PIPPA Y YO NOS SEPARAMOS EN EL CAMPO DE AMAPOLAS.
—Pronto volveré a verte, querida amiga. Y no te preocupes, guardaré nuestro secreto. Diré que el cambio que he experimentado ha sucedido por sí solo. Un milagro.
—Un milagro —secundo e intento alejar mis dudas.
No puedo concederle ese don para siempre.
Me dice adiós con la mano y me arroja un beso antes de regresar corriendo a las Tierras Invernales.
—Gemma...
—¿Quién me llama?
Doy una vuelta sobre mí misma pero no hay nadie a mi alrededor.
Lo oigo de nuevo, como el débil grito del viento.
—Gemma...
Estiro el cuello hacia las Cuevas de los Suspiros, donde se hallan el Templo y el pozo de la eternidad. Tengo que averiguarlo.
El ascenso hasta la cima de la montaña es más largo de lo que recordaba. El polvo se pega a mis piernas. Al pasar junto al arco iris de colorido humo, Asha, la líder de los Intocables, ya está allí, esperándome como si supiera que vendría. La brisa levanta su sari rojo oscuro, exponiendo a la vista sus piernas deformes y llenas de pústulas. Intento no mirar fijamente ni a ella ni al resto de Intocables, los Hajin, como también se les conoce, aunque me resulta bastante difícil. La enfermedad los ha desfigurado a todos. Por este motivo, los reinos los han vilipendiado y los consideran algo menos que esclavos.
Asha me saluda como es habitual en ella: con una pequeña reverencia y las palmas juntas como si se dispusiera a rezar.
—Bienvenida, Dama de la Esperanza.
Le devuelvo el saludo y me conduce hasta el interior de la cueva. Dos Hajin transportan unos celemines llenos de amapolas encarnadas recogidas de los campos que hay abajo. Las clasifican y sólo escogen las mejores, que después pesan en grandes balanzas antes de avivar con ellas los incensarios. Al pasar, los Intocables me saludan cálidamente y me obsequian con flores y sonrisas.
—¿Has vuelto para devolver la magia al Templo? —pregunta Asha.
—Todavía no. Pero lo haré —le aseguro.
Asha se inclina de nuevo, pero como no me sonríe sé que no me cree.
—¿Cuántos Hajin precisas?
—Ansío dirigirme al pozo de la eternidad.
—¿Quieres enfrentarte a tus miedos?
—Tengo que zanjar un asunto —respondo.
Niega lentamente con la cabeza.
—Zanjar un asunto no es una tarea sencilla. Tienes la entrada franca.
Un muro de agua me separa de lo que el Templo oculta. Lo único que necesito es atravesarlo para saber la verdad. El miedo me reseca los labios. Los humedezco con la lengua e intento calmarme. Contengo la respiración y atravieso el muro de agua hasta entrar en el corazón sagrado del Templo.
El pozo de la eternidad se halla en el centro. Sus aguas profundas no emiten sonido alguno. El corazón me martillea en el pecho a medida que me aproximo al pozo, hasta que mis dedos descubren su borde rugoso. Apenas puedo respirar. La lengua se me adhiere en el velo del paladar. Me agarro con fuerza al borde del pozo y miro dentro. El agua se ha convertido en hielo. Mi rostro aparece reflejado en su superficie ahumada. Examino su contorno.
El rostro de una mujer presiona contra la superficie y doy un traspié con un grito ahogado. Sus rasgos emergen de las tenebrosas profundidades del pozo. Sus ojos y su boca permanecen cerrados como los de un muerto. El rostro carece de color. El cabello flota en el agua que hay bajo el hielo como los rayos de un sol oscuro.
Los ojos de Circe se abren de repente.
—Gemma..., has venido.
Me aparto aún más, negando con la cabeza. Siento un calambre en el estómago. Tengo ganas de vomitar. Pero el miedo me impide incluso hacer eso.
—Estás... estás muerta —murmuro—. Yo te maté.
—No. Estoy viva. —Su voz es un susurro ahogado—. Cuando te hiciste con la magia me dejaste aquí atrapada. Moriré cuando la magia sea devuelta.
—Me-me alegra saberlo —tartamudeo mientras me aproximo rápidamente al muro de agua que separa esta terrible estancia de las Cuevas de los Suspiros.
La espeluznante voz de Circe resuena en la cueva como imagino harían los murmullos de los demonios.
—La Orden está tramando un complot contra ti. Planea recuperar los reinos sin tu ayuda.
—Mientes —respondo temblando.
—Olvidas, Gemma, que una vez fui una de ellas. Harán lo que sea para recuperar el poder. No puedes confiar en ellas.
—¡Tú eres la única en quien no confío!
—Yo no asesiné a Nell Hawkins —dice refiriéndose a la chica de cuya sangre tengo manchadas las manos.
—¡No me diste otra opción!
Es demasiado tarde. Ha encontrado mi punto flaco y hurgará en él cuanto pueda.
—Siempre hay otra opción, Gemma. Mientras quede tiempo, puedo enseñarte a controlar tu poder, a hacer que te obedezca. ¿Quieres que te domine o quieres ser su dueña?
Me acerco al pozo con cautela.
—Mi madre podría haberme enseñado en su momento, pero nunca tuvo semejante oportunidad. La mataste antes de que pudiera hacerlo.
—Se suicidó.
—Para mantener su alma a salvo de ti y de esa criatura horrible de las Tierras Invernales: ¡del rastreador! ¡Ella no deseaba ser corrompida! Yo hubiera hecho lo mismo.
—Pues yo no. Por una hija como tú, hubiera luchado hasta mi último aliento. Pero Mary distaba mucho de ser una luchadora, no era como tú.
—No has dejado de hablar de mi madre —espeto.
La miro de soslayo y, durante un segundo, veo en su rostro algo de lo que antaño fue, un destello de mi antigua profesora, la señorita Moore. Sin embargo, en cuanto habla, un frío glacial me recorre la columna.
—Gemma, no tienes por qué preocuparte por mí. Tienes que creerme. Yo jamás te haría daño. Todavía puedo ayudarte. Lo único que te pido es volver a sentir la magia... sólo una vez más antes de morir.
Durante unos instantes, sus palabras me siembran de dudas. Pero no es de fiar, sus palabras son sólo una estratagema para obtener el poder. Circe no ha cambiado en absoluto.
—Me marcho.
—Hay un plan en marcha. No imaginas los peligros a los que vas a enfrentarte. No puedes confiar en la Orden. Sólo yo puedo ayudarte.
Hice mal en venir.
—No obtendrás nada de mí. Ojalá te pudras ahí dentro.
Se desliza bajo la oscura superficie del agua. Lo último que veo de ella antes de que desaparezca es una mano pálida que parece extenderse hacia mí.
—Volverás a mí —susurra con una voz tan fría como el agua helada—. Cuando no te quede nadie en quien confiar, tendrás que hacerlo.
—¿Has encontrado lo que buscabas, Dama de la Esperanza? —pregunta Asha cuando regreso de la Cueva de los Suspiros.
—Sí —respondo amargamente—. Sé cuanto necesitaba saber.
Asha me conduce por un pasillo cubierto por frescos descoloridos hacia el interior de una cueva que me parece recordar. Las esculturas de mujeres de caderas exuberantes y sensuales hombres adornan sus muros. Me siento atraída por ellas a pesar de sonrojarme ante su desnudez. Diviso algo que antes me había pasado desapercibido. Un grabado de dos manos unidas en el centro de un círculo perfecto. Me resulta familiar aunque no sé por qué, como si lo hubiera visto antes en un sueño. Las piedras parecen hablarme: «Éste es un lugar de sueños para aquellos que están dispuestos a ver. Pon tus manos dentro del círculo y sueña».
—¿Has oído eso? —pregunto.
Asha sonríe.
—Éste es un lugar especial. Aquí fue donde la Orden y los Rakshana se convirtieron en amantes.
Al escuchar esa palabra vuelvo a sentir un rubor tan ardiente que no hay forma de bajarlo.
—Juntaron sus manos dentro del círculo para poder pasearse los unos por los sueños de los otros. Se forjó un vínculo imposible de romper. El círculo representa el amor eterno, puesto que no tiene principio ni fin. ¿Lo ves?
—Sí —respondo mientras permito que mis dedos recorran el círculo.
—Llegó a utilizarse para calibrar su devoción. Si no eran capaces de pasear los unos por los sueños de los otros no estaban destinados a ser amantes.
Asha me guía por un colorido pasillo del Templo. Espero a que sea ella quien me pregunte por la magia y la alianza, pero no lo hace.
—Tengo la intención de formar una alianza y repartir la magia entre todos nosotros —le explico sin que me invite a ello—. Pero primero debo atender unos asuntos en mi propio mundo.
Asha se limita a sonreír.
—La compartiré. Tienes mi palabra.
Me observa mientras me marcho.
—Por supuesto, Dama de la Esperanza.
Me encamino sola por los campos de amapolas y desciendo por un polvoriento sendero, oculto tras las verdes puntillas de un dosel de sauces. Sus delicadas hojas rozan la tierra con un reconfortante frufrú. Respiro hondo e intento aclararme las ideas, pero no puedo. Las advertencias de Circe han anidado en mi mente. No debería haber ido. No puedo cometer dos veces el mismo error. ¿Y Pippa? Quizás exista alguna razón por la que no pueda cruzar. Quizás haya todavía una oportunidad para salvarla. Ese pensamiento hace que mis pisadas sean más livianas. Cuando estoy a punto de llegar al final del sendero oigo un débil galope de caballos.
A través del dosel verde de los sauces distingo un repentino centelleo blanco. ¿Un caballo? ¿Diez? ¿Son jinetes? ¿Cuántos? Las hojas se mueven, pero ya no veo nada. Sin embargo, ahora escucho su galope más cerca. Me levanto el camisón y corro como una exhalación, sintiendo el sendero chocar con fuerza contra las plantas de mis pies. Me escabullo entre dos árboles y desaparezco con premura en el campo de trigo, partiendo los lacerantes tallos con las manos. Aún lo oigo. Mi corazón palpita un estribillo: «No mires atrás; no te detengas; corre, corre, corre».
Estoy cerca de la estatua de la diosa de las tres caras que señala el ascenso a la puerta secreta. Jadeando, giro por una esquina. Me muevo en zigzag entre las piedras centinela, entre esas mujeres que me vigilan. Más adelante, la colina cubierta de musgo no proporciona pista alguna sobre la existencia de una puerta. Detrás de mí aún escucho el constante galope del jinete desconocido. Me abalanzo contra la colina. «Ábrete, ábrete, ábrete...»
La puerta aparece ante mí y la empujo hacia dentro; el sonido de los caballos se atenúa. Me precipito hacia el resplandor de una luciérnaga en el pasadizo y salgo ante la extensión de césped. La luz se desvanece y la puerta desaparece, como si jamás hubiera estado allí.
En lo alto del tejado de la academia, las gárgolas permanecen sentadas en sus perchas, vigilándolo todo. Con sus umbrías espaldas contra la luz de la luna, casi parecen vivas, como si sus alas pudieran desplegarse y emprender el vuelo.
Un hormigueo recorre mis manos y antes de que pueda volver a tomar aire se desliza por mi sangre con tal fuerza que me llega a las rodillas. La magia es fuerte. Surge de mí como un animal ansioso por echarse a correr. Estoy aterrorizada; me devorará si no la libero.
Me tambaleo hasta el jardín de rosas y recorro con las manos los capullos dormidos. Cuando mis dedos se depositan en ellos, las flores estallan en una sinfonía de color como jamás había visto hasta ahora: rojo oscuro, rosa intenso, blanco crema y un amarillo tan brillante como el sol de verano. Cuando termino, la primavera ha llegado a cada rosa. También ha llegado para mí, pues me siento radiante: fuerte y viva. El color florece en mi interior, una alegría recién descubierta.
—Yo he hecho eso —digo mientras me examino las manos como si no me pertenecieran.
Pero me pertenecen. Con ellas he dado vida a las rosas de mi mundo. Y eso sólo es el principio. Con este poder, quién sabe de lo que puedo ser capaz para cambiar cuanto debe cambiarse en mí, en Felicity y en Ann. Y, en cuanto asegure nuestros futuros, forjaremos una alianza en los reinos.
La magia me impulsa hacia el ala este. Pongo una mano en la torreta a medio construir y siento que la energía fluye en mi interior, como si la tierra y yo fuéramos una. De repente, la tierra se ilumina. Una serie de líneas aparecen en ella como si fueran los trazos de un mapa. Una línea lleva hasta las colinas donde está emplazado el campamento de los trabajadores. Otra serpentea a través de los bosques hasta la capilla. Una tercera culebrea hasta la vecindad de las antiguas cuevas, donde por vez primera entramos en los reinos. Sin embargo, en el lugar donde estoy brilla con menos intensidad. El tiempo se ha ralentizado. La luz sangra entre los bordes de la puerta secreta. Siento su sacudida. Pongo la otra mano contra la puerta y mi cuerpo es invadido por una ráfaga de energía.
Las imágenes azotan mi mente con demasiada rapidez para poder asirlas; sólo retengo algunas hebras: el amuleto de Eugenia arrojado a las manos de mi madre, arenas negras sobrevolando montañas escarpadas, un árbol de inhóspita belleza.
De repente, me libero de ellas y caigo al suelo. De nuevo la noche está en calma, excepto por los aleteantes latidos de mi corazón.
El amanecer incrementa su rebato rosa y se eleva por encima de las copas de los árboles para dar paso a una nueva mañana y a un nuevo yo.