ACOSTADA en su lecho, con la cara vuelta hacia la pared, Idolina vela.
Es igual de día o de noche. A todas horas resuenan las campanadas de los templos, los murmullos confusos de la calle, los rumores de la casa.
Rumor de voces que charlan en el salón, que discuten, que acuerdan. Rumor de risas que estallan en los corredores, de cuchicheos de complicidad. Rumor de órdenes que la servidumbre se apresura a cumplir.
Rumor de pasos. Lentos, cuando el que camina es importante y se le aguarda y se le recibe con júbilo. Diligentes, del que quiere congraciarse y no perder su turno. Ingrávidos, de muchachas.
Idolina quiere reconocer entre las voces, entre los pasos, los de su madre. No para llamarla (que desde su confinamiento no la escucharía nadie) sino para sentirse traicionada.
¿Asiste Isabel a las reuniones que convoca Leonardo? ¿Hace los honores de dueña? ¿Comparte el triunfo? ¿Está orgullosa de los homenajes que recibe?
A veces Idolina cree distinguir su acento entre los acentos extraños. Pero duda, ante una inflexión que no conocía, ante un tono nuevo. La que habla es una mujer segura y satisfecha. Una mujer feliz.
Idolina ahoga estos ecos hundiendo la cabeza en las almohadas. Cierra los ojos para que desaparezca, definitivamente, el mundo.
Y de pronto el ruido se extingue. La casa queda sin visitas, sin huéspedes, sin amo. Idolina se niega a averiguar qué ha sucedido. Si Leonardo e Isabel partieron. Si van juntos y adónde. Si volverán.
El ruido se extingue. Idolina no escucha más que a su delirio. ¡Qué fragor de batalla! Disparan los cañones y los rifles; contesta la honda, silba el arco bien tensado. Grita el que se abalanza sobre su enemigo; gime el que se desploma. Gime el que agoniza. Y el que muere, muere sin un lamento.
El ruido se extingue. No queda más que el parpadeo insomne de los grillos. Los grillos del jardín, del patio, del traspatio. Próximos, domésticos, identificables. Y los del campo. Entre todos alzan, poco a poco, una muralla que detendrá, eso que acecha, para filtrarse, que se abra la más pequeña grieta de silencio. Eso que temen los desvelados, los caminantes nocturnos, los solitarios, los niños. Eso. La voz de los muertos.
Repentinamente la muralla se derrumba. Y hablan las bocas sofocadas de tierra.
Catalina repite una salmodia sin sentido. Fernando pronuncia la palabra ley y los oídos sordos la rechazan y la devuelven convertida en befa. “El que nació cuando el eclipse” grita cuando la Cruz lo crucifica. Winiktón arenga a un ejército de sombras. Xaw Ramírez Paciencia tartamudea el falso testimonio con que han de condenar a sus hermanos. Julia ríe. Doña Mercedes Solórzano musita una confidencia. Marcela y Lorenzo, y el martoma y su mujer, Felipa. Y otros que no tuvieron nombre ni cara. Y otros que se despeñaron en los caminos. Y otros que fueron abandonados. Y otros que se arrastraron hasta su fin.
Idolina escucha un instante, sobrecogida de terror. Y grita, como si también la crucificaran, y Teresa Entzín López, su nana, acude a ella solícita y la acoge en su regazo y acaricia su cabeza y le cuenta un cuento para calmarla, para dormirla.
—En otro tiempo —no habías nacido tú, criatura; acaso tampoco había nacido yo— hubo en mi pueblo, según cuentan los ancianos, una ilol de gran virtud.
“Con sólo mirar un horizonte sabía si era de prosperidad o de escasez; conocía el destino en el semblante de los hombres y expulsaba la enfermedad del cuerpo de quienes la padecían.
”Esta ilol tuvo, para espanto de todos, un hijo de piedra. Hablaba como habla la gente de razón; aconsejaba a los peregrinos que acudían a presenciar el prodigio; hacía andar a los tullidos y derramaba la abundancia de cosechas en las milpas.
”La fama de la ilol y de su hijo corrió por los diferentes rumbos de la Zona Fría. Su nombre llegó a ser repetido en Huistán y en Tenejapa, en Mitontic y en Oxchuc, en Zinacantan y en Pantelhó.
”Las historias vinieron a ser contadas hasta la mera Ciudad Real. Los señores se conmovieron de asombro pero no consideraron prudente mostrar su aprobación mientras no estuvieran ciertos de la verdad.
”Enviaron entonces, como emisario suyo, a un siervo de Dios. Iba por los caminos preguntando en qué lugar se aposentaba el hijo de piedra de la ilol.
”Los halló, por fin, a ambos, en una cueva. Estaban vestidos con riqueza y alhajados y les pidió, en nombre de los señores de Ciudad Real, que consintieran en acompañarlo y en ser conocidos y examinados.
”Hubo asentimiento y la ilol y su hijo llegaron a Ciudad Real y se les recibió con honores de principales. Y después de las fiestas y de los agasajos dieron comienzo a las pruebas.
”Los jueces pidieron a la ilol razón de sus poderes y ella dijo que los había recibido no del Espíritu Santo sino de san Jerónimo, el del tigre en las entrañas, patrón secreto de los brujos. Y en cada respuesta que salía de su boca se miraba un resplandor como de hoguera.
”Después los guardianes la hicieron atravesar muchas mansiones. Salió intacta de la mansión de las fieras y no la dañó el frío ni la quemó el fuego ni la turbaron las tinieblas. Y por último rompió las cadenas que la aprisionaban y las paredes que la detenían y regresó a su paraje.
”Iba con ella su hijo y los dos ocuparon ante la faz de la tribu el sitial de mando. Recibieron ofrendas que depositaban a sus pies los indios y los caxlanes y empuñaban entre sus manos la rienda de los días.
”Pero conforme crecía su autoridad crecía también su soberbia. Ya no era suficiente entregarles el cordero más escogido ni las primicias de las cosechas ni las flores más hermosas. La ilol se había tornado taciturna. La ilol y su hijo tenían hambre y necesitaban comer al primogénito de cada familia.
”La tribu, que temía sus sortilegios, les entregó una víctima que fue devorada. Pero luego exigieron otra y otra y otra más. Eran insaciables. Los tzotziles andaban barajustados, sin saber qué hacer. Hasta que los ancianos vinieron a quejarse con los señores de Ciudad Real.
”¿Qué hacemos con estos devoradores de gente?, preguntaron. Y los señores no quisieron precipitarse a la violencia sino invocaron la concordia. Así, partió un mensajero que no regresó nunca porque la ilol y su hijo de piedra lo sacrificaron. Y sacrificaron también al siguiente y al último.
”Entonces los señores de Ciudad Real y los ancianos dijeron: no nos queda más que la fuerza.
”Se armaron lo mejor que pudieron y marcharon juntos, seguidos por el grueso de la indiada, en persecución de la ilol y de su hijo de piedra.
”¡Cómo burlaban a sus enemigos! Aparecían en dos lugares al mismo tiempo y colocaban simulacros suyos para que allí perdieran sus contrarios sus energías y su saña. Y la ilol y su hijo de piedra reían de las burlas y se exponían sin miedo a las balas. Porque las balas rebotaban para dar muerte a quien las había disparado.
”¿Cómo hemos de librarnos de estos demonios?, se preguntaban todos, angustiados. Y un sacristán viejo les aconsejó:
”—Digámosle a esta mujer que su hijo de piedra tiene frío; que es preciso que lo envuelva para que entre en calor. Y luego le damos un chal que tejieron los brujos de Guatemala para que maniate su potencia.
”El hijo de piedra, en cuanto estuvo envuelto en el chal, ya no pudo moverse ni vivir. Y la ilol, desesperada, se quebró la cabeza contra la materia que se iba desmoronando.
”Los cadáveres propagaron, a todos los vientos, pestilencia y daño. Morían los animales, se secaban las siembras, caían, como fulminados, los hombres.
”De cada diez familias una se libró; de cada diez parajes ninguno fue preservado completamente.
”Los señores de Ciudad Real hicieron nueve días de duelo y ordenaron, a los sobrevivientes de la tribu, que se limpiaran de la culpa por medio de la penitencia. Los mismos señores proporcionaron a los culpables los instrumentos para la consumación del castigo.
”El nombre de esa ilol, que todos pronunciaron alguna vez con reverencia y con esperanza, ha sido proscrito. Y el que se siente punzado por la tentación de pronunciarlo escupe y la saliva ayuda a borrar su imagen, a borrar su memoria.”
La nana calló. Con suavidad puso la cabeza de su niña dormida sobre la almohada.
Silenciosamente volvió a su lugar.
Faltaba mucho tiempo para que amaneciera.