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Al final de la tarde ya se habían instalado en una habitación doble del Hôtel Royal & Westminster, en la Avenue Félix Faure, justo al lado de la Promenade du Midi, en Menton. La ciudad estaba a una hora en tren de Niza, muy cerca de la frontera con Italia. Nerviosos, salieron a dar una vuelta por el jardin public . Mientras César observaba intrigado el nuevo entorno, Brodie le fue explicando a Lika con más detalle lo que le habían revelado los cigarrillos Margarita.

Todo encajaba ahora, y, pensándolo bien, dijo, era lo mejor que podía pasar: ya estaban en condiciones de desaparecer completamente, o por lo menos evitar que Malachi Kilbarron los encontrase. Bastaba con dejar de encargar remesas de tabaco a Edimburgo. O aún mejor: despistar a Malachi haciendo enviar los paquetes a Estocolmo o Nicosia o El Cairo o Ciudad del Cabo. Él estaba más tranquilo, le dijo, porque ahora podían esconderse en cualquier lugar de Europa —cualquier lugar del mundo— y ya no volvería a dar con ellos. Se le había pasado el susto. Lika, sin embargo, seguía agitada y llorosa. Los dos caminaron de vuelta al hotel y, una vez en la habitación, ella dijo que tenía que ir a una farmacia a comprar algo para «calmar los nervios». Así que dejó a Brodie con César y al cabo de media hora volvió con una bolsa de papel llena de pastillas y sobrecitos. Se preparó una bebida con unos polvos disueltos y después de tomársela pareció serenarse.

Cenaron en el hotel, mientras discutían adónde podían ir. Brodie era partidario de Italia, porque estaban muy cerca de la frontera: quizá el sur del país, incluso Sicilia. Lika argumentó que en las grandes ciudades era donde costaba menos esconderse: en Londres, Nueva York o Shanghái se podía llevar una vida totalmente anónima. Después del plato principal —una copiosa ración de daube de boeuf —, dijo que tenía frío, y Brodie subió a buscar su chal.

—No nos pasará nada, ¿verdad? —le preguntó ella cuando volvió.

—Por supuesto que no. Ni siquiera ahora: mira, él está en Niza y nosotros en Menton. No tiene ni idea de dónde buscarnos. Estamos del todo a salvo. Y así serán las cosas a partir de ahora. Mandaré un recado a la pensión pidiendo que recojan nuestras pertenencias. Luego decidiremos el sitio, y allí reanudaremos la vida de siempre —sonrió a Lika, tratando de tranquilizarla: a pesar de la pócima, seguía notándola nerviosa e insegura—. Pero esta vez no nos encontrará.

Más tarde, en la cama, se abrazaron. Brodie estaba más cansado que de costumbre; no paraba de bostezar, lo que atribuyó a los extraordinarios momentos de tensión y angustia que había vivido ese día.

—¿Has pensado alguna vez en cómo te gustaría morir? —preguntó ella.

—Lika, por favor, no empieces...

—No, lo digo en serio. He estado pensándolo hoy. Cómo me gustaría dejar este mundo. Responde.

—Está bien. Me gustaría morir así, a la vez, en tus brazos.

—No, quiero decir... ¿Has imaginado alguna vez cómo sería ese instante final?

—Por el amor de Dios, Lika, ¿por qué te empeñas...?

—Hoy he aplastado una mosca con un periódico cuando estaba esperando a que empezara el ensayo. ¡Paf! Y luego he pensado que me gustaría morir así: como una mosca, aplastada.

—No sigas, por favor. No nos pongamos a imaginar muertes antes de dormirnos.

—Y luego, en mi funeral, pronunciarías un discurso maravilloso, conmovedor, y te echarías a llorar. Y todos los años, en el aniversario de mi muerte, dejarías flores en mi tumba.

—Se ha acabado esta conversación. Estoy muy cansado. Duérmete. Mañana hay mucho que hacer.

 

 

Brodie despertó cuando un rayo de sol muy fino que se filtraba por un hueco que dejaban las cortinas le dio en los ojos. Se sentía mal. Tenía la boca pastosa, seca. Se puso las gafas y miró el reloj. ¡Las doce menos diez! Casi mediodía. Se incorporó. Lika no estaba. Vio a César atado con la correa al radiador, agitando la cola, preparado para las emociones que le iba a deparar el día.

Se sentó en el borde de la cama e intentó ordenar sus pensamientos mientras observaba cómo el sol iluminaba el dibujo de la alfombra que había a sus pies. Tenía una terrible sensación de resaca. Lika debía de haber bajado a desayunar. Brodie se levantó, se tambaleó y se volvió a sentar. Parecía como si le hubiesen drogado. Y un leve dolor de cabeza estaba empezando a golpearle las sienes. Por el amor de Dios, ¿dónde estaba Lika? César, frustrado, dio un pequeño ladrido. Brodie se dio la vuelta y lo miró. Entonces vio algo raro. El cachorro tenía un trozo de papel doblado sujeto al collar. Brodie lo cogió, y al desdoblarlo reconoció la caligrafía de Lika.

 

Mi querido Brodie:

Me he marchado con Malachi Kilbarron. Siempre ha sido a mí a quien buscaba, no a ti, y no puedo seguir así, huyendo eternamente de él, aterrada y arruinándote la vida. Por eso he ido a buscarle. Ya eres libre. Te dejo a César como recuerdo de los maravillosos momentos que hemos pasado juntos. Esta es la única solución, amor mío, créeme. A los hermanos Kilbarron he llegado a conocerlos muy bien: sus lazos de sangre, los vínculos que los unían. Malachi es capaz de matarte, pero solo para tenerme a mí otra vez. Sin mí eres libre, libre para vivir tu vida. Nunca te olvidaré.

Tu Lika