4

 

 

 

El lunes siguiente, a las once menos cinco de la mañana, Brodie se presentó en el hôtel particulier del bulevar Saint-Germain donde vivía John Kilbarron. Cruzó una puerta alta y verde de doble hoja que daba a un patio amplio con el suelo de gravilla. La puerta principal del palacete estaba flanqueada por dos laureles en macetas de terracota y rematada por un frontón con forma de media concha. Una enredadera de Virginia roja se aferraba, moribunda, a la fachada de arenisca, despojándose de sus últimas hojas. Brodie llamó a la puerta y le abrió un criado con aire somnoliento y sin afeitar. Después de cogerle el abrigo y colgarlo en un perchero que había en el vestíbulo, el sirviente le condujo a un salón espacioso.

—Tengo una cita con el señor Kilbarron —dijo Brodie.

—¿Cómo? Bien. ¿Está usted seguro?

—Sí. A las once.

—Mmm... De acuerdo. Voy a avisarle —dijo, dubitativo, el criado, y le dejó solo.

Había un fuego encendido, débil, apenas una llama entre ascuas anaranjadas. Brodie se tomó la libertad de avivarlo con un atizador. Las cortinas (de damasco y color verde oliva) estaban corridas, y en el aire flotaba un olor a tabaco rancio. En las mesas había botellas y copas, algunas todavía llenas de vino. Brodie descorrió las cortinas para que entrase un poco de luz, y vio que las altas ventanas del salón daban a un jardín pequeño y elegante, con setos de boj bien cortados y caminos de grava que conducían a una fuente. Flanqueada por dos bancos de piedra curvos, tenía una taza de plomo sobre la que se alzaba una estatua de Cupido. No había agua.

Al darse la vuelta, Brodie vio un piano de cola en un extremo del salón y fue a examinarlo. Curiosamente, no era un Pate, sino un Feurich. Levantó la tapa y, procurando no hacer mucho ruido, tocó tres octavas en la, do y re sostenido. El piano estaba muy desafinado. Puede que a Kilbarron le falle el oído, pensó, aunque no descartaba la posibilidad de que el maestro nunca hubiese tocado ese piano.

Se sentó en un sillón de mimbre y encendió un cigarrillo. Al cabo de diez minutos abrió las ventanas y salió al jardín, donde dio varias vueltas por los senderos, escuchando cómo crujía la grava bajo sus pies. En la fuente de Cupido vio una botella de vino vacía. La dejó donde estaba y regresó al salón. Tenía frío.

Un cuarto de hora más tarde, estaba hojeando unas partituras que había encontrado encima del taburete del piano —Brahms, Mozart y un tal John Field— cuando apareció John Kilbarron. Brodie pensó que tenía aspecto enfermizo: estaba pálido, con barba de dos días, los ojos enrojecidos y el pelo lacio.

—La primera visita de la mañana —dijo—. ¿Y quién es usted?

Brodie se volvió a presentar.

—Nos conocimos después del recital que dio en el Théâtre de la République. Le había escrito haciéndole una propuesta en nombre de Channon, el fabricante de pianos.

—Excelentes pianos —comentó Kilbarron—. Muy buenos, sí.

Se puso a andar de aquí para allá, como buscando algo. Llevaba una bata muy larga de color gris marengo y con bordados y, debajo, una camisa desabrochada y pantalones. Brodie advirtió que se había puesto unas zapatillas de cuero disparejas.

Kilbarron encontró lo que buscaba: una garrafa de tinto medio llena. Eligió una copa vacía y se sirvió un poco.

—¿Le apetece una copa de vino? —preguntó—. Es curioso, a veces sabe mejor a la mañana siguiente.

—No, gracias.

Kilbarron se bebió el vino de dos tragos y se rascó la nariz. Después de rellenar la copa atravesó el salón y se acercó a Brodie: por fin parecía centrado en el visitante y su misión.

—¿De dónde es usted? Ese acento...

—Soy escocés —dijo Brodie—. Antes de venir a París trabajaba en Edimburgo.

—¿Así que escocés, eh? Nunca te fíes de un escocés que te haga una propuesta. Eso solía decirme mi padre; ojalá arda para siempre en el infierno.

—De mí se puede usted fiar.

—Recuérdeme su famosa propuesta.

Brodie le explicó todos los detalles del plan: el piano hecho a su medida, y que le enviarían antes de cada concierto (Channon correría con los gastos); los emolumentos adicionales de cincuenta libras; el uso de su nombre en todos los anuncios. Por lo demás, las dos partes podían renegociar el contrato al cabo de seis meses; a Brodie le había parecido prudente introducir esta cláusula.

Kilbarron se bebió el vino en silencio. Estaba pensativo.

—¿Así que cincuenta libras por concierto..., además de lo que ya cobro?

—Sí... Al principio.

—¿Y qué gana Channon con esto?

—La mejor publicidad posible. El apoyo con el que cualquiera soñaría: «John Kilbarron toca pianos Channon». Además, disfrutaría usted de un piano magnífico, perfectamente adaptado a su estilo interpretativo. Yo mismo me encargaría de eso.

Brodie le contó que era el principal afinador de pianos de Channon.

—¿Afinador de pianos? ¿De verdad? Y dígame... ¿Es usted bueno?

—También soy encargado adjunto de la tienda de París.

—Encargados adjuntos los hay en todas partes. Lo difícil es encontrar un afinador de pianos decente —dijo Kilbarron mientras rellenaba la copa—. Así que encargado adjunto. ¿Por qué no han enviado al encargado? Estoy ofendido.

—Él no entiende de música.

—Y usted sí.

—Entiendo un poco. Soy muy buen afinador... Lo digo humildemente.

—Querrá decir «sin ninguna humildad». Es una de esas frases que uno en realidad dice para darse bombo. Como «en mi modesta opinión». Mi arrogante, nada modesta opinión.

Brodie se quedó callado. Kilbarron parecía animarse por momentos. El vino que había dejado reposar toda la noche estaba surtiendo efecto.

—¿Y es usted un buen encargado adjunto? Dígalo humildemente.

—Hago todo lo que puedo por la empresa.

—Un empleado ejemplar. Un pilar. De plena confianza.

Kilbarron se alejó. Brodie percibió su desprecio y pensó que se le había presentado una oportunidad.

—Por cierto —dijo—, el piano que tocó en el Théâtre de la République, el Pate, se desafinó a los diez minutos.

Kilbarron se dio la vuelta de golpe.

—¡Que le den por saco, maldito escocés, comoquiera que se llame!

Brodie señaló el piano del salón.

—Y ese de ahí está totalmente desafinado.

Kilbarron se le acercó. Brodie notó el tufo que despedía: una mezcla de vino, sudor y tabaco. Se preparó para una reacción violenta, pero Kilbarron sonrió enseñando todos los dientes. Una sonrisa extrañamente encantadora.

—Ya decía yo que algo le pasaba a ese piano. Adelante, cuénteme. Por los clavos de Cristo.

—Por ejemplo —prosiguió Brodie—, cuando tocó aquel glissando final con las teclas negras. Puedo cargarlas y aligerarlas con total precisión para usted, para que no le sangren las uñas. Será como... —pensó en un símil—, como deslizar los dedos por pompas de jabón.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? Que me aspen. Como pompas de jabón, ¿eh?

Kilbarron le enseñó la mano derecha. Las uñas las tenía en perfecto estado.

—Le contaré un secreto, amigo escocés. Tengo en el chaleco un bolsillito forrado de hule. Lo que hago es echar un poco de pintura roja, y luego, al final del concierto, meto los dedos en el bolsillo sin que nadie me vea. Al público le gusta pensar que me he hecho daño en aras del Arte. Quieren ver las gotas de sangre. Plin, plin, plin. Funciona de maravilla. Siempre.

Kilbarron se paseó de nuevo por el salón. La larga bata se le hinchaba con la corriente que él mismo creaba. Se detuvo ante la chimenea y agitó las brasas con el atizador: las llamas se avivaron.

—Así que cincuenta libras por concierto o recital, además de los honorarios que me paguen.

—Eso es —dijo Brodie—. Téngalo por seguro.

Kilbarron se puso de pie, apartándose de la chimenea, y le volvió a dedicar esa sonrisa.

—En fin, me lo he pensado, muchacho..., no sé cómo se llama..., y la respuesta es no.

 

 

En el vestíbulo, Brodie se puso el abrigo lentamente. ¿Había dicho alguna torpeza? ¿Había sido demasiado insolente, demasiado presuntuoso, quizá? No, por supuesto que no... Sintió que el desaliento se le posaba sobre los hombros como una capa pesada. ¿A quién tantear ahora? ¿A Francobelli? ¿A Klinger? Ya estaba pensando en pianistas de segunda fila. Era inútil: nadie tendría la menor curiosidad por saber qué piano tocaba ninguno de ellos. No, debía ser la crème de la crème, nada más haría que...

—¿Disculpe?

Brodie se dio la vuelta.

Lydia Blum estaba bajando las escaleras.

Llevaba una blusa blanca con el cuello fruncido y un camafeo. La falda era roja y estaba ceñida a la cintura con un cinturón ancho de color negro y con la hebilla de diamantes. El cabello rubio y rizado lo llevaba recogido en un moño despeinado y sujeto con dos horquillas largas de madera. Brodie observó todo esto al instante y, al mismo tiempo, una serie de preguntas empezaron a martillearle la cabeza.

Lydia Blum pisó el damero de mármol del vestíbulo. Era más alta de lo normal en una mujer: casi tanto como él. Algo desgarbada. A Brodie se le hizo un nudo en la garganta y no sabía si iba a poder articular palabra. Ella le miró fijamente con sus ojos azules y los párpados caídos.

—¿Le puedo ayudar?

—Yo... No, de verdad que no. Acabo, acabo de...

—¿Sí?

—Acabo... de entrevistarme con el señor Kilbarron. Gracias. Me marcho ya. Ya me iba. Justo ahora.

Ella ladeó la cabeza con aire perplejo. Parecía que estuviese haciendo un mohín con sus labios carnosos. El mentón prominente.

—¿Nos conocemos? —preguntó—. Me resulta familiar.

—Hace unos días llamé a la puerta de su camerino en el Théâtre de la République.

—¿Es usted inglés?

—Escocés.

—El francés lo habla muy bien.

—Gracias. Es usted muy amable.

—Ya me acuerdo. Estaba buscando a John.

—Así es.

Silencio. Se miraron el uno al otro. Ella sonrió.

—En fin, es obvio que al final dio con él.

Brodie sintió como si las entrañas se le hubieran derretido... o él mismo fuera a derretirse y formar un charco chisporroteante en el suelo. ¿Qué tenía esa mujer tan alta? ¿Cómo podía una mediocre soprano rusa cautivarle de ese modo?

—¡Lika! —gritó Kilbarron desde el salón—. ¿Estás ahí?

—¡Sí! —respondió ella.

Lydia, de ahí el diminutivo «Lika». Bien. Lika Blum: ya sabía algo más.

—¿Dónde están mis puros?

—¡Donde siempre! ¡En el humidor de la estantería!

—Alguien los ha puesto en otro sitio.

—Discúlpeme —le dijo a Brodie—. Que tenga un buen día —añadió en inglés, y acto seguido entró en el salón a buscar los puros de su amante.