FELICITY AÚN NO ME HA PERDONADO MI CONSEJO RESPECto a lady Markham, así que me quedo fuera de su tienda plantada en el gran salón. No es que ella me haya dicho que no soy bienvenida; simplemente se limita a escuchar las tontas anécdotas de Cecily con una risa jovial y a adular los detalles más banales de la última visita de Elizabeth a la modista, mientras que cada sílaba que pronuncio yo es recibida con absoluto desdén. De forma eventual decido refugiarme en la cocina.
Me sorprende ver a Brigid dejar un cuenco con leche en la chimenea. Y aún más curioso, ha puesto un crucifijo en la pared que hay junto a la puerta y unas cuantas ramitas en las ventanas.
Cojo un trozo de pan moreno duro de la despensa.
—Brigid... —digo, y da un respingo.
—¡Por todos los santos! No vuelvas a aparecer de repente ante la anciana Brigid, nunca más —dice mientras se lleva una mano al corazón.
—¿Qué haces? —Señalo el cuenco de leche—. ¿Hay algún gato por aquí?
—No —contesta, y coge su costurero—. Y es todo cuanto voy a decir de este asunto.
Brigid siempre tiene mucho más que decir respecto a cualquier asunto. Simplemente hay que azuzarla un poco para que suelte sus chismorreos.
—Por favor, Brigid. No se lo diré a nadie. Te lo prometo.
—Bueno... —Me hace señas para que me siente con ella junto al fuego—. Es para protegernos —susurra—. La cruz y también las hojas de serbal de las ventanas.
—¿Protegernos de qué?
Brigid clava la aguja en la tela y la empuja hasta el otro lado del retal.
—Del ala este. No me parece correcto que ese maldito lugar vuelva a ser como antes.
—¿Lo dices por el incendio y las chicas que murieron allí?
Brigid alarga el cuello para asegurarse de que nadie nos escucha. Deja la costura en el regazo.
—Ajá, eso es, aunque también es porque siempre he sentido algo extraño en ese lugar.
—¿Qué quieres decir? —le pregunto mientras mordisqueo el trozo de pan.
—Es algo que se sabe porque lo sientes en los huesos. —Agarra la cruz que lleva colgada al cuello—. Un día escuché a la señora Nightwing preguntar a la señora Spence algo del ala este, y la señora Spence, Dios la tenga en su gloria pues era un ángel, le dijo que no se preocupase, que ella nunca lo consentiría, aunque tuviera que dar su vida a cambio. Escuchar aquello me produjo escalofríos.
Eugenia Spence dio su vida por salvarnos a todos de las criaturas de las Tierras Invernales. Me cuesta tragar el pan que he estado masticando hasta ahora.
Brigid dirige la vista hacia la ventana, hacia la oscuridad de los bosques.
—Desearía que la dejaran como está.
—Pero Brigid, piensa en lo hermosa que quedará cuando esté acabada y la academia vuelva a ser como antes —replico—. ¿No sería un precioso tributo a la señora Spence?
Brigid asiente.
—Sí, lo sería. Sin embargo... —Me coge de la barbilla con una mano—. No delatarás a tu vieja Brigid sobre lo de la leche, ¿verdad?
Niego con la cabeza.
—Por supuesto que no.
—Eres una buena chica.
Me acaricia la mejilla y su caricia, con más intensidad que un hechizo para la buena suerte, ejerce el poder de liberar mi alma de todos sus fantasmas.
—La primera vez que te vi, vestida de luto, pensé algo muy extraño sobre ti. Lo digo por tus ojos verdes: me recordaron a la pobre Mary Dowd, que murió en el incendio junto a su amiga, Sarah. Pero tú no tienes nada en común con ellas. Nada en absoluto.
—Gracias por el pan —respondo, aunque se ha convertido en plomo en el interior de mi estómago.
—Siempre eres bienvenida, cariño. Y ahora será mejor que regreses. Te estarán echando en falta. —De nuevo dirige la vista hacia la oscuridad que se cierne detrás de las ventanas—. No está bien reconstruirla. Puedo sentirlo. No es correcto.
Los ojos que todo lo ven de Eugenia Spence me observan mientras subo las escaleras que conducen a mi habitación. Lleva el cabello blanco peinado a la moda de aquel entonces, con rizos que le caen por la frente y el pelo enroscado en la nuca. Su vestido arranca con un cuello alto y un elaborado volante le recorre ambos lados del corpiño verde brillante; Eugenia Spence no estaba hecha para el gris ni el negro formal. Adorna su cuello el amuleto con el ojo en forma de media luna que ahora cuelga del mío, oculto bajo mi vestido.
«Mi madre causó tu muerte.»
En mi habitación, saco el diario de mi madre y releo el heroísmo de Eugenia, cómo sacrificó su vida en lugar de la de Sarah y la de mi madre.
—Obtendré mi recompensa —gritó la criatura agarrando con fuerza el brazo de Sarah.
Eugenia apretó los labios.
—Debemos dirigirnos rápidamente a las Tierras Invernales.
De repente nos hallábamos en esa tierra de hielo y fuego, de árboles espesos y baldíos y de noche perpetua. Eugenia se mantenía firme.
—Sarah Ress-Toome, no permanecerás perdida en las Tierras Invernales. Vuelve conmigo. Vuelve.
La criatura se giró hacia ella.
—Ella me ha invitado. Ella debe pagar, o se perderá el equilibrio de los reinos.
—Yo iré en su lugar...
—Que así sea. Podemos hacer grandes cosas con alguien tan poderoso...
Eugenia me tiró su amuleto del ojo en forma de media luna.
—¡Mary, corre! ¡Cruza la puerta con Sarah; yo cerraré los reinos!
Entonces la criatura la hizo gritar de dolor. La súplica que vi en sus ojos hizo que me quedara sin aliento, puesto que, hasta ese momento, jamás había visto a Eugenia asustada.
—Los reinos deben permanecer cerrados hasta que encontremos el camino de vuelta. Y ahora, ¡corred! —exclamó.
La última vez que vi a Eugenia gritaba que había que cerrar los reinos, incluso mientras era engullida por la oscuridad sin dejar rastro alguno.
Cierro el diario de mi madre y me tumbo boca arriba, mientras contemplo el techo y pienso en Eugenia Spence. Si ella no hubiera arrojado el amuleto a mi madre ni hubiera cerrado los reinos de una vez por todas, vete a saber qué clase de horrores habrían visitado nuestro mundo. Gracias a su acción nos salvó a todos nosotros, aunque eso también significó su propia destrucción. Me pregunto qué habrá sido de ella, qué terrible destino aconteció a la gran Eugenia Spence por culpa del pecado de mi madre, y si bastó para compensarlo.
Cuando me vence el sueño, éste es inquietante. Una hermosa señora ataviada con un vestido y sombrero lavanda corre por las calles de Londres, sumidas en una densa niebla. Su cabello pelirrojo cae deslavazado sobre su rostro atemorizado. Me hace señas para que la siga, pero soy incapaz de mantener su paso; mis pies me pesan como el plomo y no puedo ver. Los adoquines están plagados de folletos que anuncian un espectáculo. Alcanzo a leer uno: «Doctor Theodore Ripple, ¡extraordinario ilusionista!».
La niebla se disipa y ahora me hallo subiendo las escaleras de Spence. Paso junto al enorme retrato de Eugenia Spence. Sigo ascendiendo hasta que me encuentro en el tejado vestida con mi camisón. El viento se cierne sobre mí. En el horizonte se congregan nubes que amenazan tormenta. Abajo, los hombres continúan sus tareas en el ala este. Sus manos se mueven con la misma rapidez que el parpadeo de una lechuza. La columna de piedra se eleva cada vez más alto. Una pala golpea la tierra y se queda clavada en ella. Ha topado con algo sólido. Los hombres me miran.
—¿Le gustaría abrirlo, señorita?
La dama ataviada con un vestido lavanda abre la boca. Intenta decirme algo, pero no emite sonido alguno, aunque sus ojos reflejan temor. Repentinamente, todo se mueve a máxima velocidad. Veo una habitación iluminada por un único candil. Palabras. Una daga. La mujer corriendo. Un cadáver flotando en el agua. Oigo una voz como un susurro en mi oído: «Ven a mí...».
Me despierto sobresaltada. Quiero volverme a dormir pero no puedo. Algo me llama, me empuja escaleras abajo y hasta la hierba, donde la luna llena derrama su luz lechosa sobre el esqueleto de madera del ala este. La torreta se eleva entre las nubes bajas. Su sombra se extiende por el césped y toca mis pies desnudos. La hierba está fría por el rocío.
Encima del tejado, las gárgolas duermen. La tierra parece canturrear bajo mis pies. Y una vez más, me siento arrastrada hacia la torreta y la piedra. Camino hacia el orificio. Sobre mi cabeza, la silueta del ala este resulta amenazadora, y las nubes nocturnas se mueven como los latigazos de una fusta furiosa. El ojo con forma de media luna resplandece y, a través de la tenue luz, veo el contorno de la piedra que se adecua a la forma del amuleto.
Un hormigueo me recorre los dedos. Se extiende por todo mi cuerpo. Algo dentro de mí pugna por salir. No puedo controlarlo y me asusto por lo que pueda ser.
Pongo las manos en la piedra. Me atraviesa una oleada de poder. La piedra despide un destello blanco dorado; el mundo cabecea. Es como mirar el negativo de una fotografía: a mis espaldas está Spence, ante mí el esqueleto del ala este y, más allá, los bosques. Pero si giro la cabeza, lo que brilla es la imagen de algo más que se mantiene en medio. Parpadeo para intentar distinguir esa imagen.
Y, cuando miro de nuevo, veo el contorno de una puerta.
—Gemma, ¿por qué nos has traído hasta aquí en medio de la noche? —se queja Felicity quitándose el sueño de los ojos.
—Ya lo verás —digo, iluminando el césped con la luz de un candil.
Tiembla de frío bajo su fino camisón.
—Al menos podríamos haber cogido nuestras capas.
Ann se envuelve el cuerpo con las manos. Le castañetean los dientes.
—Q-quiero v-v-volver a la c-cama. Si la señora Nightwing nos en-encuentra...
Echa un vistazo por encima del hombro en busca de la presencia de nuestra directora.
—Os prometo que no os decepcionaré. Ahora poneos aquí.
Las sitúo junto a la torreta y pongo el candil a sus pies, bañados por una luz de un blanco sobrenatural.
—Si se trata de una broma pesada, te mato —me advierte Felicity.
—No lo es.
Permanezco sin moverme ante la parcela de tierra debajo de la cual se halla la antigua piedra y cierro los ojos. El aire nocturno me muerde la piel.
—Gemma, por favor —se queja Felicity.
—¡Shhh! Necesito concentrarme —espeto.
La duda me susurra cruelmente en el oído: «No podrás hacerlo. El poder te ha abandonado».
No escucharé. Esta vez no. Poco a poco, el miedo me abandona. La tierra vibra bajo mis pies. Parece llamarme, empujarme bajo su hechizo. Mis dedos se orlan con una energía que me atemoriza y me excita. Abro los ojos y alargo la mano en busca de la puerta oculta. No la veo aunque la siento. La sensación es de un anhelo y una alegría exquisitos. Una herida de deseo que no puede ser sanada. Me susurra secretos que no comprendo en lenguajes que no entiendo. El viento ulula. Levanta pequeños tornados de polvo.
La tierra brilla. El débil contorno de la puerta aparece una vez más.
—¡Caramba! —exclama Ann con un jadeo.
—¿Crees que conduce a los reinos? —pregunta Felicity tentativamente.
—La noche del incendio, la criatura de las Tierras Invernales vino para llevarse a Sarah —les recuerdo—. Y Eugenia Spence se ofreció a sí misma en el lugar de Sarah. Arrojó su amuleto, este amuleto, a mi madre y selló la puerta de los reinos. El ala este ardió. Todos los indicios que conducían a la puerta desaparecieron.
—No sabemos si ésta es la misma puerta —dice Ann tiritando—. Podría llevar a cualquier parte. Quizás a las Tierras Invernales.
—Estoy dispuesta a arriesgarme —digo, agarrándome al rayo de esperanza que se me ofrece.
—P-podríamos q-q-quedar atrapadas —afirma Ann.
—Ya estamos atrapadas —asegura Felicity—. Quiero averiguar qué le ha sucedido a Pip.
Me agarra del brazo y cojo el candil.
—¿Ann? —pregunto, y ella desliza sus dedos fríos entre los míos, apretándolos con fuerza.
Respiro hondo y damos un paso hacia adelante. Durante un segundo, parece como si fuéramos a caer y, después, sólo distingo la oscuridad. Noto un olor rancio y dulce.
—¿Gemma? —susurra Ann.
—¿Sí?
—¿Qué le ha pasado a Felicity?
—Estoy aquí —responde Fee—. Donde quiera que sea eso.
Hago oscilar el candil delante de mí y puedo ver unos cuantos centímetros por delante. Hay un largo pasadizo. La luz del candil ilumina los arcos de los techos de piedra descolorida. Por doquier penden raíces a través de las grietas. Tras nosotras Spence duerme, pero es como si el mundo se hallara detrás de un vidrio; seguimos adelante.
A medida que avanzamos, las paredes parpadean con un brillo tenue, como si cientos de luciérnagas nos iluminaran el camino, mientras el sendero que dejamos atrás vuelve a adentrarse en la oscuridad. El pasadizo serpentea y adquiere una forma desconcertante.
El nerviosismo de Ann reverbera en el túnel.
—No nos dejes atrás, Gemma.
—¿Vas a calmarte de una vez? —la regaña Felicity—. Gemma, espero que sepas lo que haces.
—Seguid caminando —les digo.
Llegamos hasta un muro.
—Estamos atrapadas —dice Ann con voz temblorosa—. Sabía que acabaríamos así.
—¡Oh, déjalo ya! —gruñe Felicity.
Tiene que ser aquí. No me daré por vencida. «Deja que la magia fluya, Gemma. Siéntela. Libera su poder.» Algo me llama. Es como si las piedras empezaran a despertarse. La silueta de otra puerta aparece en el muro, una luz intensa y sangrante la bordea. Empujo la puerta. Se abre con un balanceo acompañado por una ráfaga de polvo, como si hubiera permanecido cerrada durante décadas, y nos adentramos en un aromático prado de rosas. El cielo es azul claro en una dirección y, en la otra, se atisba un atardecer naranja y dorado. Estamos en un lugar que conocemos muy bien, a pesar de que hace tiempo que no veníamos.
—Gemma —murmura Felicity. Su sobrecogimiento da paso al júbilo—. ¡Lo has conseguido! ¡Por fin hemos vuelto a los reinos!