A Juan Vicente Melo
EL NACIMIENTO de Águeda produjo una decepción —mitad consternada, mitad satisfecha de vaticinio cumplido— entre los miembros de la familia Sanromán.
Después de los tres primeros y sucesivos fracasos maternales de Juliana no únicamente era previsible sino también justo que diese a luz a un varón. ¿Pero quién puede fiarse de estas mujeres de un barrio cualquiera, sin casta y sin orgullo? Tuvo una hembra y, como si no fuera suficiente, la melindrosa se dio además el lujo de quedar imposibilitada para concebir de nuevo.
¿Adónde, suspiraban en sus asambleas dominicales, amodorrados después de la abundante comida, los Sanromanes, adónde van a ir a parar los hermosos cañaverales de Esteban, las enormes partidas de ganado, las fincas de la tierra fría y de la tierra caliente? A manos de un extraño, si bien les iba. Porque Águeda, a juzgar por las apariencias, no iba a ser fácil de casar.
Esteban no se preocupaba demasiado por el porvenir de su hija. Calculaba únicamente que la dote habría de ser mayor de lo que había dispuesto. Pero después de todo era la hija única, porque los bastardos no contaban. Por su parte Juliana tenía confianza en que la niña embarnecería con la edad. Además ella iba a encargarse de que recurriera a todos los artificios de la coquetería. Sí se esmeraba en ser limpia y hacendosa y en parecer de sangre liviana no faltaría quien se fijara en ella para desposarla. Al fin y al cabo, matrimonio y mortaja…
Pero conforme Águeda iba creciendo las ilusiones de sus padres hallaron cada vez menos puntos de apoyo. La fortuna de Esteban mermó, casi hasta extinguirse, cuando las tierras fueron repartidas por el gobierno y los indios se alzaron negándose a seguir trabajando de balde. El estado de sus finanzas no era ni excepcional ni secreto. Ahora sí ya podía comentarse, sin ningún recato, que su hija le estaba resultando un poco rara.
¿A quién habría salido, Santo Señor de Esquipulas?
En las noches de insomnio Juliana y Esteban repasaban, cada uno desde su respectiva y matrimonial cama de latón, las anécdotas de sus mutuos antepasados para encontrar la raíz, la explicación.
—Tal vez aquella prima lejana tuya, la de Tabasco, la que se volvió loca.
—¿Y qué querías que hiciera? Los carrancistas abusaron de ella delante de su novio y luego a él lo remataron de un balazo.
Juliana suspiraba, conmovida. Era una de las tragedias que enlutaron su juventud y de la que le hubiera gustado ser protagonista. El hecho de que su marido no la comprendiera la irritaba. Para vengarse, decía.
—¿Y tu bisabuela? Dicen que dormía en un cajón de muerto que se había mandado hacer para cuando llegara el caso.
—Mamá Gregaria fue siempre muy precavida.
—Se pasaba.
—En cambio otras prefieren deberle a las once mil vírgenes con tal de no pensar en el mañana.
Juliana sentía el pinchazo de la indirecta. Esteban había aludido, naturalmente, a la madre de ella, a la viuda que nunca supo ¡la pobre! lo que era sacar una cuenta ni ahorrar un centavo. Y ni siquiera había sido capaz de colocar bien a sus hijas. Allí estaba, por ejemplo, Juliana. Atada a un señor con veinte años y veinte mil mañas más que ella, al que sólo le quedaban las ínfulas de rico. Y en cuanto a la otra…
Como si sus pensamientos hubieran llegado, por distintos caminos al mismo punto, preguntaba con fingida inocencia el marido:
—¿Se averiguó, al fin, de qué le vino la muerte a tu hermana Elena?
—No la envenenaron para quedarse con la herencia, como a la tuya.
Lo que había comenzado en murmullo tenue iba adquiriendo la densidad y el volumen de una disputa violenta. En los tapancos altísimos, en las paredes espesas, en la amplitud de las habitaciones de las casas de Comitán, rebotaban los insultos, las recriminaciones, los reproches.
En la recámara vecina Águeda despertaba con sobresalto.
—Están hablando de mí.
Distinguía la voz de su padre: maciza como su cuerpo, solemne como sus pasos, certera como la aguda punta del bastón de caoba que acertaba siempre con el sitio exacto donde posarse. En cambio las frases de su madre eran una catarata irreflexiva. Daba la impresión de que nada podría contenerla. Y de pronto comenzaban los titubeos, como cuando andaba revolviendo cajones para buscar algo que ya había olvidado. Y por último sobrevenía un silencio total.
Lo que Águeda no supo nunca fue que lo que enmudecía a su madre no eran ni las razones de su marido, ni la prudencia, sino el terror. No a la cólera, ni al castigo, ni a las represalias. El terror a la reconciliación.
Águeda también se estremecía de otros terrores: el de la oscuridad, en la que siempre se movía un fantasma; en la que siempre acechaba una bestia feroz. Pero sobre todo el de aquellas voces repentinas de sus padres que la iban cubriendo de llagas dolorosas: las de una culpa cuyo nombre jamás acertó a entender, una culpa que estaba en sus huesos para pudrirlos, en su corazón para estrangularlo, en su cabeza, de la que era único badajo resonante.
Una culpa, además, sin expiación. A menudo la niña soñaba que había muerto y que su lugar vacío era ocupado por otro, por el que verdaderamente debía de estar allí; y que el sorbo de aire que antes robaba, ahora le proporcionaba fuerzas al dueño legítimo.
Al despertar nunca recuperaba del todo la certidumbre de continuar viva, no quería recuperarla. Se deslizaba sin ruido por los corredores —evitando el encuentro de los espejos— e iba a ocultarse hasta el fondo del traspatio. Allí permanecía hasta que alguien iba a recogerla bruscamente a la hora de comer.
Ante sus mayores no había modo de hacerla hablar, porque ella no estaba allí.
Esteban y Juliana, por su parte, no atendían más que a su propia hostilidad y a su rencor. Se pedían, con una deferencia llena de sarcasmo, la sal; se agradecían irónicamente el postre. Pero no gastaban una sola palabra superflua en la conversación.
Águeda corría fuera del comedor lo más pronto posible para buscar su refugio favorito y lejano. Allí, a la hora del atardecer, se entretenía retorciendo el cuello de los pájaros que, en el principio del crepúsculo, disminuían la altura y la velocidad de su vuelo, hasta quedar al alcance de unas manos rapaces. Después, con el pequeño cadáver oculto entre la blusa y el pecho, Águeda iba al jardín y en uno de los arriates cavaba un breve agujero para enterrarlo. Encima de la tierra removida colocaba una flor, como señal y duelo.
También se complacía en despojar a las lagartijas del cuero verde que las cubre. Bajo su grosura y aspereza iba apareciendo una membrana blancuzca, transparente casi que permitía observar la palpitación enloquecida de las vísceras. Águeda veía, con paciencia, decrecer el ritmo hasta paralizarse. Entonces, cuidadosamente, colocaba al animal sobre una piedra y lo dejaba libre. La lagartija permanecía inmóvil un instante y luego echaba a correr y se perdía entre los matorrales.
En una ocasión Juliana sorprendió los manejos de la niña. Su primer impulso fue abalanzarse y golpearla, interrumpiendo así aquel juego cruel. Pero luego una especie de veneración ancestral la contuvo. Águeda es una Sanromán, se dijo. ¿Cómo iba Juliana a rebelarse contra una jerarquía inmutable? Es una Sanromán, repitió, alejándose. Por tanto, lo que hubiera de maldad y tiranía en ella era la herencia de los antiguos atormentadores de esclavos, de los viejos azotadores de indios. De ella, de la bordadora humilde del barrio de San Sebastián, no había nada. Juliana respiró, con un extraño alivio, su propia inocencia.
La impunidad hizo a Águeda ociosa y rebelde. Ignoraba dónde tenía su origen esa debilidad de sus padres hacia ella, pero había comprobado que ninguno de los dos se atrevía ni a dictarle una orden ni a contradecirle un capricho. Han de tenerme lástima, supuso. Y cuando afirmo algo me contestan “sí, sí”, como a los locos y a los imbéciles.
Juliana intentó, alguna vez y como por juego, atraerla a los quehaceres domésticos. Águeda respondió advirtiendo que se la quería hacer caer en una trampa:
—Ése es asunto de las sirvientas.
Sin embargo, a veces condescendía en regar las macetas; en barrer algún rincón, hasta que un ataque de estornudos le imposibilitaba continuar la tarea. Y la única vez que entró en la cocina se desmayó de asco ante la vista de los alimentos crudos.
Cuando Juliana quiso empezar a adornar a su hija con todas las gracias de una señorita, se estrelló con una torpeza tan obstinada que no pudo menos de calificar como maligna. En el teclado del piano era incapaz de distinguir el sonido de una nota de otra y si desde el principio colocaba mal los dedos, toda la lección se desarrollaba mal. Cosía y deshilaba pedazos de trapo que nunca se convirtieron en algo útil. Y en cuanto a la pintura nunca pasó de emborronar papeles que después tiraba con desprecio a su alrededor.
No hay que dejarla sola nunca, reflexionaba Juliana. Pero la amistad tampoco le era fácil. Por su familia, por su rango, pertenecía desde su nacimiento a un círculo determinado y selecto. Fue bienvenida. Pero pronto comenzaron a huir de ella con un pretexto u otro. ¿Para qué estar con quien se aburría de todos los juegos? Porque a Águeda no le gustaba hacer ni pasteles de lodo, ni cambiar de pañales a las muñecas ni concertar comadrazgos con ninguna.
Hubo que recurrir a las cargadoras y pagarles precios especiales, a pesar de que emigraban a la menor provocación. En realidad las asustaba la pasividad con que Águeda se disponía a que la divirtieran. Canciones, bailes, cuentos, todo lo que se podía ver desde lejos y en lo que no era preciso participar. Y nunca, las pobres criaditas, pudieron prever el instante en que Águeda iba a lanzarse contra ellas tratando de arrancarles las orejas porque no habían acertado a contestar alguna de sus preguntas.
—Esto sí se pasa de la raya, decidió la madre. Ha de estar compatiada con el diablo.
Y fue a consultar a su director espiritual.
Éste —perfil romano, voz conmovedora en el púlpito, ídolo del pueblo— le aconsejó:
—Traémela. Hemos de arrancarle esas malas hierbas que le atormentan. Yo mismo le inculcaré la doctrina.
Juliana disfrutó de un fugitivo minuto triunfal. Sus cuñadas se desmorecían de envidia. El sacerdote no se habría dignado hacer lo mismo por ninguna otra que no fuera Águeda.
Con un catecismo del padre Ripalda en una mano y una palmeta en la otra, se iniciaban las clases en el locutorio parroquial. Las preguntas eran fáciles, rápidas, mecánicas. Así deberían de ser las respuestas. Pero Águeda, después de meditar con el entrecejo fruncido, salía con una pregunta nueva, con la aplicación de la regla a un caso concreto en el que resultaba contraproducente, con la exigencia de que se le marcaran bien los matices para no equivocarse, con escrúpulos sin fin.
El sacerdote dejaba caer los brazos. Ni el catecismo era explícito ni la palmeta era justa. Llamó en secreto a doña Juliana para confiarle que el caso de su hija era tan especial que no se atrevía a administrarle la sagrada forma, por miedo a cometer un sacrilegio.
¿Qué hacer ante una deshonra semejante, que sus cuñadas se encargaron inmediatamente de hacer trascender al público? Huir, donde nadie los conociera ni los señalara entre burlas compasivas. A México.
Ya en la capital, Juliana no hallaba cómo desprender a Águeda de sus faldas. ¿Iba a permitir que vagara por las calles, para que en su distracción la atropellaran los coches? ¿Iba a inscribirla en una escuela pública, para que se las averiguara con una turba de muchachitos insolentes y mañosos? Porque, gracias a Dios, Águeda sería todo lo que quisieran. Pero maliciosa no.
Así que no quedaba otra alternativa que buscar un colegio de monjas, muy decente, bien afamado, y sobre todo, caro. Sí, el más caro. Ésa era la única garantía.
Cuando Esteban llegó a México, después de liquidar sus intereses en Chiapas, encontró a su familia ya instalada.
La sorpresa fue desagradable. El departamento alquilado por Juliana era excesivamente pequeño y el ajuar de segunda mano. Además carecía de servidumbre, para compensar los gastos de la colegiatura.
Esteban daba su asentimiento a las virtudes ocultas en cada una de las disposiciones de Juliana. Pero sentía nostalgia de su hamaca de fibra en el corredor, del espacio, que hasta ahora nunca le había faltado; el aire, que no llegaba caliente de olor de fritangas y basura quemada.
La causante de tales trastornos era Águeda y a Esteban no le iba a ser fácil perdonarla. Pero cuando la vio regresar del colegio, con su uniforme gris y su mochila pesada y un aire, por primera vez ávido y despierto, estuvo a punto de no reconocerla.
—Saca muy buenas calificaciones —alardeó Juliana—. ¿Quieres verlas?
Águeda estaba ya abriendo su mochila cuando el ademán negativo de su padre la inmovilizó. Se quedó perpleja, mirándolo. ¡Qué incongruente le parecía la figura de este extraño, a cuyos brazos estuvo a punto de lanzarse! ¡Qué absurdo, con su chaleco, su leontina de oro, su bastón de caoba, su sombrero verduzco!
Sin comentarios, pasaron al comedor. Juliana trajinaba ruidosamente en la cocina y llegaba con una fuente de sopa humeante, de carne guisada, de frijoles. Águeda comía apenas y Esteban tomaba una pizca de esto y de lo otro, refunfuñando porque no estaba bien sazonado o le escaldaba el paladar, por lo caliente o había perdido su gusto, por lo frío.
Juliana se sentó a la mesa hasta el final y colocó sus manos entrelazadas (rojas de lejía y trabajo) sobre el hule que fungía como mantel. Aquí, junto a ella estaban los dos seres a quienes la unía el deber, el parentesco entrañable. Como a la luz de un relámpago los contempló, distantes, ajenos. No los había comprendido nunca y tampoco los había amado. Esta última revelación la turbó. Y para conjurarla rezó mentalmente una jaculatoria.
Los días tomaron el cauce de una rutina invariable. Águeda y Juliana madrugaban para que la muchacha llegase a tiempo al colegio. Cerca del mediodía Esteban, acicalado con lo mejor de su guardarropa, se marchaba al centro, donde estaba tramitando unos asuntos cuya vaguedad nunca condescendió a explicar. Tenía amigos influyentes; era cuestión de semanas que expidieran su nombramiento.
Esta versión fue verdadera algunos días. Después de largas e infructuosas antesalas Esteban había decidido pasar las mañanas en algún sitio más agradable. Eligió la Alameda. Buscaba una banca que le conviniese y desdoblaba ceremoniosamente el periódico. En ciertas ocasiones, y a modo de celebración de algún acontecimiento especialmente importante, Esteban alargaba sus pies a la rápida habilidad de un bolero.
A veces conversaba con algún otro asiduo del lugar. Nunca permitió que su interlocutor traspasase los límites del comentario acerca del tiempo o de las críticas a las autoridades. Así conservaba su distancia y un señorío cada vez más menguado. Porque primero tuvo que prescindir del bastón, demasiado estorboso en el interior de los vehículos; después, cuando regresaba a su casa dormitando junto a la ventanilla del tranvía, un ladrón le arrebató el sombrero. Por precaución guardó la leontina y el reloj, con lo que el chaleco ya no lucía más que el brillo de la vejez y el uso.
Juliana olfateaba, en estas ausencias cotidianas, una aventura.
—Y eso sí que no se lo tolero ni a Dios Padre, repetía enjabonando furiosamente la vajilla.
En la noche, y con el pretexto más baladí, inició la pelea. De su boca salían a borbotones palabras vulgares, viles adjetivos. Águeda se puso a contar el tiempo que transcurría en desvanecerse esta cólera para ser sustituida por el arrepentimiento. Esteban aceleró el plazo al no responder a ninguna de las acusaciones, parapetado tras la sección de anuncios del periódico.
Ya en la madrugada (el insomnio consumió a Juliana) se deslizó cautelosamente hasta el lecho de su marido para pedirle perdón. Esteban se volvió hacia la pared y casi en sueños repitió varias veces: demasiado tarde… demasiado tarde.
Éste fue el principio del silencio. Los tres estaban siempre absortos en sus proyectos, en los incidentes diarios, en sus recuerdos. Ninguno tenía nada que compartir con nadie.
Juliana creyó, al principio, que el desempeño de las tareas de la casa no sería más que transitorio. Pero Esteban consideró esta situación como satisfactoria y definitiva. Le gustaba verla encerar el suelo, limpiar los vidrios, hacer las camas, desde un sillón especial de descanso que había adquirido para su uso exclusivo.
Ahora está desquitando sus años de haraganería en Comitán. Después de todo ¿qué habría podido llegar a ser sin mi apellido ni mi dinero más que una criada?
Su dinero. Con él adquirió alguna vez una juventud, una belleza, un simulacro de amor que se habían desvanecido. Con él se aseguró para siempre de la fidelidad y la abnegación de Juliana. Lo consideraba como el único instrumento de dominio, como la única espina dorsal que podía mantenerlo erguido por encima de quienes lo rodeaban. Por eso se asía a él con un ademán convulso para no soltarlo.
Cada mañana veía aproximarse el momento en que su mujer iba a acercarse a pedírselo. Observaba sus vacilaciones en el umbral, sus falsas búsquedas cerca del sillón de descanso, el esmerado frotamiento de la superficie de un mueble contiguo. Por fin, la frase salía, estrangulada y trémula, de los labios de Juliana. Esteban afectaba no haberla escuchado y se hacía repetir la súplica. Espoleada por la angustia, Juliana silabeaba ahora clara y distintamente.
—Necesito diez pesos para el gasto.
Esteban la miraba con aire de infinita compasión. ¿Se había vuelto loca de repente? Porque el dinero no se recoge con escoba por las calles como para dilapidarlo así.
—¿Para qué lo quieres?
—Para la comida.
—¿Se trata de algún banquete especial? ¿Tenemos huéspedes y quieres lucirte dándoles faisán o pavo trufado?
Sin asomo de humor ni de impaciencia, como si el interrogatorio fuera normal, Juliana respondía.
—Es que todo está muy caro.
—El periódico dice que las medidas para abaratar el costo de la vida están dado magníficos resultados.
—Si no me crees, acompáñame a la plaza.
—¿Cómo no voy a creerte? Eres mi mujer y la mujer no debe mentir nunca al marido.
—Entonces dame los diez pesos.
—Pero antes explícame: ¿qué vas a comprar?
—Cincuenta gramos de arroz.
—¿No te parece excesivo? Ayer sobró más de la mitad de la sopa.
—No se desperdicia. Luego sirve para la cena.
—Bueno, aquí está lo del arroz. ¿Qué más?
—Medio kilo de carne.
—¡Medio kilo! ¿Y por qué no una vaca entera?
—Tú comes la mayor parte. Águeda y yo apenas la probamos.
—Escógela con cuidado entonces. Blanda, sin nervios. De la mejor clase. ¿Es todo?
—Faltan las verduras y los frijoles.
—No me vas a negar que eso sí es barato.
—No.
—Entonces te alcanzará con siete pesos. Toma.
—Pero tú no perdonas ni la fruta ni el dulce ni el café.
—Si sabes repartir con tino, puede salir de aquí.
Como si no hubiera escuchado, Juliana insistía.
—Necesito también comprar jabón, azúcar…
—Pero hace apenas una semana que compraste.
—Ya se acabó.
—No me lo explico. Salvo que no te den la medida cabal en la tienda.
—Tal vez.
—Pues exígelo. Tienes derecho.
Juliana hacía un último gesto de asentimiento y estiraba la mano para recibir los tres pesos restantes que Esteban le entregaba con gesto magnánimo. Inmediatamente después se oían sus pasos precipitados rumbo a la calle, el ruido de la puerta al cerrarse.
Águeda interrumpía su tarea escolar para ver a los dos protagonistas de la escena. Avaricia, abyección. ¿Era esto el matrimonio? No, no era posible. Estaba segura de que los padres de sus compañeras vivían de otro modo. Se amaban.
Pensó en esta palabra sin tener la menor idea de su significado. Ella nunca había amado a nadie y menos que a nadie a esta pareja de extraños seres mezquinos y vulgares de los que jamás había logrado desprenderse. Todos aseguraban que Esteban y Juliana eran sus padres; pero ella rechazaba esta aseveración con todas sus fuerzas. Mentía el mundo entero para ocultar quién sabe qué maniobra infame. Algún día vendrían a rescatarla de este infierno sus padres verdaderos, los que le habían dado la vida en un acto de entrega y de gozo.
Se complacía en imaginarlos. Él era apuesto y comenzaba a envejecer con dignidad. Había viajado, leído. Ocupaba un puesto muy importante y su tiempo estaba lleno de ocupaciones útiles y notorias. Pero cuando regresaba al hogar no era más que un hombre sencillo y afectuoso, que respetaba a su madre, que mimaba a su hija.
En cuanto a su madre era encantadora. Alta, muy elegante, con el pelo suavemente recogido hacia atrás y el rostro sin afeites, sereno y dulce.
Cuando se presentaran a reclamar a Águeda ni Esteban ni Juliana se atreverían a detenerlos. La dejarían marchar a una casa lujosísima, donde cada detalle revelaba el cuidado y el buen gusto de su dueña.
Las primeras noches no dormirían. ¡Tenían tantas confidencias que hacerse! Después, cuando Águeda hubiera terminado su carrera, con un premio de excelencia, la recompensarían con un recorrido por las más hermosas ciudades europeas. Al regresar ya estaría esperándola él, un joven empeñoso que trabajaba al lado de su padre. Todos le auguraban un porvenir magnífico…
Bruscamente Águeda volvía en sí. La puerta se había cerrado con estrépito. Era Juliana que volvía del mercado, jadeante, arrebolada.
El año que Águeda terminó su bachillerato hubo en el colegio una ceremonia de fin de cursos. Todas las graduadas asistirían, con toga y birrete, a recibir su diploma. Los padres ocuparían el lunetario para aplaudir el coronamiento de los esfuerzos de sus hijas.
Águeda decidió, desde el primer instante, no comunicar la noticia ni a Esteban ni a Juliana. Con tal de que no asistieran pretextó una enfermedad de la que no se repuso sino cuando el acontecimiento hubo pasado.
La argucia no habría tenido consecuencias, de no ser el celo de la directora del colegio, quien envió un recado a Juliana solicitándole una entrevista.
Juliana se puso muy nerviosa; rogó a Esteban que la sustituyera, pero éste se rehusó terminantemente. Entonces no tuvo más remedio que ponerse a rebuscar en la cómoda el vestido menos pasado de moda y que, a su juicio, era el más propio para la ocasión. Una de las vecinas la proveyó de un par de guantes y otra de un sombrero y una bolsa que no hacían juego. El problema de los zapatos no pudo resolverlo y tuvo que llevar los del diario.
Juliana se sentía como mareada, dentro de ese atavío desacostumbrado. Y la sensación se acentuó al atravesar la inmensidad silenciosa de los patios en vacaciones. Cuando llegó a la sala de espera transpiraba el sudor frío de la náusea.
La directora, después de concederle una mirada rápida e indeterminable, la invitó a tomar asiento, aunque ella permaneció de pie detrás de su escritorio, cuyo único adorno era un crucifijo de hierro.
—Considero que es mi deber, señora, hablarle de su hija Águeda. Desde luego no podemos reprocharle nada en cuanto a su dedicación para el estudio. Es una gracia que el Señor le ha concedido y que ella no dilapida. Pero hay algo que me ha preocupado siempre en ella: su conducta.
Juliana recordó el cuello retorcido de los pájaros, las lagartijas desolladas y tuvo un sobresalto que no interrumpió a su interlocutora.
—No es que sea indisciplinada; al contrario. Cumple con los reglamentos de una manera que yo calificaría de exagerada. Pero en todo lo que hace no hay entusiasmo, no hay simpatía, sino una especie de encarnizamiento. Como si al cumplir sus deberes estuviese destruyendo un obstáculo, o vengándose de algo, de alguien.
—Perdone usted mi rudeza de entendimiento, madre. Pero lo que usted me dice es tan extraño…
—Ignoro cuál es la actitud de Águeda en su casa, con sus familiares. Pero aquí, durante los años que estuvo entre nosotras, no estableció ninguna relación amistosa con sus compañeras; no tuvo uno de esos apegos admirativos por ninguna de sus maestras, ni se encendió en uno de esos fervores tan comunes en las adolescentes. Ni siquiera eligió un confesor fijo. Le era indiferente ir con un sacerdote o con otro. Y cuando se le ordenaba perseverar obedecía sin protestas.
—Siempre ha sido muy desamorada, muy indiferente con todos.
—Lo que no estoy segura es de si se trata de una cuestión de carácter o del trato que ha recibido de quienes deberían demostrarle más solicitud, más afecto. ¿Por qué no se presentó a la ceremonia de fin de cursos? Sabía que iba a recibir su diploma y varios premios.
—¿Cuándo fue? Nosotros no nos enteramos de nada.
—Ahora ya no importa. Pero eso confirma mis sospechas. Águeda no vino porque sabía que nadie iba a acompañarla en esta ocasión solemne y única. Tal vez le dolió demasiado estar sola.
De un modo automático Juliana empezó a despojarse de los guantes que le oprimían dolorosamente las manos. ¿De qué estaba hablando esta mujer? Y no se concedía tregua. Continuaba, continuaba…
—Comprendo que su marido no pudiera faltar a sus ocupaciones. Pero usted, señora ¿no podía renunciar a algún compromiso, tal vez sin importancia, cuando su hija reclamaba su presencia?
De una manera repentina Juliana comprendió la verdad. Águeda les había ocultado todo deliberadamente, porque no quería que ni Esteban ni ella asistieran a una ceremonia en la que se reunirían los padres de sus compañeras. Los mantuvo alejados porque se avergonzaba de ellos.
Juliana lo había sospechado muchas veces, en detalles mínimos. Cuando iban juntas, Águeda y ella por la calle, la muchacha se adelantaba como para disimular su relación con esta mujer maltrazada que corría penosamente para alcanzarla. Estaba siempre dispuesta a renunciar a cualquier paseo, a cualquier diversión si iban a asistir también sus padres. Y ahora había preferido faltar a la fiesta de las graduadas, con tal de no presentarlos.
La evidencia era tan deslumbradora que Juliana sintió un alivio enorme. ¡Por fin tenía un motivo suficiente para dejar a Águeda en libertad de ir sola o con quien le pareciera digno de su persona! ¡Qué descanso quedarse en la casa, con el delantal puesto, con el chongo deshecho, arrastrando unas pantuflas viejas mientras en el radio sonaba una canción cursi!
—…ahora su hija atraviesa por una edad peligrosa, llena de tentaciones y asechanzas. Si no confía en su madre ¿en quién más podrá hacerlo?
No, una canción no. Mejor uno de esos episodios que ahora estaban de moda. Si no se daba prisa no lo alcanzaría. Precipitadamente Juliana se puso de pie y sin fijarse si la peroración de la directora tocaba a su fin o seguiría mucho tiempo más, se aproximó a ella y le tomó la mano para besársela.
—Gracias, madre. Gracias por todo.
El contacto, aunque fugaz, de las manos de Juliana —manos callosas, manos cuarteadas de lejía— hizo recapacitar a la directora. No, la mujer que acababa de salir no era una viciosa de las reuniones sociales ni una hábil jugadora de canasta uruguaya. En cuanto a su aspecto, ahora que recapacitaba en él, parecía más bien deprimente. ¿Pertenecería Águeda a una familia pobre? Sin embargo nunca se retrasó en el pago de la colegiatura. De todos modos era mejor que ya hubiera terminado sus estudios. Persignándose ante el crucifijo y haciendo una especie de reverencia, la directora también se retiró.
Mientras Juliana regresaba al departamento, bajo el sol frío y remoto de marzo, se quitó el sombrero y se esponjó el cabello para dejar que la brisa lo moviera, a su gusto. No se sentía humillada ni triste por lo que acababa de comprobar. Simplemente pensó otra vez: Águeda es una Sanromán. Como tal tenía derecho a despreciarla. Y lo curioso es que su desprecio la hacía sentirse liviana, irresponsable, libre. Y para sus adentros compadeció a su marido que ahora estaría preocupándose por el futuro de Águeda. Ignoraba que era innecesario hacerlo. Que la muchacha era más fuerte y despiadada que ninguno.
A la hora de comer, única en que Esteban recuperaba su rango de jefe de la casa, inició una larga apología de la carrera de química. Era la más apropiada para una joven, según su criterio. Y en cuanto se obtenía el título se ganaba fácilmente un buen dinero con sólo dar el número para que lo ostentaran las farmacias que deseaban tener al frente un responsable.
Águeda asentía a todo. Lo que su padre afirmaba era verdad. Pero ella acababa de terminar sus trámites para inscribirse en la Facultad de Leyes.
Algún oscuro instinto la empujó hasta allí sin consultar con nadie. Sospechaba que la familiaridad con la ley podía proporcionarle una justificación para su existencia, cuya validez había sido puesta en entredicho desde su nacimiento, y dar a su destino un cauce lícito que aplacara sus angustias e interrogaciones.
Cuando su decisión se supo casualmente, Esteban adoptó un aire grave de víctima, de ser indefenso lesionado y no volvió a dirigir la palabra a Águeda más que para aludir a la ingratitud de los hijos, a la falta de respeto a la experiencia y los consejos de los mayores y a lo preferible que era la muerte, cuando había uno llegado a convertirse en un estorbo.
Águeda lo escuchaba con una atención implacable como si le fuera necesario clasificar la especie a que pertenecía este hombre que había llegado a la vejez sin entrar en contacto con ninguna forma del amor ni del entendimiento. Al fin lo archivó con un nombre despectivo y no volvió a hacer caso de sus lamentaciones.
Con todo, reinaba en aquella casa un simulacro de paz y armonía que era suficiente para que Juliana se sintiese a gusto. Abandonó (¡ya era tiempo!) todos sus esfuerzos por parecer presentable; tiró la faja al bote de la basura y se compró vestidos corrientes en el mercado.
Sus horas libres aumentaron desde que Águeda consiguió un empleo en un despacho de abogados y comía en el centro. Así que pudo dedicarse, acompañada del indispensable radio, a bordar un inacabable mantel que donaría a la Iglesia Mayor de Comitán, como acción de gracias por los beneficios recibidos y como conjuro para que la suerte no cambiara.
La suerte, sin embargo, cambió y muy bruscamente.
Una noche Esteban despertó con un dolor agudo en la mitad del tórax, en el brazo izquierdo, en el costado.
El médico diagnosticó una amenaza de angina de pecho, prescribió algunas medicinas y recomendó el reposo suficiente.
Y entonces Esteban San Román alcanzó lo que ya no creía tener nunca en la vida: felicidad. De allí en adelante ya no precisaba fingir pretextos de negocios y compromisos, ni desperdiciar sus mañanas asándose o congelándose, según la estación, en una banca incómoda de parque. Ahora su sillón de reposo era su trono; arrellanado en una postura perfecta, se dedicaba con ahínco a vigilar los latidos de su corazón, el ritmo de su pulso, las ráfagas repentinas de su pecho.
Ante la nueva emergencia Juliana acudió a los sacramentos para fortificar su fe y cargar con resignación su cruz. Proveyó a su marido de todas las comodidades imaginables: cojines, mantas para las piernas, revistas y juegos que le sirvieran de diversión: desde el elemental naipe español hasta el incomprensible ajedrez. Águeda iba y volvía de sus clases, de su trabajo y encontraba siempre a la pareja enfrascada, con una pasión que no podía menos que encontrar despreciable, en una competencia encarnizada y sin fin.
Juliana, además, sorprendía a su esposo con bocados ligeros y delicados.
Tan múltiples esfuerzos llegaron a establecer entre los dos una especie de cordialidad. Pero cuando Juliana quiso medir su hondura, topó inmediatamente con ese gesto tan peculiar de los Sanromanes que significaba: todo lo que hacen los demás por mí, lo hacen por su obligación y por mis méritos. Todo lo que yo recibo no es más que lo que me pertenece por derecho.
La decepción, acaso la fatiga, hicieron que Juliana comenzase a mostrar cierto despego hacia el enfermo. Éste se quejaba, en vano, de los malos modos y la rebeldía de su mujer. ¿Cómo se había atrevido, por ejemplo, a contratar los servicios de una criada sin consultar la opinión de Esteban?
—Porque necesito salir a la calle y no quiero dejarte solo.
¡Salir a la calle! Era inaudito.
—¿De compras? —preguntaba amenazadoramente el marido.
—Me gusta ver los aparadores. Y de cuando en cuando me meto en un cine. Hay que distraerse ¿no?
—Claro —remachaba Esteban con resentimiento—. Tú que puedes, hazlo. Mientras tanto yo me pudriré aquí.
Sus palabras no causaban ni siquiera un efecto dilatorio en los proyectos de Juliana. Ésta tenía ya puesto el abrigo y daba el último vistazo al interior de su bolso para comprobar si no había olvidado algo importante.
Sus ausencias, a fuerza de repetirse, acabaron por ser habituales. Y cada vez se prolongaban más. Pero no volvía contenta sino que su semblante mostraba, cada vez más, signos de decaimiento y tristeza.
Algunas mañanas retardaba, hasta el límite máximo, el momento de levantarse. Daba dos o tres pasos y volvía a arrojarse sobre la cama, extenuada.
Esteban observaba todos estos síntomas con una secreta complacencia. A ver si así Juliana aprendía lo que era estar imposibilitado y sin ayuda.
—Creo que necesito unas vacaciones —dijo Juliana volviéndose a Esteban, después de un minucioso examen frente al espejo que le devolvió una imagen demacrada y terrosa.
—Sabes que no tenemos dinero para tirarlo así.
—No te apures. En Tehuacán tengo una prima. Es dueña de una casa de huéspedes. Si yo la ayudo en algo no me cobraría la asistencia.
—¿Y yo? No voy a quedar a la merced de una criada ignorante.
—Vendrá a cuidarte una enfermera.
—Por lo visto estás empeñada en arruinarme.
—Es monja. Lo hace por caridad.
No había réplica posible. Además la maleta de Juliana ya estaba hecha. Lo único que faltaba era despedirse de Águeda.
Entró en la recámara de su hija cuando estaba desvistiéndose.
—Sabes que me voy por unos días.
—He oído algo de eso.
—Quería dejarte un regalo. Por si te hace falta.
Sobre una mesita Juliana depositó un rollo, bastante grueso, de billetes. Águeda lo contempló, atónita.
—¿Se lo robaste a mi padre?
Juliana alzó los hombros como si el hecho no tuviera importancia.
—Gástalo. A tu edad se antojan muchas cosas.
A la mañana siguiente salieron juntas, Águeda y Juliana, a aguardar un taxi. Detrás de ellas iba la criada cargando la maleta.
En el momento de abrir la puerta del automóvil de alquiler, Juliana exhaló un gemido.
—¿Qué te pasa? —preguntó con extrañeza Águeda.
—Nada. Soy muy torpe. Me machuqué con algo.
Juliana aguardó a que el vehículo hubiese avanzado algunas cuadras, para dar la dirección al chofer.
—Al Instituto de Cancerología, por favor.
El chofer la condujo, sin un comentario. Conocía la ubicación del edificio. Muchas veces antes había transportado a pasajeros allí.
Juliana pagó el importe de su pasaje y no permitió que nadie la ayudase a cargar la maleta.
—No pesa nada —dijo como disculpándose.
Cuando llegó frente a la ventanilla de Informes puso frente a la encargada un papel. Después de leerlo, dijo mecánicamente.
—El Pabellón de Incurables queda en el octavo piso.
—Gracias.
Juliana volvió a asir la maleta que había dejado un momento sobre el suelo y con paso firme, seguro, se dirigió al elevador.
* Publicado en Revista de la Universidad de México, vol. XV, núm. 5, abril de 1961.