CRÓNICA DE UN SUCESO INCONFIRMABLE*

Soñé la muerte y era muy sencillo.

LEOPOLDO LUGONES

SUCEDE, con extraordinaria frecuencia, que no se puede ser humilde si no es a condición de ser grande. De otro modo se es solamente humillado. ¡Y qué no se hará entonces con tal de añadir un codo a la propia estatura! ¡Qué no se hará y en vano! De una vasta, oscura, imprecisa humillación, nacen todos mis actos como de una raíz retorcida y amarga. No hay día de mi vida al que mi memoria toque que no se me presente como una luminosa plenitud abofeteando mi insignificancia. Y he querido, con una pasión más urgente y absoluta que ninguna otra, crecer, hacerme compacta, tener contornos agudos, punzantes como aristas, pero algo dentro de mí, algo blando, gelatinoso, amorfo, me derrumba. Mi historia es solamente esa lucha y esa derrota. Ahora que la derrota es definitiva y que la admito como tal, me asombro de que sea tan fácil someterse a ella. Y tan cómodo.

Hubo una época (me avergüenzo al confesarlo) en la que, como las hiedras parásitas, colgué mis desmadejadas ramas de los árboles corpulentos y chupé su savia para sostenerme, no erguida —que me era consustancialmente imposible— sino apenas verde, lozana y próspera. Unas veces los árboles eran caducos o torcidos y me enfermaba de ellos; otras, sus jugos eran demasiado potentes y me congestionaban. Hasta que logré la simbiosis perfecta enroscándome alrededor de una mesa de café. Y allí, satisfecha, segura de la regularidad y la abundancia de mi alimento, me eché a dormir como una serpiente bajo el sol.

¿Cómo no cuidé mi dicha? ¿Cómo no vigilé mi tesoro? Es humano equivocarse; pero no es humano equivocarse sin remedio. Tardíos fueron el arrepentimiento y la venganza. Y la venganza fue además, como lo es para la avispa, funesta.

No digo que la mesa de café de la que vengo hablando era igual a cualquiera otra o semejante a alguna porque no conozco ninguna más. Pero digo que en ésta se congregaban, tarde a tarde, varios sujetos que padecían una suerte de aburrimiento inofensivo y manso emanado de su pereza. Ya sea por un principio de disciplina, por dividir el trabajo o por obedecer a la ley del menor esfuerzo, pero el caso es que a cada uno de ellos le estaba reservado y tenía que desempeñar, ineludiblemente, un papel, no tanto para que los demás se evitaran la molestia de identificar o reconocer a una persona a diario cambiante y adecuarse a ella, sino para que esa misma persona se evitara la molestia de construirse o recomponerse a diario. Así, Adelaida era la del trágico destino y miraba con una mirada desolada y superior. Ante sus ojos, el mundo entero adquiría las proporciones que le marca el desprecio. Ese gesto que todo lo reduce a escombros me impresionó mucho hasta que supe su origen: uno de los músculos faciales de Adelaida funcionaba mal. Pero esta explicación no estaba al alcance de cualquiera y el gesto seguía siendo eficaz y atraía el núcleo de las tormentas lo mismo que los pararrayos. Su pasado era fragoroso y su presente, hostil. Y ella atravesaba largas galerías de espanto, contenta de estar a la medida de su túnica.

Ernesto era el genio inédito, especie hoy a punto de extinguirse pero entonces floreciente. Tenía la misión de maravillarnos y llegaba, para cumplirla, hasta el heroísmo de dejarse la barba sin rasurar, ponerse camisas color ladrillo y albergar propósitos, por desgracia siempre pospuestos, de suicidio. Nunca supimos exactamente de qué manera era genial, porque siempre hablaba con vaga modestia al respecto; pero jamás dudamos de que sus méritos no eran apreciados en su inmenso valor por una generación frívola o prostituida.

Carmen era la enamorada endémica. Quiero decir que no le importaba tanto el objeto como el estado. Nos admiraba con la invariable fidelidad a sus sentimientos, con la constancia inconmovible con que los mantenía. Y no pronunciamos nunca críticas lo bastante acerbas para condenar a los hombres, que sin comprender la excepcionalidad de esta actitud, se sucedían vertiginosamente a su lado.

Rafael usaba anteojos tan gruesos que su erudición resultaba incuestionable. Y estaba también Carlos en un precario equilibrio sobre la cuerda floja de su adolescencia. Y Trini, fea pero virtuosa. Y yo.

¿Usé alguna máscara? Ellos se conformaban con que yo estuviera allí infalible, puntual; y les bastaba reclamarme, de cuando en cuando, una frase que, por su arbitrariedad y completa falta de relación con lo que estuvieran conversando, era susceptible de interpretarse como una paradoja, o una agudeza o un chiste. Entonces ellos, momentáneamente, fijaban al unísono su atención en mí y me aprobaban con una sonrisa, con un ligero levantamiento de cejas o con una carcajada. Y en ocasiones se entusiasmaban hasta el grado de darme palmaditas benévolas en los hombros. ¡Dios mío, y puedo evocarlas sin llorar de nostalgia! Porque esos momentos eran los únicos en los que yo me sentía viva (viva no de mi vida mísera y exigua, sino de la que ellos a manos llenas me concedían), densa de realidad, repleta de contenidos múltiples. Dicen que todo placer quiere eternizarse. Es cierto. Pronto me consagré íntegramente a provocar esos momentos, a prolongarlos, a hacerlos más intensos. Aumentando la habilidad con la práctica vi cómo, poco a poco, aumentaban mis éxitos. Quién sabe lo que habría conseguido ser si Maru no me lo hubiera impedido.

El nombre, Maru, con el que la he designado, no es falso, ni un seudónimo tras del cual ella se ampare disimulándose. Es sólo la contracción absurda que el típico mal gusto, que la convivencia familiar segrega, ha hecho de dos palabras que permanecen hermosas mientras están aisladas: María y Eugenia. Y es también el pretexto para que a espaldas suyas le digan Loru. No es éste, sin embargo, el apodo más idóneo. Maru no se parece a un loro sino cuando habla. Físicamente es más bien similar a un pez. Como ellos, tiene los ojos redondos y vacíos, una leve papada (perdón, debí decir una leve doble barbilla) que le confiere una expresión tonta de complacencia y circula, como ellos, dentro de una estrecha pecera que se llama, según la hora, la casa o la calle o la escuela o el cine.

Evidentemente se puede ser un pez y saber distinguir entre las diferentes clases de aguas. Y preferir la que se prestigia y enriquece con la sal y el yodo del mar a la que, incolora, inodora e insípida, chorrea de la llave del lavabo. Dicho de otro modo, Maru juzgó la pecera doméstica indecorosa para sus escamas doradas y decidió salir en busca de un más propicio ambiente.

Nadó hasta nosotros sin detenerse, conducida más que por su instinto por mi desgracia. Bajo su brazo derecho era de inmediato perceptible una novela de Thomas Mann que ella utilizó, en la primera oportunidad, de la misma manera que los diplomáticos sus cartas credenciales. Procedía así ajustándose a las exigencias del medio. Si no se hubiera tratado de una peña de intelectuales sino de un Kiko’s, Maru se hubiera concretado a enarbolar como bandera un sweater amarillo. Pero Maru tenía un gran sentido no sólo de la adaptación sino también de la responsabilidad. Cuando advirtió (y esto fue en seguida) que se le había asignado su parte, la aceptó sin vacilación y la ejecutó con cuidado. De allí en adelante se la pudo llamar con justicia, la Ausente.

Había, entre nuestros estatutos, uno —el más importante— que con toda claridad ordenaba: “Sé tú mismo”, y que nosotros con excesivo celo, acatábamos. Y entendíamos por acatarlo persistir en nuestra naturaleza, es decir, en nuestros límites. Así Adelaida se excusaba de sonreír o de ser feliz y Carlos rehusaba madurar y Maru, como le era obligatorio, eludía estar presente. Con una aparente heterodoxia (en la que yo fundé tan agradables cuanto injustificadas esperanzas), acudía de cuando en cuando a nuestras asambleas. Ahora sé que lo hacía para, por contraste (un contraste nunca muy marcado), poner de manifiesto la calidad purísima e indudable de su alejamiento.

Maru eligió la mejor parte porque era en la ausencia donde arraigaba la totalidad de su fuerza. Nada sabíamos de ella más que la teoría indecisa, improbable, de la etimología de su nombre. Ignorábamos todo acerca del empleo de su tiempo, de sus ambiciones, de sus manías. Y entonces todos, cada uno por su camino distinto y peculiar, trataban de saciar su curiosidad. Sin ningún freno se entregaban libremente al comentario y a la exégesis de Maru. De nada sirvieron entonces mis ironías; pasaban por encima de ellas como el que salta un obstáculo. Pero ni aun así les estaba permitido avanzar mucho. Adelaida misma, ante cuyos ojos taladrantes y omnisapientes las cosas se desnudan, esa vez tuvo que equivocarse. Y no titubeó en suponer que Maru atardecía encerrada en sí misma, inexpugnable, debatiéndose entre tormentos horrorosamente lúcidos, insomnes. Ernesto la vio (él lo afirma y esta vez no es para asombrarnos) laboriosamente inclinada sobre una pequeña imprenta, preparando para dar a la luz, uno tras otro, sus escritos. Y éstos eran tan copiosos que no sólo se esparcían en desorden por el suelo sino que se apilaban en estantes que subían hasta el techo. Infatigable, la máquina los tragaba. Pero infatigables ellos también, se reproducían. Y el rítmico jadear de ambos al esforzarse, de alguna manera anticipaba el ritmo alterno y regular de los aplausos.

Carmen siempre reputó a Maru como a su igual. Y ése, dice sin afán de generalizar (aunque la generalización en este caso sería perfectamente lícita), fue mi error. Para Carmen, Maru no era en el sentido estricto, una persona; si hubiera estado provista (Carmen) de una mentalidad rigurosa y científica la hubiera concebido como un ente casi triangular dotado de movimientos de contracción y expansión. Esto es, como un corazón. Pero como Carmen no era más que una mujer, ni siquiera sabía que era como el nombre de corazón con el que convenía bautizar a Maru cuando, sentada cerca de ella, la sentía como algo palpitante y habitado por otro. Ingenuamente, pues, la supuso apasionada. Y los crepúsculos de Maru fueron desde entonces, como los de ella, enrojecidos de besos o morados de duelo.

No hay para qué mencionar la lista de libros que leyó para Rafael; como Teseo al Minotauro en el laberinto, Maru perseguía en las intrincadas bibliotecas a la sabiduría de peligrosos cuernos. Sin hilo conductor se extraviaba entre las páginas o, fugazmente elevada, se precipitaba de nuevo y cada vez más fatal, más profundamente, a los abismos, cuando sus alas de cera se derretían. Basta. Carlos ha negado, ahora que lo sabe todo, las tribulaciones que pasaron juntos y las breves exaltaciones que compartieron. Y Trini ha olvidado el consolador regocijo con el que constataba la fealdad de Maru. Sólo a mí me era imposible imaginarla. Y sufría una especie de desazón íntima no sólo por esta imposibilidad sino por las notorias contradicciones en las que mis compañeros incurrían al hablar de ella, los desatinos en los que no temían caer. Y sufrían una sorda envidia al palpar el desvío con el que me trataban. Ya no más sonrisas ni palmaditas. Maru, Maru, Maru era siempre el tema de sus charlas, el motor de sus pláticas, la noria alrededor de la cual giraban. La savia con la que antes me nutría era cada vez más escasa y si no tomaba una determinación rápida terminaría por agotarse. Pero, ¿qué determinación tomar? Tenía que ser una que destruyera para siempre el misterio y la leyenda. Y no podía ser otra que la verdad.

Para esclarecerla y mostrarla era necesario, primeramente, averiguar la dirección de Maru y después, allí mismo si era posible o en otro sitio en el que se encontrara aún más indefensa, más vulnerable, orillarla a una confidencia plena y conminarla, de manera delicada pero enérgica que, de entonces en adelante, se abstuviera por completo de volver al café o mejor, con hipócritas razones convencerla de que su presencia, si fuera menos esporádica sería más satisfactoria. Hasta que los demás, a fuerza de hurgar inútilmente en ella, la abandonaran decepcionados al comprobar que era una persona irredimiblemente vulgar que no merecía siquiera un pensamiento.

Las circunstancias conspiraban para favorecer mis proyectos. En los primeros días de nuestra amistad, Maru, imprudente, me había dado una tarjeta suya. Debí haberla guardado en algún lugar, tal vez entre otros papeles intrascendentes. En efecto, allí estaba pudorosa y oculta bajo unos viejos cuadernos de apuntes. Era un cartoncillo cuadrangular en el que Maru, con una letra deliberadamente enrevesada y trémula, había escrito nada más su nombre: Maru, y luego el nombre de una calle y el número de una casa. Azalia (así, azalia, y no azalea como debe correctamente escribirse) número ocho. Y por último las horas en las que podía visitarla, de dos a cuatro, p. m.

El reloj que me crispa latiendo encima del escritorio, marcaba las once de la mañana. Me era factible, pues, con desahogo y calma, llevar a cabo todos los preparativos necesarios para nuestra entrevista. Lo más apremiante, lo más indispensable, era hacer un cuestionario. No era cosa de dejarse llevar por la inspiración del momento y plantear problemas inconexos y derivar la conversación por veredas fútiles o descarriadas. La pregunta inicial: ¿Por qué se llamaba así? Y después, por orden de importancia: ¿Qué hacía? ¿Qué era? ¿Cómo era? De la índole de sus respuestas dependía el que yo pretendiera acercarla o alejarla del grupo de mis amigos. Cuando hube terminado de anotar esto no hice más que retocar automáticamente la pintura de mis labios, polvearme la nariz y salir. Iba tan absorta que no sentí, a pesar de la longitud de la distancia recorrida, ni calor ni fatiga por la marcha.

La casa de Maru es, por cierto, una construcción modesta y gris, arquitectura que se cierne fuera de las épocas y las modas. Quiero decir con esto que es indescriptible. Entre los pliegues morroñosos de la piedra se esconde el timbre. Lo aplasté con vigor porque temía que dentro todos estuvieran distraídos o sordos. Sin transición ninguna, una criada, desvaída también, abstracta casi, corrió a abrir. Cuando le expuse mi deseo de saludar a Maru no se opuso ni manifestó extrañeza. Simplemente me dejó pasar. En la sala (esa sí con un definido y lastimoso estilo Luis XV), en un sofá atronadoramente rojo, estaba Maru tumbada comiendo chocolates. Palmoteó de alegría al verme (pero yo pienso ahora que hizo esos aspavientos nada más para disfrazar su sorpresa y su desconcierto) y después me convidó de los dulces que irradiaban un olor delicioso apiñados dentro de una cajita rosada. (Ahora pienso que su invitación fue una hábil maniobra que tendía a paralizarme.) Pero no supe resistir. Los chocolates son cabalmente mi debilidad y con la boca llena de ellos dejaba pasar los minutos sin que me fuera posible empezar mi interrogatorio. Estaba a punto de deglutir el chocolate que me había prometido solemnemente que fuera el último, cuando algo vino a indicarme que ya todas mis promesas serían inútiles.

Fue así: al hacer un ademán (porque sólo podía expresarme por medio de ellos mientras saboreaba los dulces) quedé delante de un espejo. Dócil, dibujó mi perfil. Infiel, lo embelleció. No me detuve en él con todo y serme placentero porque algo inesperado y pasmoso atrajo mi atención: que al lado del mío ningún otro perfil se reflejara. Aunque Maru quedaba como yo dentro del campo visual del espejo, inexplicablemente escapaba de él. Me preocupaba por establecer alguna hipótesis justificatoria de este fenómeno cuando de golpe lo comprendí todo. Casi me atraganté de admiración: casi grité de júbilo. Pero pude controlarme y aun hablar con Maru algunas palabras, únicamente corteses. Después me puse de pie y me despedí.

Afuera, qué tibia brillaba la luz, qué fragante corría el viento. Pero yo no me paré a gozarlos porque el descubrimiento que había hecho me asfixiaba, desbordaba por mis poros. Fui directamente hacia el café. Era muy temprano y nadie había llegado aún. Tuve que esperar, impaciente y pálida. Cuando el quórum se hizo, narré mi aventura de la mañana y concluí rotundamente. Maru no existe. El aire, transido por el humo de los cigarrillos, no se pobló como tantas otras veces de divertidos asentimientos sino de imprecaciones y burlas. Y no se aplacaron sino hasta que notaron la seriedad con la que estaba dispuesta a sostener mi afirmación. La demostré de este modo.

¿Qué pruebas tuvimos de la existencia de Maru? Su nombre nada más; un nombre cuyo origen era palmariamente falso y cuya validez era por lo tanto, deleznable. Sí, ya sé que ustedes aducirán su presencia. ¿Podemos siquiera considerarla como tal? Examinemos nuestros recuerdos. Encontraremos, al evocar a Maru, una silueta borrosa, con un libro bajo el brazo, siempre más notable y visible que ella. A cada una de nuestras entrevistas corresponde el título de una novela, La montaña mágica, El hombrecillo de los gansos, La luna y seis peniques. ¿Sabemos si las leía? Jamás le escuchamos ninguna opinión sobre ellas… ni sobre ninguna otra cosa. En rigor, jamás la escuchamos. Llegaba sin hacer ruido, como un pez deslizándose sin dificultad entre las aguas y se sentaba en el rincón más apartado, abarcándonos a todos desde allí con sus ojos redondos y vacíos, poniendo su silencio como una alfombra sobre la que transitábamos, inconscientes de su muelle sostén. Y luego desaparecía como había venido, sin dejar huella. Y para suplirla, pues de una manera confusa sentíamos que nuestra memoria revoloteaba sin tener donde posarse, nos dedicábamos a inventarla. Sí, he dicho inventarla y es ése el término exacto. Porque de otro modo no es posible que ella tuviera cualidades tan disímiles o tan incompatibles. Observen esto. Adelaida la definía torturada y afligida; Trini compadecía su falta de gracia; Rafael ensalzaba su inteligencia. En resumen, cada uno de ustedes la hacía “a su imagen y semejanza”. Cada uno de ustedes proyectaba en ella su personalidad y le prestaba su existencia. Eran sinceros pero no objetivamente veraces. Estaban demasiado llenos de ustedes mismos para serlo. Pero el espejo que no tiene personalidad ni existencia y que por lo mismo no puede otorgarla, la ignora. Para él no hay enfrente suyo nadie, y permanece limpio, pulido, igual, desocupado.

Al llegar a este punto de mi exposición mis amigos parecían estar abrumados por mis argumentos. La lógica es un instrumento tan eficazmente mortal como el tiempo, pero más veloz. A las imprecaciones sucedieron los lamentos. Yo experimentaba sin remordimientos el maligno alborozo de haber asesinado un fantasma y aguardaba confiada recuperar mi lugar en la estimación de mis compañeros. ¿Recuperarlo nada más después de mi espectacular acción? ¿No era legítima mi aspiración de mejorarlo? Pero de repente la voz de Adelaida se separó de la corriente en la que las otras dejaban discurrir su turbulencia, sólo para acusarme:

—¿Y tú? ¿Pudiste imaginarla jamás? No. Tuviste que ir a buscar la realidad en su cuerpo, en sus palabras, en los testimonios de un domicilio, de una familia, de un estado civil. Y ni aun allí fuiste capaz de hallarla. El espejo supo que tenía en ti una compañera, una cómplice y te reveló su secreto. Tú también la hiciste a tu imagen y semejanza y ahora Maru está muerta.

Yo sé bien que Adelaida no es cruel pero es indomablemente franca. Al percatarse de la gravedad de su denuncia, calló. La misericordia veló sus pupilas. Pero no con la suficiente premura como para que yo no alcanzara a ver, con un estupor infinitamente doloroso, cómo mi rostro también se había desvanecido.


* Publicado en América. Revista Antropológica, vol. VIII, núm. 61, julio de 1949.