5

 

 

 

Tres días más tarde, Philipp Philippovitch Lvov le dejó en la estación de Dubechnia. Brodie estaba seguro de que aún no se le habían pasado los efectos de la cena en Nikolskoe. Seguía con una resaca espantosa. Después de cenar, los invitados habían pasado a otro salón más pequeño, donde se les había servido café, acompañado por más vodkas de diversos sabores —incluido uno conocido como vodka crimeo—, ginebra holandesa, coñac y arak. Brodie lo había probado todo, y luego había sufrido las consecuencias. Aún tenía la boca extrañamente seca y algo de fotofobia: el sol brillaba débil, pero a él le parecía que pegaba más de lo normal. Volvía a San Petersburgo para regular el nuevo piano que había llegado al teatro: un Steingraeber que había que preparar para Kilbarron y su temporada de conciertos. Lika le había pasado una nota a escondidas cuando se estaban despidiendo formalmente (no habían tenido oportunidad de verse una vez más en la charca del fresno). Mientras el carruaje se alejaba del camino de entrada a Maloe Nikolskoe, Brodie desdobló la hoja. La nota estaba en ruso: « Как я хочу , чтоб тьІ всунуп в меня твой бопьшой хуй ».

—¿Podría traducirme esto, Philipp? —le preguntó mientras se la pasaba.

Philipp, que tenía un francés aceptable, leyó el mensaje, apartó la mirada de la hoja y luego lo volvió a leer. Se vio cómo detrás de la barba se estaba sonrojando.

—Le están gastando una broma, señor.

—No, por favor... Solo le pido que me lo traduzca.

—Es muy indecoroso, señor.

—Pedí que lo copiaran de un libro —dijo Brodie, improvisando—. Alguien me contó que era un viejo refrán ruso.

—Oh, no, dudo que lo sea. Es muy... —Philipp hizo una pausa—, muy gráfico. Debe de ser una broma.

—Somos hombres, Philipp, y estamos solos. No tenemos por qué avergonzarnos.

—Está bien, señor. Si usted insiste, se lo traduciré. Dice... —se concentró en la frase. Tosió dos veces—. Dice lo siguiente: «Quiero sentir tu gigantesco pene dentro de mí lo antes posible».

Philipp se aclaró la garganta y miró al cielo. Brodie cogió la nota y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Los dos pasaron el resto del trayecto sin hablar, aunque Brodie no podía evitar sonreír de vez en cuando. Si amaba tanto a Lika Blum, era justamente por su impetuosidad.

En la estación se enteró de que el tren con destino a San Petersburgo llevaba dos horas de retraso por unas obras de reparación en las vías. Así que decidió dar una vuelta por Dubechnia —que estaba a casi un kilómetro de la estación— para ver cómo era la ciudad.

Fue paseando por la calle principal. Las casas eran bajas, y algunas tenían un pequeño entresuelo con lucernas. En la parte delantera siempre había un jardín cercado con estacas blancas, a veces sujetas con alambre, o vallas de mimbre o de sauce, o postes delgados atravesados por troncos dispuestos irregularmente y en diagonal. A Brodie le sorprendió que una pequeña ciudad rusa exhibiera tal variedad de cercas. Iba por un camino de tierra bordeado de álamos y lilas y azotado por el sol estival. Menos mal que llevaba el sombrero de paja. Cerca de la encrucijada creada por la modesta plaza que había en el centro de la ciudad, la tierra empezaba a cubrirse con tablones de roble que retumbaban al paso de los carruajes.

Allí, en la encrucijada, había una pequeña iglesia de madera pintada de blanco y con una cúpula de color azul claro. También estaban el ayuntamiento y el mejor hotel de la ciudad (en las afueras, al lado de la carretera que llevaba a Piter, había otra posada, que la guía de Brodie calificaba de «pasable»). Brodie leyó despacio el nombre del hotel, descifrando los caracteres cirílicos: Hotel de la Sociedad Evangélica. Por fin estaba progresando con el ruso, pero ¿no lo habría leído mal? Por fuera, el establecimiento parecía bien cuidado —en las ventanas del primer piso se veían jardineras llenas de flores de lino azules—, pero el interior era menos atractivo. En todas partes flotaba un olor a fritanga y, para colmo, todo era marrón: las paredes, las alfombras, las tablas del suelo y hasta un oso disecado que había junto al mostrador de la recepción, aunque el paso del tiempo había dejado manchas de otros colores en su piel.

Brodie entró en el comedor contiguo al vestíbulo marrón, donde había media docena de lugareños con sombreros de diferentes clases bebiendo, charlando y jugando al dominó. Encontró una mesa al lado de la ventana y, después de pedirle a un mozo que le trajera pan, pepinillos y vodka, echó un vistazo a su alrededor. En otra mesa vio un samovar enorme, y detrás, una serie de iconos pequeños. Había ramos de flores secas atados a la cornisa de la ventana, que estaba pintada de negro como contraste con el omnipresente marrón. Para sorpresa de Brodie, la comida llegó muy pronto, acompañada por un platito con biscotes y galletas saladas. Puede que el hotel estuviese mejor de lo que había pensado al principio. Masticó una galleta y tomó un sorbo de vodka; se le estaba ocurriendo una idea. Se levantó y volvió a la recepción. Detrás del mostrador había una hilera de llaves con los llaveros en forma de pera. Seis habitaciones; alguna debía de estar bien, pensó. Entonces apareció el recepcionista. Brodie le habló en francés, pero no hubo suerte, así que echó mano de su rudimentario alemán:

Das beste Zimmer, bitte —dijo, y el empleado le entendió.

El tipo le condujo por unas escaleras que crujían hasta el primer piso, donde le enseñó una habitación con tres ventanas: eran las que tenían jardineras. Había una cama ancha de madera con un edredón suave y grueso. Las paredes eran de madera de pino pulida, y en el suelo de tarima había alfombras tártaras. La habitación parecía bastante limpia. El plan iba tomando forma: Brodie empezó a ver en el Hotel de la Sociedad Evangélica de Dubechnia el equivalente ruso del Grand Hôtel des Étrangers de París...

Regresó al bar, donde se terminó el vodka y los pepinillos y pagó, mientras comenzaba a invadirle la euforia. Estaba convencido de que la idea le parecería bien a Lika. Lo importante era que iban a estar más seguros, al abrigo de las miradas indiscretas, lejos de Kilbarron y Malachi. Todo encajaba.

 

 

Brodie cruzó el puente Dvortsovi en dirección a la casa de Varvara Vadimova, que estaba en la Nevski Prospekt. Llegaba un poco tarde: le habían entretenido en el teatro. Había una gran multitud congregada delante del Almirantazgo, no sabía por qué, así que bajó al canal y fue por la calle Moika. La casa de Varvara estaba hacia la mitad de la avenida, tardaría diez minutos en llegar.

De repente, un cordón policial le cerró el paso. Al parecer había habido un incidente. Brodie miró por encima de las cabezas de los curiosos y vio un droski volcado, una rueda destrozada y el caballo tendido en el suelo, inmóvil. Había un olor raro, como a tela quemada, y cerca se oía a unas mujeres gimiendo.

Dio con un hombre —un oficial con uniforme y sombrero de copa— que hablaba francés, y se enteró de que alguien le había lanzado una bomba a un ministro que acababa de salir del Ministerio de Finanzas. Había salvado la vida, pero estaba gravemente herido, junto con varios transeúntes inocentes. Al responsable del atentado lo habían detenido.

Brodie volvió sobre sus pasos y atajó por la plaza Mijáilovskaia hasta llegar al canal de Fontanka, y luego salió otra vez a la Nevski Prospekt. Los vehículos circulaban despacio por el bulevar, como si no hubiera pasado nada: otro día, otra bomba. Buscó el número de la casa de Varvara y vio que estaba enfrente de la biblioteca pública. Después de arreglarse un poco, llamó al timbre de la puerta principal. No tenía ni idea de lo que le aguardaba.

Varvara le saludó mientras un criado le cogía el abrigo. Brodie la notó muy distinta: llevaba el pelo suelto, voluminoso, de un castaño brillante, y vestía una blusa de un color amarillo muy vivo y una falda negra. Los zapatos rojos de tacón alto (parecía bastante más alta) completaban el conjunto. La blusa amarilla era de satén, muy ceñida, como una segunda piel: él enseguida se fijó en el contorno de sus pechos, y le entró vergüenza. Se apresuró a mirarla a los ojos y sonrió.

—Llego tarde, lo sé. Discúlpeme. Ha habido un incidente al lado del Almirantazgo. Por lo visto, ha estallado una bomba.

—No ha llegado tarde, porque esta noche las horas las marca usted —dijo ella—. Ya están todos aquí, señor Moncur, bebiendo, comiendo, divirtiéndose mucho —añadió en inglés.

Le condujo por un pasillo oscuro hasta un salón grande donde había unas treinta personas. Él observó al instante que la mayoría eran mujeres y jóvenes: de veintitantos o treinta y tantos años, calculó. También se fijó en un anciano con un mechón de pelo blanco que estaba fumando en pipa.

—¿Ha venido su madre? —preguntó Brodie.

—¡No, por Dios! A ella no le gustan estas soirées... Le parecen decadentes.

¿Decadentes? ¿Qué querría decir?, pensó él mientras Varvara le agarraba del codo y le conducía hacia una mesa con una ponchera. Un camarero con chaqueta blanca le sirvió una copa y, después de beber un sorbo, Brodie se dio la vuelta y vio —para su repentino abatimiento— que al fondo del salón había una silla colocada sobre una tarima y, al lado, una mesa con una jarra de agua y un vaso. Los sofás y los sillones estaban todos pegados a la pared y enfrente del estrado había varias sillas de madera dispuestas en semicírculo. Varvara le fue presentando a una serie de personas, todas ellas sonrientes y entusiasmadas —todo el mundo parecía hablar francés—, aunque Brodie no se enteraba de nada: estaba como aturdido por el pánico, intentando olvidar los presagios del desastre y de la humillación, y maldiciéndose a sí mismo por haber aceptado someterse a un suplicio así.

Brodie apuró la copa de ponche, la dejó y luego se fumó un cigarrillo Margarita lo más rápido posible. Mientras tanto, no paraba de musitar frases amables, ni de asentir con la cabeza, ni de sonreír a esa gente que parecía tan deseosa de conocerle. Debió de estrecharle la mano a una docena de personas antes de que Varvara le dejara y se acercara a la tarima mientras batía palmas para pedir silencio. Habló un minuto o dos en ruso y muy deprisa: las únicas palabras que entendió Brodie fueron su nombre y el de Kilbarron. Entonces ella se volvió hacia él y alargó la mano.

Je vous présente monsieur Brodie Moncur!

Brodie subió a la tarima en medio de una salva de aplausos y se sentó. Después de rezar a los dioses de la improvisación, y a ruego de Varvara, empezó a contarle a un público que no perdía detalle de sus palabras lo que suponía trabajar para un genio indiscutible como John Kilbarron. Logró hacerlo durante unos cinco minutos, y entonces notó cómo se iba quedando sin palabras, así que se puso a hablar del misterioso arte de afinar pianos, de su época como aprendiz y de su trayectoria posterior, nombrando a todos los maestros cuyos pianos había afinado en Edimburgo y París.

Alguien levantó la mano entre el público y Brodie sintió un gran alivio por la distracción.

Una mujer con el cabello tan rubio que casi podía pasar por blanco le preguntó qué hacía exactamente para afinarle el piano a un maestro como Kilbarron o Karl-Heinz Nagel. Que Dios te bendiga, mujer rubia, pensó él mientras hacía una breve descripción de su oficio.

A partir de ese momento se multiplicaron las preguntas y Brodie empezó a relajarse. Además, los concurrentes se pusieron a discutir entre ellos. Lo que más les intrigaba era lo que él no había querido revelar.

—Así que tiene usted facultades mágicas —dijo, burlona, la mujer cuasialbina.

—Digamos que tengo unos cuantos trucos especiales que no conoce nadie —respondió Brodie, utilizando la palabra astuces —. Si se los contara, me copiaría todo el mundo... y yo me quedaría sin trabajo.

El público se echó a reír y a Brodie se le notó más relajado, así que el ambiente se distendió, como si ya hubiese pasado la parte seria o intelectual de la velada y se pudieran dedicar a divertirse. Tras unas cuantas preguntas más, Varvara batió de nuevo las palmas para pedir silencio y le dio las gracias a Brodie por su fascinante disquisición. Fascinante: otra vez esa palabra...

Él bajó del estrado y agradeció los aplausos. Se notó la camisa húmeda, pegada a la espalda, y se acercó a la ponchera. Ahora, además, se estaban sirviendo varios tipos de vodka y canapés de blinis y caviar. Mientras todo el mundo le iba felicitando, Brodie bebió un poco de vodka con sabor a naranja y se fumó otro cigarrillo. A Varvara la tenía todo el rato a su lado, como si él fuera propiedad suya. Oyó cómo la felicitaban a ella también.

—Ha sido una charla ideal, monsieur Moncur: relajada, informal y muy interesante —le dijo Varvara en un aparte—. No estamos acostumbrados a escuchar algo tan íntimo, tan personal. Nuestras veladas suelen ser muy serias y formales.

—Espero no haber rebajado el nivel —replicó él.

Ahora, terminada la charla, Brodie notó cómo el ambiente iba cambiando. Íntimo era la palabra justa. De pronto, le dio la impresión de que había más hombres —¿habrían llegado tarde?— y más ruido, y de que la gente se reía más. Era una risa muy particular: lasciva, pícara. Se veía a los hombres cogerles la mano a las mujeres y besársela, rodearles la cintura con el brazo y susurrarles al oído. Era contagioso.

Varvara se apartó un instante y él se dio la vuelta para mirar un cuadro que tenía detrás y en el que se veía un río en invierno. Las riberas estaban inundadas, y los árboles desnudos se recortaban en medio de una luz plateada. Brodie se acordó de Maloe Nikolskoe y del río en el que había pescado y en cuya orilla había follado con Lika. Puede que en invierno tuviese ese mismo aspecto... El fresno desnudo. De pronto la echó mucho de menos. Su ausencia le causaba un dolor casi físico. ¿Cómo podría él ingeniárselas para volver a Maloe Nikolskoe? Tenían que poner en marcha el plan.

Varvara volvió a su lado.

—¿Le gusta este cuadro? —preguntó.

—Mucho.

—Es de un pintor que se llama Levitan. Un genio. Tengo otro suyo en la biblioteca que es aún mejor. ¿Le gustaría verlo?

—Bueno, si no es mucha molestia...

—Venga conmigo.

Varvara le condujo a través de la multitud de invitados, que se iban apartando a su paso, y luego por el pasillo oscuro hasta llegar a una habitación contigua al vestíbulo y en la que había una serie de estanterías acristaladas, una mesa y un canapé. En las paredes, empapeladas en color crema, colgaban muchos cuadros. Varvara le señaló uno. Brodie se acercó al lienzo, en el que se veía una llanura muy extensa y un camino de carros estrecho y blancuzco que desaparecía en la lejanía. La lluvia teñía de azul negruzco el horizonte, en el que se amontonaban unas nubes abultadas, y unos cuantos grajos sobrevolaban a poca altura las praderas amarillentas. Brodie casi oía sus graznidos.

—Impresionante —dijo.

—Se llama La tormenta que se avecina .

—Qué maravilla. Está muy logrado. Tengo que...

Varvara se lanzó hacia él, le agarró la cabeza, apretó los labios contra los suyos y metió bruscamente la lengua entre sus dientes, buscando la suya. Los dos pares de gafas chocaron tan fuerte que las de Brodie salieron volando. Se besaron con furia durante un minuto entero, y luego se separaron jadeantes. Al mirarla, Brodie solo veía un neblinoso borrón de satén amarillo.

—Mis gafas —dijo Brodie—. No veo nada. Disculpe.

Varvara las encontró y se las dio. Volvió la nitidez. Y llegó la turbación.

—Va a pensar mal de mí —dijo ella con una sonrisa tímida e impasible.

—Mire... Es... Hay momentos en los que... A veces...

—¿Está usted prometido?

—Sí —contestó él enseguida. Estaba inspirado—. Hay alguien. En Escocia.

—Entonces no importa. Usted está aquí, en Rusia, y ella, lejísimos. Es como si estuviese en la luna.

Varvara le cogió las dos manos y se le arrimó, levantando la vista para mirarle. Entonces se llevó las manos de Brodie a los pechos y las retuvo allí. Él notó cómo el satén amarillo cedía un poco ante la presión de sus senos.

—Venga mañana —susurró ella—. A las ocho. Cenaremos aquí los dos solos.

—Debe saber algo, señorita Vadimova...

—Llámeme Varvara.

—Varvara. Estoy enfermo. Tengo tuberculosis.

Varvara, sorprendida, le soltó las manos. Él las dejó caer a los lados, aprovechando la oportunidad con audacia.

—Me está tratando una doctora aquí, en Piter. Ella es muy optimista. Estoy en buenas manos.

—Conozco a los mejores médicos. Hablaremos de ello cuando nos veamos. Le puedo ayudar.

El ardor se había disipado con la misma rapidez con que había aparecido. Varvara ahora le miraba distinto: fija, intensamente.

—Hay una línea en sus lentes.

—Las gafas se llaman Franklin. Tienen dos lentes de diferente potencia. Una para ver de cerca, y la otra para ver de lejos.

—Qué interesante. Creo que me vendrían bien unas gafas así —ella se dirigió a la puerta y Brodie la siguió—. ¿Tomamos un poco más de vodka mientras hablamos de óptica?

—Me parece una idea estupenda.

Recorrieron el pasillo oscuro en silencio, aproximándose al bullicio del salón. El vocerío era casi estridente. Para sorpresa de Brodie, parecía haber más invitados. ¿De dónde habrían venido? Él sospechaba ahora que la charla y el salón habían sido meros pretextos para iniciar una velada totalmente distinta. Varvara le miró con aire triste, le dio un apretón en el brazo y se fue a charlar con otras personas. Brodie sintió caer sobre él un enorme cansancio. Si Lika estuviera allí; si de algún modo pudiese hacerla venir en un segundo desde Maloe Nikolskoe. Procuró apartar de su mente lo ocurrido y se acercó a la ponchera, abriéndose paso entre la multitud.

—Una charla muy interesante.

El cumplido se lo habían hecho en inglés. Brodie se dio la vuelta.

Era un hombre joven, larguirucho y parcialmente calvo, con la barbilla hundida, un bigote rubio bien recortado y los ojos risueños y centelleantes.

—Me llamo George Vere —dijo, tendiéndole la mano—. Trabajo en la embajada, aquí en Piter. Soy un viejo amigo de la impetuosa Varvara, o sea, que la conozco desde hace poco —se estrecharon la mano—. ¿Se le ha tirado encima? —le preguntó.

—No. En absoluto.

—Es usted afortunado. Yo tuve que decirle que tenía una mujer y cuatro hijos en Inglaterra.

—¿Es verdad?

—No, por Dios. Soltero empedernido. Pero ya sabe: en un trance así, la necesidad es la madre del ingenio.

—Un salón muy animado —observó Brodie—. Si se le puede llamar así.

—En cualquier caso, ha sabido usted imprimir a la reunión el tono que hacía falta —dijo Vere—. Estas veladas suelen ser muy serias. Soporíferas. Pero mire cómo se está divirtiendo la gente esta noche. ¿Le podría invitar a almorzar un día de estos? Podemos ir al Club Náutico Imperial, si no le importa comer rodeado de diplomáticos. El chef es francés.

—Se lo agradezco. Sí, me gustaría.

Vere sacó una tarjeta de una cajita de plata muy fina y se la dio.

—Siempre me puede localizar en la embajada, en Dvortsóvaya. Si no, ellos sabrán dónde encontrarme.

 

 

Nevski Prospekt, 23 (1a)

San Petersburgo

 

Estimado señor Brodie:

Le ruego disculpe mi pésimo inglés. Gracias por la velada de anoche. La suya ha sido sin duda la mejor charla que hemos tenido en los dos años de vida del salón. Y me gustó nuestro beso. ¿A usted no? A donde puede llevar un beso más vale no ir. ¿No es así el dicho inglés? Le ruego que venga a cenar a mi casa el domingo 16. Habrá seis u ocho invitados. Sehr gemütlich .

Con afecto,

V. N. Vadimova

 

Brodie se excusó a vuelta de correo. Tenía que irse a Maloe Nikolskoe, porque Kilbarron le necesitaba: acepte mis más sentidas disculpas, le decía. Era verdad que, a medida que avanzaba el mes de julio, el pianista parecía cada vez más reacio a abandonar la finca. Todos los días ensayaba por lo menos cuatro horas, como si de pronto se hubiese dado cuenta del trabajo que requería preparar los primeros conciertos de la temporada Kilbarron, a primeros de septiembre. Cuando pasaba al lado de la cabaña, Brodie le oía tocar a Rimski-Kórsakov, Balákirev, Músorgski, Borodín, Chaikovski. Kilbarron de vez en cuando le pedía que afinara el piano. La mano derecha le estaba suponiendo un lastre. «Gracias a Dios que tengo analgésicos», le decía, cerrando los ojos.

Una tarde, Philipp Lvov volvió de Dubechnia con un paquete para Kilbarron. Él estaba solo en el porche, y no había ni rastro de Malachi. Brodie sabía que eran partituras enviadas desde Piter: en contra de lo que le había asegurado, Kilbarron seguía dándole vueltas en la cabeza al programa del concierto inaugural.

Brodie atravesó el descuidado césped en dirección a la cabaña. No se oía música. Como de costumbre, Kilbarron había bebido demasiado en el almuerzo; seguro que está durmiendo la mona, pensó. Sin embargo, la puerta principal estaba entornada y, al asomarse por la rendija, Brodie vio que la tapa del piano estaba cerrada. Abrió la puerta, entró y, después de dejar el paquete con las partituras en el taburete del piano, cuando estaba a punto de marcharse de puntillas, oyó una voz:

—Eres idiota. Joven e idiota. ¿Por qué tendría que hacer nada por ti?

Brodie se detuvo, creyendo que se estaba dirigiendo a él, pero entonces oyó a Lika, que tuvo el valor de responder:

—Siempre has dicho que soy idiota. ¿Qué novedad hay ahora?

Brodie se quedó inmóvil. Acababa de caer en la cuenta de que Kilbarron y Lika estaban en el dormitorio. Le entraron náuseas.

—Tengo trabajo que hacer, una tarea descomunal por delante, y no puedo andar preocupándome por ti y esos estúpidos sueños.

—Tengo que cantar algo, lo que sea, me da igual. Llevo más de un año sin cantar. Necesito...

—¿Y qué? —gritó él de repente—. A nadie le importa un carajo lo que hagas o dejes de hacer. Eres una cantante de tercera, ideal para un coro de tercera. Vete a cantar en una iglesia, si lo que quieres es ejercitar las cuerdas vocales. Yo no tengo tiempo para buscarte un trabajo. Además, ¿para qué lo quieres? Ya tienes un sueldo. Eres mi ayudante musical. ¡Hay que joderse! Una ayudante musical muy bien pagada. ¡Lo que daría mucha gente por tener un trabajo así! Se cortarían la mano derecha con tal de trabajar conmigo, con John Kilbarron. Pero solo piensas en yo, yo, yo. Que si Lika tal, que si Lika cual. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar en mis responsabilidades, en lo que represento para la gente de este país? No..., estás tan enamorada de ti misma y de tu vocecita chillona.

Brodie oyó cómo Lika empezaba a sollozar, impotente. Pensó que se iba a desmayar. Se acercó de puntillas a la puerta. No debería haberse quedado escuchando. Oír esa conversación tan cruda, tan imprudente, tan íntima y personal, le había causado una terrible impresión. Abrió la puerta despacio, escuchando el chirrido de los goznes. En ese instante, y para su sorpresa, oyó a Kilbarron hablar en tono suplicante, zalamero, con una voz casi infantil:

—Lika, cariño, cariño, no llores, mi amor. Soy un tipo despreciable, un canalla. Un viejo borracho y abyecto. Te quiero, mi preciosa Lika. Ven conmigo. Lo siento. No debería haberte dicho eso. Te conseguiré un trabajo. Te conseguiré un papel, lo que quieras. Una ópera, un oratorio... o un recital solo para ti. Así el mundo verá lo extraordinaria que eres y esa voz tan preciosa que tienes... Cuidaré de ti, cariño.

Brodie cerró la puerta y se alejó de la cabaña a toda prisa. Notó cómo se estremecía de asco. Se forzó a pensar en Lika, en la pobre Lika, en lo que tenía que soportar, lo que tenía que sufrir. Nadie se merecía sufrir una humillación semejante. Estaba cada vez más decidido a encontrar una manera de librar a Lika de John Kilbarron. Tenían que huir, los dos juntos, fuese como fuese.

Esa tarde, antes de la cena, consiguió estar un rato a solas con ella. Lika tenía los ojos rojos y la cabeza caída de tanto llorar.

—¿Cuál es el problema? —le susurró él—. ¿Qué ha pasado?

—Mi madre no está bien. Me ha llegado una carta. Me he puesto triste, estúpidamente triste.

—Ya —dijo Brodie, consciente de que ella prefería guardar ciertos secretos.

—Estaré bien. No es grave. Me preocupo demasiado.

—¿Estás segura? ¿Hay algo más que...?

—Ya va siendo hora de que entremos.

 

 

Los dos convinieron en que tenían que andar con más cautela a la hora de citarse en la orilla del río. Brodie intuía que Malachi tenía sospechas de que se tramaba algo. Así que había días en que él se iba a pescar como de costumbre y Lika se quedaba en la casa jugando al cróquet o leyendo. Otras veces ella salía a dibujar y Brodie procuraba que Malachi le viese paseando alrededor del estanque o practicando con el palo de cróquet en el césped. En cualquier caso, los dos tenían la sensación de que la época de los encuentros a la orilla del río, de hacer el amor bajo el sol, estaba llegando a su fin. Por lo demás, el tiempo iba empeorando según avanzaba el verano: a veces se desataba una tormenta y se empapaban, los días siguientes hacía un frío impropio de la estación y luego reaparecía, tímido, el sol.

Un día hubo un incidente que confirmó lo acertado de su decisión. Brodie volvía de la caseta después de bañarse en el estanque y de pronto vio a Malachi y a Lika conversando al lado del vergel: ella llevaba colgada del brazo una cesta llena de fruta caída, y Malachi (que parecía muy serio) alargó el brazo de repente y le cogió la mano que tenía libre. Lika la apartó enseguida y le habló con aspereza. Malachi dio media vuelta y se alejó rumbo a la casa con la mirada fija al frente, como si las palabras de Lika le hubiesen apocado. Brodie oyó cómo la puerta de su habitación se cerraba con un golpe. ¿Qué había pasado en el huerto? ¿Qué le había dicho él, y por qué le había cogido la mano así? ¿La habría acusado de algo y ella se había indignado? Brodie sospechaba que no lograría sonsacárselo a Lika, que siempre se resistía a revelarle nada sobre su relación con los hermanos Kilbarron.

Brodie ya había concretado su nuevo plan, y ella conocía todos los pormenores. Le había pedido al gerente del Teatro Nueva Rusia que un día concreto, una semana después, le enviara un telegrama diciendo que le necesitaban con urgencia para reponer las cuerdas de la sección de bajos del nuevo piano. El telegrama llegó el día indicado, y Brodie anunció en Maloe Nikolskoe que tenía que volver unos días a Piter. A la mañana siguiente, un carruaje ligero de dos ruedas tirado por un poni le llevó a la estación de Dubechnia, y de ahí fue andando a la ciudad y se registró en el Hotel de la Sociedad Evangélica, donde le condujeron a la beste Zimmer, en el primer piso. Le dijo al encargado, con su titubeante alemán, que su mujer llegaría al día siguiente.

Tenía unas horas para él solo, así que al atardecer salió a dar una vuelta por Dubechnia. Se alejó de la calle principal torciendo en una esquina al azar. Pasó por delante de un club —oyó el entrechocar de las bolas de billar, risas y música—, una sombrerería y una tienda de bagels . Entonces llegó a un parque sorprendentemente bien cuidado, con un riachuelo que lo atravesaba veloz y árboles jóvenes, de aspecto enfermizo y bien sujetos con estacas gruesas. En un extremo del parque, detrás de un muro alto, había una mansión de piedra bastante grande: le dijeron que era la residencia del gobernador. Un vendedor ambulante que ofrecía escobas y plumeros de diversas clases entabló conversación con él, pero no lograron comunicarse. Brodie intentó entrar en la iglesia más grande de Dubechnia —la así llamada «catedral»—, pero estaba cerrada. Afuera, junto a la entrada principal, dormía un mendigo.

Brodie se alejó del templo y tomó al azar otra calle que, como vio enseguida, llevaba al límite de la ciudad. El camino de tierra estaba lleno de baches y flanqueado por misérrimas chozas con el tejado de paja hundido y casuchas cuadradas cubiertas con tablones y hierba, y de cuya fachada sobresalía el tubo ennegrecido de una estufa. Había animales —perros, gallinas, cerdos— olisqueando, escarbando y revolviendo en montones de basura humeantes, y los pocos vecinos que vio parecían aborígenes, con la piel oscurecida por el sol o la mugre acumulada y ropa que hacía mucho bulto y parecía hecha de una especie de cuero o fieltro grueso. Unos niños medio desnudos se le quedaron mirando —el blanco de los ojos y su contraste con el bronce de la piel— como si fuera un visitante de otro planeta lejano, desconcertados por su traje y su corbata y sus lustrosos zapatos. Brodie hizo un leve gesto con la mano a modo de saludo —a fin de cuentas, eran seres humanos como él— y enseguida volvió sobre sus pasos. Una anciana harapienta y contrahecha le enseñó su boca desdentada y trató de agarrarlo por la manga de la chaqueta. Él tiró unas monedas al suelo y se alejó a grandes zancadas; logró encontrar el camino de vuelta al hotel, donde cenó unas chuletas de cordero con una salsa de alcaravea, y de postre, un kissel de manzana: una especie de pudin con hojaldre espesado con fécula de patata. Le pareció delicioso. Después de la cena se fue a la cama y soñó con Lika.

Por parte de Lika, el engaño empezaba veinticuatro horas más tarde, de manera que su marcha no pareciese guardar relación con la de Brodie. En su caso, el pretexto fue un acuciante dolor de muelas, así que se iba a ver a su dentista, en Piter. A ella también la llevaron en carruaje a Dubechnia y la dejaron en la estación. En cuanto salió el tren a San Petersburgo, se dirigió a pie a la ciudad y, una vez allí, fue al Hotel de la Sociedad Evangélica, donde su amante la aguardaba impaciente.

 

 

Brodie le dijo al recepcionista que su mujer se encontraba indispuesta y preguntó si les podían llevar algo de comida a la habitación. Al cabo de un rato les trajeron capón asado, ensalada de alubias blancas y verdes y unos panecillos. Pidieron vino, pero solo había champán ucraniano. Comieron desnudos en la cama, cada uno a un lado de la toalla en la que lo habían colocado todo, y brindaron y se felicitaron por el brillante plan. Qué distinto era estar en una habitación de hotel, en una cama (como en París), y pasar toda la noche juntos.

—¿Qué vamos a hacer, Brodie?

—¿A qué te refieres?

—¿Qué va a ser de nosotros?

—No pensemos en nada hasta que termine la primera temporada de conciertos. Kilbarron sabe que no me puedo quedar aquí para siempre: no tengo casi nada que hacer.

—¿Y luego qué?

—Nos marcharemos... a París, a donde sea. Podríamos irnos a América. Tú podrías cantar, y yo, afinar pianos.

—Para ti es fácil decirlo —dijo ella mientras alcanzaba la botella—. Yo lo de marcharme lo tengo más difícil.

—Dile que se acabó lo vuestro. Esas cosas pasan. El amor muere, ya sabes.

—Además, será otro siglo —dijo ella con el ceño fruncido, pensativa, como si la idea la inquietara de algún modo.

—¿Y eso qué tiene que ver?

Lika arrancó un trozo suave del centro de un panecillo y se puso a masticarlo.

—Quiero decir... ¿Cómo será el siglo XX ? ¿Lo notaremos en algo? ¿O tendremos la impresión de que nada ha cambiado, de que no es más que una fecha en el calendario?

—Los automóviles —dijo Brodie, pensando en el siglo XX —. Dentro de unos años ya no habrá caballos, ya verás. Ni carruajes de caballos ni cabriolés. A nuestros hijos les parecerá increíble que necesitásemos caballos para ir de un sitio a otro. Millones de caballos. Se quedarán estupefactos cuando les contemos que las ciudades más grandes y más ricas del mundo apestaban a mierda de caballo. Les parecerá pura fábula.

—Y ya no habrá más guerras —dijo Lika—. Ni enfermedades.

—No estoy tan seguro de eso —dijo Brodie, y siguió reflexionando—: La gente viajará por el mundo en globo, unos globos gigantescos: he leído artículos sobre ellos en el periódico.

Ella se tumbó y recostó la cabeza en su rodilla. Él se inclinó y la besó en la frente.

—Hay algo que seguro que ocurrirá en el nuevo siglo —dijo ella en voz baja.

—¿Qué?

—Moriremos. Moriremos en el siglo XX , Brodie, te das cuenta, ¿verdad?

—¡No digas esas cosas, por favor!

—Es la pura verdad. Los dos moriremos en el siglo XX .

—Todos moriremos antes o después. Todo muere: los árboles, los animales, las estrellas —Brodie rodeó con las manos el precioso y atribulado rostro de Lika—. No pienses en eso. Piensa en nosotros, en esta habitación, en este momento. Este es nuestro mundo. El tiempo se ha detenido. Eso es lo único que importa.

—Quedémonos aquí una noche más —dijo Lika a la mañana siguiente—. No quiero salir en todo el día.

Brodie reflexionó.

—Puede ser arriesgado.

—Pondré un telegrama diciendo que me tienen que sacar una muela.

—¿Cómo vas a mandar un telegrama a Dubechnia desde Dubechnia?

Brodie, sin embargo, lo estaba pensando seriamente: tenía que haber alguna manera...

Se vistió y fue a la oficina de correos. En el formulario del telegrama puso lo siguiente: «Complications avec dent. Revenir demain. L. V. Blum». Le preguntó al administrador de correos si había en Dubechnia algún ordenanza que pudiese entregar el telegrama en Maloe Nikolskoe. El administrador, un tipo flaco con un mostacho gigantesco, le miró con aire triste.

—Esto no es San Petersburgo, señor. Aquí no hay ordenanzas.

—Estoy dispuesto a pagarle un rublo a cualquiera que lleve esto a Maloe Nikolskoe.

—Hay un mozo que podría hacerlo. Hablaré con él.

—¿Podría usted sellar el telegrama?

El administrador alcanzó la estampilla y golpeó el impreso. Brodie le dio el rublo y dobló el telegrama. «J. Kilbarron, Maloe Nikolskoe», escribió.

Entonces le dio otro rublo.

—Le agradezco que se haya tomado la molestia.

Fue caminando despacio de vuelta al hotel mientras pensaba en el ardid que habían tramado. Una noche más... estarían a salvo, y Lika volvería a Maloe Nikolskoe, ya sin dolor de muelas. Él esperaría un día y medio, y luego aparecería en la dacha. Nadie tenía por qué sospechar nada. Sería solo una más de entre las muchas idas y venidas de la gente a la casa. Además, el fin de semana siguiente iban a llegar invitados. Brodie subió de dos en dos las escaleras que llevaban a su habitación.

Se quedaron allí todo el día, como quería ella. Para comer encargaron pirogi rellenos de carne picada y una botella de vodka. Bebieron demasiado y fumaron. Hacían el amor cada vez que se excitaban. Perseguían a las moscas por la habitación. Se asomaban a la ventana y veían pasar a la gente bien de Dubechnia, y se dedicaban a especular sobre sus vidas, inventar historias sobre los lugareños. Al atardecer les volvió a entrar hambre, así que pidieron blinis, caviar prensado y champán ucraniano. Luego apagaron las lámparas de petróleo y se quedaron tumbados en la cama, abrazados en medio de la oscuridad.

—Nunca olvidaré estas horas aquí —dijo Brodie—. Jamás.

—Yo tampoco.

—Los días que pasamos en el Hotel de la Sociedad Evangélica.

—Ha sido... —se quedó pensativa— algo mágico.

Brodie creyó que había llegado el momento de decírselo.

—Tú sabes que te amo, Lika.

—Sí. Sí, lo sé, cariño.

—Quiero pasar el resto de mi vida contigo. Ya no puedo estar sin ti. No puedo imaginarme estar sin ti. Tenemos que encontrar una manera de...

—¡No sigas! No digas nada más, Brodie. Mi situación es muy complicada... No te haces idea. Nuestra situación también lo es. Habrá veces que no podamos estar juntos..., lo sabes de sobra.

—Entonces tendremos que hacerla menos complicada. Será difícil. Habrá rencor, y nunca nos lo perdonarán. Pero piensa en cómo han sido estos dos días que hemos pasado juntos, e imagínate que fuese así siempre y que no tuviésemos que escondernos ni mentir. Solo tú y yo. Libres por fin.

—Es muy bonito lo que dices, Brodie. Deja que lo sueñe.

Se durmieron abrazados debajo del edredón, uno frente al otro, la cabeza de Lika apoyada en el hombro de Brodie, las rodillas tocándose.

En mitad de la noche, él sintió frío y fue a taparse con el edredón, pero no lo encontró. Abrió los ojos y vio una llama ardiendo. Detrás del círculo de luz anaranjada estaba Malachi Kilbarron.

Brodie supo que no era un sueño. Se incorporó, tapándose enseguida con las manos las partes pudendas. Malachi dio una patada a la cama y Lika se despertó, lanzó un grito sordo y se cubrió los pechos con los brazos.

—Vaya, vaya, vaya —dijo Malachi con tono desagradable—. La parejita feliz.

Clavó los ojos en Lika, pero ella rehuyó su mirada.

—Estás tan mona como siempre, cielo. Esas preciosas tetitas.

Lika cogió la sabana bajera y se envolvió con ella. Malachi se volvió hacia Brodie.

—A usted le veré abajo, Moncur. Dentro de dos minutos. Cúbrase la polla y los huevos con unos pantalones. Adecéntese.

Y salió de la habitación.

Lika casi no podía hablar. Parecía conmocionada. Se vistió a toda prisa, basqueando y tosiendo todo el rato. Antes de que Brodie bajara a hablar con Malachi, los dos se abrazaron.

—Puede que esto sea bueno —dijo él en tono dulce, intentando tranquilizarla—. A partir de ahora todo tendrá que cambiar.

—No —dijo ella con voz tenue—. No conoces a Malachi. Todo irá a peor a partir de ahora. Todo va a salir mal.

Brodie la besó y bajó al encuentro de Malachi Kilbarron.