes, si le hubiera sido dado elegir, habría repudiado. Y nunca una confidencia, un juramento de amistad (como los que intercambiaban las otras), nunca una invitación a continuar el trato fuera de las aulas.

Situada en un presente tan insatisfactorio, Romelia se volvió hacia el pasado para idealizar la figura de su hermano muerto, el único fiel, para rendirle un culto que su familia —sobre la cual el tiempo dejaba caer indiferencia y olvido— estaba comenzando a abandonar. El símbolo de ese culto era el relicario, siempre sobre su pecho sobre el que resplandecía, hasta en las ocasiones más frívolas, con exclusión de toda otra joya.

Y, por otra parte, Romelia proyectaba su afán de revancha para el futuro. Alguna vez, de algún modo que todavía no se le mostraba claramente, iba a recuperar su sitio de privilegio, iba a ser exaltada a cumbres inaccesibles para los demás, iba a ser proclamada, en una enorme apoteosis, como la predilecta.

El instrumento para lograr sus fines empezó a revelársele cuando despuntó en ella la pubertad: era el cuerpo. Más allá de los oscuros y severos uniformes de la colegiala, los hombres adivinaban unas formas que prometían ser espléndidas.

Romelia, lejos de turbarse ante la avidez de las miradas, volvió a sentir en torno suyo esa atmósfera eléctrica que fue la de su infancia. Sólo que ahora sabía algo que antes ignoraba: que el poder es siempre frágil; que cualquier contingencia lo arrebata y que es preciso, mientras se le tiene entre las manos, aprovecharlo, hacer un uso inteligente de él para lograr lo esencial.

Lo esencial, para ella, era el amor. Un amor que colmara todos sus vacíos y que no exigiera reciprocidad, aunque desde luego Romelia no era tan ilusa como para no disponerse a hacer todas las concesiones necesarias a las apariencias.

Después, el rango. Porque el amor debe bajar hacia los elegidos, como baja la luz de un astro lejano y poderoso, y no subir como una nube de incienso. Romelia trocaría el apellido de Orantes sólo por otro mejor.

Fortuna. Romelia estaba acostumbrada a la seguridad que proporciona la posesión del dinero pero necesitaba evolucionar hasta el disfrute del lujo. Estaba dotada no de ese instinto grosero que lleva a preferir lo más vistoso sino de esa especie de videncia que descubre lo más caro.

Pero mientras Romelia llegaba al término final de sus ambiciones, le era preciso conformarse con triunfos menores. Como el de ser electa reina de las Fiestas Patrias y aparecer en todas las ceremonias escoltada por un chambelán que era representante nada menos que del Gobernador del Estado; como recibir diariamente el homenaje de algún admirador al que no se dignaría mostrar el menor signo de benevolencia; como constatar la envidia de sus amigas y contemplarla de cerca, y llevarla hasta la exasperación, en sus hermanas, en Yolanda.

Estos incidentes colmaban a Romelia un día, un rato. A veces, por motivos que no alcanzaba a comprender, se sentía apaciguada meses enteros. Pero lo otro, lo real, lo definitivo, tardaba en cuajar.

Pero cuando cuajó fue para sobrepasar todas sus esperanzas, aun las más desmesuradas, aun las más ambiciosas. Un hombre como don Carlos reunía, en el grado sumo de excelencia, las condiciones requeridas y agregaba a ellas un prestigio más: el de habérsele considerado inconquistable.

¡Cuántas habían pretendido seducirlo, atraerlo y se habían visto obligadas a abandonar la empresa por imposible! Y he aquí que, de pronto, una muchacha para quien don Carlos no sólo no es interesante sino que tampoco es existente, lo saca de quicio y lo obliga a buscarla, a perseguirla, a frecuentar lugares que antes desdeñaba, a adoptar actitudes que lo rebajaban ante los ojos de todos, a cortejarla, en fin, con todas las reglas del arte.

Un hombre que, como don Carlos, no había vuelto a poner los pies en la iglesia desde el día de su primer matrimonio, asistía ahora, diariamente y tempranito, a misa, sólo para ver entrar a Romelia, para contemplarla desde lejos mientras se desarrollaba el acto ritual, a seguirla a distancia en el camino de regreso a su casa.

Ella sentía la mirada fija sobre sí y la estremecía una sensación de triunfo. Alguna vez ese hombre tan fuerte, tan dueño de sí, tan entero (y a quien, sin embargo, intimidaba ella con su sola presencia) iba a atreverse, iba a acercarse, iba a hablar, iba a decirle que la amaba, iba a suplicarle que condescendiera a ser su novia, su esposa. Ella fingiría azoro, sorpresa y endulzaría el rechazo inicial y obligatorio con una afectación de modestia. ¿Cómo era posible que una persona de los méritos, de los títulos, de la experiencia (no, no mencionaría la edad, podía ofenderlo) de don Carlos hubiera venido a fijarse en una muchacha tan insignificante como Romelia? Cierto que era factible que se hubiese dejado deslumbrar por las apariencias.

¿Pero cuánto dura una cara bonita y de qué sirve si no tiene como complemento la virtud y la seriedad? Romelia que, por lo menos era franca y se mostraba sin hipocresías, debía confesar sus defectos, algunos de los cuales eran graves y otros molestos. El hombre que la requiriera tendría que aceptarla tal y como Dios la había hecho. Y como eso no era fácil se necesitaba nada menos que el amor, el verdadero amor.

Aunque esta aclaración de Romelia tuviese todos los visos de una negativa, sería formulada con tal maña que don Carlos por poco avisado que fuera, hallase en los términos finales una esperanza que lo incitara a probar que su amor era tan verdadero como se necesitaba.

Ya colocados en esta tesitura Romelia iría concediendo que, a su edad, ningún carácter está definitivamente formado y que ella, bajo una dirección hábil y unos consejos sabios, podía corregirse. Por ejemplo, a Romelia, como a todas las muchachas jóvenes, le encantaban las fiestas y los halagos y los disfrutaba cuando los tenía al alcance de la mano. Aunque siempre, claro, dentro de los límites de la corrección y sin que nadie pudiera echarle en cara un devaneo, un desliz, una locura. Su honestidad se había templado en esas ocasiones, algunas de las cuales le mostraron formas de la tentación que no eran tan fáciles de rechazar. Pero Romelia no iba a aferrarse a estas costumbres porque bien comprendía que lo que a ella la empujaba a los paseos y reuniones no era sino lo que una mujer casada encuentra sobradamente en su hogar: la compañía, el apoyo, la protección, el amor. Teniendo esto se tiene el sosiego y la paz y el mundo de afuera carece ya de atractivo.

Porque, aunque su aspecto frívolo la desmintiera, Romelia no había soñado nunca más que con un afecto tranquilo y seguro. Desconfiaba de las pasiones, temía las aventuras, no anhelaba sino encontrar un hombre digno de que ella le dedicara su devoción y su fidelidad incondicionales. Para su desgracia, Romelia era de las de una sola palabra, una sola voluntad, un solo destino.

Esta confesión la conmovía tanto que, aun siendo imaginaria, hacía fluir las lágrimas abundantemente a sus ojos. Con un ademán convulsivo apretaba entre los dedos de su mano derecha el relicario, el símbolo de la constancia de sus afectos.

Pues Romelia intuía, por la forma en que don Carlos había padecido la viudez, que sabría apreciar mejor que ninguno el hecho que representaba la conservación del relicario. El culto a los muertos podría constituir su primer punto de aproximación y después ambos irían descubriendo asombrosas coincidencias de gustos en el presente y de anécdotas pretéritas. Romelia estaba dispuesta a dejarse instruir e iniciar en las aficiones del otro, fueran las que fueran. O a mostrar desprecio por la gente que pierde su tiempo en fruslerías, en el caso de que don Carlos fuera un hombre sin aficiones.

En cuanto al pasado Romelia había decidido respetar el de don Carlos como cosa sagrada. A no aludir jamás a él si no se le concedía una autorización previa y a hacerlo en el tono de alguien que comprende que se halla frente a una realidad que sobrepasa sus propios méritos.

Había oído decir, por ejemplo, que una de las habitaciones principales de la casa de don Carlos había sido convertida por él en una especie de museo en el que se conservaban, intactas, siempre escrupulosamente cuidadas y limpias, las pertenencias de Estela. Pues bien, su sucesora sería la más celosa guardiana de la veneración que a ese, no, museo no, altar, se le debía. Hasta que el mismo don Carlos le rogara que no exagerase y ella, por obediencia, fuera dejando que crecieran las telarañas y se extendiera el moho y se multiplicaran los hongos. Pues nadie volvería a acordarse de aquel cuarto cerrado habiendo tantos otros abiertos y que requerían atención y cuidado. Luego los tiempos traerían complicaciones inevitables. Por ejemplo, los embarazos, los partos. Llegaría el momento en que no fuera suficiente el espacio para ella, para el recién nacido. ¿Iba a ser capaz don Carlos de oponerse a que se guardaran los objetos inútiles en un baúl y se acondicionara el cuarto como alcoba del niño? Ya después ella podría destinarlo a otros usos. Un costurero, que siempre había soñado, y de cuya decoración tenía ideas muy precisas.

Según la fama, don Carlos era melancólico y Romelia se acomodaría, al principio, a este humor. Pero, poco a poco, y considerando el bien de su marido, lucharía hasta conseguir que se formara alrededor de ambos un círculo selecto de amistades. Organizarían tertulias, excursiones al campo y tal vez, tal vez, hasta bailes.

En este círculo ¿qué cabida hallaría don Evaristo, quien por ahora era el único amigo de don Carlos? Probablemente ninguna, porque se trataría de parejas de matrimonios jóvenes y la presencia de un célibe y, más, de un sacerdote, es siempre incómoda, cohíbe a los demás y mata la alegría y la espontaneidad. Para recibir a don Evaristo se reservarían días especiales, cada vez más raros, hasta que —al unísono él y don Carlos— comprendieran que sus mundos se habían separado y procuraran evitar la agonía de esas visitas en que ningún tema de conversación prospera, ningún interés se comparte, ninguna proposición encuentra resonancia en el otro.

En cuanto a doña Cástula, de la que Romelia tenía la certidumbre de que, sintiéndose dueña y señora de la casa, estaba dispuesta a dar la batalla para no dejarse destronar por cualquier advenediza, habría que manejarla con precaución porque era necesaria y en ella quería descargar Romelia todas las pesadas rutinas de patrona y de madre. Pero la táctica consistiría en una especie de juego de estira y afloja, de concesiones generosas y negativas arbitrarias, de vigilancia estricta (para impedir que traspasara sus límites y olvidase su condición inferior) combinada con una benevolencia extrema y demostraciones de confianza absoluta.

En términos generales ésta podría ser la línea de conducta adecuada. Pero aquí, como en todo lo demás, Romelia estaba preparada para improvisar las acciones sobre la marcha, para modificar sus actitudes según las circunstancias y aun para rectificarlas por completo si ello era preciso.

Por ejemplo, en el caso del noviazgo. Sus cálculos resultaron inútiles desde el momento en que don Carlos se abstuvo de tratar el tema directamente con ella sino que, con el pretexto de que no sabría resistir una negativa, envió como emisario al padre Trejo ante los señores Orantes.

Las negociaciones, pues, se llevaron al cabo en un nivel en el que la presencia, por lo menos la presencia de Romelia, no contaba. Antes de consultar con ella sus padres pesaron los pros y los contras de tal enlace y don Rafael tomó incluso la providencia de rendir una visita a doña Clara Domínguez, la madre de Estela, para pedirle referencias acerca de quién había sido su yerno.

Doña Clara, aunque nunca había podido perdonar a don Carlos que no hubiera recurrido a ella —viuda y sola también— para que se quedara en la casa en que había asistido como enferma a su hija y la había velado como muerta, para que permaneciera definitivamente allí como ama (sino que había preferido confiarse a una sirvienta), tuvo que reconocer que, como marido, don Carlos fue intachable.

Desde el primer momento concedió a la enfermedad de Estela la importancia que tenía e hizo cuanto estaba en sus manos para curarla. No escatimó gastos y así como hizo venir a famosos especialistas de México, también permitió que dieran su parecer las curanderas más humildes. Los medios no le importaban. Lo que le importaba era la vida de Estela. Y luchó, para salvarla primero, para prolongarla después, sin dar una muestra de impaciencia o de cansancio hasta que todo fue imposible. Porque la raya que Dios pinta no la cruza nadie y Estela allí se quedó.

Alentado por estas confidencias don Rafael se inclinaba a dar su consentimiento para la boda y, más que una proposición, lo que transmitió a Romelia al través de doña Ernestina fue una orden que la muchacha acató con la docilidad que se espera de una hija modelo, papel que, en ese momento, era el único que le permitían desempeñar.

El periodo de noviazgo fue breve y don Carlos y Romelia fueron sistemáticamente impedidos de verse a solas, pues tal es la costumbre. Pero cuando, por un acuerdo tácito, los vigilantes se descuidaban un momento, ella bajaba los ojos y se ruborizaba en espera de la frase romántica que había leído en una novela, de la mirada lánguida que lanza el modelo de tarjeta postal, de la tentativa, brutal y torpe a la que ella resistiría heroicamente, de aproximación.

Pero don Carlos parecía no advertir la oportunidad que se le presentaba y desperdiciaba esos minutos fugaces hablando de los encargos de ropa que había hecho a México, de los muebles que los carpinteros se demoraban en entregar, de la fe de bautismo que era necesario conseguir.

¿Cómo podía explicarse Romelia la conducta de su novio? No procedía así por inhabilidad, desde luego, ya que era hombre de mundo. Tampoco por falta de amor porque cuando un hombre no ama a una mujer no se casa con ella y este hombre parecía estar devorado por un ansia febril de que los acontecimientos se consumasen. Entonces procedía así por delicadeza. Nada más. Y ella debía sentirse halagada y agradecida.

El plazo se cumplió al final y la ceremonia de la boda (misa solemne, cantada por tres padres en la que el principal oficiante era don Evaristo Trejo) fue celebrada en el Templo Mayor, cuya nave resplandecía de luces y para cuyo adorno se arrasaron todos los planteles de flores de Comitán.

Al fondo, las voces del órgano y de un coro de niños atacaron la Marcha Nupcial en el momento en que entró la comitiva. Sobre la alfombra roja, del brazo de su padre, vestida de brocados antiguos y sin más joya que el famoso relicario, avanzaba —con paso deliberadamente lento para que su belleza pudiera ser observada y advertido hasta el más insignificante detalle de su atavío— la novia. Su semblante mostraba la gravedad propia del acto en que iba a comprometer su vida; el rubor, imprescindible dada la índole de ese acto, y un capullo de sonrisa en que asomaba la felicidad.

Detrás iba el novio sosteniendo a una doña Ernestina milagrosamente entera. Como si en todos los años transcurridos desde la muerte de Rafael no hubiera hecho nada más que alternar en sociedad, caminaba con desenvoltura, orgullosa de la elegancia y la discreción de su atuendo, alhajada, como siempre en las grandes ocasiones, con los diamantes heredados de los bisabuelos.

Las damas de honor eran las hermanas de la novia y no hubo manera de ponerlas de acuerdo acerca de los colores y el estilo de la ropa. Blanca eligió una tela gris oscura y un corte severo y monacal. Yolanda tuvo que ceder a los ruegos de su futuro cuñado y prescindió de la seda roja y brillante en la que se había encaprichado, del escote excesivo y de las mangas demasiado cortas y se contentó con permanecer en un terreno neutral en que el brillo de la tela fue atenuado por una opacidad inofensiva que hacía perder intensidad a su tono hasta volverlo moderado. En cuanto al escote se disimulaba con un velo y las mangas eran casi alcanzadas por la longitud de los guantes.

La concurrencia se fijó poco en los hombres. Pero el aspecto de don Rafael era el de un anciano que se sostiene en pie a fuerza de voluntad pero a quien la vida le ha dado ya la espalda. En cuanto a don Carlos —joven aún, corpulento, cuya mandíbula habla tanto de su obstinación y su ceño tanto de su ensimismamiento— no mostraba más que la calma, la seguridad, el dominio de sí mismo de quien ha atravesado por duras pruebas y ha salido, gracias a su coraje, bien librado y llega, por fin, a un puerto seguro.

Cuando los protagonistas se arrodillaron en sus reclinatorios, la música inundó los ámbitos de la iglesia con los acordes del Ave María de Gounod. En el momento del Evangelio se hizo un silencio general y, de pie, la concurrencia escuchó las palabras con que el sacerdote iba a declarar a la pareja marido y mujer.

Don Evaristo habló con fluidez, con entusiasmo, de la perfección del matrimonio cristiano —imagen terrestre de la unión mística de la Iglesia y Cristo—, de los deberes que el nuevo estado imponía a los cónyuges y de su obligación de formar una familia cuyos sólidos fundamentos fueran la fe y la observancia de los mandamientos divinos.

Con los ojos bajos Romelia se las ingeniaba para dar rápidos vistazos a su alrededor. Sí, en las bancas más próximas estaban sus amigas a las que mañana (y quizá siempre) les seguirían diciendo señoritas. Las que no iban a ser iniciadas, como ella esta noche, en los misterios de la vida. Las que no asistirían a los paseos, a las reuniones, a los entierros, sostenidas por el brazo fuerte de un hombre. Las que no se escudarían en la figura del marido para evitarse las molestias de las pequeñas decisiones y las responsabilidades de las decisiones importantes; las que no usarían el nombre del marido para negar un favor y rechazar una hospitalidad; las que no estarían respaldadas por el crédito del marido para contraer una deuda; las que no podrían invocar la autoridad del marido para despedir a una criada o castigar a un hijo.

De hoy en adelante Romelia ingresaría en el gremio de las mujeres que nunca dicen “yo quiero” o “yo no quiero” sino que siempre dan un rodeo, alrededor de un hombre, para llegar al fin de sus propósitos. Y ese rodeo se ciñe a una frase: el señor dispone… el señor prefiere… el señor ordena… no hay que contrariar al señor… ante todo es preciso complacer al señor… necesito consultar antes con el señor… El señor que la exaltaría al rango de señora ante los ojos de todos y que, en la intimidad, le daría una imagen exacta del cuerpo que, al fin, habría alcanzado la plenitud de saber, de sentir, de realizar las funciones para las que había sido creado.

Los músicos prorrumpieron en un Gloria al que pronto se incorporaron los mil sonidos dispersos de una multitud que se apresta a disgregarse. Que se atropella un poco y sonríe y se cede mutuamente el paso, que hierve de impaciencia por comentar los sucesos y que inicia frases breves y entrecortadas en voz baja, que disimula sonrisas bajo pañuelos perfumados, que deja que la burla, el despecho, la envidia, asomen a sus ojos y que cuando piensa en la suerte de los recién casados alza los hombros con escepticismo. Un escepticismo infundado aparentemente porque todo favorece esta alianza: el amor, la juventud, la riqueza. Y sin embargo…

La recepción se efectuó en la noche y en la casa de los padres de la novia. El único incidente digno de mención (aparte, naturalmente, de la abundancia y la exquisitez de las viandas, de la profusión de los vinos, de las atenciones que colmaban a los invitados) fue el hecho de que en el momento en que los novios posaban para la fotografía tradicional, una mariposa negra entró volando por una ventana abierta y fue a posarse sobre la cola del vestido nupcial. Antes de que nadie tuviera tiempo de ahuyentarla ya había corrido un rumor entre la concurrencia:

—¡Es el alma de Estela!

Romelia palideció de humillación, de cólera, de miedo, y los movimientos de su pecho se aceleraron hasta el punto de que el relicario se desplazó ligeramente del centro al lado contrario al del corazón. La novia volvió unos ojos suplicantes hacia el hombre que estaba al lado suyo (era ya su marido, tenía el deber de protegerla) para que la rescatara de esta situación equívoca y le diera el lugar que iba a corresponderle ante, los ojos de todos. Y don Carlos, con un movimiento rápido y decidido, hizo que la mariposa se alejara de allí y los demás, imitando su ejemplo, acabaron por arrojarla de la habitación.

Romelia suspiró, aliviada, y entrecerró los párpados para que los demás no sorprendieran en sus ojos esa fulguración de triunfo que los deslumbraría. Hasta entonces no había estado segura de cuál era el sitio que ocupaba en los sentimientos de don Carlos. Su vanidad le volvía insoportable la idea de no ser más que un plato de segunda mesa, aunque el sentido común le asegurase que Estela detentaría, por lo menos durante los inicios de su matrimonio, la primacía. Pero ahora supo que pisaba tierra conquistada. Que su rival no tenía más consistencia que la de un fantasma.

Este descubrimiento fue la culminación de un día en el que confluyeron, en un instante privilegiado, milagroso, irrepetible, la infancia edénica y el presente total. El instante de la realización de un sueño que no era sólo de felicidad sino también de restitución y de justicia y que constituía tanto la entrada a la ancha senda de la madurez cuanto el retorno a la raíz y el origen más remotos.

A pesar de todo, cuando Romelia se despidió de su familia para seguir a su esposo, lo hizo llorando. Y se aferraba a su madre y los varones —el que había velado sobre su soltería, el que iba a ampararla hasta la muerte— hubieron de presionarla con ternura para que deshiciera ese abrazo que la costumbre prescribe y sin el cual los padres se considerarían ofendidos por la ingratitud y la facilidad con que la hija los abandona y el marido desconfiaría del liviano carácter de la mujer en cuyas manos ha depositado ya su honor.

Mientras tanto, en la casa de don Carlos, todo estaba a punto para recibirlo junto a su nueva esposa. Las pertenencias de la novia (enviadas con anticipación) habían sido acomodadas ya en armarios, cómodas, tocadores, joyeros. Su camisón de bodas se extendía sobre el lecho y las tenues lámparas no eran más que un preludio de la oscuridad.

Después de hacer estos preparativos —y de colocar sobre la mesa del comedor una cena fría y unas botellas de champaña sin descorchar— doña Cástula se retiró, discreta y ofendida, a su dormitorio que ahora estaba hasta el fondo de la casa.

Romelia atravesó el umbral sostenida delicadamente por don Carlos. Él, por cortesía, le preguntó si deseaba conocer lo que desde ese momento iba a pertenecerle para siempre. Mas ella, para demostrar su desinterés, arguyó que estaba rendida con el ajetreo y las emociones del día. Don Carlos se reprochó en voz alta el no haber comprendido un hecho tan elemental y la condujo directamente a la alcoba. Allí, después de señalarle el sitio en que podía encontrar los objetos que le fueran necesarios, la dejó a solas para que procediese con entera libertad.

Romelia curioseó un poco, ponderó el valor de las cosas y luego, de prisa y diestramente, fue despojándose del vestido de novia y de todos sus aditamentos. Antes de ponerse el camisón se contempló, un instante, en el espejo. Su desnudez la hizo sonreír aprobatoriamente. Vaciló acerca de cuál de las dos orillas de la cama era la que le correspondía y se decidió por la que estaba más próxima al tocador. Se acomodó, dispuso graciosamente su pelo suelto sobre la almohada y aguardó a que llegase don Carlos. No se hizo esperar y, con el mismo movimiento con que se inclinó sobre ella para besarla, apagó la luz.

Romelia despertó al escuchar cómo alguien descorría bruscamente las cortinas de las ventanas. Apretó los párpados para defender sus ojos de la intrusión violenta de la luz matinal y masculló una protesta.

Durante unos momentos permaneció como aturdida, sin acertar a ubicarse ni a reconocer el sitio en que se hallaba. La voz de doña Cástula —respetuosa pero no servil— la hizo darse cuenta, de golpe, de su situación. Instintivamente se cubrió con las sábanas, gesto inútil pues el ama de llaves no se había dignado contemplarla sino que se entretenía en otros menesteres más útiles. Después de depositar la bandeja del desayuno cerca de Romelia se dirigió a un armario y mientras lo abría preguntaba qué ropa iba a ponerse la señora.

Romelia, azorada por este despertar tan diferente al que se había prometido junto a un hombre enamorado, tierno y solícito; insatisfecha consigo misma por haber dado a la familia a la que acababa de ingresar una primera impresión de pereza e irresponsabilidad (o por lo menos de ignorancia o de falta de respeto a los hábitos de la casa) contestó a una pregunta con otra.

—¿Hace mucho que se levantó el señor?

—A las seis, como siempre. Salió a pasear a caballo.

—¿Y a qué hora regresa?

Doña Cástula alzó los hombros para indicar que no lo sabía.

—Porque podría yo esperarlo para que nos desayunáramos juntos.

—Como usted disponga, señora. Pero antes de irse, don Carlos me recomendó que yo le avisara que quería encontrarla arreglada como para salir porque iban a hacer una visita.

—¿Una visita?

Romelia empezó a sentirse alarmada. Esperaba encontrar en su marido rarezas y excentricidades. Pero no una ni tan inmediata ni tan humillante. Y a estas horas, mientras ella dormía, el pueblo entero estaba al tanto de que lo hacía a solas, mientras su marido cabalgaba para demostrar a todos que lo ocurrido la noche anterior no fue ni agotador ni digno de continuarse durante la mañana siguiente. ¡Con qué lástima comentarían que la pobre Romelia no había sido capaz de retenerlo a su lado ni siquiera por la novedad!

Cierto que sus caricias habían sido torpes. ¿Pero no es la torpeza condición de las vírgenes? Cualquiera otra actitud, que no fuese de resistencia o de temor, cualquier rendición que no pareciera forzada, habría despertado en el esposo dudas sobre la pureza de la mujer, sospechas acerca de la autenticidad de su inocencia. Pero Romelia creía haber encontrado el justo medio en que quedara a salvo su prestigio y pudiera dar satisfacción a su esposo. Sin embargo, ahora ya no sabía qué pensar. Por una parte don Carlos era muy inexpresivo; por otra, ella estaba tan concentrada en sí misma, en su miedo, en los gestos rituales que debía cumplir, que no pudo observarlo, ni siquiera verlo. Eran, en esos momentos, dos personajes representando sus papeles respectivos. Para ella don Carlos no significaba más que el antagonista, el juez, el dueño, el macho. Pero no tenía rostro y no le oyó la voz.

¿Era posible, entonces, que —por ofenderla— la hubiese abandonado de madrugada para exhibirse solo por las calles de Comitán, como cuando era soltero? Y ahora quería clavar a fondo el estoque obligándola a acompañarlo a una visita.

Porque una visita significaba mostrar al público su andar trabajoso de virgen recién desflorada, sus ojeras de fatiga, la dificultad y el malestar con que asumía su nueva condición, todo lo cual se prestaría a bromas procaces. Por eso en Comitán era costumbre que los recién casados se encerraran durante los primeros días, hasta que la gente se acostumbrase a pensar en ellos como en una pareja más, hasta que ellos mismos adquiriesen el hábito de estar juntos y de proceder con la misma naturalidad de quienes han convivido largos años.

¿Pero qué sabía don Carlos de tales delicadezas? Lágrimas de despecho arrasaron los ojos de Romelia, quien tenía que esforzarse por disimular su contrariedad ante una doña Cástula imperturbable y que todavía aguardaba su respuesta.

—¿Qué vestido le preparo, señora?

Asegurando su voz para que no temblara Romelia apuró el cáliz de su humillación hasta las heces.

—¿No le explicó el señor qué clase de visita era? ¿De cumplido, con la gente decente, o con sus amigos de las orilladas?

Había ironía y desprecio en la pregunta para que la criada supiera que su nueva patrona era orgullosa y que si se sometía a prestar obediencia al marido, sería la última vez que iba a soportar que las órdenes le fueran transmitidas por personas inferiores.

—No lo sé, señora. Don Carlos no me dijo nada.

—Entonces saque ese vestido de piqué blanco.

Doña Cástula no hizo ningún movimiento por lo que Romelia tuvo que añadir.

—El día está fresco y como no es lujoso puede servir lo mismo para…

—Es blanco, señora.

Hasta entonces advirtió Romelia lo inapropiado de su elección. Efectivamente, ése era el detalle que faltaba para que los comitecos guisaran un buen chisme a costa de la virilidad de don Carlos. Impaciente, concedió:

—El que sea, entonces. Me da igual.

Doña Cástula insistía con la calma del que tiene razón.

—Pero hay que escoger. Y la que escoge es siempre la señora, no la sirvienta.

—Gracias por la lección, Cástula. Ya tendré oportunidad de corresponderle. Voy a ponerme entonces ese vestido de crespón color durazno. Le mandé a hacer un cuello especial para que pueda lucir bien mi relicario.

Con el gesto maquinal, repetido mil y mil veces desde la infancia, Romelia se llevó la mano al pecho e inmediatamente gritó:

—¡Mi relicario! ¿Dónde está?

Era una acusación de robo, una pequeña venganza contra quien había presenciado el ridículo en que chapoteaba Romelia, sus desaciertos, su inseguridad. Pero doña Cástula pasó por alto la alusión.

—Está allí sobre el tocador, señora. ¿No es éste?

Puso el relicario en manos de Romelia quien tuvo que reconocer que su alarma, por infundada, había sido un error más. Y mientras volvía a colgárselo alrededor de la garganta se esforzaba por recordar en qué momento se había despojado de él. Cierto que la noche anterior estaba demasiado aturdida y nerviosa, quizá hasta marcada por los brindis. De todos modos ¿qué importancia tenía haberse quitado el relicario si ahora estaba de nuevo en su sitio y si resaltaba favorablemente sobre el cuello del vestido color durazno?

Cuando llegó don Carlos no tuvo motivo de contrariedad. Su esposa había seguido al pie de la letra sus indicaciones y estaba ya lista para salir con él. Además había logrado serenarse, olvidar su disgusto, disimular su curiosidad y recibirlo con una sonrisa y sin ninguna pregunta.

Don Carlos se acercó a ella y le besó ceremoniosamente la mano.

—¿Descansó usted bien?

No se tuteaban aún. Romelia hizo un signo afirmativo. Quiso justificarse.

—Debo de haber estado rendida porque no desperté sino hasta que doña Cástula entró a darme sus recados.

—Entonces ¿podemos irnos ya?

—Sí.

La perfecta casada echa a andar tras el marido sin saber adónde. Ayer mismo —¿a estas horas?— juró seguirlo, hasta el fin del mundo si era preciso. No la asiste ningún derecho para inquirir el rumbo o para mostrar su desacuerdo. Mas don Carlos es un hombre civilizado que no abusa de su poder y condesciende a revelar sus propósitos.

—Vamos a casa de sus padres.

A Romelia se le iluminó de alegría el rostro. Pero no quiso añadir ningún signo más a éste que había brotado espontánea e irrefrenablemente. El afecto a los suyos debía haber cedido ya su lugar a sus nuevas obligaciones de esposa.

En la casa de los Orantes los recién casados fueron recibidos con una vaga aprensión que cubrieron bajo un despliegue exagerado de amabilidad y demostraciones de júbilo.

Como aún no había tiempo de borrar las huellas de la fiesta y la sala estaba siendo sometida a limpieza y orden por un ejército de criadas, las visitas fueron recibidas en el costurero. ¿No eran acaso de confianza? Vaya, algo más. Eran de la familia.

Se les ofrecieron refrescos, dulces, una copita. Don Carlos rechazó cada oferta con cortesía pero con una firmeza inapelable y Romelia no se atrevió a discrepar de su marido, que ahora decía:

—No vale la pena que se molesten. Yo no estaré aquí más que unos cuantos minutos, los suficientes para comunicarles —a usted, don Rafael, y a usted, doña Ernestina— un asunto de suma importancia.

Los aludidos se miraron entre sí, inquietos. Blanca y Yolanda se pusieron de pie para retirarse. Romelia palideció.

—¿Debo irme yo también?

—No. Porque el asunto le concierne a usted tanto como a nosotros.

Cuando quedaron solos el silencio adquirió una densidad y una longitud angustiosas. Ninguno sabía cómo romperlo. Por fin, don Rafael, comprendiendo que, por su edad y por su condición de padre le correspondía la iniciativa, carraspeó y dijo:

—Bien, don Carlos, estamos dispuestos a escuchar.

—Lo que tengo que decirles, le suplico que me lo crean bajo mi palabra de honor, es más penoso para mí que para ninguno. Pero no hay otra alternativa. He venido a depositar a esta casa a una mujer que no es digna de vivir en la mía.

Romelia abrió desmesuradamente los ojos, incrédula, incapaz de entender el sentido de las palabras de este hombre. Don Rafael apretó las mandíbulas y doña Ernestina se aseguró una horquilla del moño.

—¿Se da usted cuenta de la gravedad de lo que sostiene, don Carlos?

—Le juro que es tan grave para mí como para ustedes. El paso que doy significa la deshonra de todos.

Romelia se irguió: sus ojos llameaban; sus mejillas estaban arrebatadas de cólera.

—Deshonra ¿por qué?

Don Carlos miró a Romelia con ojos impasibles y su acento, al dirigirse a ella, era casi benevolente.

—No me obligue usted a entrar en detalles que si para mí, como médico, son fáciles de expresar, como marido burlado son dolorosos de reconocer. Y si conserva usted algún rasgo de pudor, señora, no someta a sus padres a la vergüenza de oír, con las palabras más crudas y desagradables, cómo la confianza que depositaron en su honestidad fue traicionada.

Las últimas frases casi se perdieron entre las estrepitosas carcajadas de doña Ernestina. Por eso Romelia tuvo que gritar.

—¿Cómo, a qué horas, con quién pude yo cometer semejante pecado? Me vigilaron siempre, ningún hombre se me acercó nunca y no estuve a solas con nadie antes que con usted.

—A mí no me interesa cómo, cuándo ni con quién. El hecho es que yo ya no la encontré virgen.

—¡Mentira! Papá, dile que se calle, está mintiendo. Yo tengo pruebas.

Don Carlos replicó antes de que don Rafael pudiera intervenir.

—¿Cuáles?

La voz de Romelia había desfallecido. Le costaba trabajo pronunciar esa palabra por la que siempre había sentido repugnancia.

—La sangre… la sábana quedó manchada de sangre. Papá, vas a verla, yo te la voy a enseñar.

Doña Ernestina había enmudecido, había recompuesto su expresión y ahora contemplaba la escena desde tal distancia que no podía advertirse en ella ningún signo de profundo interés.

—Don Rafael, yo no soy tan ingenuo como para venir a pedirle que se fíe solamente de mi palabra. A fin de cuentas yo no soy más que un extraño y Romelia es su hija. Pero estoy dispuesto a repetir lo que he dicho y a demostrarlo en el terreno en que usted me lo exija.

—¿Es un reto a duelo, Rafael? —preguntó con una curiosidad más bien dictada por los buenos modales doña Ernestina.

Sin dirigirse a nadie en particular don Rafael admitió:

—Don Carlos ha dado su palabra de honor, y es un hombre de honor. Tengo la obligación de creerle.

—¿Y a mí? —interrumpió apasionadamente Romelia—. ¿No vas siquiera a tomarte el trabajo de ir y ver esas sábanas?

Don Rafael hizo un signo negativo.

Romelia se había arrodillado ante su padre y, con la cabeza apretada contra su pecho, repetía:

—Recuerda, papá, cómo hemos vivido, cómo nos han criado. Encerradas siempre, cuidadas siempre…

Don Rafael volvió los ojos y los fijó en su esposa con una fría mirada inculpatoria. Pero ella no lo advirtió. Estaba distraída analizando la trama del encaje de su pañuelo.

—¡Dime con quién, papá, con quién pude haber cometido esa culpa de que ahora me acusan!

Mientras don Rafael vacilaba entre la compasión al desvalimiento de su hija y la observación al código de honor que lo solidarizaba como hombre, con don Carlos, se abrió silenciosamente la puerta del costurero y en el umbral se vio la figura, un momento inmóvil, de Blanca y de Yolanda.

Era evidente que ambas habían escuchado la conversación. Blanca se adelantó. Temblaba violentamente y, aunque hacía esfuerzos por hablar, de su garganta no salían más que sonidos confusos y estrangulados. Pero sus movimientos eran seguros, fuertes, precisos. Fue directamente hasta donde seguía arrodillada Romelia y, de un solo empujón, la apartó de su padre y la hizo rodar por el suelo. Jadeante, después de este acto, pudo al fin pronunciar algunas frases.

—¡La cínica se atreve a preguntar con quién! ¿Ya no te acuerdas de tu propio hermano, de Rafael? ¿Ya olvidaste que dormían juntos en la misma cama? ¿O crees que todos estábamos ciegos y sordos en esta casa para no darnos cuenta de lo que sucedía?

—¡Por Dios, Blanca, estás loca! Cuando Rafael murió Romelia era una criatura.

—Sí, una criatura a la que había mancillado. Yo los acechaba a todas horas para sorprenderlos… Yo no podía dormir, pensando, sintiendo remordimientos de pensar… Y luego tenía que acusarme ante mi confesor y cumplir con la penitencia que me mandaba y volver a caer en la tentación, porque ellos no me dejaban descansar nunca.

Romelia se había puesto en pie y se enfrentaba a su hermana.

—¡Celosa! No le perdonaste nunca su predilección por mí y ahora te vengas ensuciando la memoria de quien ya no puede defenderse. ¿Por qué, si tenías algo más que una sospecha, una certidumbre, no nos denunciaste? Porque preferías tus delirios inmundos a la verdad.

—La verdad está aquí. Ahora. Y la dice un hombre para que nadie desconfíe de su testimonio.

—No, no, don Carlos, por favor, no lo crea. Yo también fui testigo y los dos eran inocentes. Rafael ya ha sido juzgado por Dios, pero Romelia… Tenga usted compasión, piense en lo que va a ser su vida aquí, con nosotros. Cerca de Blanca que la martirizará, día y noche, repitiendo las mismas palabras. Cerca de mí, que no podré perdonarle nunca que, por su culpa, ningún hombre volverá a mirarme sin malicia y sin desprecio. ¡Y yo no me casaré ni tendré hijos ni podré salir de este infierno ya nunca porque soy la hermana de una prostituta!

Don Rafael asió violentamente el brazo de Yolanda y le ordenó:

—¡Calla!

Mientras tanto Blanca había vuelto a la superficie, después de una profunda meditación, dueña de un descubrimiento:

—Yo no podía entender por qué se había matado. Pero ahora lo sé, estoy segura: Rafael se mató de vergüenza, de remordimiento. ¡Como si él hubiera sido el único culpable!

Doña Ernestina sonrió y tomó la mano de Blanca entre las suyas y con la paciencia con que se explican las cosas más obvias a un niño o a un imbécil, le dijo:

—Pero si Rafael no se mató, criatura. Todos sabemos que fue una desgracia. ¿Cómo iba a causarnos voluntariamente una pena así? ¡Era tan bueno! ¿No cree usted don Carlos?

En vez de responder, don Carlos se dispuso a irse.

—Señora, yo no sólo no tengo derecho a opinar sino que ni siquiera deseo oír estas discusiones.

—Estos disparates, puntualizó con inesperada energía, don Rafael. ¡Basta ya! Hijas, su madre no se siente bien. Es necesario que la acompañen hasta su cuarto y que la atiendan.

—¿Yo también, papá? —quiso saber, con un último vestigio de esperanza, Romelia.

—Tú también. Lo que don Carlos y yo vamos a tratar es asunto de hombres.

Cuando las mujeres se hubieron marchado don Carlos quiso adelantarse a aclarar que no había ningún asunto pendiente excepto el que concernía a las pertenencias de Romelia y que serían devueltas con el mayor escrúpulo y la mayor prontitud posible. Pero don Rafael insistió y don Carlos no pudo soportar el espectáculo de alguien cuya única fuerza persuasiva era la ancianidad y volvió a sentarse.

—No tema usted, don Carlos. No voy a pedirle nada que vaya contra su dignidad puesto que yo estimo demasiado la mía y quiero ponerla por encima de todo este desastre. Ellas, ya lo ha visto usted, ruegan, juran que son inocentes, son capaces de recurrir a cualquier medio con tal de no arrostrar las consecuencias de sus actos. ¿Qué otra cosa puede esperarse de las mujeres cuya naturaleza es débil, hipócrita y cobarde? Pero mientras en esta casa haya un hombre ese hombre dará la cara por ellas para pagar lo que sea necesario. Yo, personalmente, asumo la entera responsabilidad de los hechos. Sin conocimiento mío y, mucho menos con mi anuencia, eso sí puedo asegurárselo, ha sido sorprendida su buena fe y se le ha causado un daño moral irreparable. Sin embargo estoy dispuesto a hacer lo que usted considere preciso para darle la satisfacción pública que usted exija.

Don Carlos, al tiempo que se ponía de pie, extendió la mano para estrechar la del viejo.

—Si el otro hombre hubiera sido tan íntegro como usted, esta desgracia se habría evitado.

Y girando sobre sus talones, don Carlos se marchó.

A la hora de la siesta, cuando las patronas se adormilan en la hamaca, mientras una criadita joven (demasiado joven para desempeñar ningún otro quehacer más rudo o más delicado) le soba las plantas de los pies o le cepilla el cabello; cuando la colegiala da vueltas alrededor de sus cuadernos, sin decidirse a comenzar la tarea; cuando el adolescente solitario busca, debajo del colchón, el libro pornográfico y se encierra con llave para no ser sorprendido leyéndolo; cuando la bordadora queda, un instante, con la aguja en suspenso y oye los pasos de afuera y aguarda, con el corazón palpitante, que el esperado llegue hasta su soledad; cuando las siervas de cocina se chancean entre estrépito de vajilla a medio lavar; cuando el sastre, apoyado en el metro de madera como en un bastón, se para a media banqueta, frente a su taller; cuando el comerciante destranca las puertas de su tienda para disponerse a atender a una clientela que no se da prisa en venir; cuando la vendedora de dulces concede una tregua a su lucha contra las moscas; cuando el hambre que nace del ocio pide su presa para devorarla, fueron transportados los enseres de Romelia Orantes de la casa del doctor Román a la de sus padres.

La procesión de mozos que cargaban baúles de ropa, cajones llenos de objetos cuyo uso era materia de conjeturas, estuches de joyas y fruslerías, fue presenciada por el pueblo entero.

La que, por discreción, no abrió sus ventanas, descorrió sus visillos y el que no suspendió el juego de billar, dejó el retazo de tela a medio medir sobre el mostrador, para estar presente en un espectáculo tan inusitado.

Los rumores se elevaron casi inmediatamente al nivel del comentario que se hace en voz alta, de balcón a balcón, de banqueta a banqueta y las preguntas a los cargadores fueron directas aunque las respuestas parecieron insuficientes. Entonces las personas de más viso comenzaron a elaborar hipótesis, atrevidas, insolentes, lastimosas, pero siempre cómicas. El ridículo irradiaba como una aureola en torno de las figuras de los protagonistas del suceso. ¿Quién era Carlos Román? ¿Un novio engañado? ¿Un marido impotente? ¿Y Romelia? ¿Una mujer liviana? ¿Una víctima? ¿Y los Orantes? ¿Pretendieron hacer pasar gato por liebre al yerno o la nuez, tan vistosa por fuera, les salió vana? Hubo quien jurara y perjurara que el intríngulis estaba en la dote, una dote que, ya consumado el matrimonio, don Rafael se negó a hacer efectiva. Y no faltó quien asegurara que el espíritu de la difunta Estela se les había aparecido a los recién casados y los persiguió toda la noche haciéndolos casi enloquecer de terror. Y únicamente lograron conjurar el fantasma prometiéndole que se separarían para siempre.

El oleaje de palabras crecía, se transformaba, se mezclaba con antiguas leyendas y llegó hasta el retiro de don Evaristo Trejo quien, al principio, se negó a dar crédito a sus oídos y luego, ante la evidencia que le mostraron sus ojos, no tuvo más remedio que acudir, presurosamente, a casa de su amigo, don Carlos.

Doña Cástula lo vio llegar como agua de mayo. Había pasado la mañana entera empacando lo que apenas ayer había acabado de acomodar en los muebles. Su posición en la casa le impedía hacer ninguna pregunta cuando se le dictaba una orden pero como no se explicaba lo acontecido sino por una causa muy grave, temía por la salud y aun por la vida de su amo. Porque, desde su regreso de la casa de los Orantes, y después de haber dictado las disposiciones para que las cosas de Romelia le fueran devueltas, se había encerrado en su estudio, había prohibido la entrada a todos y se negaba a probar bocado.

—Las prohibiciones no rezan conmigo —afirmó don Evaristo y, absolviendo de antemano a doña Cástula del pecado de desobediencia en que iba a incurrir, se dirigió a la habitación a la que suponía que no podría penetrar más que forzando las puertas. Pero a su primer llamado le contestó la voz tranquila, inalterada de don Carlos.

—Adelante.

El recién llegado lo observó sin hallar en su aspecto ningún signo que produjera alarma. Así que fue a acomodarse en el sillón de costumbre mientras don Carlos echaba llave a la puerta. Mientras lo hacía, dijo:

—Lo esperaba, padre. Ya comenzaba a preocuparme su tardanza.

—Apenas acabo de saber… ¿Qué es esto monstruoso que me cuentan? ¿Que Romelia ya no está aquí? ¿Que ha vuelto a casa de sus padres?

—Sí. Yo mismo la he llevado esta mañana.

—Y lo dice usted como si la hubiera llevado a dar un paseo. Todavía ignoro los motivos. Pero sea de quien sea la culpa, entre los dos han violado un juramento hecho apenas ayer ¿se da usted cuenta? ayer, ante Dios.

—Y usted había salido fiador nuestro.

—Oh, qué importa eso.

—Lo que importa es que para que nos hayamos visto obligados a cometer tal… ¿se dice sacrilegio? debe usted considerar que hubo causas poderosísimas, obstáculos insalvables.

—Claro, la soberbia y el orgullo de los hombres se estrellan ante la primera insignificancia.

—¿Es una insignificancia descubrir que la esposa ha hecho uso ya de su cuerpo antes del matrimonio?

—No. Pero nada, ni aun eso, lo autoriza a usted a haber faltado de tal modo a la caridad. Y no me suponga usted tan estúpido como para creerlo inclinado a ser caritativo con ella, sino con usted mismo. ¡Qué buen pasto de escándalo ha proporcionado usted al pueblo! Y no sólo a costa de esa pobre mujer, cuya vida ha quedado deshecha, sino también a costa suya. Todo lo que a usted concierne, hasta sus atributos de varón, ha sido puesto en entredicho por los murmuradores. Pero eso lo tiene sin cuidado. No se tentó usted el alma para tomar semejante decisión ¿verdad?

Don Carlos había escuchado la exaltada alocución de don Evaristo con un gesto de paciencia y cuando respondió fue como si reprochara.

—Creí que me conocía usted mejor, padre, como para no suponerme capaz de obrar irreflexivamente, arrastrado por mis impulsos hasta el grado de atropellarme a mí mismo. No. Yo calculo, yo pienso, yo puedo esperar todo el tiempo que sea necesario. Lo que ha pasado ahora no es más que el desenlace de una historia muy larga, tan larga que no sé si tendrá usted la paciencia o el deseo de escucharla.

—¡Por Dios!

—De todos modos, como no quiero abusar del amigo, recurro al sacerdote. Voy a confesarme con usted, padre.

—¿Confesarse? Cuando se lo pedí para la boda se negó usted.

—Entonces todavía no era oportuno. Ahora sí.

Don Evaristo miró a su interlocutor, por primera vez, con desconfianza. Recelaba una burla, acaso una profanación. Don Carlos sonrió, comprendiendo los escrúpulos del otro.

—No tiene usted derecho a negarme lo que le da a cualquier beata, sólo porque lo que en ella no es más que un hábito mecánico que ha perdido ya su significación, en mí es un acto libre y espontáneo de mi voluntad.

Don Evaristo se puso la estola, que llevaba siempre consigo y, con la cabeza entre las manos, murmuró las oraciones introductorias que el penitente, a quien había ordenado que se arrodillase frente a él, no pudo seguir. Por fin alzó la cara y demandó:

—Di tus pecados. Sin omitir nada. Sin atenuar nada. Quiero, en nombre del único que puede absolverte, la verdad.

Pero en vez de obedecer don Carlos insistió hasta estar seguro.

—¿Lo que yo diga ahora cae bajo lo que ustedes llaman el secreto de confesión? ¿Ese secreto inviolable que los sacerdotes están obligados a guardar aun a costa de su propia vida?

—Sí.

Don Carlos se puso de pie, respiró, aliviado, y el tono de su voz y su actitud cambiaron. Ya no se preocupaba más ni de fingir una reverencia que no sentía ni de mantener una reserva que no necesitaba. Paseándose, de un lado a otro de la habitación, comenzó a hablar.

—No, usted no se imagina, ¿cómo va a imaginárselo si no se ha enamorado nunca, lo que se dice enamorarse hasta los tuétanos? el ansia con que se espera el momento en que el ser que amamos va a entregársenos y a pertenecernos para siempre. Le juro que cuando abrí la puerta de la casa para dejar que entrara la que ya era mi mujer, estaba yo temblando. De alegría, de miedo. Porque estar a solas por primera vez con el ser que se ama no es fácil. Hay, al mismo tiempo, un deseo de posesión y una necesidad de venerar que empuja y que paraliza…

—Ahórrese esas retóricas —interrumpió con sequedad don Evaristo— que me las tengo bien sabidas en mis lecturas de los místicos.

—Bien. Cuando entramos, ella me pidió que la disculpara un momento. Debía cambiarse de ropa, peinarse, hacer alguna de esas cosas con que las mujeres gustan de recordarnos que lo sublime no es su tesitura y que, para amarlas, tal como son y como quieren ser amadas, no nos queda más remedio que rebajarnos a su nivel.

—De nuevo nos perdemos en divagaciones.

—Tiene usted razón. El caso es que ella fue adonde dijo que iba, si es que, después de todo, puedo creer en alguna de sus palabras, y yo decidí esperarla aquí, donde nos encontramos ahora: en el estudio. Mi disposición de ánimo era muy peculiar. Estaba nervioso, impaciente, no acertaba a acomodarme, cuando entró doña Cástula con un paquete en la mano. Dijo que acababa de dárselo un desconocido y que le había recomendado muy encarecidamente que me lo entregara de inmediato. Que se trataba de un regalo y que lo único que valía de él, además de la intención, era la oportunidad con que llegara a mis manos. Quedé solo con el paquete y, como mi mujer tardaba, de un modo mecánico, inconsciente casi, comencé a abrirlo. Eran unas cartas. Estas cartas. Léalas usted.

Mientras don Carlos pronunciaba las últimas frases había ido hasta el escritorio, abierto la llave del único cajón que siempre mantenía cerrado y extraído un fajo de papeles, amarillentos, manoseados mil veces, con la tinta palidecida por los años. Pero aún, sobre la superficie, podían distinguirse bien las palabras. La letra era regular, clara, impersonal, obviamente aprendida y ejercitada siguiendo los modelos caligráficos de un convento. La ortografía era caprichosa y el estilo sencillo y directo, ingenuo y apasionado.

No encabezaba las cartas nombre alguno sino apodos cariñosos en que se mezclaba un poco la burla y un mucho la ternura. Y luego iban desplegándose esos párrafos largos en que los enamorados hacen protestas de su constancia y ponderaciones de la intensidad de sus sentimientos; donde claman celos, lamentan ausencias, satisfacen sospechas y juran y juran y juran.

Las cartas tampoco estaban señaladas por una fecha pero se notaba el transcurso del tiempo al través de ellas por la intimidad de que iban impregnándose. Intimidad física, alusiones a contactos en los que el pudor se rendía, lenta pero ineluctablemente, ante la sensualidad. Y luego, lo de rigor. La languidez de la entrega, los sobresaltos del remordimiento, las alarmas ante las posibles consecuencias, el miedo ante el peligro de que el secreto fuese averiguado, los primeros asomos de desconfianza, los reproches al abandono del amante, el descubrimiento de la fragilidad de sus promesas y el horror de ver en los ojos amados no únicamente la propia imagen envilecida sino, a ratos, el vacío.

Pero de pronto surgía un nombre: el del doctor don Carlos Román. Al principio se le mencionaba con cierto dejo de petulancia. ¿A qué mujer no le halaga ser amada y no le sirve mostrar el amor que suscita en otro al amante que comienza a hastiarse de ella? Don Carlos era útil como estímulo, como rival. Pero poco a poco iba adquiriendo otro perfil, una consistencia más sólida que le confería la familia al convenir, de un modo unánime, que era el mejor partido al que la muchacha podía aspirar y que si sus intenciones eran serias, como todo parecía indicarlo, no debía, por ningún motivo, desaprovecharse la ocasión. La muchacha se atrevió, quizá alguna vez, a discrepar de las opiniones de los otros. Pero fue tan duramente reprendida y castigada que no le quedó otro recurso que fingir conformidad. Su condena, salvo que el destinatario de las cartas la evitara, era el matrimonio con el doctor Carlos Román.

Ah, qué desmelenamientos de desesperación; qué sarcasmos para calificar a este hombre cuya fuerza (su dinero, su título, su apellido) la aplastaba. Qué ensañamiento para sus defectos, qué clarividencia para sus manías, qué ceguera ante sus cualidades, qué burla tan cruel para sus sentimientos, qué descripción tan minuciosamente implacable de sus visitas, de sus conversaciones, qué desprecio para sus regalos. Todo su odio y su impotencia cristalizaron en una definición: el bruto. Nunca volvió a referirse a don Carlos más que bajo ese nombre.

Y lo mencionaba sólo para pedir auxilio al otro, al desdeñoso que, según se colegía de las cartas, aconsejaba el matrimonio de interés, no como un sacrificio de sus placeres sino como la condición indispensable para seguir gozando con impunidad, y en terreno seguro, de ellos.

Allí se suspendía la correspondencia. ¿Por qué? ¿Ante tal cinismo la autora de las cartas reaccionó, ofendida, con el silencio? ¿O en alguna entrevista verbal aceptó el pacto? En la última página una mano de hombre había trazado una frase:

“Que te haga buen provecho.”

Don Evaristo alzó los ojos, atónito. Había leído treinta, cincuenta veces la firma y aún no era capaz de dar crédito a sus ojos:

—¡Pero estas cartas son de Estela!

—¡Qué imprudente! ¿Verdad? Omitió todas las pistas, menos las que la señalaban a ella. ¡Y, por Dios, don Evaristo, no ponga usted esa cara de sorpresa porque voy a tener que reírme! La que yo puse, la primera vez que tuve entre mis manos esos papeles, ha de haber sido peor. Digo, porque cuando Estela entró en el cuarto y me miró, quedó como petrificada. Era miedo. Pero cuando descubrió las cartas, su expresión cambió. Le juro que no he visto nunca, en ningún rostro humano, un gesto igual de sufrimiento. Y no era por mí, entiéndalo usted, por quien sufría, pues no le importaba mi desprecio que jamás igualaría al suyo. El miedo inicial se transformó en júbilo y yo sorprendí en sus ojos la esperanza de morir allí mismo, a mis manos. Yo creí que lo que le dolía era la traición del otro. Pero también me equivoqué. El otro, a pesar de que ella se había plegado a sus exigencias, hasta el punto de casarse conmigo, había ido mostrándose cada vez más displicente, más esquivo hasta suspender por completo sus entrevistas y devolverle sus cartas sin abrir. Ella supuso que ya no la quería y he aquí, que de pronto, tenía ante sus ojos una prueba irrefutable de su despecho a la que ella se asía, desesperadamente, como a una señal de amor. No, no podía permanecer aquí ni un minuto más. Intentó salir corriendo a la calle a buscar al otro, a agradecerle la canallada que acababa de cometer, qué sé yo. El caso es que no la dejé. La detuve por la fuerza y nos pasamos la noche entera luchando. Yo hablaba, como un loco, maldecía, suplicaba, prometía. Y ella no cesaba de llorar, tiritaba de frío, de fiebre, se inclinaba ante los golpes, pero no decía ese nombre, el nombre que no escribió nunca y que yo nunca iba a saber porque desde entonces Estela ya no pudo volver a hablar.

—Con su silencio estaba defendiendo la vida del otro y tal vez la de usted, don Carlos. Porque en la exaltación en que se encontraba usted habría sido capaz de matar.

—No, no fue así. Yo amaba a Estela con la misma falta de orgullo con que ella amaba al otro. Yo la habría perdonado…

—Eso dice usted ahora.

—Eso lo juré entonces. Le propuse que quemáramos las cartas, que olvidáramos esa noche de pesadilla, le prometí que yo no volvería a preguntar nada nunca. Pero Estela no me escuchaba siquiera. Sólo quería morir.

—¡Pobre criatura!

—Sí, en medio de mi propio dolor, yo también la compadecí. Pero ella no toleraba nada mío; y menos que nada, eso. Como no permitía que me acercara, ni aun para cuidarla porque ya estaba muy enferma, tuve que recurrir a su madre, a extraños. La velábamos de día y de noche. Hice todo lo humanamente posible para salvarla. Pero fue inútil. Estela se negaba a comer, a tomar las medicinas, a seguir las indicaciones. Al menor descuido nuestro se arrancaba las agujas de suero con que pretendíamos mantenerla viva y las sondas con que la alimentábamos artificialmente. Yo estaba siempre junto a su cabecera, esperando que en algún momento de inconsciencia, de delirio, llamara al otro. No lo hizo. Y cuando le ofrecí traerlo para que lo viera por última vez movió la cabeza negando con tal vehemencia que agotó la fuerza que le quedaba. Así que murió como se lo había propuesto: por él.

Hubo una pausa en la que don Carlos respiró profundamente para poder continuar.

—Me quedé solo. Rehusé la compañía de mi suegra y evité la solicitud de mis amigos. Porque necesitaba pensar. ¿Quién había sido él, ese hombre al que Estela se había inmolado? En principio, cualquiera. Acaso el amigo que venía a ofrecerme sus consuelos, a darme el pésame. Pero cuando, apenas pasados unos días del entierro de mi mujer, supe lo de la muerte de Rafael Orantes, comencé a ver claro.

—¿Por qué? Podía tratarse de una simple coincidencia.

—Porque Rafael no murió en un accidente de cacería como se hizo creer. Sino que se suicidó. De vergüenza y de remordimientos. Y eso no lo invento yo. Eso lo sostiene su hermana Blanca.

—Esa mujer no está en sus cabales. Ve culpas donde no las hay.

—¿Qué puede hacer la pobre si le faltan los elementos principales? Pero yo, que los he tenido aquí, siempre a la mano, fui atando cabos, poco a poco. ¿Para qué apresurarme, ahora que Rafael me había quitado tanto la posibilidad de venganza como la de comprobación de que mis sospechas eran ciertas?

—¿En qué se basaban?

—En que Rafael y Estela habían sido novios. Aparentemente la aventura no tuvo importancia, no llegó siquiera a cuajar en noviazgo. Él era un inconstante y ella obedeció la prohibición maternal. Pero a escondidas de todos siguieron viéndose. Y, a juzgar por las cartas, no sólo viéndose. Mi suegra, sin darse cuenta, en conversaciones que parecían triviales, me proporcionó muchos datos. Pero me faltaba el último, el definitivo, el único que podía servir de prueba irrefutable. Fue entonces cuando supe lo del relicario de Romelia.

Don Evaristo había ocultado su rostro entre sus manos.

—¡Jesús! ¡Jesús!

—No padre, de nada le sirve cerrar los ojos. Aquí está el papel. ¡Mírelo, compare lo que ese hombre escribió a su hermana con lo que me escribió a mí: es la misma frase, es la misma letra!

Don Evaristo, presionado violentamente por don Carlos, se esforzaba por hallar una semejanza que para el otro resultaba tan evidente. Pero los rasgos habían sido limados por el tiempo, desfigurados por los dobleces del papel.

—No. Este testimonio no es suficiente.

—¿Cómo que no? ¡Pero si aquí está todo claro, indudable! Sólo el que no quiere ver no ve. Y usted no quiere.

—Y usted sí quiere y ve únicamente lo que quiere.

El rostro de don Carlos se encendió en cólera. Gesticulaba, esgrimía los dos trozos de papel, comparaba una letra con otra hasta que el padre Trejo se dio por vencido.

—Pero aun suponiendo que tenga usted razón y que Rafael no hubiera muerto en un accidente sino que se hubiera suicidado…

—Como lo asegura su propia hermana.

—…aun suponiendo, digo, ¿no bastaba su sangre para borrar su culpa? ¿Por qué tenía que pagar también una inocente?

—¿Cuál inocente?

—La víctima de todo este enredo: Romelia.

—Ah, sí. ¡Pobre Romelia! Pero no se puede ser impunemente la consentida de un asesino ni guardar la prueba del asesinato sin correr ningún riesgo. Recuerde usted que ella era la dueña del relicario y que no lo abandonaba nunca, bajo ninguna circunstancia.

—¿Y para apoderarse de él armó usted esta maquinación infame?

—¿Se refiere usted a la boda?

—Me refiero a todo. A nuestro encuentro “casual” ante el lecho de Enrique Suasnávar. A la hospitalidad que me brindó usted en su casa. A la manera tan suave con que fue usted orillando nuestros temas de conversación hacia el matrimonio. Yo se lo aconsejaba, claro. ¡Estaba usted tan solo! Yo pretendía orientarlo pero siempre mis proposiciones eran desechadas por un motivo o por otro. Naturalmente. Su plan ya estaba trazado.

—Sobreestima usted mi habilidad, padre.

—Mejor dicho, mido mi estupidez. Aunque tampoco habilidad es el término adecuado para lo que usted ha hecho.

—Si quiere usted desahogarse, calificándome, puede hacerlo. Le prometo que no me ofenderé.

—No faltaba más. Nada puede turbar su satisfacción por el éxito. Ni siquiera el recuerdo de esa inocente cuya vida ha usted destruido.

—¿Por qué está usted tan seguro de la inocencia de Romelia? ¿Porque no escribe cartas? ¿Porque si las escribe su corresponsal es discreto? No, don Evaristo. Se puede pecar de ingenuidad una vez. Pero no dos.

—Usted para justificarse, la acusó de que no era virgen.

—¿Qué importancia tiene que hubiera sido virgen o no? Para un profano la virginidad es una garantía pero no para un médico. Hay virginidades de segunda, de tercera, de enésima mano. Y en mi profesión hay quienes se especializan en reparaciones de estropicios.

—El tono y la terminología que está usted empleando no son ya los que puede escuchar un confesor. Pero antes de terminar quiero que me diga usted una cosa: ¿qué habría usted hecho si hubiera encontrado vacío el relicario o diferentes las letras?

A don Carlos lo tomó de improviso la pregunta pero reaccionó con prontitud.

—El caso es que el relicario guardaba un papel y que las letras eran iguales. No me quedaba otra alternativa.

—Y a mí tampoco me queda otra que negarle la absolución a menos de que se arrepienta de lo que ha hecho y restituya a la familia Orantes la honra que le ha arrebatado.

—Lo que he hecho, padre, es restituir. No olvide usted que alguien de esa familia me había deshonrado primero.

Don Evaristo comenzó a despojarse de la estola.

—No entiendo ese espíritu de venganza.

—Ya no necesitamos entendernos, padre, puesto que ya no vamos a hablarnos.

—Yo no le he retirado mi amistad, don Carlos.

—Ah, no. Conozco esa trampa, no voy a caer en ella. Su celo apostólico lo obligará a venir, noche a noche, a platicar con el réprobo, a minarlo hasta que se arrepienta y dé a sus víctimas una satisfacción completa y pública. Pero me temo, don Evaristo, que nuestros planes no coinciden. Después de tantos años de lucha creo que me he ganado bien un descanso. Así que a partir de hoy suspendí ya mis consultas y la visita de usted será la última que reciba.

—¿Va usted a encerrarse de nuevo en la buena compañía de sus papeles?

Don Carlos había empezado a ordenar las cartas con la rapidez que sólo proporciona la costumbre y luego colocó encima de ellas, como coronándolas, el papel que Romelia había guardado tanto tiempo en su relicario y de cuya desaparición quién sabe si llegaría a darse cuenta alguna vez.