XXXVIII

EL GOBERNADOR avanzó cautelosamente. De la luz había pasado a la penumbra casi total y de una alfombra mullida a la superficie dispareja, fría y resonante de las baldosas.

Una voz de anciano, torpe, curiosamente enmohecida como por la falta de uso, dijo:

—Doña Cristina, ha llegado alguno que necesita ver.

Una sombra —la figura de una mujer— atravesó la habitación y se detuvo ante la ventana. Con lentitud fue corriendo las cortinas para dar paso a la claridad.

La imagen que apareció entonces ante la mirada del gobernador lo desconcertó. Sobre una tarima de madera tosca yacía don Alfonso Cañaveral. Rígido, cubierto de bastos hábitos, cruzaba las manos sobre el pecho a la manera de los cadáveres. Y mantenía los ojos cerrados.

—Arrodíllese usted.

La orden de doña Cristina —musitada apenas pero inapelable— fue obedecida.

—Bese usted su mano.

El gobernador buscó el dedo en el que debería estar el anillo. Pero las manos estaban desprovistas de alhajas. Volvió entonces, hacia el ama de llaves, un rostro interrogante.

Doña Cristina se encogió de hombros. ¿Qué importancia podía tener una sortija? Aun sin ella, don Alfonso continuaba siendo el obispo de Chiapas.

—Así.

Una vez consumado el ademán de sumisión doña Cristina le señaló una silla incómoda, vertical, de palo.

—Ya puede usted sentarse.

La distancia a la que quedaron los interlocutores facilitaría el diálogo. Doña Cristina miró apreciativamente el conjunto y pareció aprobarlo.

—¿No se le ofrece nada, monseñor?

Don Alfonso hizo un gesto negativo con la cabeza, pero no despegó los labios hasta que, por el ruido de la puerta al cerrarse, supo que habían quedado solos.

—Va usted a perdonarme que no lo reciba como usted se merece.

—Al contrario. Es un abuso de mi parte estar aquí.

—Un abuso que beneficia a los pastores de la grey.

—¿Cómo?

—Los que lo vieron (y han sido todos) encaminarse al Palacio Episcopal y venir hasta mi propio cuarto, quedarían pasmados. ¿No vivíamos la época de un nuevo Nerón? ¿No se esperaba que usted me obligara, por la fuerza si era preciso, a comparecer ante su presencia?

—¿Por qué habría de cometer semejante desacato? Yo tengo consideración de sus canas.

—A más de que siempre ha sido tolerante. Más de lo que merecemos. Pero estos detalles escapan a la gente. No ven más que su caminata hasta el obispado y su visita y dicen: han vuelto los años de las vacas gordas para la Iglesia. Y aquellos, a quienes detenían en sus umbrales el respeto humano, entran; y los tibios se enfervorizan y la devoción cunde. Y todos pagan diezmos y primicias.

El gobernador permaneció atónito mientras don Alfonso sonreía con una mueca triste.

—¡Qué impropio de un dignatario de mi categoría es referirse a asuntos tan viles, tan bajamente materiales, como el dinero! No, no he olvidado lo que predicó nuestro señor Jesucristo: “No sólo de pan vive el hombre”. Mas yo os digo: también de pan. Y a nosotros ha llegado a faltarnos.

—¿Por qué?

—¿No le han contado, los soflameros de afuera, que padecimos un estado de sitio durante meses, muchos meses? Los víveres escasearon, como es natural.

—Cuando pasaban hambre han de haberme maldecido por no enviar auxilios.

—Tal vez.

—¿Cree usted que tenían razón?

—Yo entiendo los hechos desde otra perspectiva. En todo caso Dios pudo haberlo escogido a usted para convertirlo en un instrumento de su castigo.

—Yo no soy católico, señor.

—Monseñor.

—Yo no soy católico, monseñor. Pero guardo miramientos a los curas. Y lo que no le confiaría a ningún otro hombre...

—Viene usted a confesármelo a mí.

—Quiero su opinión. Ya estoy harto de oír las puyas y las indirectas de sus paisanos.

—Yo no soy coleto, Excelencia.

—Señor gobernador.

—Yo no soy coleto, señor gobernador. ¿De qué lo acusan ellos?

—De haber procedido con negligencia y con mala fe cuando se sublevaron los chamulas.

—¿Reconoce usted que es cierto?

—Es cierto que no mandé tropas con la prontitud y en la cantidad que me las pidieron. Pero tuve motivos que entonces consideré válidos.

—¿Cuáles?

—Recibía yo, todos los días, varias veces al día, cartas fechadas en Ciudad Real. ¿Quiere usted verlas? Las traje conmigo.

Don Alfonso se cubrió los ojos con las manos como para reforzar su ceguera.

—No.

—En esas cartas me aseguraban que la situación no era grave; que los finqueros habían armado a sus propios peones para simular un peligro que no existía.

—¿Con qué fin?

—Con el de demostrar palpablemente a mi gobierno y al de la federación que las leyes sobre el reparto de tierras no podían hacerse vigentes en Chiapas sin correr el riesgo de un derramamiento de sangre.

—¿Y qué hizo usted?

—Investigar por mi cuenta. Mandé personas en cuyo buen juicio y prudencia creía. Y regresaron a contarme que en Ciudad Real se respiraba un ambiente más de fiesta que de alarma. Que con el pretexto de la sublevación de los indios se organizaban tertulias y se relajaban las costumbres.

—¿Le pareció inverosímil?

—No. Yo también soy de un pueblo en que la gente se aburre.

—¿Y los indios? ¿No constituían ninguna amenaza?

—No había rastros de ellos en los alrededores. Los parajes estaban, están aún, abandonados.

—¿Entonces?

—¿Cómo podía yo justificar ante mis superiores mi decisión de proporcionar a los finqueros los medios para que burlaran la aplicación de la ley? Dirían que me habían cohechado.

—¿Es usted muy celoso de su fama?

—Tengo porvenir, monseñor.

—Dadas las circunstancias, señor gobernador, procedió usted con acierto.

Esta sentencia parecía ser el fin de la consulta. Don Alfonso no podía ocultar más, ni su fatiga ni su falta de interés en el tema. Pero el gobernador no estaba todavía satisfecho.

—Mis informantes averiguaron también algo que no me inquietó antes, pero que me preocupa hoy: los nombres de quienes firmaron las cartas eran falsos. Y las direcciones también.

—¿Por qué le sorprende? ¿No es usted también de un pueblo en que se escriben anónimos?

—Sí, pero...

—Pero le disgusta que lo hayan engañado. Y en cambio se absuelve, con extrema facilidad, de haber cometido un error: confundir la fiesta con el duelo, la zozobra con la alegría. Un error que ha costado tantos sufrimientos, tantas pérdidas, tantas vidas.

—Lo sucedido ya no se puede remediar, monseñor. Y me alegro de tener las manos limpias de los crímenes que se han cometido aquí.

—Podría usted haberlos evitado.

—Los finqueros querían usar al ejército como verdugo, no como defensor.

—Si está usted tan seguro no me explico para qué viene usted a hablar conmigo.

—Desde que llegué a Ciudad Real he vuelto a recibir cartas.

—¡Escribir! Manía de mujeres solas.

—Esta vez tocan un punto muy grave, que debo confirmar. Porque se refiere a quien, más tarde o más temprano, va a ser mi sucesor.

—¿Leonardo Cifuentes?

—Dicen que, desde el principio, ha jugado sucio. Dicen que estaba en connivencia con Fernando Ulloa al través de una tal Alazana.

—Esa mujer ya no vive en Ciudad Real.

—¿Podría usted jurarlo, monseñor? Las cartas afirman que no se ha marchado nunca de aquí. Que Leonardo simuló su viaje y preparó el escondite en que la mantiene encerrada. Y que mandó matar a Ulloa para quedarse con ella.

Hubo una pausa. Larga. Cargada de palabras sin pronunciar.

—Antes de irse, señor gobernador, quiero suplicarle que deje cerradas las cortinas. No soporto la luz.

—No voy a irme sin una respuesta, monseñor.

—¿Por qué supone que yo puedo responder? ¿Qué quiere que responda? ¿Que no es verdad? No lo sé. ¿Que no es posible? Todo es posible.

—¿Cómo lo supo quien lo denunció?

—Cuando alguno está solo, solo de raíz y durante mucho tiempo, adivina las intenciones de los demás antes de que cuajen en actos y palpa los delirios ajenos y da nombre y sustancia a las criaturas que los otros sueñan sin saberlo.

Las manos de don Alfonso pendían sin fuerza de los bordes de la tarima. Estaba pálido y su respiración era trabajosa.

—Esa muchacha ha estado sola siempre.

El gobernador se inclinó hacia el obispo, ansioso de que no se le escapara ni la más mínima inflexión de voz.

—¿Qué muchacha?

—La que escribe.

—¿Sabe usted quién es?

—Una que confía en los curas tanto como usted. Y a la que no voy a defraudar. Pues ya es bastante con Manuel Mandujano… y con tantos otros.

El gobernador se puso de pie y comenzó a cerrar las cortinas.

—Vete en paz, hijo mío. Deja que los muertos entierren a sus muertos.

A tientas, el gobernador buscaba la salida. A sus espaldas oyó un suspiro profundo, como de quien descansa.

—¡Ah, por fin! ¡Otra vez la oscuridad!