César se relamió y luego rebañó a lametazos el plato en el que había estado el pollo picado y que había dejado totalmente limpio. Entonces se subió de un salto al regazo de Brodie y le puso las patas delanteras en el pecho para asegurarse de que en verdad era él. No le gustaba que se fuera, que le dejara, y cuando volvía le ofrecía una demostración de afecto canino tan superflua como enternecedora. Brodie le rascó detrás de las orejas, y ese corto apóstrofo que era la cola se difuminó con el alegre vigor de su meneo.
Brodie pensó en Lika. Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento, dónde se encontraría. ¿Le habría llegado su última carta? De pronto, se le ocurrió que quizá por eso le había dejado a César: el perrito siempre le hacía acordarse de ella. El recordatorio diario del vínculo César-Lika, Lika-César. Pero ahora pensar en ella le entristecía. Poco a poco se iba convenciendo de que no la volvería a ver: dar media vuelta al mundo para librarse de Malachi Kilbarron había sido una estupidez, por más que hubiese logrado su propósito. Brodie confiaba en que el nuevo ocupante de la tienda le hiciese llegar las cartas a la antigua dueña. ¿No estaría siendo demasiado optimista?
Consideró la terrible posibilidad de que las hubiera remitido a su casa de París, al piso del bulevar Beaumarchais. Evidentemente, Malachi abriría cualquier carta dirigida a Lika que tuviese un sello extranjero. Puede que se hubiese precipitado, pensó... Puede que le hubiese dado sus señas a Malachi sin saberlo. Debería haberle pedido a Dmitri que continuara sus pesquisas. Tal vez habría sido más prudente intentar comunicarse con ella a través de su madre, que vivía en Moscú. Estaba preocupado. Se quitó a César del regazo y alargó la mano para coger el orinal que tenía debajo de la cama. Se aclaró la garganta, escupió y, en medio de la espuma de la saliva, vio burbujas rosas y un hilo vermicular de sangre mucosa, reluciente. Los pulmones estaban inquietos. Su cuerpo parecía sentir de vez en cuando la necesidad de recordárselo, de ofrecerle nuevos indicios de la presencia de esos tubérculos que se alojaban en el pecho e iban creciendo y madurando. Él sabía de sobra que existían cavidades, agujeros cada vez mayores que se llenaban de tejidos necrosados y pus —como el requesón, le había dicho uno de sus médicos—; y solía imaginarlos como ciruelas mohosas alojadas en los esponjosos tejidos de sus membranas pleurales, las redes de bronquiolos y alveolos.
Llamaron a la puerta, y César ladró una sola vez. Brodie se alarmó de repente y sin saber por qué. Afuera estaba oscuro: era tarde.
—¿Quién es?
—Soy yo, señor Moncur. Acaba de llegar un mensaje para usted.
Era Paul Deemer, el dueño del hotel. Brodie le abrió y Deemer le entregó un sobre donde figuraba escrito su nombre.
Le dio las gracias, cerró la puerta y lo abrió.
Miércoles noche
Querido Brodie:
Necesito hablar con usted de un asunto bastante urgente. Venga a mi casa ahora, si no le importa: podemos cenar mientras hablamos. Hasta dentro de un rato.
Un saludo cordial,
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¿Qué querrá que no pueda esperar hasta mañana?, se preguntó.