I

SAN JUAN, el Fiador, el que estuvo presente cuando aparecieron por primera vez los mundos; el que dio el sí de la afirmación para que echara a caminar el siglo; uno de los pilares que sostienen firme lo que está firme, San Juan Fiador, se inclinó cierto día a contemplar la tierra de los hombres.

Sus ojos iban del mar donde se agita el pez a la montaña donde duerme la nieve. Pasaban sobre la llanura en la que pelea, aleteando, el viento; sobre las playas de arena chisporroteadora; sobre los bosques hechos para que se ejercite la cautela del animal. Sobre los valles.

La mirada de San Juan Fiador se detuvo en el valle que nombran de Chamula. Se complació en la suavidad de las colinas que vienen desde lejos (y vienen como jadeando en sus resquebrajaduras) a desembocar aquí. Se complació en la vecindad del cielo, en la niebla madrugadora. Y fue entonces cuando en el ánimo de San Juan se movió el deseo de ser reverenciado en este sitio. Y para que no hubiera de faltar con qué construir su iglesia y para que su iglesia fuera blanca, San Juan transformó en piedras a todas las ovejas blancas de los rebaños que pacían en aquel paraje.

El promontorio —sin balido, inmóvil— quedó allí como la seña de una voluntad. Pero las tribus pobladoras del valle de Chamula, los hombre tzotziles o murciélagos, no supieron interpretar aquel prodigio. Ni los ancianos de mucha edad, ni los varones de consejo acertaron a dar opinión que valiera. Todo les fue balbuceo confuso, párpados abatidos, brazos desmayados en temeroso ademán. Por eso fue necesario que más tarde vinieran otros hombres. Y estos hombres vinieron como de otro mundo. Llevaban el sol en la cara y hablaban lengua altiva, lengua que sobrecoge el corazón de quien escucha. Idioma, no como el tzotzil que se dice también en sueños, sino férreo instrumento de señorío, arma de conquista, punta del látigo de la ley. Porque ¿cómo, sino en castilla, se pronuncia la orden y se declara la sentencia? ¿Y cómo amonestar y cómo premiar sino en castilla?

Pero tampoco los recién venidos entendieron cabalmente el enigma de las ovejas petrificadas. Comprendían sólo el mandato que obliga a trabajar. Y ellos con la cabeza y los indios con las manos dieron principio a la construcción de un templo. De día cavaban la zanja para cimentar pero de noche la zanja volvía a rasarse. De día alzaban el muro y de noche el muro se derrumbaba. San Juan Fiador tuvo que venir, en persona, empujando él mismo las piedras, una por una; haciéndolas rodar por las pendientes, hasta que todas estuvieron reunidas en el sitio donde iban a permanecer. Sólo allí el esfuerzo de los hombres alcanzó su recompensa.

El edificio es blanco, tal como San Juan Fiador lo quiso. Y en el aire —que consagró la bóveda— resuenan desde entonces las oraciones y los cánticos del caxlán; los lamentos y las súplicas del indio. Arde la cera en total inmolación de sí misma; exhala su alma ferviente el incienso; refresca y perfuma la juncia. Y la imagen de San Juan (madera policromada, fino perfil) pastorea desde el nicho más eminente del altar mayor a las otras imágenes: Santa Margarita, doncella de breve pie, llovedera de dones; San Agustín, robusto y sosegado; San Jerónimo, el del tigre en las entrañas, protector secreto de los brujos; la Dolorosa, con una nube de tempestad enrojeciendo su horizonte; la enorme cruz del Viernes Santo, exigidora de la víctima anual, inclinada, a punto de desgajarse igual que una catástrofe. Potencias hostiles a las que fue preciso atar para que no desencadenasen su fuerza. Vírgenes anónimas, apóstoles mutilados, ángeles ineptos, que descendieron del altar a las andas y de las andas al suelo y ya en el suelo fueron derribados. Materia sin virtud que la piedad olvida y el olvido desdeña. Oído duro, pecho indiferente, mano cerrada.

Así como se cuentan sucedieron las cosas desde sus orígenes. No es mentira. Hay testimonios. Se leen en los tres arcos de la puerta de entrada del templo, desde donde se despide el sol.

Este lugar es el centro. A él se arriman los tres barrios de Chamula, cabecera de municipio, pueblo de función religiosa y política, ciudad ceremonial.

A Chamula confluyen los indios “principales” de los más remotos parajes, en los altos de Chiapas, donde se habla tzotzil. Aquí reciben su cargo.

El de más responsabilidad es el de presidente, y al lado suyo, el de escribano. Los asisten alcaldes, regidores, mayores, gobernadores y síndicos. Para atender el culto de los santos están los mayordomos y para organizar las festividades sacras, los alféreces. Los “pasiones” se designan para la semana de carnaval.

Los cargos duran doce meses y quienes los desempeñan, transitorios habitantes de Chamula, ocupan las chozas diseminadas en las laderas y llanuras, atienden a su manutención labrando la tierra, criando animales domésticos y pastoreando rebaños de ganado lanar.

Concluido el término los representantes regresan a sus parajes revestidos de dignidad y prestigio. Son ya “pasadas autoridades”. Deliberaron en torno de su presidente y las deliberaciones quedaron asentadas en actas, en papel que habla, por el escribano. Dirimieron asuntos de límites; aplacaron rivalidades; hicieron justicia; anudaron y desanudaron matrimonios. Y, lo más importante, tuvieron bajo su custodia lo divino. Se les confió para que nada le faltase de cuidado y de reverencia. Por esto, pues, a los escogidos, a la flor de la raza, no les es lícito penetrar en el día con el pie de la faena sino con el de la oración. Antes de iniciar cualquier trabajo, antes de pronunciar cualquier palabra, el hombre que sirve de dechado a los demás debe prosternarse ante su padre, el sol.

Amanece tarde en Chamula. El gallo canta para ahuyentar la tiniebla. A tientas se desperezan los hombres. A tientas las mujeres se inclinan y soplan la ceniza para desnudar el rostro de la brasa. Alrededor del jacal ronda el viento. Y bajo la techumbre de palma y entre las cuatro paredes de bajareque, el frío es el huésped de honor.

Pedro González Winiktón separó las manos que la meditación había mantenido unidas y las dejó caer a lo largo de su cuerpo. Era un indio de estatura aventajada, músculos firmes. A pesar de su juventud (esa juventud tempranamente adusta de su raza) los demás acudían a él como se acude al hermano mayor. El acierto de sus disposiciones, la energía de sus mandatos, la pureza de sus costumbres, le daban rango entre la gente de respeto y sólo allí se ensanchaba su corazón. Por eso cuando fue forzado a aceptar la investidura de juez, y cuando juró ante la cruz del atrio de San Juan, estaba contento. Su mujer, Catalina Díaz Puiljá, tejió un chamarro de lana negra, grueso, que le cubría holgadamente hasta la rodilla. Para que en la asamblea fuera tenido en más.

De modo que a partir del 31 de diciembre de aquel año, Pedro González Winiktón y Catalina Díaz Puiljá se establecieron en Chamula. Les fue dada una choza para que vivieran; les fue concedida una parcela para que la sembraran. La milpa estaba ahí, ya verdeando, ya prometiendo una buena cosecha de maíz. ¿Qué más podía ambicionar Pedro si tenía la abundancia material, el prestigio entre sus iguales, la devoción de su mujer? Un instante duró la sonrisa en su rostro, tan poco hábil para expresar la alegría. Su gesto volvió a endurecerse. Winiktón se consideró semejante al tallo hueco; al rastrojo que se quema después de la recolección. Era comparable también a la cizaña. Porque no tenía hijos.

Catalina Díaz Puiljá, apenas de veinte años pero ya reseca y agostada, fue entregada por sus padres, desde la niñez, a Pedro. Los primeros tiempos fueron felices. La falta de descendencia fue vista como un hecho natural. Pero después, cuando las compañeras con las que hilaba Catalina, con las que acarreaba el agua y la leña, empezaron a asentar el pie más pesadamente sobre la tierra (porque pisaban por ellas y por el que había de venir), cuando sus ojos se apaciguaron y su vientre se hinchió como una troje repleta, entonces Catalina palpó sus caderas baldías, maldijo la ligereza de su paso y, volviéndose repentinamente para mirar tras de sí, encontró que su paso no había dejado huella. Y se angustió pensando que así pasaría su nombre sobre la memoria de su pueblo. Y desde entonces ya no pudo sosegar.

Consultó con los mayores; entregó su pulso a la oreja de los adivinos. Interrogaron las vueltas de su sangre, indagaron hechos, hicieron invocaciones. ¿Dónde se torció tu camino, Catalina? ¿Dónde te descarriaste? ¿Dónde se espantó tu espíritu? Catalina sudaba, recibiendo íntegramente el sahumerio de hierbas milagrosas. No supo responder. Y su luna no se volvió blanca como la de las mujeres que conciben, sino que se tiñó de rojo como la luna de las solteras y de las viudas. Como la luna de las hembras de placer.

Entonces comenzó la peregrinación. Acudía a los custitaleros, gente errante, sabedora de remotas noticias. Y entre los pliegues de su entendimiento guardaba los nombres de los parajes que era preciso visitar. En Cancuc había una anciana, dañera o ensalmadora, según la solicitaran. En Biqu’it Bautista, un brujo sondeaba la noche para interpretar sus designios. En Tenejapa despuntaba un hechicero. Y allá iba Catalina con humildes presentes: las primeras mazorcas, garrafones de trago, un corderito.

Así para Catalina fue nublándose la luz y quedó confinada en un mundo sombrío, regido por voluntades arbitrarias. Y aprendió a aplacar estas voluntades cuando eran adversas, a excitarlas cuando eran propicias, a trastrocar sus signos. Repitió embrutecedoras letanías. Intacta y delirante atravesó corriendo entre las llamas. Era ya de las que se atreven a mirar de frente el misterio. Una “ilol” cuyo regazo es arcón de los conjuros. Temblaba aquel a quien veía con mal ceño; iba reconfortado aquel a quien sonreía. Pero el vientre de Catalina siguió cerrado. Cerrado como una nuez.

De reojo, mientras molía la ración de posol arrodillada frente al metate, Catalina observaba la figura de su marido. ¿En qué momento la obligaría a pronunciar la fórmula de repudio? ¿Hasta cuándo iba a consentir la afrenta de su esterilidad? Matrimonios como éste no eran válidos. Bastaría una palabra de Winiktón para que Catalina volviera al jacal de su familia, allá en Tzajal-hemel. Ya no encontraría a su padre, muerto hacía años. Ya no encontraría a su madre, muerta hacía años. No quedaba más que Lorenzo, el hermano, quien por la simplicidad de su carácter y la vaciedad de la risa que le partía en dos la boca, era llamado el Inocente.

Catalina se irguió y puso la bola de posol en el morral de bastimento de su marido. ¿Qué lo mantenía junto a ella? ¿El miedo? ¿El amor? La cara de Winiktón guardaba bien su secreto. Sin un ademán de despedida el hombre abandonó la choza. La puerta se cerró tras él.

Una decisión irrevocable petrificó las facciones de Catalina. ¡No se separarían nunca, ella no se quedaría sola, no sería humillada ante la gente!

Sus movimientos se hicieron más vivos, como si allí mismo fuera a entablar la lucha contra un adversario. Iba y venía en el interior del jacal, guiándose más por el tacto que por la vista, pues la luz penetraba únicamente a través de los agujeros de la pared y la habitación estaba ennegrecida, impregnada de humo. Aún más que el tacto, la costumbre configuraba los gestos de la india, evitándole rozar los objetos amontonados sin orden en tan reducido espacio. Ollas de barro, desportilladas, rotas; el metate, demasiado nuevo, no domado aún por la fuerza y la habilidad de la molendera; troncos de árboles en vez de sillas; cofres antiquísimos, de cerradura inservible. Y, reclinadas contra la fragilidad del muro, cruces innumerables. De madera una, cuya altura alcanzaba y parecía sostener el techo; de palma entretejida las demás, pequeñas, con un equívoco aspecto de mariposas. Pendientes de la cruz principal estaban las insignias de Pedro González Winiktón, juez. Y, desperdigados, los instrumentos del oficio de Catalina Díaz Puiljá, tejedora.

El rumor de actividad, proveniente de los otros jacales, cada vez más distinto y apremiante, hizo que Catalina sacudiera la cabeza como para ahuyentar el ensueño doloroso que la oprimía. Apresuró sus preparativos: dentro de una red fue colocando cuidadosamente, envueltos en hojas para evitar que se quebraran, los huevos recolectados en los nidos la noche anterior. Cuando la red estuvo llena Catalina la cargó sobre su espalda. El mecapal que se le incrustaba en la frente parecía una honda cicatriz.

Alrededor de la choza se había reunido un grupo de mujeres que aguardaban en silencio la aparición de Catalina. Una por una desfilaron ante ella, inclinándose para dar muestra de respeto. Y no alzaron la frente sino hasta que Catalina posó en ella unos dedos fugaces mientras recitaba la cortés y mecánica fórmula de salutación.

Cumplida esta ceremonia echaron a andar. Aunque todas conocían el camino ninguna se atrevió a dar un paso que no fuera en seguimiento de la ilol. Se notaba en los gestos expectantes, rápidamente obedientes, ansiosamente solícitos, que aquellas mujeres la acataban como superior. No por el puesto que ocupaba su marido, ya que todas eran también esposas de funcionarios y alguna de funcionario con dignidad más alta que la de Winiktón, sino por la fama que transfiguraba a Catalina ante los ánimos temerosos, desdichados, ávidos de congraciarse con lo sobrenatural.

Catalina admitía el acatamiento con la tranquila certidumbre de quien recibe lo que se le debe. La sumisión de los demás ni la incomodaba ni la envanecía. Su conducta acertaba a corresponder, con parquedad y tino, el tributo dispensado. El don era una sonrisa aprobatoria, una mirada cómplice, un consejo oportuno, una oportuna llamada de atención. Y conservaba siempre en su mano izquierda la amenaza, la posibilidad de hacer daño. Aunque ella misma vigilaba su poder. Había visto ya demasiadas manos izquierdas cercenadas por un machete vengador.

Así pues, Catalina iba a la cabeza de la procesión de tzotziles. Todas uniformemente cubiertas por los oscuros y gruesos chamarros. Todas inclinadas bajo el peso de su carga (la mercancía, el niño pequeño dormido contra la madre). Todas con rumbo a Ciudad Real.

La vereda —abierta a fuerza de ser andada— va serpenteando para trasponer los cerros. Tierra amarilla, suelta, de la que se deja arrebatar fácilmente por el viento. Vegetación hostil. Maleza, espinos retorciéndose. Y, de trecho en trecho, jóvenes arbustos, duraznos con su vestido de fiesta, duraznos ruborizados de ser amables y de sonreír, ruborizados de ser dichosos.

La distancia entre San Juan Chamula y Ciudad Real (o Jobel en lengua de indios) es larga. Pero estas mujeres la vencían sin fatiga, sin conversaciones. Atentas al sitio en que se coloca el pie y a la labor que cunde entre las manos; ruedas de pichulej a las que su actividad iba añadiendo longitud.

El macizo montañoso viene a remansarse en un extenso valle. Aquí y allá, con intermitencias, como dejadas caer al descuido, aparecen las casas. Construcciones de tejamanil, habitación de ladino que vigila sus sementeras o sus menguados rebaños, precario refugio contra la intemperie. A veces, con la insolencia de su aislamiento, se yergue una quinta. Sólidamente plantada, más con el siniestro aspecto de fortaleza o de cárcel que con el propósito de albergar la molicie refinada de los ricos.

Arrabal, orilla. Desde aquí se ven las cúpulas de las iglesias reverberantes bajo la humedad de la luz.

Catalina Díaz Puiljá se detuvo y se persignó. Sus seguidoras la imitaron. Y luego, entre cuchicheos, prisa y diestros ademanes, hicieron una nueva distribución de la mercancía que transportaban. Sobre algunas mujeres cayó todo el peso que podían soportar. Las otras simularon doblegarse bajo una carga excesiva. Éstas iban adelante.

Calladas, como quien no ve ni oye, como quien no está a la expectativa de ningún acontecimiento inminente, las tzotziles echaron a andar.

Al volver la primera esquina el acontecimiento se produjo y no por esperado, no por habitual, fue menos temible y repugnante. Cinco mujeres ladinas, de baja condición, descalzas, mal vestidas, se abalanzaron sobre Catalina y sus compañeras. Sin pronunciar una sola palabra de amenaza, sin enardecerse con insultos, sin explicarse con razones, las ladinas forcejeaban tratando de apoderarse de la redes de huevos, de las ollas de barro, de las telas, que las indias defendían con denodado y mudo furor. Pero entre la precipitación de sus gestos ambas contendientes cuidaban de no estropear, de no romper el objeto de la disputa.

Aprovechando la confusión de los primeros momentos algunas indias lograron escabullirse y, a la carrera, se dirigieron al centro de Ciudad Real. Mientras tanto las rezagadas abrían la mano herida, entregaban su presa a las “atajadoras”, quienes, triunfantes, se apoderaban del botín. Y para dar a su violencia un aspecto legal lanzaban a la enemiga derribada un puñado de monedas de cobre que la otra recogía, llorando, de entre el polvo.