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Pensión Bensinger

23, Rue d’Uzès

París

 

5 de octubre de 1896

 

Querida lady Dalcastle:

Estaba pensando en usted el domingo pasado, mientras recorría la avenida de los Campos Elíseos de punta a punta, y luego la del Bois-de-Boulogne. Estos nuevos bulevares son seguramente las calles más bonitas de Europa. Cuando los árboles están en flor...

 

Brodie paró de escribir. Había captado su atención el telegrama que Ernst Sauter le había enviado hacía poco rechazando su proposición. Lo guardó en la carpeta que contenía otros seis mensajes similares, entre ellos los de Arenski, Palomer y Pachmann. Varios pianistas no se habían dignado contestar. Hasta Constant de Villeneuve, que tenía sesenta y muchos años y estaba en el crepúsculo de su carrera, había dicho que no... o, para ser exactos, un secretario había dicho que no de su parte. Estas respuestas eran humillantes para Brodie: habían pasado meses desde que le expusiera su idea a Ainsley Channon. Los maestros tardaban una eternidad en contestar, semanas. En el caso de Pachmann, tres meses. Brodie se lo había tomado con paciencia: iba escribiendo a los pianistas uno por uno, esperando a recibir una contestación, aunque fuese negativa, antes de dirigirse al siguiente. Lo cual había sido un error, se dijo ahora, pesaroso: debería haberles escrito a todos a la vez. Más le valía echar su pan Channon al agua.

Estaba sentado en la mesa del pequeño despacho acristalado que tenía en el taller. Faltaba poco para que terminara 1896 y parecía que nada hubiera cambiado. Brodie todavía se hospedaba en la pensión Bensinger y, pese al gran éxito que tenía la tienda afinando pianos, los beneficios seguían siendo ridículos, insignificantes. Ahora había cuatro afinadores trabajando a tiempo completo y dos aprendices nuevos. El almacén y el taller de reparaciones que acababa de montar en Saint-Cloud ya estaban en funcionamiento y habían empezado a ahorrar mucho dinero a Channon & Cie. La cifra de ventas se mantenía estable, pero el margen de beneficios seguía siendo muy pequeño, por no decir minúsculo. Brodie estaba convencido de que Calder y Dieulafoy robaban a la empresa: solo así se explicaban esos resultados tan malos. En cualquier caso, eran lo bastante astutos para organizarlo todo de manera que Channon tuviera beneficios, aunque fueran muy modestos: de llevar varios años con pérdidas Ainsley ya habría cerrado la tienda, evidentemente. Calder y Dieulafoy se estaban apropiando de la mayor parte de las ganancias que se deberían haber estado registrando, pero Brodie aún no sabía cómo.

Encendió un pitillo y se dirigió a la sala de muestras. Allí, sobre el parqué, vio los nuevos pianos (de cola y media cola y verticales): máquinas de precisión negras que relucían bajo las luces eléctricas. En el escaparate, Dmitri interpretaba una pieza moderna que sin embargo le resultaba familiar a Brodie —Debussy, pensó, o quizá fuera de Fauré—, y se acercó a echar un vistazo. Había, como de costumbre, una pequeña multitud en la acera, mirando maravillada y disfrutando con el recital gratuito. De pronto, mientras observaba cómo tocaba Dmitri, Brodie sintió rabia: los esfuerzos que había dedicado a la empresa habían sido inútiles por culpa del desfalco que dos altos cargos habían tenido la habilidad de cometer sin que nadie se enterara. Channon debería haber tenido un éxito espectacular en París, un éxito atribuible en buena medida a las novedosas ideas de Brodie, pero el negocio iba renqueando, sobreviviendo a duras penas. Calder y su secuaz eran los únicos que disfrutaban de los beneficios.

Brodie consultó el reloj; eran las seis, la hora a la que terminaba el recital, y, en efecto, Dmitri tocó el último acorde, se levantó, agradeció los aplausos, bajó la tapa del teclado y la del piano y entró de nuevo en la sala de muestras, donde vio a Brodie observándole. Los dos se estrecharon la mano y volvieron al despacho del taller. Brodie abrió la caja de caudales y le entregó los treinta francos que le debía. Dmitri se metió los billetes en la cartera.

—¿Estás bien, Brodie? —le preguntó—. Te noto un poco..., no sé, alicaído.

—He tenido un mal día. Pésimo.

—Entonces deberíamos ir a Número 7 a pasarlo bien, ¿no crees?

Número 7 —en el número 7 de la Rue des Ardennes, al lado del enorme matadero que había en Villette— era una maison de tolérance que frecuentaban. Brodie iba con Dmitri una vez al mes, más o menos, y a veces solo. Cerca de la pensión Bensinger había otra «casa» que visitaba de cuando en cuando con otro de los inquilinos de larga estancia, un ingeniero belga que se llamaba Didier Neuchâtel. Pero Número 7 era su favorita, y allí tenía una chica predilecta, Encarnación, antigua bailarina —o eso decía ella— y oriunda de Pamplona. Así que le gustó el plan.

—Sí, vamos para allá —dijo con súbito entusiasmo—. Necesito un poco de diversión.

 

 

Encarnación había hecho todo lo posible por animarle, pero intuía que sus esfuerzos no habían servido de mucho. «Toute la tristesse du monde ce soir, Brodie?», le preguntó con su fuerte acento francés, mientras se vestía tras un coito rápido e insatisfactorio. Brodie le dijo que había tenido un día difícil y ella le recordó que, en realidad, todos los días eran difíciles. Él le dio la razón.

Encarnación se puso ese bolero que le estaba tan ajustado, y después de atarse la faja alrededor de la cintura bajó con él al salón. Brodie le dio la propina habitual (cinco francos), y ella fue a sentarse con las otras chicas que esperaban. Entonces él echó una ojeada a su alrededor pero no vio a Dmitri, así que pidió una absenta en la barra y cogió un periódico.

Lo que distinguía a Número 7 de otros burdeles era que, en el salón, las «chicas» esperaban a sus clientes desnudas o semidesnudas. Brodie observó que las más gordas o menos atractivas no llevaban nada puesto, mientras que otras habían caído en la cuenta de que la desnudez parcial era más excitante que la total. Por eso se había visto tan atraído por Encarnación la primera vez que visitó el local. Aquella noche ella llevaba su chaquetilla corta desabrochada, y se le habían visto fugazmente esos pezones de color marrón oscuro. Otro signo de exotismo ibérico era la faja roja que tenía atada alrededor de la cintura, y que de algún modo realzaba el frondoso pubis. Ahora le saludó con la mano desde la banqueta en la que estaba sentada, y se abrió la chaqueta para enseñarle los pechos (para animarle, supuso él).

Triste est omne animal post coitum, dijo Brodie para sus adentros. En ese instante, mientras esperaba a Dmitri (¿dónde se había metido?, ¿por qué tardaba tanto?), sintió cómo regresaban a él la autocompasión y la melancolía. Aun así, sabía que su estado de ánimo no se debía a esos diez minutos que había pasado con Encarnación y que le habían dejado tan insatisfecho. No, la causa era más profunda e inquietante. Miró a su alrededor para intentar distraerse. El salón estaba muy animado: en el Marché aux Bestiaux, que se hallaba al lado del burdel, era el día de paga y los subastadores, gerentes, ganaderos y granjeros estaban todos ansiosos por disfrutar de la hospitalidad parisina. Brodie vio a Encarnación subiendo por la escalera con un nuevo cliente, y de pronto sintió ese ataque de celos y resentimiento tan irracional que siempre le asaltaba cuando un desconocido se disponía a recibir sus favores.

No le daba ningún reparo frecuentar este tipo de locales ni pagar por sexo. Número 7 tenía una licencia del Ayuntamiento de París. Además, Brodie era joven y viril: ¿cómo iba si no a satisfacer sus apetitos y librarse de sus frustraciones? Darse placer a uno mismo podía estar muy bien, pero a veces sentía uno la necesidad de abrazar un cuerpo desnudo: piel contra piel, pecho contra pecho, muslo contra muslo. Ese era otro motivo por el que le gustaba Encarnación: a cambio de cinco francos más le dejaba besarla. Labios contra labios. Normalmente, los besos parecían sublimar lo que era una simple transacción comercial de dinero a cambio de sexo, pero esa noche no.

Si Brodie estaba abatido era por su trabajo en Channon, que había empezado a minar sus fuerzas: la guerra de desgaste que libraba con Calder, la sensación de estancamiento, el fracaso de su «ambicioso plan». Hasta las bellezas parisinas iban perdiendo su facultad de estimularle. A veces se sorprendía a sí mismo añorando el frío y austero Edimburgo, con el castillo negro que se alzaba sobre el risco mojado.

Finalmente apareció Dmitri y los dos salieron a la calle. Era de noche. Dmitri le contó que había estado con una japonesa, y la novedad le había excitado tanto que había pagado con gusto para quedarse media hora más.

—Era muy educada. Muy solícita. No como las chicas francesas. ¿Y las inglesas? ¿Son educadas también? Me imagino que sí.

—Solo he estado con escocesas —dijo Brodie— y son bastante educadas, normalmente. Ahora que lo dices, nunca me he acostado con una inglesa.

Caminaron en dirección sur, hacia el Parc des Buttes-Chaumont, y siempre por calles iluminadas, en busca de un café o un bistró que estuviese abierto. Por fin encontraron uno en la Rue Secrétan y entraron a toda prisa: la noche era fría y oscura y no paraba de lloviznar. Brodie pidió ron caliente y agua, y Dmitri, una copa de tinto. Se sentaron en una mesa rinconera que estaba cerca de la estufa.

—Todavía te noto mustio —dijo Dmitri—. Es viernes por la noche. Pensé que te gustaba Encarnación. Deberíamos andar de farra.

Brodie se disculpó. Volvió a pedir ron y agua, y luego le habló de su ambicioso plan, de las cartas de rechazo que llevaba meses recibiendo y de lo frustrado que se sentía.

—He escrito a siete pianistas famosos, siete —dijo, y procedió a enumerarlos—. Todos han dicho que no.

—¿Aunque vayan a cobrar cincuenta libras más por concierto?

—¿No te parece suficiente?

Dmitri se puso a pensar.

—¿Has oído hablar de John Kilbarron? —preguntó al cabo de un rato.

—¿John Kilbarron? Por supuesto. El Liszt irlandés. ¿Qué pasa con él?

—El mes pasado vino al conservatorio a dar un recital. Fue extraordinario.

Dmitri ensalzó la asombrosa rapidez y la emoción con que había tocado. Las piezas más difíciles las había interpretado sin esfuerzo.

Brodie se quedó pensativo. John Kilbarron estaba algo pasado de moda, quizá, pero diez o veinte años antes había sido uno de los grandes Klaviertigers de la vieja escuela. Se acordó de unas cuantas cosas más: Kilbarron había sido un niño prodigio, y en la década de 1870 y la siguiente había vivido su época de esplendor. Puede que ahora se le considerara algo anticuado, pero no había perdido su prestigio. Todo el mundo había oído hablar de John Kilbarron, ese increíble virtuoso del piano. Por eso se le conocía como el Liszt irlandés.

—No es mala idea —dijo Brodie—. Pero pensaba que vivía en Viena.

—No, ahora vive en París.

Brodie seguía dándole vueltas a la cabeza. Puede que un virtuoso irlandés sintiera más simpatía que otros por un fabricante de pianos escocés... Sí, quizá valiera la pena un último intento.

—¿Tienes sus señas?

—Las puedo averiguar. Preguntaré en el conservatorio.

Brodie le pidió más información. Kilbarron debía de tener cuarenta y muchos años, según dijo Dmitri, y al parecer seguía tocando con una elegancia portentosa.

—El «Rondo Fantastique» lo interpretó como si fuera un ejercicio para principiantes, de esos que consisten en tocar con un solo dedo. Nunca he visto a nadie tocar así. Yo jamás me atrevería a interpretar esa pieza. Soy incapaz —se encogió de hombros—. No soy malo, pero en comparación con Kilbarron soy un novato.

—No, tú eres un buen pianista, Dmitri. Tienes mucho talento.

—Ves a Kilbarron tocar así y te dan ganas de dejar el piano.

Ahora le tocaba a Dmitri desmoralizarse. Brodie, en cambio, se iba animando mientras pensaba en lo que le había sugerido su amigo. John Kilbarron estaba allí, en París... Sí, tal vez fuera ese el golpe de suerte que merecía. Escribiría a Kilbarron —la carta definitiva—, ¡y qué gran ventaja era poder hacerlo en inglés! De pronto tuvo una premonición: John Kilbarron toca un Channon. De entrada sonaba bien y se imaginó los anuncios que pondrían en la prensa. Todo iba a cambiar.