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Como todos los amantes avezados, Brodie y Lika fueron refinando sus ardides a medida que avanzaba el verano. Ella volvió de un viaje a Piter con cuadernos de dibujo y acuarelas, y él pagó cincuenta kopeks a un mozo de cocina, Piotr, para que le metiera cuatro o cinco peces frescos en la cesta cada vez que se fuese a pescar: así nunca volvería de sus citas con las manos vacías. En su habitación, Lika se dedicaba a dibujar o esbozar ríos, bosques, flores y helechos imaginarios. No tenía ningún talento para el dibujo, y su torpeza hacía todos los dibujos indistinguibles e igual de malos. Kilbarron le pidió una vez que se los enseñara —ese día, ella había vuelto más tarde que Brodie, como habían planeado—. «Son encantadores..., pero te queda mucho por aprender, cariño», le dijo después de echarles un vistazo. Lo importante era que las excursiones de pesca y la costumbre de dibujar en plein air parecían del todo creíbles.

Cuando junio dio paso al mes de julio, se las ingeniaron para verse una vez cada fin de semana, a veces dos, y siempre procuraban marcharse y regresar en el momento indicado. Volvieron así a hacer el amor con regularidad (como en la época del Grand Hôtel des Étrangers), acostumbrándose cada uno al cuerpo del otro y descubriendo de nuevo todos los matices eróticos. Ella a veces se negaba (no, hoy no): tenía mucho miedo de quedarse embarazada. Su ciclo menstrual era extraordinariamente regular. Decía saber con exactitud qué días había que evitar y, cuando no podían hacerlo, le masturbaba con especial esmero y dedicación, parando cada cierto tiempo y volviendo a empezar. Así podían estar más de diez minutos —o todo el tiempo que él fuera capaz de contenerse—, los dos desnudos sobre la sábana; ya no utilizaban el mantel.

—Si quieres puedo conseguir una capote —dijo un día Brodie—. Por si acaso.

—Tengo unas cuantas —dijo ella—. Me parece buena idea. Traeré una la próxima vez.

Tenía unas cuantas... A Brodie le dio que pensar.

—¿Follas con Kilbarron?

—No, ya no. Hace más o menos dos años que no. Él bebe demasiado. Lo intenta, pero siempre se queda dormido. Ahora, además, le da por inyectarse eso... La coca.

—Pero dormís en la misma cama, ¿no?

—Tenemos una cama para los dos..., pero hay otro dormitorio. ¡Él ronca tan fuerte que se cae el yeso del techo! Me acuesto con él, pero en cuanto se duerme me voy al otro.

A Brodie le consoló saberlo, aunque no estaba seguro de que fuese verdad.

—Entonces ¿por qué sigues con él? —le preguntó otro día, no sin cierta crueldad.

Ella se quedó pensativa, se tomó la pregunta en serio.

—Al principio no estaba tan mal. Y tengo que reconocer que, de no haber sido por John, yo no habría hecho carrera como cantante. Él me ayudó mucho: me consiguió los primeros trabajos. Malachi me dijo que esperara, que ya vería todo lo que John podía hacer por mí.

—¿Malachi?

—Sí... Le conocí a él antes que a John. Fue Malachi quien me lo presentó. ¿No te lo había contado?

Lika, a la que el recuerdo de esa época parecía incomodar de repente, se puso a hablar de otras cosas. Brodie no siguió interrogándola, pero tomó nota del hecho de que Malachi llevara más tiempo que Kilbarron en la vida de Lika. ¿Qué significaría eso? ¿Cómo se habrían conocido?

Un día, cuando volvía del río, atravesando la hierba alta de la vega por la que se llegaba a Maloe Nikolskoe, vio a Malachi, que andaba con una escopeta y dos de los perros del corral tendiendo trampas a las aves.

Se acercaron el uno al otro. Malachi llevaba un abrigo largo de color beis claro que hacía que abultara aún más de lo normal y que su presencia y su peso fueran más palpables, como si desplazara un mayor volumen de aire. Abrió la escopeta, sacó los cartuchos y se los guardó en el bolsillo.

—Quería ver si podía atrapar una agachadiza o una perdiz —le dijo—. Imposible. ¿Y usted? ¿Ha tenido más suerte?

Dio una palmada en la cesta de mimbre que Brodie llevaba colgada del hombro. Brodie desabrochó las hebillas y le enseñó cuatro peces relucientes: Piotr se había ganado los cincuenta kopeks.

—Parecen tencas —dijo Malachi.

—Son gobios —le corrigió Brodie.

—Si usted lo dice, será verdad.

—Río arriba siempre pican. Debo de ser el único que pesca en este río.

Brodie sonrió pese a tener la boca seca. Se la ensalivó con la lengua.

—¿Ha visto a Lika? —preguntó Malachi con aire despreocupado—. Me parece que iba en la misma dirección que usted. Se fue a hacer esos dibujos tan horribles.

—No —contestó Brodie—. No me he apartado del río —Malachi se le quedó mirando—. ¿Qué ocurre?

—Le agradecería que se pasase a ver a John si tiene un momento. Creo que quiere hablar con usted.

—Está bien. Voy para allá entonces.

—Le acompaño —dijo Malachi—. Estos perros son una birria.

Echaron a andar por la vega rumbo a Maloe Nikolskoe. Los perros iban dando brincos a su alrededor. Malachi estaba taciturno y pensativo, y Brodie no sabía qué decirle. Entonces se recordó a sí mismo caminando con Callum de vuelta a Liethen Manor: había pasado su última tarde allí pescando en el río Liethen. Parecía que hubiese ocurrido en otro mundo, en otra vida. Cerró los ojos un segundo e intentó rescatar las imágenes de aquel día y recordar el sosiego que había sentido. Malachi le estaba diciendo algo.

—¿Perdón?

—Me estaba preguntando... ¿Qué opina de Lika? Como persona, quiero decir.

La pregunta le puso en guardia de repente.

—Me parece muy agradable —contestó, satisfecho de haber encontrado un adjetivo tan insípido—. De trato muy fácil.

—Es una persona muy especial —replicó Malachi casi airado, como si Brodie hubiese dicho algo poco halagüeño—. Muy valiosa.

—¿Valiosa?

—Para John, me refiero. Él depende de ella más de lo que imagina, creo.

—Entiendo.

—Ella le da seguridad en sí mismo.

—No creo que a John le falte de eso —dijo Brodie, conteniendo la risa.

—No, lo que quiero decir es que tenerla en su vida le permite concentrarse en su trabajo. Su presencia le tranquiliza, ¿lo comprende? Sin ella se vendría abajo. Y eso sería un desastre para él y para mí también. Yo se lo debo todo a John. Todo.

—Entiendo —repitió Brodie.

Para él lo que decía Malachi en realidad no tenía ningún sentido. Parecía como si esa conversación tan rara le sirviera al hermano de Kilbarron para construir mentalmente cierto argumento.

—Tengo entendido que usted conoció a Lika antes que John —dijo Brodie, bajando la guardia.

Malachi se paró.

—¿Quién se lo ha contado?

—John debió de comentármelo de pasada.

Malachi se miró los pies.

—Sí, yo ya la conocía... un poco —dijo Malachi. Su voz se había hecho casi inaudible de repente—. Ella era muy joven; tendría dieciocho o diecinueve años. Más tarde, John la oyó cantar y descubrió su talento. Fue él quien se dio cuenta de que prometía.

—Tiene una voz preciosa —dijo Brodie, impaciente por cambiar de tema.

Malachi parecía agitado, y Brodie se preguntó si no sospecharía algo. Puede que estuviese intentando cogerlo en una mentira, o hacerle revelar un detalle que lo delatase.

—Tenemos pescado para cenar —dijo patéticamente.

—¿Cómo? —Malachi levantó la vista—. ¿Qué está parloteando? —preguntó: el viejo Malachi estaba de vuelta.

—Cena. Pescado. He capturado la cena.

—Así que sabe pescar y también afinar pianos. No es usted un inútil, Moncur.

Bordearon un bosquecillo y Maloe Nikolskoe surgió ante sus ojos.

De vuelta en la casa, Brodie guardó la caña de pescar, llevó los peces a la cocina y se metió en su dormitorio, donde se fumó un cigarrillo para tranquilizarse antes de ir a la cabaña de Kilbarron. Le alegró ver que no había rastro de Lika: aún seguiría fuera, dibujando.

Kilbarron había hecho que le enviaran un piano de cola a Maloe Nikolskoe —un Bösendorfer— y lo había colocado en el centro del salón, una habitación modesta pero con el techo alto que comunicaba con dos dormitorios y un pequeño despacho. Faltaba poco para que diera los primeros conciertos de la temporada, así que andaba ensayando más que de costumbre. Se le oía tocar desde el porche de la casa principal.

Sin embargo, cuando Brodie llamó a la puerta y la abrió, la cabaña estaba en silencio.

—¿Señor K.? ¿Está usted ahí?

Entró en el salón. Kilbarron estaba repantigado en un sillón, con los pies apoyados en un taburete. En la mesa de al lado había un vaso con vodka.

—El piano está desafinado —dijo con voz ronca y arrastrando las palabras.

Brodie se dirigió al piano y ejecutó las octavas de rigor. Estaba perfectamente afinado. Entonces vio unas hojas manuscritas en el atril y se fijó en un título: Der Tränensee . ¿Qué querría decir? Se lo tenía que preguntar a Lika.

—¿Ha escrito usted esto para los conciertos? —preguntó—. ¿Qué es? ¿Una sonata?

Kilbarron se irguió, se paró a pensar un instante y fue espabilándose poco a poco. Reflexionó unos instantes.

—Es un poema sinfónico —dijo—. Voy a ir por lo moderno —se puso de pie, se acercó tambaleante al piano y cogió bruscamente las hojas del atril—. Estoy en ello.

—Afinaré el piano más tarde —dijo, diplomático, Brodie—. Me ha dicho Malachi que quería usted hablar conmigo.

—El lunes volvemos a Piter..., usted y yo. Tenemos que instalar el piano del Nueva Rusia. Me voy a deshacer del Zollmeyer. Quiero uno nuevo... y usted tendrá que afinarlo hasta dejarlo perfecto. Totalmente perfecto. Creo que ya sé lo que voy a tocar. Y quiero bordarlo, por supuesto —Kilbarron flexionó la mano derecha y luego se la enseñó. Le temblaba—. Pero esta hija de puta ya no hace lo que se le ordena.

—Yo le arreglaré el piano, señor —dijo Brodie—. Usted no se preocupe.

—Como pompas de jabón.

—Ligeras como plumas.

—Como copos de nieve.

—Sutiles como el aire.

Kilbarron se echó a reír y le rodeó los hombros a Brodie con un brazo.

—¿Qué haría yo sin usted, Brodie?

Brodie percibió —cosa nada habitual— el afecto que Kilbarron le tenía, y era en momentos así cuando sentía una punzada de remordimiento por su traición. Esta vez procuró no pensar en lo que había hecho con Lika apenas dos horas antes.

—Se va usted a tomar una copa conmigo, amigo Brodie —dijo Kilbarron mientras se daba la vuelta para buscar la botella de vodka—. Por cierto, el domingo nos vamos todos a la gran mansión. Nuestra benefactora nos ha invitado.

 

 

Ese día, un carruaje los llevó a los cuatro —Kilbarron, Malachi, Lika y Brodie— a Nikolskoe, que estaba a un kilómetro de la dacha. Era media tarde y, mientras atravesaban los bosques de hayas y abedules, una luz dorada lo inundaba todo. El coche dobló una esquina y se adentró en el parque, y entonces divisaron la mansión, que se alzaba sobre un pequeño risco, detrás de la extensión cristalina del reflectante lago. Palacios especulares. Nikolskoe tenía un pórtico alto con columnas dóricas de tres metros y medio de ancho, que sostenían un tímpano poblado de figuras mitológicas esculpidas en bajorrelieve. A los lados del pórtico se extendían las dos alas —largas y simétricas— del edificio. La fachada era de estuco blanco, y los alféizares de madera de las ventanas estaban pintados de verde como contraste. Era una casa imponente y a la vez irreal, como un escenario teatral emplazado en medio de un campo limpio y bien cuidado. Malachi les contó que detrás estaba la aldea que formaban las construcciones anexas, tan frecuentes en fincas así: los establos, las cocinas, las dependencias del servicio. En este caso también había un pabellón chino, una gruta situada al pie de una serie de cascadas artificiales, una capilla neogótica y un mausoleo familiar, de mayor tamaño que la capilla.

El carruaje se paró delante de la casa y unos criados de librea se acercaron a abrir las puertas. Al pie de los veinte escalones anchos que conducían al vestíbulo había varios braseros altos en los que ardían llamas pálidas. Era como entrar en una catedral, pensó Brodie. De pronto tuvo la sensación de retroceder en el tiempo —hasta la época de Catalina la Grande, o incluso la de Pedro el Grande—, aunque sabía que Nikolskoe tenía apenas cincuenta años. En la mansión, con sus extravagantes edificios anexos y los millares de hectáreas de bosques y tierras de labranza, se había realizado el sueño de un burgués millonario que quería proclamar ante el mundo entero que él, Nikolái Serguéievich Vadimov, había triunfado en la vida.

Brodie siguió a los demás hasta el espléndido vestíbulo, que tenía dos alturas y un techo abovedado. Había mármol por todas partes y de diversos tipos: blanco, negro, beis y rosa, veteado y puro. Debían de haberse vaciado varias canteras para construir aquella sala. Brodie miró a derecha e izquierda y vio una serie de estancias consecutivas que se perdían en sus propias perspectivas.

Otros criados de librea los condujeron al salón principal por una escalera curva de mármol blanco. En la puerta había varios camareros con bandejas sirviendo champán. En el salón se habían reunido unos veinte invitados más: terratenientes locales, vecinos, un pintor importante y varios abogados y banqueros, que habían llegado desde Piter con sus consortes. Kilbarron era el invitado de honor: cuando entró el maestro, los demás le recibieron con un breve aplauso. Brodie, que se sentía asfixiado por la corbata y el cuello almidonado de la camisa, se quedó atrás y echó una ojeada a su alrededor, buscando a Lika, en la que tenía la esperanza de encontrar una mirada comprensiva y cómplice. Pero alguien a quien daba la impresión de conocer se la había llevado aparte y mantenía con ella una animada charla. Estaba guapísima, pensó Brodie; iba de nuevo de blanco, en una variación más de su estilo, con la cintura muy ceñida y el cabello sujeto con horquillas adornadas con piedras preciosas. El escote estaba justo en el límite entre lo decoroso y lo provocativo.

Había gente fumando, así que Brodie sacó la pitillera y encendió un cigarrillo Margarita. Después de apurar la copa de champán, miró a su alrededor para ver si había algún camarero cerca. Puede que la mejor manera de afrontar la velada fuera pasársela achispado.

—Siento molestarle. ¿Tiene usted un cigarrillo?

Se lo habían preguntado en inglés y con un fuerte acento ruso.

Brodie se dio la vuelta. Era una mujer joven, menuda y esbelta. Vestía un traje de noche azul oscuro y llevaba gafas.

Él le ofreció la pitillera y le habló de los cigarrillos extranjeros.

—¿Habla usted francés? —preguntó ella.

Brodie repitió en ese idioma lo que había dicho, y acto seguido le encendió el pitillo a la mujer menuda.

—Me llamo Varvara Nikoláievna Vadimova. Usted debe de ser el secretario de monsieur Kilbarron.

—Me llamo Brodie Moncur.

Se estrecharon la mano. Ella tenía los ojos diminutos y muy juntos —extrañamente contrarrestados por unos labios gruesos y pintados— y un aire circunspecto, pensó Brodie. Tomadme en serio, parecía decir: no os dejéis engañar por el carmín de los labios, porque yo valgo mucho. Llevaba unos pendientes largos con esmeraldas. Dinero e inteligencia.

—Venga conmigo —dijo ella—. Quiero presentarle a mi madre.

Brodie la siguió a través del salón. La joven le condujo hasta una mujer gorda de cincuenta y pico años con el pelo negro azulado y un mechón canoso muy efectista. Era Elisaveta Ivánovna Vadimova, la mecenas que sufragaba todos los gastos. Brodie le hizo una leve reverencia y sonrió mientras Varvara se la presentaba. Madame Vadimova estuvo educada, pero no tardó en apartarse: era obvio que sus empleados no le interesaban en exceso.

—No es usted lo bastante importante para ella —dijo Varvara en un arranque de franqueza—. ¿Por qué va a hablar con el secretario de Kilbarron si puede hacerlo con Kilbarron?

—Lógico —respondió Brodie. En cualquier caso, le traía sin cuidado.

—Por lo menos puede decir que la ha saludado.

—Sí, ya tengo algo que contar a mis nietos.

Varvara sonrió.

—Yo prefiero hablar con usted antes que con él. Los «grandes» hombres suelen decepcionarme. ¡Son tan previsibles! ¿Conoce a Tolstói?

—No, todavía no.

—No se pierde usted nada, se lo aseguro. No, a mí me interesa más la gente de la que se rodean los próceres. Con ella se aprende más. Se va a sentar a mi lado en la cena, por cierto. Ya hablaremos entonces.

Ella le apuntó agitando el dedo, sonrió y luego se fue a charlar con otro invitado. Brodie dejó la copa vacía en una bandeja que pasaba y cogió otra. Sí, la única solución era estar todo el rato borracho.

El comedor estaba cubierto con una bóveda de cañón e iluminado por multitud de candelabros, y las paredes, llenas de retratos de antepasados de la familia Vadimov, personajes legendarios que habían vivido hacía siglos. El techo estaba decorado con angelotes que retozaban entre nubes rosáceas. Se sirvieron varios platos: pirozhki relleno de pescado ahumado para empezar, colas de cangrejo en gelatina, agachadizas fritas, venado asado, ensalada de berros y, de postre, crema plombir . Para beber, además de vino, les ofrecieron vodka con diversos sabores: diente de ajo, anís, canela y alcaravea. Brodie, que lo probó todo, fue animándose cada vez más, al tiempo que se esforzaba por seguir lo que estaba diciendo Varvara. Ella parecía interesada en una conversación seria:

—¿Sabe que esta casa la construyó mi abuelo? No es tan antigua.

—Sí, eso he oído.

—Es de la década de 1850. A mí me parece pretenciosa.

—Bueno, supongo que cuando se tiene tanto...

—Él era un simple ingeniero, un ingeniero con talento, eso sí. Construía puentes, esa era su especialidad. Llegó a construir más de cuatrocientos, repartidos por toda Rusia. Fue en la época de la expansión del ferrocarril.

—Válgame Dios.

—Ganó mucho dinero, y entonces se dedicó a comprar minas de carbón, con las que ganó otra fortuna, y así acabó comprando esta finca. Derruyó la antigua mansión y construyó Nikolskoe.

—Una especie de monumento a su éxito.

—Luego compró barcos y se hizo aún más rico.

—Asombroso.

—Antes de la emancipación de los siervos había dos mil sirvientes en esta casa. Dos mil «almas». Él construyó un teatro y se montaron funciones. Increíble, ¿verdad? Y han pasado apenas cuarenta años. Pensar que antes se vivía así...

—Todo cambia.

—Ahora solo tenemos doscientos sirvientes.

El vodka con sabor a canela había animado tanto a Brodie que enseguida se le ocurrieron cinco réplicas ingeniosas; pero aún estaba lo bastante sobrio para decir algo soso:

—Aun así han conservado ustedes el esplendor de aquellos tiempos. Extraordinario. Debo decir que...

—¿Ha trabajado usted con muchos virtuosos como Kilbarron?

—Oh, sí —dijo Brodie, y mencionó una serie de nombres: Firmin, Sauter, Nagel.

—Fascinante. ¿Podría venir a dar una charla en mi salón? Eso es lo que me fascina, la mirada oblicua; mirar las cosas no de frente, sino de soslayo. No lo que la gente cree ver, ni la visión que se nos impone, la oficial. A mí no me interesa la visión «oficial» de nada.

—Sí.

—La otra visión es mucho más reveladora. A mis invitados les fascinará.

Ojalá dejase de decir esa palabra, pensó Brodie. La fascinación no figuraba en su repertorio.

—Nunca he hablado en un salón —dijo—. No sé si podré...

—Será una charla muy informal. Usted se presenta y los invitados (gente amable e inteligente) le hacen preguntas. En francés, naturalmente; y usted lo habla muy bien, permítame que le felicite. Considérelo una conversación. Una conversación sobre un único tema: usted —Varvara apoyó un instante la mano en su brazo—. Nos reuniremos en mi casa de Piter. Será después del verano, claro. El ambiente es muy agradable.

—Me encantaría, sí —dijo Brodie sin demasiada convicción.

—Seguiré en contacto con usted.

—Permítame darle mi tarjeta.

—Ya tengo todos sus datos, monsieur Moncur, no se preocupe —le apretó el antebrazo—. Me gustaría mucho que consolidásemos nuestra nueva amistad.