PRIMERA REVELACIÓN*

AHORA sé que es imposible, pero entonces la casa en la que vivíamos era mucho más grande, incomparablemente más grande, que el pueblo donde estaba la casa. La recuerdo nítida, inmediata. Puedo todavía asirla con los ojos, con las manos: el jardín cuadrangular, dividido en arriates simétricos en los que mi madre sembraba semillas que le llegaban por correo en paquetitos herméticos, adornados con una figura multicolor, distinguidos por un letrero en inglés que mi padre traducía leyendo atenta, dificultosamente, a través de sus anteojos de aros negros. Los senderos enladrillados, parejos y limpios. La rotonda central en la que se alzaba un pino modesto circundado por un barandal diminuto desde el cual mi hermano y yo saltábamos, orgullosos por la magnitud de nuestra hazaña. Atrás, el patio rumoroso de árboles. A los lados, los corredores anchos, de ladrillos también, siempre recién lavados, frescos. Desembocaban en ellos, los cuartos: el costurero en el que mi madre platicaba, cosiendo, con sus amigas; el comedor, con sus muebles oscuros, su vajilla detrás de la vidriera, sus dos sillas altas para que nosotros alcanzáramos la mesa; la sala y el ajuar de mimbre y los retratos de mis abuelos; los dormitorios con nuestras camas de latón desde las que contemplábamos las rosas pintadas de la lámpara y el techo de donde descendía el pabellón de tul que nos protegía de los zancudos y que, noche a noche, nos aislaba del mundo, envolviéndonos en una nube vaporosa y cálida; y, separado del resto de las habitaciones, en un ala independiente, del otro lado del zaguán, el oratorio con sus muros tachonados de imágenes: la Santísima Trinidad con sus Divinas Personas sostenidas sobre una esfera que navegaba entre dibujos vagos, armoniosa de mares y continentes; Cristos dolorosos, sudando sangre dentro de una bombilla de cristal; vírgenes con los ojos vueltos hacia arriba y las manos afiladas y finas como palomas en vuelo, atravesando, ingrávidas, su regazo; y aquí, encerrado en este cuarto, un olor de flores a medio marchitarse, de tallos tronchados sumergidos en agua vieja, de aire denso y opaco. Un olor penetrante, obsesivo, tenaz.

Por el zaguán se salía a la calle. Era suficiente bajar un escalón de lajas pulidas y lisas, resbalosas sobre todo después de los aguaceros, y ya se estaba fuera. De la calle no sé más que estaba empedrada, que la transitaban asnos cargados con barriles que resonaban a cada rítmico movimiento empujados por palabras soeces y puntas de látigos. De la calle no recuerdo más que conducía, no muy lejos, al templo en penumbra donde agonizaban veladoras alimentadas con aceite y las beatas se golpeaban el pecho, y a la escuela, donde la maestra se enfermaba constantemente del hígado y las alumnas bordábamos manteles, iluminábamos mapas y aprendíamos, maravilladas, el significado de la palabra meteoro. De la calle no puedo asegurar más que, si uno levantaba la vista, encontraba invariablemente un rótulo: Farmacia Paz y Unión, Ministerio Público, Casino Fronterizo. Y que era angosta, borrosa, insignificante. El horizonte no estaba entonces, como está ahora, en las montañas esbeltas que ciñen la ciudad, en el firmamento que extiende su transparencia sin límites, en el río que aprisiona peces minúsculos. El horizonte estaba en las paredes sólidas, en el jardín fragante despeinado por el viento, en la presencia, cercana, de mis padres. El horizonte era también mi hermano.

Se llamaba Mario y tenía un año menos que yo. Pero en compensación, sus ojos eran mucho más grandes que los míos y era infinitamente más astuto. Sabía, por ejemplo, sin que nadie se lo hubiera dicho, sin que fuera preciso repetírselo para convencerlo, que los sucesos que uno veía en el cine eran ficciones. O que cuando se viajaba en automóvil no era el paisaje el que se desplazaba sino uno mismo. Y sabía muchas otras cosas más: que los pétalos de los geranios eran el mejor borrador de pizarras habido y por haber y que, si se enterraba una moneda y se pronunciaba encima del lugar cierta frase cabalística, la moneda se multiplicaba. Yo no podía con él. Su sabiduría innata era sólo comparable con mi ignorancia. Por eso no me sorprendí ni me entristecí demasiado cuando un día, al volver de la escuela, después de arduos esfuerzos, le participé que Cristóbal Colón había descubierto América. Mario, que por su edad, deletreaba todavía en la cartilla y permanecía en la casa durante mi ausencia, me miró con una leve compasión. Una sonrisa medio burlona, medio condescendiente, curvó sus labios. Y me contestó: sí, y en un barco.

Éramos distintos en todo. Él era ágil, revoltoso, alegre, moreno. Yo era macilenta, lloraba con suma facilidad y tenía un gesto de asombro tan concentrado que rayaba en la estupidez. Jugábamos. Pero mientras a mí no se me ocurría nada más que sentar en fila a mis muñecas —inanimadas, la boca entreabierta y el mismo vestido que les pusieron en la tienda— y pararme a contemplarlas, él no cesaba de inventar entretenimientos. Ya surcaba mares tempestuosos dentro de una frágil tina de baño fija sobre el pasto (mientras yo desde la orilla lo miraba partir aterrada, mareada de antemano); ya era el equilibrista del circo o el bandido perseguido por la policía o la policía persiguiendo al bandido. Unas veces se subía a los manzanos a desgajar fruta que saboreaba tendido en el suelo, observando las nubes. Ésta era un dragón echando fuego por los ojos; aquélla un toro enfurecido, la más pequeña un conejo. Pero con todo, las figuras no eran más que apariencias. Nosotros no las veíamos más que desde abajo. Encima de ellas estaba el cielo. ¿Que qué era el cielo? Pues el sitio adonde uno va cuando se porta bien. Es una gran sala con pisos como de lana y columpios. Cuando uno se cansa de mecerse simplemente se acerca a unas largas mesas colmadas de dulces. Desde que Mario me aseguró esto yo me preocupé mucho. A mí no me gustaban los columpios ni apetecía los dulces. ¿Qué iba a ser de mí? El único remedio era portarse mal, pero no lograba determinar cómo. Sin embargo no le dije nada porque él me contestaría, una vez más, que yo era tonta.

(Sólo en una ocasión estuve a punto de constatar la falsedad de las concepciones celestes de mi hermano, gracias a mi precoz necesidad de crear ídolos. El menor, el más reciente entonces, el que compartía el incienso con los genios tutelares que mis padres encarnaban, era una compañera de la escuela. Tenía un nombre vulgar: Rosita, pero dos atributos extraordinarios: el cabello negro, rizado, espeso, como el de mi madre, y la facultad de fruncir los labios mientras tejía, como mi madre. Yo la admiré al principio, pasivamente. Pero, poco a poco, la admiración fue creciendo hasta el grado de exigirme un movimiento, cualquiera, para expresarse. Escogí, por inexperiencia, el de la imitación. Y después de reiteradas e infructuosas tentativas tuve que admitir que mi pelo seguiría siendo lacio y que no podría jamás coordinar mis músculos de tal manera que al mismo tiempo se contrajeran los de mi boca y los de mis manos se consagraran a las agujas y al estambre. Como toda imitación, se conformó con captar, y aun imperfectamente, los defectos. El de Rosita era único, muy accesible: arrastraba los pies al caminar. Me di con pasión a este ejercicio. Primero, en público. Pero mis padres, que ignoraban su origen, no advirtieron más que su inconveniencia y me lo prohibieron enérgicamente. Entonces me vi obligada a acechar la soledad para practicarlo. Lo hice con tal asiduidad que llegué a creer que lo dominaba por completo. Estaba en un error y no tardé en reconocerlo. Fue cuando tropecé y caí incrustando el lado derecho de mi frente en el extremo puntiagudo de una piedra. No sé si me desvanecí, pero temía tanto al dolor que sentiría si conservaba la conciencia, que supuse haberla perdido. Pero antes grité para avisar a los demás que había sufrido un accidente. Presumo que se alarmaron y corrieron hacia mí santiguándose. Deben haberme llevado a mi cuarto y aplicado alcohol en la herida. Yo no me di cuenta de nada. Pero algún tiempo después, tiempo que desde las tinieblas de mis sentidos amortiguados no calculé, me asaltó una horrible sospecha: en este intervalo durante el cual estuve indefensa alguien me había conducido al cielo. Sí, era indudable. Con los ojos todavía cerrados yo podía oír el ruido de los columpios al moverse y mi olfato me indicaba la existencia de fuentes rebosantes de dulces. ¿Qué hacer en este trance? No podía prolongar indefinidamente la situación. Tarde o temprano yo tenía que darme por aludida de mi estado. Bueno, al mal paso darle prisa. Sin respirar, igual que cuando tomaba aceite de ricino, me enfrenté con la realidad. Abrí los ojos. Era extraño. Las cosas que me rodeaban eran comunes y corrientes: mil veces antes yo había visto estos muros, esta cama, este rostro inclinado ansiosamente hacia mí. Tal vez era una alucinación. Con voz temblorosa pregunté: ¿Dónde están? Mi madre respondió con otra pregunta: ¿Dónde están quiénes? Sin hacer caso de ella me levanté. Pasé mis dedos por las molduras del lecho, giré la vista en todas las direcciones y finalmente fui a la ventana. Lo que vi entonces acabó de persuadirme: un muchachito descalzo voceaba periódicos. Y en la pared de enfrente resplandecía el infalible rótulo que me tranquilizaba con la certidumbre de sus diecisiete letras negras: Ministerio Público. Suspiré, calmada. Esto no era el cielo. Me había salvado.)

He dicho que Mario y yo éramos distintos en todo. Es más, he enumerado algunos de nuestros rasgos divergentes. Ahora me toca decir que estábamos unidos por algo mucho más fuerte que los lazos de la sangre, los intereses comunes o las simpatías temperamentales: el miedo. Ignoro si en nuestra más remota infancia lo padecimos en abstracto y si paulatinamente fue concretándose hasta cristalizar en dos objetos sobremanera temibles: uno, porque lo conocíamos. Otro, porque nos era desconocido. Estos dos objetos eran, respectivamente, los perros y Dios.

A mis padres no les gustaban los animales y procuraban, hasta donde les era factible, evitarnos el contacto con ellos. Pero un día mi hermano y yo, que hojeábamos un libro de estampas, encontramos la imagen coloreada, tentadora, de un perro. Desde entonces nuestra obsesión fue tenerlo. Lo pedimos en todos los tonos: a ratos suplicante, a ratos zalamero, pero siempre empecinado. Por fin, una tarde, al regresar de un corto paseo por el campo, hallamos la sorpresa que entretanto nos habían preparado: un cachorro de largas orejas colgantes y narices perpetuamente húmedas. No tuvimos tiempo siquiera de pensar que era una sorpresa agradable porque, sin transición, el perro se acercó hacia nosotros meneando la cola, colocó sus patas encima de nuestros hombros y empezó a lamernos la cara. Ante estas manifestaciones que no sabíamos cómo interpretar, nos sobrecogió un intenso pánico. Fue necesario que nos lo quitaran de encima para que cesáramos de chillar. Fue necesario que nos dieran una conferencia acerca de lo que significaba el meneo de la cola, la respiración acezante, la lengua desplegada. La comprendimos muy bien y hasta estuvimos de acuerdo con la explicación. Pero ¿qué relación había entre aquella imagen tan pulcra de la que nos habíamos prendado y esta masa de carne inquieta y caliente, esta piel áspera, esta alarmante vivacidad que se llamaba Panchito? Desde entonces nuestra alegría decayó. Ya no se oían más nuestras carreras por el jardín ni nuestras voces inundando la casa. Caminábamos paso a paso, procurando no hacer ruido para no llamar la atención del perro que en cuanto olfateaba nuestra vecindad, se abalanzaba deseoso de hacer travesuras. Temíamos encontrarlo a la vuelta de cada recodo, detrás de cada maceta. Y para evitar estos encuentros pasábamos horas interminables trepados en los árboles o encerrados en las habitaciones. Y por las noches, definitivamente abroquelados ya en nuestra recámara, abríamos de nuevo el libro de estampas y nos deteníamos, otra vez, en aquella imagen tentadora y coloreada. Nuestras miradas se cruzaban, nubladas de nostalgia, preñadas de desengaño.

Llegó el momento en que tuvimos que aceptar que aquello no podía continuar así. Nuestra salud empezaba a resentirse de los encierros pertinaces y del método arbóreo de vida que a últimas fechas habíamos adoptado. Nuestros padres no acertaban a desentrañar el motivo por el que nuestro semblante aparecía demacrado, nuestros nervios estaban alterados, nuestra tristeza era palpable. Llamaron al médico quien, como de costumbre, recetó un purgante. Y fue después de tomarlo, vigente todavía en nuestro paladar su abominable sabor, cuando nos decidimos: teníamos que deshacernos del perro en cualquier forma. La oportunidad se nos presentó muy pronto. Nuestros padres salieron, las criadas estaban en el fondo de la casa, distraídas en sus quehaceres y en sus charlas. Estábamos, pues, prácticamente solos. Entonces fuimos en busca de Panchito. Nos recibió con su habitual, complicado, incómodo ceremonial. Lo resistimos estoicamente y, unas veces corriendo un trecho, otras azuzándolo con nombres cariñosos o tronando los dedos, logramos conducirlo hasta el zaguán. Él nos seguía, confiado, gozoso. Cuando llegamos a la puerta de la calle, la abrimos. Panchito atravesó el umbral creyendo que esto formaba parte del juego. Pero una vez que estuvo afuera; volvimos a cerrar, ahora con llave. Apoyados en la madera, latiendo de fatiga y emoción, escuchamos cómo se filtraban a través de ella unos vigorosos ladridos que se atenuaron en una especie de vagido muy semejante al sollozo. En nosotros pudo más el recelo que la piedad y ni un minuto sentimos la tentación de dejarlo entrar. De súbito Panchito calló. Seguramente alguien había pasado llevándoselo. Tal vez quien se lo había llevado era otro perro.

Mis padres acabaron por notar su desaparición y comenzaron a indagar cómo se había perdido. Nosotros dejábamos gotear las preguntas, los regaños al descuido de las criadas. Hasta que Mario no soportó más y, llorando, confesó la verdad a nuestra madre. No le ocultó nada. Le habló de nuestra ilusión de tener un perro como el del grabado, de nuestro desconcierto ante el increíble entusiasmo con que Panchito vivía, de nuestro terror. Cuando hubo terminado, ella lo abrazó, callada, sonriendo. Pero unos días después teníamos unos cojines con figura de perro que nos seguían a todas partes, dóciles a la reata que les amarramos al cuello, sin ladrar, sin lamer, sin sobarse. El de Mario era café; el mío gris. Ambos muy serios, muy mansos, mudos. Y fuimos felices de nuevo y ya no buscamos las ramas altas de los árboles sino su sombra y otra vez invadimos el jardín y el médico dejó de venir, durante mucho tiempo, a nuestra casa.

El problema de Dios no se resolvió con tanta facilidad. Mi madre era muy religiosa pero no era cruel. Desde temprano nos enseñó a rezar y nos familiarizó con los nombres de los santos y con las virtudes y con los milagros. Sus enseñanzas no nos turbaron. Nos parecía muy lógico que Dios, siendo el padre, tuviera unas grandes barbas blancas y que se enojara cuando sus hijos lo ofendían y premiara a los que merecían premio. Como no conocíamos las leyes de la naturaleza, el hecho de que los milagros las violaran no nos producía ni frío ni calor. Y en cuanto a las virtudes no nos empeñamos en entenderlas sino en practicarlas. Para nosotros todas se reducían a una: la obediencia. Y los mandatos que se nos imponían eran siempre fáciles, provechosos y a menudo modificables. Con esto y nuestros perros cojines bastaba para que nuestra existencia se deslizara plácida, sin contratiempos, venturosa.

En muchas ocasiones comprobamos que los higos, primero verdes, maduraban acumulando miel. Pero que esta plenitud de dulzura degeneraba pronto en un sabor repugnante. Los higos se pudrían. Así se pudrieron nuestros días. Todo fue por culpa de una mujer a quien mi madre invitaba a merendar y a quien ella y mi padre llamaban amiga cuando en realidad su nombre era el de Mercedes. Era alta, amarilla, con el pelo restirado y encarnizadamente unido en un moño, los ojos saltones y las manos gruesas. Y, opacando cualquier otra cualidad, una hermosa voz de barítono que no dejaba de sobresaltar a quienes la escuchaban.

Una tarde mi hermano y yo habíamos enterrado, por enésima vez, una moneda, y estábamos sobre el agujero recién tapado, recitando las palabras mágicas que la multiplicarían, cuando mi madre vino hacia nosotros seguida por Mercedes. Al verlas aproximarse estuvimos seguros de que nuestro intento fallaría esta vez, no por insolvencia de la fórmula como habíamos sospechado en anteriores experimentos, sino por causa de Mercedes cuya mirada bastaba para secar la savia, no ya de una moneda, de por sí no muy jugosa, sino hasta la de una planta. En efecto, tal como lo vaticinamos, la moneda estaba allí, sola, tan sola como cuando la sepultamos, pero un poco más sucia. ¿Por qué habían tenido que venir a interrumpirnos en un momento tan delicado? No sé. Ah, sí, para avisarnos que desde la semana próxima Mercedes nos daría clases de catecismo, pues necesitábamos prepararnos para hacer la primera comunión.

La semana próxima llegó muy pronto, mucho más pronto de lo que deseábamos porque entonces ignorábamos cómo detener el tiempo. Tuvimos pues que sentarnos en el corredor, en unas sillas bajas y cruzar los brazos sobre el pecho y atender a las lecciones de Mercedes. Nos instruía, con delectación, en las características del infierno. Mientras hablaba, su hermosa voz de barítono iba elevándose y sus ojos llameaban y su cuerpo se contorsionaba. Mario y yo nos echábamos a temblar inconteniblemente y nuestras manos se buscaban para estrecharse. Pero la severidad de Mercedes nos separaba y permanecíamos, cada uno en su sitio, desfalleciendo de un pavor que nos hacía nudos en la garganta y bolitas de sudor en las sienes. En el instante preciso en el que el pavor alcanzaba los límites de lo posible y estaba a punto de rebasarlos, aparecía mi madre. Todo volvía entonces a la normalidad. Mercedes distendía sus músculos en una sonrisa no tan horrible como el otro gesto y ella y mi madre marchaban hacia el comedor donde humeaba el chocolate. Mi hermano y yo nos quedábamos en el corredor que iba cediendo, ladrillo por ladrillo, a la sombra del anochecer. No hablábamos pero, cerca uno del otro, nos defendíamos mutuamente de una amenaza invisible y eficaz.

El peso de este pavor y de las sucesivas revelaciones de Mercedes era excesivo para nuestros hombros y buscamos con quién compartirlo. Mi padre fue nuestro confidente. Después de escucharnos explotó en una interjección y nos juró que el infierno era un delirio de histéricas. Nos convenció de inmediato no tanto porque empleó para ello vocablos incomprensibles sino porque estábamos demasiado codiciosos de ese convencimiento. Pero las afirmaciones de Mercedes eran también convincentes. Entonces optamos por aceptar ambas en la forma más conveniente: durante el día estábamos de acuerdo con Mercedes. Las visiones infernales se diluían con la luz del sol y no resultaban tan espantosas. Durante la noche estábamos de acuerdo con mi padre. Sólo así podíamos dormir. Pero un infierno intermitente es siempre poco respetable. Acabamos por no tomarlo muy en cuenta.

Pero en mí se larvaban, ya desde entonces, los silogismos que, de manera tan implacable, me han corroído. Estaba bien. El infierno, tolerable en ciertas horas del día, horroroso a medida que la oscuridad se hacía más compacta, no era muy importante. Era apenas una de las cosas que hizo Dios entre muchas otras. Y si esa cosa era tan tremenda ¿cuánto más tremendo no sería su autor? Por otra parte el infierno era limitado, estaba situado en un lugar, un lugar al que uno podía dejar de ir. Pero Dios estaba en todas partes. Su amenaza era total. En consecuencia había que trasladar todo el miedo que nos inspiraba el infierno al mismo Dios. Di este paso sin titubear y Mario me siguió. De allí en adelante ya no veíamos a nuestro alrededor más que trampas, ventanas por las que Dios podía asomarse, bocas desde donde nos podía hablar. Esquivábamos las que eran excesivamente obvias para no ser notadas: el oratorio, las iglesias, el agua bendita. Y adivinábamos, esquivándolas también con una precaución nunca suficiente, otras más disimuladas pero no menos peligrosas: algunas personas, algunos sitios, algunos objetos. No contamos con la única asechanza ante la cual estábamos desarmados: el sueño.

Una mañana Mario me despertó sacudiéndome. Estaba pálido. Había tenido una pesadilla, un mal sueño. Había soñado a Dios.

Ordinariamente yo sentía envidia cuando mi hermano se adelantaba y se apoderaba de lo mejor. Ordinariamente me molestaba que en nuestros juegos él fuera siempre el rey mientras que yo no pasaba de ser la princesa, él fuera el actor y yo el público, él quien comiera los duraznos verdes y a mí a quien le hicieran daño. Pero esta vez agradecí no haber alcanzado el dudoso privilegio de soñar a Dios.

—¿Y cómo era? ¿Qué te dijo?

—No sé cómo era; no lo vi. Sólo oí su voz. Me llamaba.

—¿Y para qué? ¿Qué quería?

—No lo sé tampoco; sólo me decía: “Mario, ven aquí”.

—¿Y qué hiciste?

—Salí corriendo y corrí y corrí hasta que desperté.

Era cierto. Estaba sudoroso y agitado como después de una carrera. Palpitaba entre mis brazos como un pájaro asustado. Y estaba llorando. Yo no sabía cómo consolarlo: frotaba sus mejillas, alborotaba sus cabellos, lo estrechaba contra mí.

—No te apures. Yo también soñé una noche y no sucedió nada.

Me miró con un poco de esperanza.

—¿A quién soñaste?

—Pues a… a la Virgen.

No pude mentir. Tuve miedo de que mi mentira se convirtiera en verdad. Su esperanza se desvaneció.

—Pero no es igual. Esto es peor.

Sus lágrimas me mojaban el hombro. Calientes. Yo ya sabía que también eran saladas. Oímos unos pasos que se aproximaban. Era mi madre.

—¿Despiertos ya tan temprano? Pero ¿qué le pasa a Mario?

Por nada del mundo nos quejaríamos. Él escuchaba desde cualquier parte.

—Se cayó de la cama.

—Qué niñito más zonzo, todavía no sabe dormir como una persona decente. Y eso que ya va a hacer su primera comunión.

—¿Cuándo?

—Dentro de quince días. Mercedes dice que ya están listos. Los llevaré con el señor cura para que los confiese. Y estoy segura de que me dirá: “Señora, la felicito. Sus hijos son los niños más buenos del pueblo. Son de los escogidos, de los que Dios tiene junto a sí”.

Iba a estremecerme pero la cara de Mario me apartó de mi propio terror para presenciar el suyo: estaba rígido, tenso, como preparándose para recibir un golpe inevitable. Ya no lloraba.

—…después de la comunión habrá una fiesta. Vendrán otros niños a desayunar con ustedes. Y estarán muy elegantes: tú, con un vestido blanco, de seda. Y tú con unos pantalones largos de casimir. Y la iglesia estará adornada con flores y mandaremos poner una alfombra roja en el pasillo.

Los días siguientes estuvieron llenos de ir y venir de los preparativos. En el patio de atrás los guajolotes desplegaban su cola y engordaban. Las criadas fregaban los pisos y regresaban del mercado con las cestas repletas. Mi madre esponjaba aún más las dalias del jardín y vigilaba los rosales en botón para que se abrieran a tiempo. Mi padre, desde su escritorio, despachaba las invitaciones. Y Mercedes interrogaba sin descanso: ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está….? ¿Dónde…? Esta pregunta taladraba nuestro cerebro, punzaba nuestro costado, nos crispaba. ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? Hasta que Mario, que apretaba la respuesta entre sus labios obstinadamente mudos, cayó desmayado.

La agitación se redobló; se redobló el ir y venir, el llevar y traer, pero ahora con distinto rumbo, con otra intención. Las criadas se descargaban de frascos que, apenas destapados, se desechaban; de hielo, de jugo de naranja, de inyecciones. Al margen del corredor para no estorbar su prisa, yo vagaba solitaria. Al principio yo iba detrás de todos, preguntando. Me contestaban cosas absurdas y sin sentido: apendicitis, fiebre, operación. Cuando me di cuenta de que no sabían nada me aposté cerca de la puerta de nuestra recámara (a la que no me dejaban entrar ni a dormir y de la cual salían murmullos sordos, gemidos apagados, tintinear de cucharillas moviéndose dentro de un vaso) para cuidar que no pasara alguien que pudiera ser peligroso. No me oponía a mi padre que había adquirido la manía de quitarse continuamente los anteojos y limpiarlos con su pañuelo como si estuvieran empañados. No me oponía al doctor. Me estaba callada para que no tuvieran pretexto de expulsarme, recibiendo las emanaciones de alcohol, de yodo, de algodones mojados. Sin protestar. Quieta. Hasta que vi que mi madre llegaba de la calle, la cabeza cubierta con un chal, acompañada del señor cura. Se dirigían a la alcoba pero antes de que pisaran el umbral me interpuse gritando y colgándome de la sotana para impedir que avanzaran.

—No, no, que no entre, que no entre.

Mi madre estaba demasiado sorprendida para encolerizarse.

—¿Por qué no ha de entrar?

¿Cómo explicarlo? ¿Cómo hacer que entendieran, si eran tan torpes? ¿Cómo mostrarles el motivo por el que estaban sucediendo todas las cosas? Yo no sabía. Pero yo tenía que defender a Mario con todas mis fuerzas, tenía que evitar que el señor cura lo viera.

—Porque va a decir que somos unos niños muy buenos y…

—Sí, claro, sobre todo después de lo que acabas de hacer. Suéltalo, no seas necia. Que lo sueltes te digo.

De un tirón brusco me desprendió de él y me aventó lejos. Desde el suelo, a través de mis lágrimas, vi cómo los zapatos del señor cura caminaban, sin ningún obstáculo, hacia la cama de Mario.

Mercedes me levantó. Secó mis párpados y limpió mis rodillas con el revés de su delantal. Sus ojos saltaban más que nunca y tenían un brillo especial, maligno. Acomodó el lazo que sujetaba mis cabellos y cuando estuve arreglada a su satisfacción, me dijo:

—Vámonos.

—¿Adónde?

—Voy a llevarte con unas amigas tuyas.

—No tengo amigas.

—No importa. Ven.

Atravesamos las calles, mi mano perdida entre las grandes suyas, hasta llegar a una casa. Mercedes cuchicheó algo al oído de la dueña quien instantáneamente me besó, me abrazó y me llamó pobrecita. Después fuimos a un patio donde jugaban unas niñas. En cuanto nos dejaron solas me rodearon hablando y riendo. Pero casi en seguida me abandonaron. Yo no hice más que decir la verdad. No, yo no sabía jugar a la tiendita. No, yo no tenía comadres. No, mis muñecas jamás se habían cambiado de ropa. Desde el extremo opuesto del patio me sacaban la lengua y hacían muecas. ¿Estaban comentando que yo era boba? Bueno, pero ellas no sabían lo que significa la palabra meteoro. Ni sabían que si uno enterraba una moneda… ¿Qué habría sucedido con Mario? ¿Lo delataría el señor cura? Por lo que me habían contado no tenía una comunicación directa ni constante con Dios. El único entre ellos que le hablaba, y eso nada más por teléfono, era el papa. Pero el señor cura podía avisarle al papa dónde estaba Mario. Si estuviéramos juntos resistiríamos mejor. Cuando Dios llegara le diríamos que se había equivocado, que éramos unos niños muy malos y le relataríamos, minuciosamente, cómo habíamos desterrado a Panchito y cómo habíamos dejado que acusaran a otros de su destierro. Pero si insistía, a pesar de todo, en llevarse a Mario que era por quien mostraba predilección porque a mí no me hacía ningún caso, yo lo escondería a mis espaldas. Como Mario era más pequeño que yo no se vería. Además yo podía ponerme uno de los vestidos de mi madre. Extendería los brazos y siendo las mangas tan anchas lo cubrirían íntegramente. Mire usted, le diría yo, aquí no está. Se ha ido, tal vez por allá. Y señalaría al azar y Dios se iría detrás del engaño y nosotros quedaríamos felices, libres. Pero ¿cómo no se me había ocurrido antes? Si era tan fácil. Ahora mismo iría a mi casa, atropellaría a los que me impidieran llegar hasta Mario y le diría lo que tendríamos que hacer en caso de emergencia y entonces él ya no tendría que estar encerrado en su cuarto y se pondría bien. Me levanté y caminé en esa casa desconocida hasta que encontré a la dueña.

—Señora, yo quiero irme.

—¿Por qué? ¿No te sientes a gusto aquí? ¿No han sido amables contigo las otras niñas? A ver, Lupe, Marta, vengan acá.

—No, no las llame usted. No es por eso. Es que yo tengo que irme.

—Sí y te irás pero cuando vengan a llevarte.

—No, antes, ahorita. Es muy importante. Por favor, déjeme usted ir.

—Considero que debe serlo. Pero tú tienes que esperar.

Yo no podía perder el tiempo discutiendo. Tenía que apresurarme. Corrí, pero antes de que yo llegara a la puerta, la habían cerrado. Lloré, patalee, supliqué, hasta quedar ronca, pero todo fue inútil. La puerta no se abrió.

Mercedes vino por mí casi al anochecer. Todavía me sacudían los sollozos. Ella no me regañó cuando le dijeron que había estado escandalizando todo el día. Me quitó el listón que me había amarrado en la mañana y me llevó de regreso a la casa.

Qué aspecto tan extraño tenía. La puerta de calle abierta de par en par, las ventanas iluminadas y, en el zaguán, multitud de personas extrañas vestidas de negro, charlando en voz baja, disimulando sus sonrisas. La sala debía estar llena de flores porque de allí salían, derramándose, hasta el corredor. Quise asomarme. Debía estar muy bonita así. Pero Mercedes me retiró de allí.

—Por favor, no molestes. Vas a obedecer y a no meterte donde no te llamen. Lo mejor es que te acuestes ya y te duermas.

—Pero Mercedes, yo tengo que hablar con Mario.

—Ahora no es posible. Mañana.

—No, ahora. Es muy importante. Es para que se alivie.

—Pero si está muy aliviado. Vamos, ven a acostarte.

—¿De veras está mejor?

Mercedes quedó viéndome, pensativa.

—Mucho mejor. Por lo menos, mucho mejor que tú.

Apaciguada, me dejé conducir. Habían compuesto mi cama en el oratorio. Antes de que yo me rebelara, Mercedes se había ido. Una ola furiosa de terror empezó a ahogarme. Quise huir pero estaba paralizada. Quise gritar y mi garganta se henchía y mis labios se separaban pero el silencio permanecía intacto. Cerré los ojos. Entré en una tenebrosa eternidad. Desde allí sentía cómo se alargaban hacia mí los tentáculos viscosos, cómo se multiplicaban las espadas, cómo se fraguaba mi ruina. Los marcos dentro de los cuales se extasiaban las imágenes se rompieron con estrépito. Y ahora ellas danzaban, sin freno, a mi alrededor. Me miraban con innumerables, horribles ojos saltones, me señalaban con un índice chorreando tinta, me lamían con sus lenguas desplegadas. ¿No quieres un dulce? Anda, tómalo. Hay miles de dulces en estas mesas. ¿O preferirías mecerte en un columpio? Sentirás un hueco en el estómago si subes muy alto. Desde arriba las cosas se ven pequeñitas y giran y si te sueltas caes y te rompes la nuca. No, no, vamos a jugar a la tiendita con ella. No sabe, no sabe. Sus muñecas nunca se cambian de ropa, no tiene comadres. Pero tiene un secreto. Dilo. ¿Dónde está Dios? ¿Querías burlarte de él, no es cierto? ¿Querías engañarlo? Y ahora estás en su poder, ahí viene, ahí está. La danza era cada vez más rápida, el círculo más estrecho. Me sitiaba un coro de respiraciones heladas, quemantes, húmedas. Alternativamente heladas, quemantes, húmedas. Cada vez más inminentes, heladas, quemantes, húmedas. Hasta que el remolino me arrastró.

La luz se introdujo a través de los vidrios de la ventana; ligeramente desviada se posó en el metal de la cama, abrillantándolo. Cuando llegó a mis ojos, los abrí. En torno mío los cuadros íntegros, las imágenes impávidas como si nunca se hubieran desatado salvaje, frenéticamente. Y el silencio, un silencio tangible y transparente a la vez como un cristal. Me movía con dificultad en esta nueva atmósfera pero lograba dar un paso y, después de muchos trabajos, otro y otro más. Fuera del oratorio también el silencio, sólido. En la sala, además, algunos pétalos pisoteados y gotas de cera extendidas en el piso. En el comedor, tazas sucias, con restos de café y colillas de cigarros. En nuestra recámara, el vacío. ¿Dónde estaba Mario? Yo tenía algo que decirle. ¿Qué era? Algo muy importante. Pero Mario no estaba y yo no recordaba y no había nadie a quien preguntar y yo no sabía si podía hablar. No quería arriesgarme a mover los labios, no quería henchir mi garganta porque este silencio era mucho más duro que el de anoche. Y el de anoche no se había quebrado.

La luz se instaló en la casa, violó los rincones y se fue. Y volvió a venir y a apoderarse de la casa y a hurgar en los lugares ocultos y a irse. Muchas veces. Yo daba un paso y otro y otro, en medio del silencio. Ya había llegado al jardín. Las dalias se desmelenaban, sin olor. Ya había llegado al patio. Los árboles estaban rendidos de frutos. Y nadie para cortarlos. Nadie para comerlos. Nadie.

Un día encontré a Mercedes. Yo había estado ensayando sílabas con la garganta contraída. Luego abrí la boca y las palabras rodaron de ella, cuajadas…

—¿Dónde está Mario?

No respondió. Caminaba, llevando cosas entre las manos, avivando el fuego de la cocina, limpiando el polvo de los muebles.

—¿Dónde está Mario?

Había que clavar un crespón negro en la puerta de la calle para que ondeara como una bandera.

—¿Dónde está Mario?

—No seas terca. Cállate.

No es que yo fuera terca. Es que no podía pronunciar ninguna otra palabra.

—¿Dónde está Mario?

—¿Quieres saber dónde está? ¿Quieres ir a verlo?

Echamos a andar. Las calles subían y bajaban. Las señoras nos decían adiós desde los quicios o se paraban a platicar con Mercedes mientras me acariciaban la barbilla. Después las calles fueron haciéndose más blandas. En vez de piedras y lajas, pasto, pasto verde, trémulo bajo el rocío evaporándose. Y luego sobre el pasto se irguieron ángeles blancos con el rostro inclinado, columnas truncadas. De pronto nos detuvimos.

—Aquí está.

Yo no vi, en el sitio que Mercedes señalaba, más que una cruz de mármol.

—¿Dónde?

—Abajo.

—¿Cómo entró?

—Iba dentro de una caja.

—¿Y no se lastimó?

—Estaba dormido.

—¿Tenía una almohada?

—Sí, una almohada con forma de perro.

Ahora recuperaba la memoria. Lo que yo tenía que decirle a Mario era cómo escaparíamos si Dios nos salía al paso. Pero como siempre, Mario tuvo una idea mejor. Ahora lo comprendía yo todo. ¿Cómo iba Dios a imaginar que él estuviera debajo de la tierra? Si Mario hubiera conocido mis planes se hubiera mofado de ellos. ¿A quién iban a despistar las mangas enormes de un vestido ajeno?

—¿Está solo?

—Claro que no. Hay muchos más. Mira.

Sí, había muchos otros. El campo estaba lleno de cruces. Qué bueno. Así Mario no se aburriría. Además tenía consigo su perro. Lástima que yo no hubiera ido con él. Pero a mí Dios no me había acosado.

Cuando regresamos yo iba contenta y me soltaba de la mano de Mercedes para correr y brincar. Iba riendo porque el sol me hacía cosquillas debajo de la tela negra del vestido. Al llegar a la casa cogí un lápiz y con mi letra inhábil, tosca, escribí el nombre de Mario en las paredes del corredor. Mario, en los ladrillos del jardín. Mario, en las páginas de mis cuadernos. Para que si Dios venía alguna vez a buscarlo creyera que estaba todavía aquí.


* Publicado en América. Revista Antológica, vol. II, núm. 63, junio de 1950.