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Non, non, c’est beaucoup mieux, monsieur Moncur. Vous avancez vraiment bien. Vraiment. Impeccable .

Como de costumbre, el profesor de francés de Brodie, monsieur Hippolyte Lorette, inclinó la cabeza levemente y con aire solemne, y le acompañó a la puerta de su pisito, un ático en la Rue Saint-Dominique. El edificio era tan alto que al este se veía la flamante estación ferroviaria de Les Invalides: de ahí que muchas de las conversaciones didácticas entre profesor y alumno girasen en torno a los medios de locomoción y, en particular, los viajes en tren. Brodie practicaba así las locuciones y los tiempos verbales más difíciles de ese idioma tan elegante que aspiraba a dominar. Monsieur Lorette era soltero y profesor jubilado del Lycée Henri IV. Flaco y encorvado, tenía una barba canosa y puntiaguda, pero no bigote, lo que le parecía raro a Brodie, y le hacía sospechar que formaba parte de una oscura orden religiosa. Por lo demás, era sumamente educado, tan formal y ceremonioso que su alumno no tenía la menor idea de cómo era Hippolyte Lorette, el hombre que se ocultaba tras esa fachada impenetrable. Tenía un francés perfecto y hablaba despacio y con claridad, como si Brodie fuera un niño. Llevaba muchos meses dándole clase: eran a un tiempo conocidos y completos extraños.

Brodie estaba contento con los progresos que hacía. Acudía a su casa tres días por semana, siempre a las ocho de la mañana, y conversaba una hora con él. Las clases solo se interrumpían en los meses de julio y agosto, que monsieur Lorette pasaba en Reims, donde vivía su familia. Más de un año y medio después de su llegada a París, Brodie podía presumir de un francés fluido, aunque seguía cometiendo errores. Todavía patinaba, por ejemplo, con los géneros y las concordancias nominales (¿era le o la, un o une ?), pero monsieur Lorette le aseguraba que, por desgracia, «c’est normal chez les Anglais» . Con todo, las conversaciones ya no le costaban ningún esfuerzo: calculaba que su comprensión era casi del cien por cien, y su expresión rondaba el noventa.

Brodie salió a la Rue Saint-Dominique, llamó a una victoria y pidió al cochero que le llevara a Channon, que estaba al otro lado del río, en la Avenue de l’Alma, muy cerca de los Campos Elíseos. Era un día de febrero, frío y nublado; menos mal que llevaba su viejo gabán de tweed y la bufanda de lana de color leonado que le había hecho Doreen. Distraído, dirigió la mirada hacia la torre Eiffel —se preguntó cuánto tiempo tenía uno que vivir en París para empezar a mirar esta construcción, y otras como la catedral de Notre Dame y el Arco del Triunfo, con indiferencia— y vio que las nubes, inmóviles, ocultaban la cúspide. Era una lástima que fueran a demoler toda la torre en el plazo de unos años... o quizá no: puede que ninguna ciudad fuese capaz de soportar una monstruosidad así. ¡La estructura más alta del mundo! Incroyable! Magnifique! Había subido a la punta dos veces.

Buscó en el bolsillo la carta de Callum, contento de poder distraerse con algo antes de empezar una jornada que preveía difícil. Estaba inquieto. Ainsley Channon había llegado a París y hoy, lunes, dedicarían el día a «analizar la marcha del negocio». Habían reservado una mesa para almorzar en un restaurante cercano. Desde la llegada de Brodie, la sucursal parisina había tenido una serie de éxitos evidentes, y atribuibles todos a su trabajo. Pero, por otro lado, había ciertos problemas que parecían irresolubles y que solo cabía achacar a Calder Channon. Así que todo indicaba que la entrevista iba a ser incómoda.

Brodie sacó la carta de Callum del sobre.

 

Querido Brodie, hermano sapientísimo:

La vida de casado es puro gozo, ¿no es eso lo que dicen? Tú mismo viniste a predecirlo..., aunque te equivocaste en una cosa: la chica no es de Peebles, sino de Galashiels. ¿Por qué faltaste a la boda, canalla? Eres un descastado. Sheila tiene muchas ganas de conocerte; siempre le estoy hablando de ti. Nos hemos mudado a Edenbrae, una casa grande en Venlaw Hill (gracias, suegro), y me alegra mucho informarte de que hay un pequeño Callum Moncur en camino. ¿Te puedes creer que seré yo quien le dé a Malky su primer nieto? La inminente llegada del bebé parece ponerle muy nervioso... Te haces viejo, Malky Moncur. Sigue hablando pestes de ti, por cierto: dice que eres un traidor, un renegado y un mísero emigrante. Me has preguntado alguna vez por qué te tiene tanta manía, pero sigo sin saberlo. El caso es que parece obsesionado contigo, por las aviesas razones que sean, y...

 

Brodie dobló la carta: las cosas que contaba sobre Malky no le estaban animando precisamente. Callum se había casado con una joven llamada Sheila Anstruther-Kerr, la única hija de un comerciante de lanas de Galashiels. La boda (oficiada por Malky) había sido en la iglesia de San Mungo en octubre de 1894, apenas unos meses después de que Brodie llegase a París. Había pensado volver para ir a la ceremonia, pero era demasiado pronto. Quería que pasara bastante tiempo antes de regresar a Liethen Manor. Y ahora que había un niño en camino, puede que al bautizo sí asistiera.

La victoria aún no había llegado a la tienda, pero Brodie pidió al cochero que parara, le pagó e hizo el resto del trayecto a pie, aprovechando la caminata para ordenar sus ideas.

Channon & Cie. era un establecimiento ostentoso, con dos escaparates amplios que flanqueaban una porte d’entrée abovedada y adornada con columnas. Encima del rosetón del dintel había un asta alabeada de la que colgaba la bandera con la cruz de San Andrés: entre las ideas de Brodie estaba la de alardear del carácter escocés de la empresa y evocar la Auld Alliance [3] . Brodie se detuvo en la acera de enfrente: quería dedicar un rato más a prepararse para el encuentro e imaginar la impresión que la tienda le habría causado a Ainsley. Era su segundo viaje a París desde la llegada de Brodie, que le suponía satisfecho con lo que había visto en aquella. En el escaparate de la izquierda vio a Dmitri tocando un colín —un modelo nuevo—, y en el otro, colocado sobre una tarima, un piano de cola Channon medio desmontado, con su complejísima estructura interna expuesta: la tapa levantada y el mecanismo desplegado de manera que los curiosos pudiesen ver los macillos y las cuerdas. Brodie lo había comparado con un cadáver sobre una mesa de disección. Era un Channon de primera clase, y en una serie de letreros de cartulina impresos en inglés y francés aparecían explicados ciertos detalles del piano, como el tipo de madera, el número de kilómetros de alambre empleados para las cuerdas y las doce toneladas de tensión que, increíblemente, soportaban, el coste del marfil y del ébano de los que estaban hechas las teclas, y demás. Didácticos y a la vez fascinantes, como los había descrito Brodie cuando planteó la idea, los cartelitos atraían a gente que pasaba al lado de la tienda durante todo el día, y muchos entraban a mirar los pianos que había expuestos. Calder Channon se había opuesto enérgicamente (eran innecesarios, decía), como cada vez que Brodie proponía algo; este último siempre se quejaba por escrito a Ainsley, que respondía rechazando las objeciones de Calder, por lo que el encargado de la tienda parisina y su adjunto se habían ido distanciando, y ahora, según Brodie, la relación era «fría» cuando las cosas iban bien y «gélida» el resto del tiempo.

Brodie se forzó a cruzar la calle y entrar en la tienda, y atravesó a grandes zancadas la amplia sala de muestras que había detrás de los escaparates en dirección al taller. Allí, en su feudo —Calder casi nunca se atrevía a entrar—, se afinaban los pianos, y esta rama del negocio estaba prosperando. Brodie había entrevistado, puesto a prueba y contratado a dos excelentes afinadores, René Dujardin y Romain Lebeau, y estaba formando a otros dos aprendices para que los ayudaran a atender el creciente número de encargos. Siempre andaban muy ocupados y en ocasiones tenía que echarles una mano, porque cada vez había más trabajo. El día anterior se había ausentado de la tienda y de la ciudad para afinar pianos en Neuilly y Fontainebleau: su fama se estaba extendiendo. Todo el dinero procedente de la afinación se ingresaba, por supuesto, en cuentas administradas por el departamento de contabilidad de Channon & Cie., dirigido por un hombrecillo curioso que se llamaba Thibault Dieulafoy y cuyo trabajo estaba sometido a la estrecha supervisión de Calder. Brodie sabía que los afinadores, y el taller en general, contribuían en gran medida a la facturación de la empresa, pero no tenía la menor idea de la proporción exacta. Calder era muy reservado en todo lo tocante al dinero.

Cuando llegó Brodie, Romain ya se había ido y René estaba a punto de marcharse. Ninguno de los afinadores ni aprendices hablaba inglés, así que las clases de monsieur Lorette habían sido fundamentales. Brodie y René se saludaron y estrecharon la mano, y el primero le preguntó al segundo por su mujer (embarazada de ocho meses), que se encontraba perfectamente, y luego entró en su pequeño despacho. Al mirar por los cristales vio a Murray Dodd (a él también le había enviado la empresa desde Edimburgo), que les estaba enseñando a dos aprendices nuevos cómo arreglar los balancines de los pedales de un Channon modelo Phoenix. Murray dirigía el taller que había en la trastienda de la Avenue de l’Alma. Cuando la reparación era más complicada, el piano se embalaba y remitía a la fábrica de Edimburgo. Lo último que había propuesto Brodie era comprar un edificio en las afueras de París, donde los precios eran más bajos y costaba menos encontrar locales amplios, y montar un almacén provisional y un taller más grande. Calder había rechazado la idea.

Al cabo de diez minutos, y una vez comprobado que todo iba bien en su pequeño mundo, Brodie decidió enfrentarse a Calder Channon: no tenía sentido aplazarlo más. Así que subió por la escalera de atrás hasta llegar al primer piso, donde estaba el despacho de Calder, y llamó a la puerta.

Calder Channon era unos diez años mayor que Brodie y abultaba el doble. Para ser un hombre joven, aún no de mediana edad, estaba sorprendentemente gordo, un problema que iba a más, aunque su estatura —era casi tan alto como Brodie— lo disimulaba hasta cierto punto. Tenía el pelo oscuro y se había dejado un mostacho de morsa que casi le cubría el labio inferior y le daba un perpetuo aire compungido: el bigote destacaba tanto en la cara que parecía impedirle adoptar otra expresión. Calder estaba casado con Matilda, una joven inglesa muy apocada que caía bien a Brodie, y la pareja tenía un niño que se llamaba Ainsley, como su abuelo, y acababa de cumplir dos años.

Calder le hizo pasar al despacho.

—No hace falta que llames tan fuerte —le dijo.

—No he llamado fuerte.

—Me sorprende que no te estén sangrando los nudillos.

—Solo he dado unos cuantos golpecitos en la puerta, Calder. Nada más y nada menos.

—¿Y eso qué indica? «Quien llama fuerte no es tu amigo.»

—No conozco ese dicho. Dudo mucho que exista.

—Piénsalo bien —respondió Calder en tono casi despectivo.

—«Quien llama fuerte... tiene un vecino sordo.» Esto tiene más sentido.

Calder le miró.

—Siéntate. Mi padre está al llegar.

El despacho del primer piso tenía tres ventanales que daban a la Avenue de l’Alma, pero había unas cortinas de terciopelo negro medio corridas que le quitaban luz y aire; y en el parqué de madera tintada, una alfombra persa con dibujos oscuros. La sala estaba presidida por una mesa enorme —parecía más de comedor que de despacho—, y a un lado se veía un complejo sistema de tubos de aire comprimido que servían para repartir mensajes por toda la tienda y los despachos de atrás. En las paredes había colgadas una serie de litografías que representaban diversos lugares de Edimburgo —la Royal Mile, Arthur’s Seat, St. Andrew’s Square—. El despacho tenía un aire lujoso, solemne y opulento: Channon & Cie. va bien, parecía susurrar la decoración.

Brodie le ofreció un cigarrillo, pero Calder lo rechazó y encendió una pequeña pipa. Los dos se sentaron y se pusieron a fumar en silencio —Calder aprovechó para mirar unos documentos que tenía en la mesa— mientras esperaban a que llegara Ainsley.

—Sabes para qué es la reunión, ¿no? —dijo Calder finalmente.

—Para hablar de los progresos que estamos haciendo, supongo.

—Esa es la visión optimista. Se trata más bien de discutir si conviene cerrar la tienda de París.

—No puede ser. Pensaba que las cosas iban bien.

—Estamos empezando a cubrir los costes, más o menos. Más o menos.

—Hemos vendido ochenta y siete pianos en los últimos seis meses. En cuanto a la afinación, no damos abasto. No entiendo cómo...

—Por supuesto que no lo entiendes —replicó Calder, irritado, y acto seguido echó una fina voluta de humo hacia el grabado que representaba la calle elevada George IV Bridge—. ¿Cómo vas a conocer la situación general de la filial? El panorama entero solo lo veo yo.

—Si me dejaras hablar con monsieur Dieulafoy, es posible que yo también lo viera.

—Eso no es cometido tuyo. Yo soy el único autorizado para consultar con monsieur Dieulafoy.

—He ahí el problema. Se supone que tenemos que trabajar en equipo.

—Esta discusión no va a ninguna parte, Brodie.

—Está bien, está bien. Sigamos rehuyendo el asunto.

La llegada de Ainsley Channon puso fin a la conversación. Ainsley se ponía elegante cuando estaba en París, como si fuera un joven galán que anda divirtiéndose por la ciudad: llevaba chalecos de seda de colores brillantes, zapatos de charol, las patillas bien cuidadas y el pelo engominado. Saludó a Brodie con un afectuoso choque de puños y una enérgica palmada en el hombro.

—Enseñadme la tienda —les dijo a los dos—. Ya hablaremos de negocios en el almuerzo.

 

 

Comieron en el restaurante Laurent, en los Campos Elíseos, a cinco minutos a pie de la tienda. No había mucha gente y les dieron una mesa al lado de la ventana, con una buena vista del ancho bulevar. Brodie desdobló la servilleta de una sacudida, miró alrededor y de pronto (y a pesar de que iban a hablar de negocios) le invadió esa sensación de bienestar que conocía tan bien. El Laurent era un restaurante excelente: sabía que iban a comer bien, beber bien y ser bien atendidos. La mantelería era de una blancura clara y deslumbrante, y los reflejos de las bombillas de la araña que colgaba del techo centelleaban en la vajilla de plata. Además, estaba rodeado de damas elegantes, vestidas a la última moda. Se encontraba en París, la capital gastronómica del mundo. Era una lástima que no tuviese mucho apetito.

Estaba claro que Calder sí lo tenía: se comió dos panecillos enteros antes de que le sirvieran el consomé y los huevos escalfados, a los que siguió un plato de sesos de becerro con puré de patatas y una salsa marrón. Ainsley pidió rábanos y un filete de lucio. Brodie, por su parte, se tomó con poca gana una ensalada de pepino y un volován de ostras. Calder pidió una botella de Château Gruaud-Larose, pero Brodie dijo que se conformaba con un vaso de Apollinaris: quería estar sobrio.

Después del plato principal volvieron a consultar la carta, y Calder encargó otra botella de Gruaud-Larose y se comió un plato de lentejas mientras pensaba en qué postre iba a pedir. Brodie fue cogiendo trozos de su panecillo y masticándolos lentamente.

Ainsley los miró a los dos y sonrió.

—En fin, muchachos, tengo una noticia buena y otra mala. Me voy a tomar un traguito más del vino ese, Calder.

Brodie bebió unos sorbos de agua. Calder encendió la pipa, cuya minúscula cazoleta por alguna razón irritaba a Brodie tanto como el desmedido tamaño del bigote. ¿Qué sentido tenía? Ese receptáculo tenía las dimensiones de un dedal y solo cabía una pizca de tabaco. Ainsley aceptó el cigarrillo que le ofreció Brodie.

—La buena noticia —dijo— es que la facturación ha aumentado en un sesenta por ciento. La mala es que los beneficios no llegan a las cien libras. ¿Qué está pasando?

Calder señaló a Brodie con la cánula de la pipa.

—Pregúnteselo a él, padre. Cuatro afinadores, tres pianistas trabajando por turnos, de lunes a sábado. ¿Tiene idea de cuánto cuesta emplear a toda esa gente?

—¿Y tú tienes idea de cuánto ganamos afinando pianos de lunes a sábado? —replicó Brodie en tono sereno—. Si no vendes un piano, siempre puedes afinar otro.

—Si no vendes un piano, eso no significa que haya que tocarlo. Esos tres pianistas que has contratado son...

—Chicos, chicos —le interrumpió Ainsley—. El problema lo tenemos claro. A ver si encontramos una solución.

Después de pedir el postre — tarte du jour para Calder; helados para Ainsley y Brodie— empezaron a discutir una serie de opciones. Brodie expuso su idea de almacenar las mercancías en París y no en Edimburgo. Con un buen taller de reparaciones ahorrarían en transporte y verían aumentar sus beneficios. Sería muy ventajoso, arguyó, tener una mayor proporción de existencias en París o en los alrededores.

Al tiempo que sopesaban la propuesta, Calder pidió una omelette au rhum . Estaba totalmente en contra: ¿por qué introducir métodos nuevos y costosos si los antiguos se habían revelado tan eficaces? Brodie, que tenía la impresión de que a Ainsley le empezaba a gustar su idea de crear un almacén en París, se quedó callado mientras padre e hijo discutían. Reparó en que Calder llevaba un anillo de diamantes muy hortera en el meñique izquierdo. Debía de ser nuevo, porque no lo había visto antes. Entonces —en tanto Calder iba devorando la tortilla y dejándose restos de huevo en el bigote— le vino a la mente la intempestiva idea de que quizá el hijo de Ainsley estuviese estafando a su padre...

Los tres se tomaron un café y un coñac, y se marcharon del Laurent sin haber resuelto nada. Calder, que había cambiado la pipa por un puro, iba caminando detrás de ellos, así que Brodie aprovechó la oportunidad para preguntarle a Ainsley si podía ir a verlo a su hotel.

—Me hospedo en el Hôtel du Rhin, en la Place Vendôme —dijo Ainsley—. ¿Por qué quieres verme a solas?

—Se me ha ocurrido una idea que quizá lo resuelva todo. Pero estoy seguro de que Calder se opondrá.

—Vente mañana a las nueve. No le diré nada a Calder.

 

 

Calder se fue con su padre a buscar una barbería y Brodie se encaminó a la tienda mientras le daba vueltas en la cabeza a la hipótesis del desfalco. De ser cierta, explicaría los malos resultados de la empresa, que tan desconcertado le tenían. Ahora bien, ¿podría demostrarlo? ¿Cuánto habría robado Calder, y cómo?

Cuando llegó a la tienda, Dmitri, el joven pianista ruso, había terminado la jornada y estaba guardando las partituras en su cartera. Se apellidaba Kuvakin y estudiaba en el Conservatorio de París. Brodie había puesto allí un anuncio ofreciendo un sueldo de diez francos la hora por tocar el piano en los escaparates de la tienda, y después de recibir más de veinte solicitudes escogió a Dmitri y otros dos estudiantes, ambos franceses, e ideó un sencillo sistema de turnos para que siempre hubiera alguien tocando en el horario comercial. Este señuelo había funcionado muy bien una vez más. Con el transcurso de las semanas, Dmitri se había hecho amigo de Brodie. Era un par de años más joven que él y parecía tener verdadero talento para el piano, o por lo menos el suficiente para labrarse una carrera como concertista. Era esbelto y tenía los ojos saltones, como si siempre estuviera asustado. Entusiasta de París, conocía muy bien la ciudad, y llevaba a Brodie a restaurantes, teatros y, cuando les entraba el apetito, maisons de tolérance.

¿Qué planes tienes para el sábado por la noche? —le preguntó Dmitri. Hablaba bien francés y alemán, pero apenas sabía inglés, así que entre ellos se entendían en francés. Brodie le dijo que no tenía ninguno. Dmitri bajó la voz—: He descubierto un sitio nuevo, fuera de Clichy. Las chicas son guapas y baratas.

—Me parece que «guapas» no acaba de encajar con «baratas».

—Pero no son francesas, sino españolas... He ahí la diferencia. Vente conmigo y ya verás.

Ambos fijaron un día.

—¿Dónde está el sitio ese? —preguntó Brodie—. ¿En Montmartre?

—Cerca de allí. Te sorprenderá. Es todo un hallazgo.

 

 

Brodie se estaba afeitando en su cuarto de la pensión Bensinger. Al final del pasillo había un baño con retrete y un lavabo conectado al suministro de agua, pero él prefería la privacidad que le ofrecían el orinal, la jofaina y la jarra. Como siempre que se afeitaba, pensó en dejar intacto el labio superior para que le creciera el bigote, aunque luego llegó a la conclusión de que ir totalmente afeitado era más «moderno», o estaba más a tono con el nuevo siglo que se aproximaba. Además, así iba la mayoría de la gente a la que admiraba..., o eso había creído en un principio. Se puso a pensar en sus ídolos y, para su disgusto, no se le ocurrió ninguno que no llevara barba o bigote o las dos cosas. Thomas Hardy: no. Randolph Churchill: no. Walt Whitman: no. David Livingstone: no... Quizá debía reformular su prejuicio contra el pelo facial diciendo que la gente a la que no admiraba solía lucirlo. Calder Channon, sin ir más lejos. El zar de Rusia. El káiser Guillermo y su ridículo mostacho con forma de uve doble... Brodie limpió la navaja y la guardó en la funda de cuero. Ya se dejaría bigote algún día, si le apetecía.

La pensión Bensinger —que estaba en la Rue d’Uzès, cerca del palacio de la Bolsa— era muy económica: ciento veinte francos al mes en régimen de media pensión. Al principio, Brodie había pensado que se marcharía al cabo de unas semanas, una vez que hubiese encontrado un piso. Pero allí seguía, más de un año después: se había convertido en uno de los habitués de madame Bensinger. La pensión era ideal para él y, siempre que se quedaba a cenar, la comida le parecía abundante y sabrosa. Los otros inquilinos eran discretos y amables, y además estaba ahorrando dinero.

Se peinó y se puso una camisa limpia y el traje azul marino, y luego salió de la pensión. Había renunciado al desayuno para poder ir andando al Hôtel du Rhin, en la Place Vendôme. No tardaría más de veinte minutos en llegar.

Ainsley Channon estaba desayunando en el comedor del hotel, tomándose un plato de arenques en escabeche y una copa de vino blanco del Rin. Esta vez llevaba un chaleco de color caramelo con unos cuadraditos azules bordados. El bigote se lo había encerado. Parecía como si, liberado de Edimburgo e instalado temporalmente en París, permitiera a otro Ainsley salir de su guarida y campar a sus anchas, y luego le persiguiese de nuevo hasta la cueva antes de volver a Escocia.

Brodie pidió un café con leche caliente y esperó a que Ainsley se tomara un suflé y, a continuación, varios pastelitos de la fuente que había en el centro de la mesa.

—No entiendo cómo puedes seguir tan flaco, Brodie —dijo por fin, mientras alargaba el brazo para coger una última chocolatine —. No sé lo que me ocurre con la comida cuando estoy en París. Me paso todo el día hambriento.

Ainsley le propuso dar un paseo para bajar la comida, así que ambos atravesaron la Place Vendôme y, después de recorrer un trecho de la Rue Saint-Honoré, doblaron a la izquierda, en dirección al Palais Royal. Entonces se pusieron a hablar otra vez de negocios.

—Se nos tiene que ocurrir algo, un plan, una estrategia —dijo Ainsley—. No entiendo por qué no estamos ganando dinero a espuertas. Nuestro negocio consiste en vender pianos, ¡y estamos vendiendo un montón, por Dios! Pero... —miró a Brodie—. ¿Qué me puedes decir del tipo ese, Dieulafoy, el que lleva las cuentas?

—He hablado con él alguna vez —respondió, cauteloso, Brodie—. Pero nadie me enseña nunca ninguna cifra.

—¿Por qué?

—Calder es muy reservado con estos asuntos.

Ainsley gruñó y frunció el ceño.

—¿Cuál es esa gran idea que se te ha ocurrido?

Brodie contó hasta tres y se lanzó:

—Es muy sencilla. Necesitamos que un pianista famoso toque un Channon en los conciertos y recitales, que la prensa lo publique y que el artista promocione el piano. Pero tiene que ser alguien de primerísima fila. De primerísima.

—¿Como quién?

—Me refiero a un Pabst, o un Arenski, o un Sauter —se paró a pensar en otros nombres—. Pachmann, Paderewski.

—¡Dios santo! Ya sé lo que quieres decir con un pianista de primerísima fila. Pero ¿cómo diablos convencemos a alguien así de que toque uno de nuestros pianos?

—Le pagamos.

Ainsley se detuvo y, en un gesto teatral, se apoyó en una farola y se llevó la mano a la frente. Estaba estupefacto.

—¿Cómo es que todas las «buenas» ideas acaban saliendo tan caras? —preguntó en tono suplicante—. Lo que queremos es ganar dinero, Brodie, no gastarlo.

—Eso no es todo —prosiguió Brodie—. Además de pagarle para que elija un Channon, se lo fabricamos siguiendo estrictamente sus especificaciones. Yo me encargo de supervisarlo todo. Y luego enviamos ese piano adondequiera que dé un concierto: Francia, Alemania, Austria, Inglaterra. Nosotros corremos con los gastos.

—Oh, sí, claro. Y también le pagamos el hotel —Ainsley negó con la cabeza con gesto incrédulo y reanudó la marcha—. ¿Cuánto sugieres que le paguemos al maestro?

—Cincuenta libras por concierto.

—¡Madre mía!

—Es totalmente lógico, señor Channon —dijo, insistente, Brodie—. Con este plan alcanzaremos un prestigio comparable al de Steinway y Bösendorfer. A ese virtuoso que toca un Channon le irán imitando otros. Nuestra marca se hará famosa.

—Y esta brillante idea ¿se la has contado a Calder?

—No. La rechazará, como todas las que he propuesto, usted ya lo sabe. Tener un piano de exposición, contratar a afinadores franceses y a pianistas para que toquen en los escaparates, montar un almacén en París: siempre está en contra. Es casi una reacción refleja.

—Calder es muy prudente. Está en su naturaleza. Demasiado prudente, diría. Por eso quise que vinieras, Brodie. Necesita a alguien a su lado.

—El plan funcionará, señor Channon, se lo aseguro. Imagíneselo. Imagínese que Liszt hubiese tocado un Channon... El prestigio que tendríamos. ¡Menudo éclat !

—¿Menudo qué?

—Es una palabra francesa. Si logramos que un gigante del piano toque un Channon, nuestra fama se extenderá sin necesidad de que hagamos nada. Basta con encontrar a ese genio...

Habían llegado a la placita donde estaba el Théâtre Français. Ainsley Channon andaba meditabundo. Le puso la mano en el hombro a Brodie y le dio un apretón.

—Puede que tengas razón, Brodie. Empieza a hacer indagaciones y ya hablaré yo con Calder. ¡Ojo, no más de cincuenta libras por concierto! Eso ya me parece un robo.