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Al día siguiente, por la tarde, volvió a apostarse delante del Nueva Rusia. Era un día desapacible, con vientos racheados y chaparrones repentinos, y Brodie, que llevaba impermeable y un sombrero tirolés bien calado, vio la llegada de los carruajes y a los dignatarios entrar corriendo en el teatro. Le tout Piter hacía acto de presencia en el concierto con el que John Kilbarron inauguraba su temporada de música clásica rusa, y que iba a empezar con el estreno mundial de la obra que él mismo había compuesto: el poema sinfónico Der Tränensee, que tanta expectación había suscitado. Brodie oía las risas alegres y el runrún de las conversaciones desde el otro lado de la calle. La fila de carruajes, calesas y landós llegaba hasta el puente Tuchkov. Una vez que hubo entrado toda la concurrencia, y cuando el concierto estaba a punto de comenzar, Brodie se fue andando a su casa, donde terminó de meter sus pertenencias en dos baúles. No le había llegado ninguna respuesta de Lika a su última carta, así que le escribió otra y la llevó a la ventanilla 43, la de Poste Restante, de la oficina de correos central. En el camino de vuelta esperó una hora delante de la casa de la Nevski Prospekt, y luego se dio cuenta de lo obvio: que Lika estaría en el teatro, con Malachi al lado, sin duda, presenciando la apoteosis de John Kilbarron.

 

 

La noticia apareció al día siguiente en la St. Petersburg Gazette, un diario en francés.

 

El concierto inaugural de la temporada Kilbarron tuvo que suspenderse al cabo de diez minutos por un fallo en el piano de cola (fabricado por Steingraeber). El concierto completo se celebrará dentro de una semana. Se invita a quienes hayan adquirido una entrada a acudir a la taquilla si desean un reembolso.

 

Pero aún había más. Cuando llevaba unos diez minutos tocando Der Tränensee, al parecer Kilbarron se había detenido de repente, se había levantado y, tras una breve reverencia, había abandonado el escenario, con gran desconcierto de la orquesta y del público. En medio del revuelo general había aparecido el gerente para anunciar que el concierto no podía continuar por razones técnicas —un defecto del piano— y se aplazaba unos días. Había habido unos cuantos abucheos y la gente había tirado los programas al suelo y se había marchado a regañadientes y muy disgustada. Ni John Kilbarron ni las promotoras del concierto, Elisaveta y Varvara Vadimova, habían hecho declaración alguna.

Brodie leyó la noticia con una mezcla de placer y una honda punzada de alarma. El perro —el chucho errante, Moncur— había ganado. Pero sabía que las cosas no iban a acabar ahí. En otras circunstancias se habría marchado enseguida: habría cogido un tren a París —esa misma noche, si lo hubiese—, pero no podía irse sin ver a Lika. No había ningún plan que no la incluyese a ella. Era Lika Blum quien lo mantenía anclado en San Petersburgo hasta nuevo aviso.

A la mañana siguiente tenía una cita con la doctora Sampsoniyevskaya. Los dos encendieron sendos cigarrillos mientras hablaban de la enfermedad de Brodie y la hemorragia que había sufrido hacía poco.

—Fue más bien un enorme grumo de sangre —dijo él—, no como la hemorragia copiosa que había tenido antes. Escupí algo de sangre, pero venía de muy abajo.

—Me temo que va a escupir más —dijo la doctora Sampson con una sonrisa triste—. Además, se acerca el invierno, así que ya es hora de que se marche al sur, a un sitio soleado —frunció el ceño—. Se lo digo con franqueza, señor Moncur: el único tratamiento (el único en el que creo de verdad, aunque prescribo muchos) consiste en guardar reposo en un lugar cálido. Si ha empezado a escupir sangre, donde menos le conviene estar es en Piter. Me dijo que ya había estado en Niza, ¿verdad?

—Sí, pasé unos meses allí.

—Vuelva en invierno. O váyase a Biarritz. ¿Conoce Biarritz?

—No.

—Es muy frecuentado por potentados rusos y la realeza inglesa. Le puedo recomendar a un médico que conozco allí —la doctora apuntó el nombre y las señas—. Venga a Piter en verano, y ya nos veremos entonces —dijo, entregándole la hoja de papel.

Se estrecharon la mano y Brodie tuvo el triste presentimiento que a veces traen las despedidas: el de que esa sería la última vez que se verían. Se resistía a dejar pasar ese momento, a despedirse para siempre de la doctora, una mujer seria y sin embargo cálida.

Ella sonrió, le acompañó a la puerta y le dio una confortadora palmadita en la espalda.

—Buena suerte —le dijo—. Todo irá bien.

Brodie fue andando a su casa, abatido. Su optimismo no le convencía. Ella le había advertido de que volvería a escupir sangre: a pesar de las palabras de ánimo y las sonrisas, él intuía que la doctora Sampson había previsto el inevitable progreso de su enfermedad. ¿Cuánto tiempo me queda?, se preguntó. ¿Un año? ¿Dos? ¿Una década, un cuarto de siglo? Le deprimía pensarlo: de pronto, nada pasaba de ser una vaga posibilidad. En su vida ya no había nada seguro, ni tan siquiera probable. ¿Cuándo habían desempeñado un papel importante en la condición humana la probabilidad y la certeza?

Al llegar al piso oyó a un perro ladrar. Qué raro. Era un ladrido agudo. Entró en el cuarto de estar y allí vio a Lika con César, que le saludó muy animado. Nikanor estaba sirviendo té.

—Hola —logró decir Brodie, como si estuviese acostumbrado a ver a Lika en el cuarto de estar de su casa—. No sabes cuánto me alegra que hayas venido.

Nikanor se marchó y los dos se besaron. Él la abrazó. De pronto iba todo bien otra vez. Parecía un milagro...

—Me ha echado de casa —dijo Lika entre el brillo de las lágrimas, luego sollozando. Brodie vio que estaba en un estado febril, muy agitada.

—¿Kilbarron? ¿Por qué?

—Malachi le ha contado la noche en que nos sorprendió juntos en el hotel de Dubechnia.

Brodie estaba exultante, pero dijo:

—Pero ¿por qué? ¿Por qué ahora, por Dios?

—¿Sabes qué pienso? Que se lo ha dicho para distraerle del desastre que ha sido el concierto. Para hacerle pensar en algo distinto. El caso es que John se ha puesto furioso y me ha llamado de todo: los insultos más atroces que te puedas imaginar. Pero lleva todo el día borracho, claro.

—Qué horror...

Brodie estaba pensando.

—He puesto mis baúles, mi equipaje, en tu habitación. Me he dejado muchas cosas en la casa, pero él no me dio apenas tiempo. Tu sirviente, ¿Nikanor?, me ha ayudado mucho —hizo una pausa y le cogió la mano—. Tuve que venir, Brodie. No podía quedarme; no había manera de razonar con ellos.

—Esto es lo mejor que podía pasar —dijo Brodie en tono firme—. Lo mejor. Somos libres, amor mío. Sin ataduras. Se acabó. Él ha desaparecido de tu vida. Abandonémosle a su triste suerte y marchémonos, empecemos una nueva vida juntos.

—Pero... —Lika hizo una pausa— quiere verte. Está empeñado. Eso es lo último que me ha dicho. Tienes que ir a verle esta noche. Te lo ruego.

—No pienso ir. Que se vaya al infierno.

—Si te niegas, él irá a la policía y hará que te detengan.

—¿Que me detengan por qué? ¿Qué he hecho, por el amor de Dios?

—No lo sé. Él no paraba de decirlo —dijo Lika cogiéndole la mano—. Más vale que vayas.

 

 

Brodie aguardaba nervioso en el salón de la casa de Kilbarron, esa estancia roja con una colección de armas antiguas en las paredes. Había rehusado la bebida que le había ofrecido el mayordomo y se había puesto a fumar con avidez, inhalando profundamente el humo. Creía estar preparado para todo: insultos, lágrimas, puñetazos. Sería la última vez que viese a John Kilbarron, o eso esperaba. Si estaba allí era por Lika. Había llegado la hora de despedirse de él: una despedida breve y definitiva.

Pero quien apareció fue Malachi. Llegaba sonriente y casi ufano, con un chaleco de color verde esmeralda, como si se fuera a un baile de disfraces. Parecía más pulcro que de costumbre: se había recortado el pelo y la barba, seguramente para el concierto, pensó Brodie. No le tendió la mano.

—En fin, casi me siento obligado a aplaudirle, Moncur —dijo—. No le creía capaz. Pero la verdad es que nos ha jodido a base de bien, nos ha jodido de lo lindo. Menudo granuja está usted hecho.

Brodie no se dejó engañar por el tono guasón: en sus palabras había una violencia latente.

—No sé de qué me habla.

—Lo sabemos todo. El tipo que estaba en la puerta, Mstislav, nos lo ha confirmado. La reparación de emergencia que hizo.

—Simplemente me pasé a comprobar que estaba todo bien. Él no habla apenas alemán. Debe de estar confundido.

—Claro, claro. Fue usted a comprobarlo... y se le fue la mano.

—¿Por qué no le pregunta al nuevo afinador? El portento ruso. Le dirá que esas cosas pasan a veces, hasta con los mejores pianos. El desgaste natural.

—Porque no hay ningún afinador nuevo, pedazo de idiota.

Brodie se dio la vuelta: era Kilbarron quien se lo había dicho. Enseguida se dio cuenta de que estaba borracho perdido, se tambaleaba un poco.

—Quería cabrearle, pedazo de tarugo —dijo con desprecio—, y lo conseguí. ¡Y de qué manera!

—Mire —respondió Brodie en tono frío, envalentonándose—. Sabe de sobra lo que hizo, lo que me robó. Los dos tenemos, ¿cómo decirlo?, motivos para estar ofendidos. Usted no puede...

—¡Motivos para estar ofendidos! —gritó Kilbarron—. Oh, sí. Empecemos por los míos, si no le importa. Se ha estado tirando a Lika Blum en cuanto yo me daba la vuelta, cabrón malnacido. Me imagino que ella se habrá ido corriendo a su lado. La puede seguir disfrutando.

—No meta a Lika en esto. Es un asunto personal.

—Escuche, cretino. Puedo ir a la policía —Kilbarron atravesó el salón hacia él, dando tumbos—. Sabotaje deliberado. Tengo testigos. Causa y efecto. Pruebas —se detuvo al lado de Malachi y apoyó una mano en su hombro para no caerse—. ¿Sabe cuánto nos ha costado su pequeña venganza? Madame Vadimova está muy disgustada. Es el perfecto escándalo petersburgués: todo el mundo anda murmurando y riéndose a sus espaldas, y eso no era precisamente lo que buscaba.

—Siga diciendo lo que le parezca: yo le dejo solo —dijo Brodie con cierta timidez—. A madame Vadimova tampoco le agradará enterarse de su plagio. La noticia podría dañar la reputación del maestro Kilbarron, del que está tan orgullosa. El estreno mundial de su poema sinfónico.

Brodie ahora le tenía muy cerca. Su cara enjuta y macilenta estaba cubierta de sudor. Tenía muy mal aspecto. Ese sudor estaba producido por alguna enfermedad.

Le dio a Brodie una bofetada muy fuerte, que le dejó la cara ardiendo.

—Este es mi desafío, perro escocés. Le exijo que lo acepte. Dígales a sus padrinos que hablen con Malachi. Tiene veinticuatro horas. De lo contrario, iré a la policía y haré que lo juzguen por haber saboteado mi concierto.

Se alejó tambaleante y, al salir del salón, se dio con la jamba de la puerta.

—¿De qué habla? —preguntó Brodie mientras se frotaba la mejilla dolorida—. ¿Un desafío? ¿Padrinos? ¿Se ha vuelto loco, o es solo el alcohol?

—Le está retando a un duelo —dijo Malachi en tono comedido—. Y lo dice en serio.