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Desde la estación de Varsovia se tardaba apenas media hora en llegar a Dubechnia, la parada más cercana a Nikolskoe; así se llamaba la finca que tenía la familia Vadimov al sur de San Petersburgo.

Un viaje corto, pensó Brodie: es una ventaja. Después de la euforia del día anterior, Kilbarron parecía taciturno y malhumorado, y además tenía mal aspecto. En el tren, Brodie iba sentado enfrente de Lika, y de vez en cuando la pisaba, haciendo al mismo tiempo que miraba por la ventanilla u observaba las caladas que Malachi le daba al puro. El compartimento se llenó de humo enseguida. Kilbarron salió de su ensimismamiento y encendió uno de sus puritos. Brodie le ofreció un cigarrillo a Lika, y los dos prendieron sus respectivos pitillos. Nada mejor para combatir el humo que echar más humo.

El tren redujo la marcha: ese día estaba claro que el viaje iba a durar más de media hora. Brodie sacó del bolso su Guía azul y se puso a leer lo que decía de Dubechnia. La estación —de tercera clase, y con una cantina— estaba a algo más de una versta de la pequeña ciudad, que tenía cinco hoteles —de los cuales dos eran «muy malos» y uno estaba regentado por polacos, según contaba la guía—, seis iglesias, ocho escuelas, un convento de monjas y una biblioteca con sala de lectura. Llegaron a la estación veinte minutos tarde, y resultó que aún quedaba otra hora de trayecto en coche de caballos hasta la finca. Había ido a recogerlos el administrador, Philipp Philippovitch Lvov, un tipo con barba poblada y aire reservado. Llegó con un carruaje de cuatro caballos que, una vez colocadas las maletas en el techo, los condujo por la calle principal de la ciudad, que estaba sin pavimentar. Dejaron atrás sucesivamente varias casas de piedra y muchas de madera, un molino harinero a vapor y otro con cuerda, un matadero, una curtiduría y multitud de almacenes, y por fin salieron a campo abierto.

Viajaron con bastante comodidad por caminos de tierra, atravesando campos de centeno, hasta llegar a un lugar llamado Maloe Nikolskoe —o el Nikolskoe «Menor»—, la dacha que Elisaveta Vadimova le había prestado a Kilbarron. El maestro se había ido animando a lo largo del viaje, según Malachi pasaba la petaca con vodka. Era un día soleado de mayo y en el cielo había unas cuantas nubes ralas que se movían veloces, impulsadas por la brisa. Por la ventanilla abierta del carruaje entraba una corriente de aire cálido. Las rodillas de Brodie chocaban de cuando en cuando con las de Lika —él la tenía enfrente otra vez— y, cuando los hermanos estaban distraídos conversando, los dos aprovechaban para mirarse. Quiero yacer desnudo contigo, decía Brodie con los ojos. Lika se toqueteaba el pelo de manera provocativa, y llegó a pasar un minuto acariciándose los labios con el dedo meñique y lamiéndoselos cada cierto tiempo. Brodie estaba loco de deseo, con el pene erecto apretándose furioso contra la bragueta de botones.

—¿Dónde está César? —logró preguntar en cierto momento. Lo dijo en el tono más inocente del que era capaz.

—Lo he dejado en San Petersburgo —contestó ella—. Tengo que ver cómo son los perros que tienen aquí. Podrían comérselo vivo. Conozco a los perros de granja. Son auténticos monstruos —se volvió hacia Philipp Lvov y le habló en ruso—. Sí, dice que hay media docena de perros en la granja —le explicó a Brodie—. Un perro de ciudad como César no sobreviviría ni por asomo.

Hacía calor y, mientras el carruaje avanzaba por el campo, Lika y Kilbarron se adormilaron. Al mirar por la ventanilla, Brodie tuvo la impresión de viajar por los Borders escoceses: campos de centeno, valles, sotos, puentes de madera sobre riachuelos que discurrían entre matorrales y árboles frondosos. Solo cuando pasaban por un pueblo, el paisaje se volvía exótico de nuevo; se volvía ruso. Brodie veía las cabañas de madera cubiertas de paja, los jardincillos cercados con estacas puntiagudas y alguna que otra iglesia con la fachada de estuco y la cúpula bulbosa, y entonces se acordaba de que estaba a más de mil kilómetros de su tierra..., pero a apenas un metro de la mujer a la que amaba.

Malachi le estaba hablando.

—Perdón, ¿cómo ha dicho?

—¿Qué es lo que fuma usted, Brodie? Siempre he querido preguntárselo.

Brodie se lo explicó, y luego le ofreció un cigarrillo. Malachi lo encendió.

—Muy agradable. Muy suave —dijo—. No quema. Podría uno estar todo el día fumándose estos cigarrillos.

Brodie le habló de la tienda de Edimburgo: Hoskings, en el Grassmarket. El señor Hoskings enviaba los cigarrillos a cualquier sitio del mundo, aunque había que pagar al contado. Malachi se sacó una pequeña libreta del bolsillo, desenroscó la pluma y lo apuntó todo.

—Es usted una mina de información útil, Brodie Moncur. Le voy a hacer un encargo al señor Hoskings —miró por la ventanilla—. Ya casi estamos, creo. No me gustaría ir por este camino en invierno. Madre mía, te lo digo en serio.

 

 

Maloe Nikolskoe resultó ser bastante grande. Construida con tablones de madera pintados de verde, la casa tenía un tejado de chapa ondulada comido por el orín y un amplio porche con cuatro pilares, una cenefa de color jengibre en el alero de la cubierta y, justo encima, una entreplanta con las ventanas asimismo recargadas y una veleta desproporcionadamente grande. Philipp les contó en su titubeante francés que en la dacha había vivido el antiguo administrador de la finca, y que había sido reformada. Detrás había un corral grande rodeado de graneros de madera, almacenes y establos en los que, además de encerrar al ganado, dormían los sirvientes. Esa parte de la propiedad estaba cercada con estacas muy altas para que no se viese desde la casa.

Cuando se apearon del coche, Philipp llamó a unos criados, que salieron de la casa a coger el equipaje. Brodie se estiró y luego fue caminando hasta el borde del sendero de grava. Allí vio un riachuelo que había sido represado para crear un gran estanque —o más bien un cuasilago— de cerca de cincuenta metros de largo, una caseta y un embarcadero con una barca amarrada. En el otro extremo del estanque había un bosquecillo de abedules plateados, y más allá se divisaban los tejados de los edificios de una aldea que estaba a casi un kilómetro de distancia. Brodie se dio la vuelta y detrás de la casa vio el frondoso bosque desde el que fluía el riachuelo. Oyó el ladrido de los perros, el mugido de las vacas y el inútil cacareo de los gallos. El sol pegaba fuerte. Sorprendentemente, se sentía como en casa. Entonces se dio cuenta de que, por mucho que le gustara la vida urbana, en el fondo seguía siendo un muchacho de campo.

Junto al lago, no muy lejos de la caseta, había una cabaña de madera de dos pisos hecha de tablones verdes, como la casa principal. Philipp Lvov les contó que Nikolskoe, o la «casa grande», como la llamaba, estaba a unas dos verstas de distancia, más allá del bosque. Después de echar un vistazo alrededor entraron todos en la dacha.

Las habitaciones eran sencillas y espaciosas y tenían pocos muebles. Había alfombras sobre suelos de madera encerados, sofás y sillones, así como paredes con revestimientos de madera y por lo demás desnudas, exceptuando los pequeños iconos que colgaban en los rincones. Lo importante es que está limpia, sentenció Lika. No se veían chinches ni cucarachas. Se le dio una habitación a cada uno..., o por lo menos a Brodie y a Malachi, pues resultó que Lika y Kilbarron iban a dormir en la cabaña que había al lado del estanque.

—Me van a enviar un piano —le anunció Kilbarron a Brodie—. Necesito que me lo regule. Tengo muchísimo trabajo.

—¿Qué es lo que tiene que hacer? —preguntó Brodie sin pensar.

—Tengo tres meses para escribir una puñetera sinfonía. Está en el contrato, ¿no se acuerda? —Kilbarron esbozó una sonrisa inexpresiva—. Voy a estar muy ocupado este verano.

Philipp les presentó al servicio: el ama de llaves, la cocinera y su ayudante, dos criadas y otros tantos criados, y un cochero que los llevaría de un sitio a otro. Afuera estaban los jardineros y los peones de la granja. En Maloe Nikolskoe no les iba a faltar de nada.

—Y ahora se servirá el almuerzo —dijo Philipp antes de abrir la puerta del comedor.

 

 

Brodie se dio cuenta de que la irrupción de Maloe Nikolskoe en la vida de John Kilbarron y su séquito había empeorado las cosas para él en un aspecto importante. Para disgusto suyo, Kilbarron decidió quedarse a vivir con Lika allí, y no en Piter. A Brodie, Malachi y otros amigos y allegados se les invitaba a la casa los fines de semana, y entonces se organizaba una especie de fiesta de dachniki que duraba varios días, y en la que todos comían y bebían en abundancia, hacían charadas, practicaban deportes —había un campo de cróquet y una pista de tenis—, daban paseos y se bañaban en el estanque. Brodie confiaba en que esos fines de semana distrajesen a Kilbarron y le diesen a él la oportunidad de estar con Lika, pero era muy difícil verla a solas: siempre había alguien sentado o rondando cerca, o abriendo alguna puerta. El temor a ser descubiertos los hacía exageradamente prudentes: se daban besos aislados y de apenas segundos, una lengua enredada en otra; o se cogían las manos de manera impetuosa. Por lo demás, Brodie tenía que contentarse con mirar a Lika, que solía estar en el extremo opuesto de una habitación llena de gente envuelta en una animada charla, y con rozarla al cruzarse con ella en la pista de cróquet. Así que estaba empezando a desesperarse. Un día, sin embargo, se le ocurrió una idea.

Fue durante el tercer fin de semana que pasó en Maloe Nikolskoe. Esos fines de semana en realidad no eran tales: es cierto que empezaban el viernes por la tarde, cuando los invitados procedentes de Piter llegaban a la dacha en el carruaje que los había recogido en Dubechnia, pero su estancia solía prolongarse hasta el martes o el miércoles. Lo irritante era que Kilbarron nunca quería marcharse con ellos... y siempre insistía en que Lika se quedase con él. En las semanas que faltaban para que diese comienzo la temporada de conciertos del Nueva Rusia no pensaba irse del campo, donde hallaba inspiración y tenía menos distracciones.

A Brodie se le ocurrió la idea una tarde de viernes en la que hacía bochorno. Ese día, después de encontrar unas cañas de pescar en el «cuarto de juegos» de la dacha, preparó la caña y el carrete, ató tres anzuelos, sacó unas lombrices del estercolero que había en el corral y fue caminando por un sendero con zarzas que bordeaba el río, en busca de una charca donde le fuera posible pescar. Estaba contento de poder alejarse de la casa y del alboroto que organizaban los invitados.

El río —tenía que preguntar cómo se llamaba, pensó— era poco profundo y sus aguas corrían lentas: nada que ver con el raudal burbujeante del Liethen. En cuanto dejó atrás las tierras de labranza, la vegetación empezó a espesarse: los álamos y abedules, las hierbas altas y los cardos crecían profusamente en las riberas, dificultando el paso. Las moscas le zumbaban alrededor de la cabeza y el sol le daba de lleno en la cara, pero a Brodie le invadió esa felicidad que conocía tan bien. Estaba en un mundo que le era familiar y le sosegaba. Al cabo de media hora encontró un lugar en el que el río viraba de forma brusca y había formado una charca profunda. En ese tramo, el agua dejaba de discurrir lánguida y caía a raudales desde unas rocas. No había ningún sauce, pero sí un fresno alto que se inclinaba sobre las turbias aguas de la charca, proyectando sombras muy útiles para la pesca. Brodie procedió a cebar los pequeños anzuelos. Corría una leve brisa, y las monedas coloreadas que el sol dibujaba en la superficie del agua se movían y solapaban. Brodie caminó hacia la cabecera de la charca, donde el agua se hacía más lenta y honda, lanzó la caña y dejó que la corriente se llevara el sedal y los gusanos río abajo, hasta la charca. Entonces giró el carrete para alargar el sedal, balanceando la caña en la mano, y las lombrices fueron flotando hasta la sombra proyectada por el fresno. Había caballitos del diablo azules revoloteando por encima del berro y de los helechos que bordeaban la charca. De pronto lo notó: ¡un pez había mordido el anzuelo! Nada más tirar del sedal y girar el carrete supo que no había pescado un pez grande: resultó ser un gobio diminuto, o eso pensaba. Se mojó las manos en la corriente, lo desenganchó y lo tiró al agua.

Dejó la caña, encendió un pitillo y se puso a pasear por la orilla para orientarse. Cerca del río crecían matorrales y árboles, casi todos jóvenes, pero debajo del fresno había una zona con hierba donde pensó que se podía extender una sábana y hacer un pícnic. O extender una sábana y hacer el amor...

Esa noche, en la cena, le pasó a Lika a escondidas una nota con un pequeño mapa que indicaba la ruta que había seguido a lo largo del río. La charca con el fresno aparecía destacada. «Yo iré por un camino, y tú, media hora más tarde, por otro. Nos encontraremos en la charca del fresno.»

 

 

Al día siguiente, después del almuerzo —los otros invitados estaban jugando al cróquet, o tumbados en hamacas leyendo, o sentados en el porche fumando y bebiendo—, Brodie cogió la caña de pescar y la cesta y anunció que se iba a capturar la cena. Nadie le prestó atención, pero, en cualquier caso, Kilbarron se había excedido con el vino y retirado a su cabaña para dormir la mona. Brodie supuso que, al cabo de unos veinte minutos, Lika saldría de paseo con César, al que ahora se le permitía visitar Maloe Nikolskoe: los perros de la granja casi siempre estaban confinados en el corral y, por lo demás, no mostraban interés por el cachorro de Lika.

Brodie llevaba en la cesta un mantel de algodón que había birlado de un armario de la cocina. Al llegar a la charca del fresno lo extendió sobre la hierba que había debajo del árbol, se sentó y esperó. Media hora después vio llegar a Lika, que, para su sorpresa, venía de la parte alta del río. La vio salir de un bosquecillo de abedules plateados y, mientras ella avanzaba a través de las matas de hierba amarilla, se puso de pie. Lika llevaba unas gafas de sol con los cristales azules y, conforme se aproximaba a Brodie, las espinas de los cardos iban brincando a su paso. Para él fue una aparición numinosa. Era extraordinario estar allí, en la orilla de ese riachuelo, rodeado de una vegetación frondosa, un caluroso día de junio, observando cómo su amada se abría camino entre las cardenchas con el sombrero de paja en la mano, el pelo suelto y ondeando en la cálida y errática brisa, con César tirando de la correa.

—Hola —dijo ella—. Qué casualidad encontrarle a usted aquí.

Se dieron un beso estilo Lika, y luego se arrancaron la ropa con furia —ella se levantó la falda de algodón, y él se bajó los pantalones y los calzoncillos, liberando el falo erecto— y se pusieron a ello. César, que estaba atado con la correa a una rama baja del fresno, observó jadeante y desconcertado cómo hacían el amor.

Más tarde Brodie y Lika terminaron de desnudarse y se bañaron en la charca. Luego desplazaron el mantel a donde daba el sol y se quedaron tumbados, secándose, hasta que les entraron ganas de hacerlo otra vez.

—Somos como Adán y Eva —dijo él—. Y esto es el Jardín del Paraíso.

—¿Dónde está la serpiente?

—Flotando en los vapores del alcohol, adormecida por el vino de la comida —Brodie le tocó la cara y ella le besó las yemas de los dedos—. De verdad estamos solos, Lika, ¿te lo puedes creer? —Podemos venir aquí todos los días, todas las tardes.

—¡No, no! Hay que andarse con cuidado. Yo te diré cuándo. No podemos levantar sospechas. Tú no puedes irte todos los días de paseo con César. Se supone que yo estoy pescando..., así que tú tienes que hacer algo: dibujar, hacer acuarelas. Coleccionar flores silvestres.

—Tienes razón —dijo ella con el ceño fruncido, pensativa—. Malachi nos estará observando.

—¿Malachi? ¿Por qué iba a estar observándonos?

—Porque... él es así por naturaleza. Le gusta vigilarme.

Brodie abrazó su cuerpo blanquísimo y húmedo y le besó los pechos. Estar desnudo con Lika en la orilla del río le daba un placer oscuro, insondable. Parecía más audaz y excitante que yacer con ella en una habitación de un hotel de poca monta. Lika apoyó el cuerpo en su costado y le cogió con suavidad el pene, que se estaba poniendo duro.

—Me has echado de menos, ¿verdad?

Más tarde, mientras se vestían, hicieron planes. Si Kilbarron estaba realmente borracho, no tenían que preocuparse; pero, en el caso de que siguiese en la mesa después del almuerzo, cuando Brodie se fuera a pescar, habría que tomar más precauciones: Brodie se marcharía con su caña y Lika tendría que esperar una hora. Y luego volverían cada uno por su lado, con un intervalo igualmente largo.

Lika se levantó y, antes de que echara a andar con César hacia la casa, Brodie le dio un beso de despedida. Le dijo que iba a quedarse media hora más pescando, y que procuraría volver con un pez grande para no levantar sospechas.

—Por cierto, no llegué a preguntártelo: ¿cómo fue la prueba? —le dijo. Se había acordado de pronto, después de mucho tiempo.

—¿Qué prueba?

—La que hiciste para la ópera de Händel. El triunfo del tiempo y del desengaño, o como se llame.

—Ah..., sí. Un desastre. No supe cantar.

—¿Ni siquiera nuestra pequeña canción?

—Me salió todo fatal. Estaba nerviosísima.

—Es igual. Lo importante es que estamos aquí.

—Creo que me dio pavor... cantar en inglés.

—¿Conservas la letra?

—¿Qué letra?

—La letra de la canción. Te la escribí.

—No... No, me dejé la hoja en el teatro. Estaba muy distraída. Por el amor de Dios, ¿por qué me lo preguntas ahora? Ha pasado mucho tiempo.

—No sé, me acabo de acordar. En cualquier caso, no tiene importancia. Me ha venido a la memoria de repente, no sé por qué. Si quieres, un día de estos te escribo la canción otra vez.

—Creo que mi carrera va languideciendo. No vale la pena tratar de resucitar el cadáver.

Ella le besó de nuevo y le tocó la nariz con un dedo, y luego inició el camino de vuelta a la dacha. Antes de desaparecer entre los abedules se dio la vuelta dos veces para mirarle.

Brodie cogió la caña de pescar y, al mirar hacia el río, vio una nube de tricópteros vibrando alrededor de un rayo de sol. Se puso a temblar. En ese instante sintió cómo se llenaba de alegría: una especie de licor fuerte, una ambrosía, un tónico afrodisíaco que le iba invadiendo todas las venas y los capilares. Notaba un hormigueo en la piel. Era una sensación de bienestar total, una felicidad táctil que parecía imposible de superar.