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Pensión Deladier

Rue Dante, 73

Niza (Alpes Marítimos)

Francia

 

19 de febrero de 1898

 

Querida lady Dalcastle:

Llevo aquí unos cuantos meses, y ya conozco la ciudad tan bien que me siento un poco nizardo. Ayer fui a un marché aux cochons que se organizaba en un pueblo que hay al norte de Niza, me apetecía cambiar de aires. Al cabo de unas semanas, el sol y el horizonte le empiezan a estimular a uno cada vez menos.

El contraste con la ciudad no podía ser más fuerte. En la placita había heno esparcido por todas partes; los cerdos se recostaban y gruñían, y los campesinos, con sus trajes negros, iban de aquí para allá, mirando el género. Esos animales son mucho más grandes de lo que imagina uno, y había más de doscientos, todos limpios y rozagantes, sin una mancha de barro. Entre los campesinos (hombres y mujeres) que vendían sus cerdos había muchos que iban descalzos, y unos cuantos llevaban pesados zuecos de madera. Todos hablaban un dialecto que yo no entendía, y eso que ya tengo muy buen francés. El caso es que tuve la sensación de haber viajado en el tiempo hasta mediados de siglo, o incluso más atrás. Después de mi pequeña aventura fue un alivio coger la diligencia de vuelta a Niza, una ciudad pequeña y agradable de casi cien mil habitantes, y con todas las comodidades de la vida moderna: hoteles y casinos estupendos, museos, salas de baños y tranvías. Además, en temporada alta se llena de extranjeros refinados. En la Promenade des Anglais, frente a la ancha Baie des Anges, se ven multitud de turistas ricos y elegantísimos. Al parecer, la ciudad se queda desierta en los meses estivales. Lo único decepcionante que tiene es la «playa»: así llaman a unos pocos metros de terreno con guijarros y sin apenas arena.

Llevo una vida tranquila, aunque no faltan distracciones. He hecho amistad con unos cuantos huéspedes de la pensión. Todos tenemos alguna enfermedad, lo que hace las conversaciones algo deprimentes, porque enseguida nos ponemos a hablar de los síntomas. Salgo de la pensión después del desayuno y me voy a pasear por la Promenade des Anglais, y hasta la hora de comer me dedico a leer el periódico y mirar el Mediterráneo y a la gente que pasa. Por la tarde me echo una siesta y doy otro paseo para hacer tiempo hasta la cena (que se sirve a las seis en punto). Luego leo un rato más en el salón de la pensión, una estancia cómoda y bien iluminada, y me acuesto temprano. Tengo la sensación de haber pasado años durmiendo, pero esta vida me está haciendo bien: me siento mejor, más fuerte, y he recuperado casi todo el peso que había perdido. Dentro de un mes o así volveré a París y a la vida normal, aunque mi puesta en libertad depende del doctor Maisonfort: se nos ha condenado a una especie de reclusión benigna. Le escribiré en cuanto regrese.

Le envío mis mejores y más sinceros deseos y un saludo afectuoso,

Brodie Moncur

 

La pensión Deladier era ideal para Brodie: le gustaban la ubicación del establecimiento, la comida, el servicio y su espacioso cuarto. Los otros huéspedes eran discretos —al fin y al cabo, estaban allí para recuperarse de sus enfermedades—, a excepción de cierto caballero inglés. La pensión solía estar llena de franceses inválidos —tísicos en su mayoría—, pero monsieur Deladier había optado por poner anuncios en periódicos ingleses como Illustrated London News, Athenaeum y Bart’s Weekly: se trataba de aprovechar el amor de los ingleses por Niza y la Costa Azul. Parecía, sin embargo, que quisiera fastidiar a Brodie, porque la publicidad había atraído a la pensión a un tipo que se llamaba Cuthbert Leache y que, como era de esperar, buscaba hacer amistad con el otro anglófono. Leache —antiguo topógrafo del cuerpo de ingenieros del ejército— también padecía tuberculosis. Tenía cuarenta y pico años, y al parecer se ganaba la vida alquilando una serie de fincas que poseía su familia en Londres, Birmingham y Cornualles. «No soy arrendador —insistía—. Me limito a administrar las propiedades que he heredado. ¿Qué otra cosa voy a hacer?». No parecía enfermo: tenía la cara cuadrada, la nariz grande y el cuello fuerte, como de toro. Se peinaba con raya al medio el pelo canoso y rizado. Siempre andaba tocándoselo suavemente con la punta de los dedos, como si llevara tupé y se le hubiera movido. La otra manía que tenía era la de deletrear su apellido cuando le presentaban a alguien: «¿Cómo está usted? Me llamo Cuthbert Leache. L, E, A, C, H, E. Encantado de conocerle». Parecía como si quisiera aclarar enseguida que la familia Leache no tenía nada que ver con cierto parásito cuyo nombre se pronunciaba igual. [6]

Brodie se esforzó por rehuirle, pero al cabo de unas semanas se hizo inevitable que se trataran. Cuando estaba en el salón, leyendo tranquilamente el último número de Hearth and Home o Savoy, solía oír una tos educada: era Leache. «¿Me puedo sentar con usted, amigo?», decía.

Así era una conversación típica:

—¿Ha estado alguna vez en Mánchester, Moncur?

—No.

—Yo viajo allí muy a menudo, y siempre me hospedo en el mismo hotel. El encargado es un tipo fascinante. Se llama Jack... No, James. Bueno, se hace llamar Jimmie. No, espere, puede que sea Johnnie... Llamémosle James. El caso es que James, un tipo extraordinario, como le digo, me contó una anécdota sobre un viaje que había hecho a Stoke-on-Trent. No, a Stoke no, creo que fue a Macclesfield. En fin, no recuerdo bien qué sitio era, pero él estaba allí por un asunto de negocios, y antes de volver a Mánchester se compró una... ¿Cómo se llaman esas cosas? Ah, ya me acuerdo: adonde viajó fue a Stockport. El caso es que quería comer algo y se compró... No era un sándwich, ni tampoco una empanada. Bueno, sí, una empanada, pero doblada y con forma de media luna. Como las que se hacen en Cornualles. ¿Cómo las llaman? Cornualles es un sitio precioso, por cierto. En fin, resumiendo: el tipo se compró algo para comer en el viaje de vuelta. Decidió ir en tren, pero al consultar el horario se dio cuenta de que le salía más barato hacer transbordo en... ¿Cómo se llama ese sitio que está entre Mánchester y Stockport y donde fabrican unos objetos de cerámica? ¿Doncaster? No, Derby. ¿Sería Derby entonces? En cualquier caso, el viaje duró el doble de lo previsto, pero le costó la mitad. ¿Se lo puede creer? ¿No le parece asombroso? Un tipo interesantísimo, James. Tiene miles de historias así. A usted le caería bien, Moncur.

A raíz de estos encuentros, Brodie empezó a evitar el salón después del desayuno y del almuerzo, y llegó a dar propina a los empleados para que le avisaran cuando monsieur Leache estuviese cerca, otorgándole así tiempo para escaparse a su habitación. Por las mañanas se iba a la Promenade des Anglais con su libro o el periódico, se sentaba en un banco frente al Mediterráneo y se ponía a leer sin que nadie le molestara, interrumpiendo de vez en cuando la lectura para observar a las multitudes que pasaban. Niza estaba muy concurrida en esa época del año (entre los meses de octubre y marzo), así que siempre se veía a gente curiosa paseando por la Promenade: hombres mayores con mujeres jóvenes; mujeres mayores con hombres jóvenes; ancianos y ancianas con un pie en la tumba y acompañados por sus criados, que solían llevar turbante o fez y se encargaban de empujar la silla de ruedas. Y no faltaban los regatistas, con sus gorros y abrigos típicos, y que andaban buscando una aventura amorosa; ni tampoco esas damas tan arregladas que los acechaban. Brodie se dio cuenta de que allí, en la Promenade des Anglais, se podía observar la desconcertante diversidad del mundo. Qué contento estaba de haberse librado de Cuthbert Leache.

Al cabo de una semana, más o menos, empezó a fijarse en un hombre que se enfrascaba en la lectura de la prensa y las revistas y solía sentarse en un banco a pocos metros del suyo. Es curioso, pensó: en la Promenade había cientos de bancos libres, pero a uno le daba por sentarse siempre en el mismo. Las pocas veces que había encontrado «su» banco ocupado, Brodie se había sentido ofendido.

Esas mañanas tan tranquilas —en que brillaba un sol tibio y las débiles olas, al llegar a la orilla, iban revolviendo los guijarros que cubrían la estrecha playa—, Brodie y el desconocido coincidían tan a menudo en el paseo marítimo que al cabo de un tiempo empezaron a saludarse con una sonrisa o una leve inclinación de la cabeza, o tocando con un dedo el ala de sus sombreros: gestos casi imperceptibles. Sí, aquí estamos otra vez los dos —parecían decirse—, pero cada uno respeta mucho la privacidad del otro, así que nunca pasaremos de este pequeño saludo formal. Brodie comprendía y estaba plenamente conforme con esta regla tácita, y el desconocido también. Ojalá el insufrible Leache fuese igual de discreto, pensó.

Un día de marzo el tipo dejó de pronto el periódico en el banco y el sombrero encima del periódico, y (con paso bastante enérgico) bajó por las escaleras de hormigón que llevaban a la playa. Brodie no le veía bien, pero tuvo la impresión de que había reconocido a alguien y se había acercado a saludarle.

De repente, sopló una ráfaga de viento que derribó el sombrero del banco, y el periódico salió volando. Brodie corrió a recoger las hojas antes de que se escaparan; las juntó y las dobló. Entonces se fijó en que el periódico era ruso. También recuperó el sombrero (era de fieltro y color gris perla), que había empezado a rodar por el paseo. Se dirigió al banco, y estaba a punto de dejar ambas cosas discretamente cuando volvió el desconocido de la playa.

—Discúlpeme —dijo Brodie en francés—, el viento se ha llevado su sombrero y el periódico. Los he recuperado justo a tiempo.

—Cuánto se lo agradezco —respondió el hombre.

Hablaba francés con un acento ruso mucho más fuerte que el de Lika. Era mayor que Brodie —treinta y muchos años, pensó, o quizá cuarenta y pocos—, bastante alto y delgado, con barba poblada y puntiaguda, e iba bien vestido: traje oscuro con chaqueta larga y cuello almidonado. Cogió el sombrero y el periódico y le preguntó a Brodie si le podía invitar a un café como recompensa por haber recuperado sus cosas.

Los dos cruzaron la Promenade en dirección al Hôtel West-End, que tenía un café amplio y acristalado en la parte delantera. Encontraron una mesa libre y pidieron café con leche caliente. Brodie se presentó, y luego lo hizo el ruso, que tenía, sin embargo, un acento tan fuerte que Brodie no entendió bien el nombre. También le debió de decir el patronímico, pero Brodie no oyó más que un montón de sílabas revueltas. El nombre era similar a Archibald, aunque resultaba obvio que no se llamaba así.

Les sirvieron el café, y ambos añadieron leche y azúcar.

—¿Está usted de vacaciones? —preguntó el ruso en un francés algo vacilante.

—Me estoy restableciendo de una enfermedad. El doctor insistió en que guardara reposo durante seis meses como mínimo, y en un sitio cálido.

—Yo igual. ¿Le puedo preguntar qué enfermedad es?

—Tuberculosis.

—La misma que tengo yo —dijo el ruso con una sonrisa triste—. ¿Y le puedo preguntar qué edad tiene?

—Veintisiete.

—¿Cuántas hemorragias?

—Una sola, pero muy grave.

—Yo sufrí la primera con veintitrés años, y ahora tengo treinta y ocho. Tiene usted una larga vida por delante —el ruso le miró con ojos de miope—. ¿A qué se dedica?

—Soy afinador de pianos.

La palabra francesa, accordeur, era bastante rara, así que se lo tuvo que explicar.

—Fascinante —dijo el ruso—. Estoy seguro de que tendrá muchas historias interesantes que contar.

—Oh, sí, sin duda. ¿Y usted? ¿A qué se dedica?

—Soy médico —contestó el ruso—. Y ahora el médico está enfermo. ¿Dónde se hospeda?

—En la pensión Deladier.

—Tengo entendido que está muy bien. Yo me alojo en la pensión Russe, claro. Está llena de rusos, enfermos rusos, gente muy molesta.

Siguieron hablando de la enfermedad que tenían los dos, y el médico mencionó un tratamiento ideado en Rusia. Se trataba de alimentarse a base de kumis, es decir, leche de yegua fermentada. Él la había probado una vez y conocía su efecto.

—Parece leche, pero sabe un poco rara. La ventaja que tiene es que engorda mucho, por lo visto. Y al ganar peso se siente uno mejor, claro. Parece que funciona: ¿cómo me voy a morir si estoy engordando?, piensa uno —se encogió de hombros—. Todos nos morimos antes o después; ¿quién sabe cuándo le va a tocar?

—Eso es justamente lo que me dijo el médico en París.

—Así que vive en París. Un inglés en París.

—Soy escocés.

—Un escocés. Me gustaría viajar a Escocia algún día, pero dudo que lo consiga.

Hablaron un poco de París (el médico había estado una vez), y a Brodie se le ocurrió entonces una idea.

—¿Sería tan amable de escribirme algo en ruso? —le pidió al médico, que se sacó del bolsillo una estilográfica y una libreta pequeña y arrancó una hoja—. Es un tanto personal, pero ¿podría escribir «La echo de menos y la amo»?

El médico escribió la frase y le pasó la hoja.

—Tengo muy mala letra, pero se lo he escrito lo más claro que he podido.

Brodie se quedó mirando esos caracteres tan raros: « Скучаю по тебе пюбпю тебя ».

—No soy detective —dijo el médico—, pero me imagino que el mensaje no es para su abuela.

—No... Yo... —después de pensarlo un instante, Brodie se le confió—: Me he enamorado de una joven rusa, una cantante de ópera.

—¡Dios santo! ¡Actriz! ¡Y para colmo rusa! Guárdese de las actrices rusas, se lo ruego.

—Pero esto es distinto. Estoy muy enamorado de ella.

—Sí, claro que es distinto. Yo siempre me decía lo mismo: «Pero esta vez es distinto». Por lo menos con las diez primeras actrices que conocí... Luego ya no.

—Reconozco que hay ciertas complicaciones.

—Naturalmente: ella es actriz —soltó una risita burlona—. Complicaciones. Oh, sí —reflexionó unos instantes—. Siempre he pensado que una vida sin complicaciones no es realmente una vida. En la vida se tuercen las cosas, todo cambia, y no puedes hacer nada para remediarlo. Los amigos te traicionan, la familia te hace sufrir y los amores duran poco. Esa es la norma, ¿no cree? —sonrió como si se acordara de algo que venía al caso—. ¿Se imagina un mundo donde nada se torciera ni cambiara y la vida siguiera un camino prefijado: una familia adorable, y amigos y amantes fieles? —hizo una pausa—. Creo que no me gustaría vivir en un mundo así. Los humanos estamos hechos para tener complicaciones. En cualquier caso, ese mundo tan perfecto no existirá nunca, no al menos en este pequeño planeta.

A Brodie, curiosamente, le entraron ganas de desahogarse con ese médico tan amable, y a la vez tan melancólico y cínico. Tenía una mirada simpática, pero también cansada.

—¿Qué me aconseja? Entre esa joven cantante y yo se interponen muchos obstáculos. ¿Estoy perdiendo el tiempo?

—¿La puede ver con libertad?

—Emm... Ella vive con otro hombre.

El médico asintió con la cabeza y sonrió.

—Le podría dar infinidad de consejos basados en mi larga experiencia, pero ¿de qué serviría? Usted acabará haciendo lo que le parezca. No tendrá en cuenta nada de lo que le diga.

Los dos se quedaron callados y bebieron el café a sorbos. Brodie pensó que el médico tenía toda la razón. Necesitaba a Lika. Ella era la mujer de su vida. Al diablo con Kilbarron: estaba claro que Lika y él ya no se querían.

S’il vous plaît, monsieur .

Brodie se dio la vuelta. Una joven se había acercado a la mesa y estaba mirando fijamente al médico. Era joven y bastante guapa y llevaba un sencillo vestido de color rosa y un chal con flecos de un tono algo más oscuro. Tenía la cara pequeña y ovalada y la nariz respingona. Una gamine, diría un francés. ¿Qué edad tendría? ¿Diecinueve? ¿Veinte? Brodie se fijó en la pobreza del vestido y en que el chal tenía una mancha. Puede que fuese una criada disfrutando de su día libre. El médico clavó la mirada en ella. Parecía casi furioso. Se puso a rascarse la barba y a tirar de los pelos con la mano derecha. La muchacha tenía los ojos enrojecidos, como si hubiese estado llorando.

Brodie sintió la necesidad de hacer algo, así que se puso de pie y se presentó. Antes de que ella pudiera decir nada, el médico se levantó.

—Le presento a Margot —dijo—. Se va a marchar ahora.

Entonces se la llevó: Brodie vio que se alejaba con ella unos pasos y se ponía a darle órdenes con brusquedad. El médico revolvió en el bolsillo, sacó varios billetes y monedas y se los pasó disimuladamente. Ella le hizo una leve reverencia a Brodie y salió del café a toda prisa.

El médico se sentó de nuevo.

—Hablaba usted de complicaciones —dijo con una vaga sonrisa—. Yo tengo una buena cantidad de ellas. Soy un experto.

 

 

Pensión Deladier

Rue Dante, 73

Niza (Alpes Marítimos)

Francia

 

23 de marzo de 1898

 

¡Hermano!:

Bonjour! ¿Sigues vivo? Esta es la cuarta vez que te escribo y sigo sin noticias tuyas. No seas vago y contesta. Piensa en tu pobre hermano, que está pudriéndose en esta ciudad preciosa y soleada a orillas del Mediterráneo, y sin nada que hacer aparte de pasear junto al mar, leer el periódico, comer estupendamente, beber vino, dormir la siesta y salir en busca de un café donde tomar un aperitivo, todo ello antes de degustar otra excelente cena. ¡Qué suplicio! Sabes lo mucho que estoy sufriendo, pero no me escribes.

La semana pasada me aburría tanto que me escapé a Montecarlo, al casino. Fui en carruaje por la Grande Corniche (el viaje me costó diez francos, es decir, ocho chelines); las vistas de la costa eran espectaculares. Hicimos un alto para comer en Beaulieu y llegamos a Montecarlo por la tarde. Solo jugué a la ruleta, ya sabes lo pésimo jugador que soy. Seguí la sencilla estrategia de la martingala, doblando la apuesta (dos francos) cuando perdía, y embolsándome el dinero cuando ganaba. La estrategia solo vale con apuestas del tipo dos a uno. Rojo o negro, par o impar. Por la ley de las probabilidades siempre acabas ganando. El único inconveniente de doblar la apuesta después de cada derrota es que a veces apuestas cuarenta francos y ganas dos, así que tienes que andar bien de fondos. Yo gané cincuenta, pero en ningún momento me hicieron falta más de diez: fue un día de suerte. Para mi sorpresa, al cabo de hora y media (cambiaba de mesa de vez en cuando), ya había ganado ciento ochenta francos, que equivale a algo más de siete libras. De pronto se me ocurrió que podría quedarme a vivir aquí, al lado del Mediterráneo: jugaría un par de horas al día, siguiendo la misma estrategia, y me hospedaría en un hotel modesto. Apostando fuerte se pueden ganar unas veinte libras a la semana, según mis cálculos; pero, si jugara dos horas al día y cinco días a la semana (los casinos están abiertos casi todo el año), creo que llegaría a superar las doscientas. Jugar así no es muy emocionante: nunca ganas mucho dinero de una vez, porque se trata de ir acumulando ganancias de dos francos. De este modo, sin embargo, podría ganarme la vida sin depender de nadie, y además no pagaría impuestos. Solo tendría que dar propina de vez en cuando al crupier. Vale la pena pensárselo. Cuando salí del casino y me puse a caminar por la calle, respirando el cálido aire del Mediterráneo, me sentí libre. Me permití el lujo de cenar en Les Frères Provinciaux, un restaurante estupendo, y me gasté dos libras en una botella de vino. Volví a Niza con el resto de las ganancias y en un vagón de tren de primera clase.

¡Escríbeme, hermano, o no heredarás nada!

Con afecto,

Brodie (le gagnant)

 

 

Brodie estaba en la consulta del doctor Roissansac. Se había quitado la camisa e iba inspirando y espirando según las indicaciones del médico, sintiendo sucesivamente el frío y el calor del acero del estetoscopio que le recorría la espalda y escuchando los sonidos de sus pulmones. El doctor Roissansac —un hombre joven y serio con bigote en forma de cepillo de dientes— venía recomendado por su colega, el doctor Maisonfort. Brodie sospechaba que tenían un acuerdo económico.

El paciente se puso la camisa mientras el médico hacía sus anotaciones.

—Bueno, ha recuperado el peso que había perdido, lo cual es buena señal. Y apenas he detectado congestión.

—Me siento bien —dijo Brodie—. Con mucha energía.

—Olvídese de eso. Cuando se tiene tuberculosis hay que ser muy prudente. Ándese con cuidado.

—Lo sé, doctor. Seré prudente.

—Creo que ya está en condiciones de volver a París, monsieur Moncur.

La amplia sonrisa del doctor Roissansac le erizó por unos instantes los pelos del bigote, que le rozaron la nariz.

Brodie fue caminando por la Rue Halévy rumbo al paseo marítimo que desembocaba en la Jetée Promenade, ese edificio gigantesco que alojaba un pequeño casino. Cuando llegó al local tuvo la tentación de entrar: acababa de recibir excelentes noticias sobre su salud, y quería ver si su buena suerte se extendía al juego. Pero luego pensó que no era el momento. Siguió paseando en dirección oeste. Brillaba un sol débil, y había unos cuantos valientes bañándose en el mar. Brodie se sentía feliz. Ya puedo volver a casa, se dijo; ya puedo volver a París, donde veré otra vez a Lika. Se esforzó por recordarla, como hacía continuamente, y lamentó no tener ninguna fotografía suya. ¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Y dónde andaría Kilbarron? Dmitri había escrito a Brodie contándole que Julius había empezado su gira y que ya estaban preparando la de Door. Las ventas iban muy bien. Los «recitales Channon» se habían hecho famosos en las principales ciudades europeas, donde daba la impresión de que se celebraban desde hacía años. Ainsley Channon había autorizado un incremento del presupuesto publicitario en prensa. René se ocupaba de Sauter, y Romain iba a viajar con Door. Sí, todo iba como la seda.

A Brodie le alegraba que su ausencia de varios meses no hubiese paralizado a los Channon, pero al mismo tiempo le dolía un poco observar que no era tan indispensable para la empresa como había pensado. A pesar de las bravatas de Malachi, no entendía cómo su hermano podía negarse a colaborar con Channon otros seis meses, como se le había propuesto. Renunciar a ganar tanto dinero, y con tanta facilidad, parecía un gesto de soberbia por su parte... Al diablo con Kilbarron, pensó mientras se subía al tranvía eléctrico que le iba a dejar cerca de la Rue Dante. Lika era la única persona que le importaba en el mundo.

 

Pensión Deladier

Rue Dante, 73

Niza

 

28 de marzo de 1898

 

Queridísima Lika:

Espero que te hayan llegado mis cartas y postales. Te escribo por lo menos una vez a la semana, poniendo siempre como dirección «Poste Restante». Descuida: sé lo difícil que debe de ser contestar.

Tengo una buena noticia: mi estado de salud es estable y, según mi médico de Niza —el doctor Roissansac—, ya me encuentro en condiciones de volver a París. Si va todo bien, estaré allí la semana que viene, dispuesto a reincorporarme a mi trabajo en la tienda de Channon. No hace falta decir que quiero verte lo antes posible. ¿Dónde podemos encontrarnos, y cómo? Tiene que haber alguna manera.

Скучаю по тебе, пюбпю тебя .

Un médico ruso al que he conocido aquí me ha escrito la frase. Espero haberla copiado bien. El mensaje es del todo sincero. Tengo muchas ganas de verte y tenerte entre mis brazos.

Tu Brodie Moncur

 

 

Brodie le envió la última carta a Lika desde la oficina de correos del centro de la ciudad, en la Place de la Liberté, como si de este modo fuera a tardar menos en llegarle que si la hubiera echado en una oficina de las afueras. En el momento de meter el sobre por la ranura del buzón se sintió eufórico: la extraordinaria alegría del enamorado le llenó de vigor durante unos segundos y le estremeció. El amor era, en efecto, una especie de locura, pensó; un sentimiento contrario a la lógica, una llamarada de insensatez cuya intensidad bastaba para justificarla. Llevaba meses sin ver a Lika Blum, pero sabía con absoluta certeza que la amaba y que eso era lo único que tenía significado en su vida.

Entonces se acordó de un fragmento de un poema de Algernon Swinburne que figuraba en el libro que le había dado lady Dalcastle, y que se había aprendido de memoria. Aquellos versos concordaban muy bien con su estado de ánimo:

 

We shone as the stars shone, and moved

As the moon moved, twain halves of a perfect heart.

Soul to soul. You loved me, as I thee loved,

And our dreams began, dreaming our life would start. [7]

 

Fue caminando de vuelta a la pensión y repitiendo los versos para sus adentros como si fueran un conjuro. Hacía sol, y las calles estaban llenas de gente. Faltaba poco para que terminara la temporada alta en Niza. La cena fue a las seis en punto, como de costumbre. A Brodie siempre le había irritado que la cena se sirviera tan temprano, pero esa tarde se alegró de ver a los otros comensales (entre los que, felizmente, no estaba Leache), porque (a) al día siguiente regresaría a París, y también porque (b) no volvería a ver a Cuthbert Leache en su vida. Este se iba a quedar tres meses más: le habían ingresado en la Clinique Sturge, un hospital privado vinculado con la pensión, por una hemorragia leve. Brodie se dio cuenta una vez más de cómo funcionaba el engranaje: la gente sana sacaba provecho económico de las enfermedades de los otros. Sintió lástima del pobre Leache, pero por otro lado estaba contento de no tener que verlo en la última noche que iba a pasar como inválido.

Se tomó un filete de rodaballo con salsa de alcaparras, seguido de una île flottante, y, para beber, varios vasos de agua mineral (la pensión Deladier era un establecimiento abstemio). Cuando estaba esperando el café, madame Deladier atravesó el comedor en dirección a su mesa. Tenía el ceño fruncido, lo que hacía su cara aún más adusta de lo que ya era.

—Tiene usted visita, monsieur Moncur —dijo con gesto de desaprobación—. El mensaje que he de transmitirle es que guarda relación con «un médico ruso», si es que tal cosa tiene sentido.

—Sí, lo tiene —respondió Brodie, y acto seguido se dirigió a toda prisa a una gran sala contigua a la puerta principal de la pensión, donde se recibía a las visitas.

No había vuelto a ver al médico ruso desde que se tomara un café con él en el Hôtel West-End. ¿Qué le habría traído a la pensión Deladier?

Pero quien le aguardaba en el vestíbulo no era el médico, sino la muchacha francesa que los había abordado aquel día. ¿Cómo se llamaba? ¿Marie? No, Margot. Brodie la saludó desconcertado. Estaba cambiada: se había teñido el pelo de un castaño rojizo algo chillón, y llevaba un traje negro ribeteado con cordoncillo dorado y un casquete de paja coquetamente prendido con alfileres a un lado de la cabeza. A Brodie le pareció todo estridente, de mal gusto. Luego estaba su perfume, un olor muy fuerte y como harinoso (nardo, quizá, o almizcle) que invadía el vestíbulo de la pensión; casi se podía paladear.

—¿Se acuerda de mí? —preguntó, visiblemente nerviosa.

—Sí. Se llama Margot, ¿verdad? Nos presentó el médico ruso. ¿Cómo me ha encontrado?

—Mi amigo, el médico ruso, me contó que se hospedaba en la pensión Deladier.

—¿Ah, sí? Está bien. ¿Necesita él mi ayuda para algo?

—No, soy yo quien la necesita o..., para ser exactos, quien le podría ayudar a usted llevándole la casa. Soy buena cocinera. Sé coser y lavar la ropa. Y, por supuesto... —se miró las botas de cuero, que tenía rajadas—, me quedaría... por la noche.

Brodie se notó la boca seca.

—¿No se lo puede pedir a su amigo, el médico?

—Tiene que volver a Rusia. Dice que no le puedo acompañar.

—Entiendo.

—Así que pensó que igual usted... —la muchacha no terminó la frase.

—¿Qué edad tiene, Margot?

—Diecinueve.

—¿De dónde es usted? ¿De Niza?

—De Biarritz. Cuando el médico decidió instalarse en Niza, me vine con él desde Biarritz.

—Creo que debería volver a Biarritz, regresar con su familia.

—Mi familia no quiere saber nada de mí —dijo ella—. No, no puedo volver —añadió muy seria, como si él le hubiese pedido que escalara el Mont Blanc.

—Lo lamento mucho, pero no puedo ayudarla —dijo Brodie—. Mañana regreso a París.

Margot abrió mucho los ojos y se puso tiesa, como con alegría contenida.

—¡Qué ganas tengo de ir a París! Puedo acompañarle. Le serviré en todo lo que haga falta.

Brodie se hurgó los bolsillos, donde encontró un par de monedas —una de oro de veinte francos y otra de plata de cinco— y se las ofreció. La muchacha las cogió.

—Imposible, Margot. Estoy prometido. Me voy a París a casarme con la mujer que amo.

Brodie notó el respingo que dio ella al oír sus palabras —su mentira—, como si fuese la noticia más cruel que podía recibir, y luego las lágrimas que le asomaban a los ojos: sus vagas esperanzas se habían esfumado. Margot cerró la mano con fuerza y los nudillos se le pusieron blancos.

—Les deseo a usted y a su prometida toda la felicidad del mundo —dijo, y añadió en voz baja—: Es usted un hombre muy afortunado.