22

 

 

 

LA MAÑANA TRAE CONSIGO UN VESTÍBULO LLENO DE MALEtas y baúles; las chicas se disponen a regresar a casa por Pascua. Se despiden con abrazos, como si no fueran a volver a verse nunca más y no el próximo viernes.

He bajado al vestíbulo ataviada con mi vestido de viaje más cómodo: uno de tweed marrón que impide que se noten las manchas y el hollín del tren. Ann se ha puesto su anodino traje de viaje. Felicity, por supuesto, está insuperable. Luce un precioso vestido de seda de moaré azul que conjunta a la perfección con el color de sus ojos. A su lado, seguro que parezco un ratón de campo.

Los carruajes que nos llevarán hasta la estación del ferrocarril están preparados. Grupos de chicas se emparejan con sus señoritas de compañía. Los ánimos están altos, pero quienes están realmente agitados son la señora Nightwing y el señor Miller.

—Anoche desapareció uno de mis hombres —dice el señor Miller—. El joven Tambley.

—Señor Miller, ¿cómo es posible que yo sea capaz de mantener controladas a una veintena de escolares y, sin embargo, usted sea incapaz de controlar a unos cuantos hombres crecidos?

Brigid alza la vista tras un carruaje, desde donde instruye sobre cómo asegurar nuestras maletas al vehículo a un sirviente, con el consiguiente enojo de éste.

—¡Whisky! ¡El maldito whisky! —asegura Brigid asintiendo.

La señora Nightwing suspira.

—Brigid, por favor.

El señor Miller niega fervorosamente con la cabeza.

—No ha sido el whisky, señora. A Tambley lo vieron en los bosques y subir hasta el antiguo cementerio, donde oímos unos ruidos. Y ahora ha desaparecido —sisea entre dientes—. Han sido los gitanos, ya se lo dije.

—Y el motivo por el que ustedes se han retrasado en el ala este ha sido la lluvia, si mal no recuerdo. Siempre hay un culpable, una excusa —asegura la señora Nightwing con desdén—. Estoy segura de que su señor Tambley aparecerá. Es joven, como usted ha dicho, y la juventud acostumbra a rebelarse.

—Puede que tenga razón, señora, pero me temo que Tambley no aparecerá.

—Tenga fe, señor Miller. Estoy segura de que va a volver.

Felicity y yo abrazamos a Ann. Las dos nos vamos a Londres, mientras que Ann pasará las vacaciones con sus horribles primos en el campo.

—No consientas que esos abominables mocosos te tomen el pelo —le digo a Ann.

—Será la semana más larga de toda mi vida —responde con un suspiro.

—Mi madre insistirá en hacer un montón de visitas para que podamos congraciarnos con ellas —dice Felicity—. Así que estaré en constante exposición, como una de esas horribles muñecas de porcelana.

Echo un vistazo a mi alrededor, pero no veo a la señorita McCleethy por ninguna parte.

—Vamos —les digo cogiéndoles las manos—. Un poco de coraje para sobrellevarlo.

Enseguida las tres sentimos que la magia nos recorre la piel y nos trae brillo a los ojos y color a las mejillas. Un cuervo pasa volando y, tras emitir un potente graznido, se posa en la torreta, donde uno de los hombres del señor Miller trata de espantarlo. Me recuerda al pájaro que vi la otra noche y que luego desapareció. ¿O no? «Era tarde —me digo a mí misma— y estaba oscuro, y ambas cosas conllevan que las impresiones sean poco fidedignas.» Y, de todas maneras, con la magia fluyendo en mí, me siento estupendamente, lo bastante para no preocuparme.

Nuestro carruaje cascabelea paseo abajo tras los otros. Vuelvo la vista hacia Spence: los hombres, en el andamio, juntan piedras con argamasa; la señora Nightwing se mantiene inmóvil como un centinela ante la puerta principal; Brigid ayuda a las chicas a ponerse en camino; observo la gruesa capa de césped y los narcisos de color amarillo brillante. La única amenaza son unos nubarrones en movimiento. Soplan y resoplan, y obligan a las chicas a correr entre risas en busca de sus sombreros. Sonrío. La magia me acuna con su cálido abrazo y siento que nada malo puede sucederme. Ni siquiera las nubes oscuras que arremeten contra las silenciosas gárgolas pueden darnos alcance.

Sin previo aviso, la sangre bombea con fuerza en mis venas hasta transformarse en el único sonido que escucho: zum, zum, zum, zum. Afuera, el tiovivo del mundo también coge velocidad. Las nubes tormentosas se deslizan y se estiran, bailando en el cielo. Parpadeo, un cañonazo retumba en mis oídos. El cuervo emprende el vuelo. Parpadeo. Se posa en la cabeza de la gárgola. Parpadeo. Cortante como un látigo, la cabeza de la gárgola se retuerce. Me quedo sin aliento y, en ese preciso instante, los afilados dientes de la gárgola se mueven hacia abajo. Siento la cabeza liviana. Mis párpados aletean con tanto ímpetu como las alas del cuervo.

—Gemma... —La voz de Felicity parece surgir del fondo del agua y luego la oigo tan clara como la misma agua—. ¡Gemma! ¿Qué pasa?

La sangre vuelve a bombear con su cadencia habitual.

Felicity tiene los ojos muy abiertos.

—¡Gemma, te has desmayado!

—La gárgola —digo temblando—. Estaba viva.

Las otras dos chicas con quien compartimos el carruaje me miran con cautela. Las cuatro estiramos el cuello fuera de las ventanillas y observamos el tejado de la academia. Está tranquilo e inmóvil, sólo hay piedras. Una gota de lluvia me cae en el ojo.

—¡Oh! —exclamo y me retrepo en el asiento. Me limpio la lluvia del rostro—. Parecía tan real. ¿De verdad me he desmayado?

Felicity asiente. Frunce el ceño en un gesto de preocupación.

—Gemma —murmura—. Las gárgolas son de piedra. Sea lo que sea que has visto debe de ser una alucinación. Ahí fuera no hay nada, te lo prometo. Nada.

—Nada —repito.

Echo un último vistazo detrás de nosotras, y veo un ordinario día de primavera antes de Pascua y un retazo de lluvia que se acerca procedente del este. ¿De verdad he visto esas cosas o sólo las imaginé? ¿Se trata de un truco nuevo de la magia? Me tiemblan los dedos en el regazo. Sin decir palabra, Felicity pone sus manos sobre las mías y silencia mi miedo.

 

 

Se dice que París en primavera es una visión espectacular, que hace que uno se sienta como si jamás fuera a morir. No puedo saberlo pues nunca he estado en París. Pero, en Londres, la primavera es algo completamente distinto. La lluvia repiquetea contra el techo del carruaje. Las calles están invadidas en igual medida por el tráfico y la niebla de gas. Dos muchachos, un par de barrenderos, barren el polvo y la suciedad del adoquinado para que una dama elegante pueda pasar, mientras ellos están a punto de ser atropellados por un ómnibus cuyo conductor los maldice acaloradamente. Los improperios del chófer no son nada comparados con lo que los caballos les dejan para limpiar; a pesar de mis recelos por lo que encontraré en Belgravia, estoy eternamente agradecida por no ser barrendera.

Al llegar a la casa tengo el cuerpo magullado por las incesantes sacudidas del carruaje y la falda con un dedo de barro. Una sirvienta se lleva mis botas de la entrada sin hacer comentario alguno respecto del agujero que tengo en un dedo de la media derecha.

La abuela aparece en el vestíbulo.

—¡Cielo santo! ¿Qué diantre ha pasado? —exclama al verme.

—La primavera londinense —respondo mientras me recojo un mechón de pelo detrás de la oreja.

Cierra las puertas del vestíbulo tras ella y me lleva a un lugar tranquilo junto a un enorme cuadro. Tres diosas griegas bailan en la arboleda de una ermita mientras Pan toca su flauta, con su pequeña pata de cabra acompasando el son felizmente sobre los tréboles. Es tan horrible como dejar de respirar y no puedo imaginar qué le hizo comprarlo, y mucho menos exponerlo con tanto orgullo.

—¿Qué es eso?

—Las Tres Gracias —responde chasqueando la lengua—. Le tengo mucho cariño.

Es la pintura más espantosa que he visto jamás.

—Hay un macho cabrío bailando una giga.

La abuela lo evalúa orgullosamente.

—Representa a la naturaleza.

—Lleva calzones.

—Basta ya, Gemma —gruñe la abuela—. No te he traído hasta aquí para hablar de arte, de lo que pareces saber muy poco, sino para hablar de tu padre.

—¿Cómo se encuentra? —pregunto y enseguida me olvido del cuadro.

—Delicado de salud. Ésta tiene que ser una visita tranquila. No quiero rabietas, ni que hagas exhibición de tus peculiares costumbres ni nada que le moleste. ¿Has entendido?

Mis peculiares costumbres. Si ella supiera...

—Claro, por supuesto.

 

 

Después de quitarme el vestido enlodado y ponerme uno limpio, me reúno con los demás en el salón.

—Ah, ya está aquí nuestra Gemma —dice la abuela.

Padre se levanta de su silla junto a la chimenea.

—Cariño, ¿cómo puede ser hija mía esta joven dama tan hermosa y elegante?

Su voz es débil y sus ojos no brillan como antes; aún está muy delgado, pero su bigote se curva en una amplia sonrisa. Extiende los brazos y corro hacia él, de nuevo soy su pequeña. Unas repentinas lágrimas pugnan por aflorar a mis ojos y las borro con un parpadeo.

—Bienvenido a casa, padre.

Su abrazo no es tan fuerte como antes, pero aún es cálido y nos recreamos en él cuanto nos es posible. Sus ojos se suavizan.

—Cada día te pareces más a ella.

Tom permanece sentado en una silla, enfurruñado, tomando un té con pastas.

—El té ya está frío, Gemma.

—No deberíais haberme esperado —contesto sin soltarme de mi padre.

—Eso es lo que les dije —se queja Tom.

Mi padre me ofrece una silla.

—Cuando eras pequeña solías sentarte a mis pies. Pero como ya no eres una niña sino una joven dama, debes sentarte como corresponde.

La abuela nos sirve té que, a pesar de las protestas de Tom, aún está caliente.

—Hemos recibido una invitación a cenar esta semana en la Sociedad Hipocrática de Chelsea y Thomas ha aceptado.

Con el ceño fruncido, Tom deja caer dos terrones de azúcar en su té.

—Qué bien.

Padre deja que la abuela le sirva un poco de leche en su taza, y el té se enturbia.

—Asistirá un buen grupo de conocidos, Thomas, tenlo muy en cuenta. ¡Vaya! Si hasta el mismo doctor Hamilton es miembro de ella.

Tom mordisquea una pastita.

—Sí, el viejo doctor Hamilton.

—Está en mayor consonancia con tu posición social que el Ateneo —dice padre—. Has hecho bien acabando con esa tontería.

—No era ninguna tontería —responde Tom con voz sombría.

—Sí que lo era y tú lo sabes —insiste mi padre entre toses.

La tos resuena en su pecho.

—¿Está el té demasiado frío? ¿Pido que nos sirvan más? Oh, ¿dónde se ha metido esa chica?

La abuela se levanta, se sienta y se vuelve a levantar hasta que padre le hace señas de que se esté quieta y toma asiento de nuevo. Sus dedos nerviosos doblan la servilleta en un cuadrado minúsculo.

—Te pareces tanto a ella —vuelve a decir padre. Tiene los ojos húmedos—. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cuándo empezó a ir todo mal?

—John, ya no estás solo —dice la abuela con labios temblorosos.

Tom observa el suelo con la mirada triste.

—Daría mi alma por poder olvidar —susurra padre entre lágrimas.

Está destrozado y una brecha se abre entre todos nosotros. Creo que se me va a partir el corazón. Sólo necesitaría un poco de magia para cambiar la situación.

«No, quítatelo de la cabeza, Gemma.»

Pero ¿por qué no? ¿Por qué debo permitir que sufra cuando puedo evitarlo? No estoy dispuesta a pasar otra semana horrible en compañía de ellos. Cierro los ojos y mi cuerpo recibe la sacudida de sus secretos. A lo lejos, oigo a mi madre pronunciar mi nombre, confusa, y, después, el tiempo se ralentiza hasta que conforman un extraño e inmóvil retablo: Padre con la cabeza en sus manos; la abuela removiendo su preocupación en el té; Tom con el ceño fruncido, prueba palpable de que está descontento de nosotros. Pronuncio mis deseos en voz alta y los toco de uno en uno.

—Padre, olvidará su dolor.

—Thomas, ya ha llegado el momento en que te comportes como un hombre y no como un niño.

—Y, abuela, deje que nos divirtamos un poco, ¿de acuerdo?

Sin embargo, la magia aún no ha acabado. Pues halla mi intenso deseo de recuperar la familia que tuve una vez pero que perdí en unas tempestades que no puedo controlar. Durante un instante, me veo a mí misma feliz y despreocupada, correteando bajo los cielos azules de la India. La risa resuena en mi cabeza. Oh, si pudiera, intentaría recuperar de nuevo esa felicidad. La fuerza de ese deseo me llega hasta las rodillas. Me impele a llorar. Sí, quisiera recuperarla. Quisiera sentirme a salvo. Protegida. Amada. Si la magia puede proporcionármelo, entonces lo obtendré.

Tomo aire y lo expulso con fuerza.

—Y ahora empecemos de nuevo.

El tiempo avanza precipitadamente. Levantan la cabeza como si despertaran de un sueño del que se complacieran en librarse de él.

—¿De qué estábamos hablando? —pregunta padre.

Los grandes ojos de la abuela parpadean.

—Qué cosa tan curiosa, pero es que no me acuerdo de nada. ¡Ja! ¡Ja, ja, ja! ¡Qué tonta!

Tom coge otra pastita.

—¡Qué pastas tan deliciosas!

—Thomas, ¿crees que nuestros hombres ganarán hoy a Escocia en el campeonato?

—¡Sin duda alguna Inglaterra se hará con la victoria! Nuestro equipo de críquet es el mejor del mundo.

—¡Buen chico!

—Padre, ya no soy un chico.

—¡Tienes razón! Hace tiempo que usas pantalones largos.

Padre se ríe y Tom se une a sus risas.

—Los caballeros son el orgullo del Señor —añade Tom—. Gregory es un buen hombre.

Padre se retuerce el bigote.

—¿Gregory? Un excelente jugador de críquet. Aunque claro, no es W. C. Grace. Era realmente emocionante ver jugar al doctor. No había nadie igual.

Padre se come dos pastitas y sólo tose una vez. La abuela nos llena las tazas hasta el borde.

—¡Oh, esta habitación necesita más luz!

En lugar de avisar al ama de llaves, se mueve entre las ventanas y descorre los pesados cortinajes. Ha dejado de llover. Un atisbo de sol se asoma entre el cielo gris de Londres y lo envuelve como un rayo de esperanza.

—¿Gemma? —dice la abuela—. Querida, ¿qué diantres te ocurre? ¿Por qué lloras?

—Por nada. —Sonrío entre lágrimas—. Por nada en absoluto.

 

 

Que yo recuerde, es una de las veladas más felices que hemos pasado juntos. Padre nos reta a jugar al whist, y nos dedicamos a jugar a cartas toda la tarde. Hacemos nuestras apuestas con nueces, pero éstas son tan deliciosas que nos las comemos a escondidas, así que nos quedamos sin nueces para seguir apostando y nos vemos obligados a abandonar el juego. La abuela se sienta ante el piano y nos invita a cantar toda una ronda de entusiastas y novedosas canciones. La señora Jones nos trae unos tazones de chocolate humeante y la invitamos a acercarse al piano y a corear un par de canciones. Cuando anochece, padre enciende la pipa que le regalé en Navidad y su aroma conjura los recuerdos de infancia que me envuelven como una crisálida.

—Ojalá tu madre pudiera estar aquí para compartir este fuego con nosotros —dice padre, y contengo la respiración, preocupada por que este castillo de naipes que he construido se venga abajo.

No estoy dispuesta a dejar escapar tanta felicidad. Le doy otro toque de magia.

—Qué raro —dice con el rostro iluminado—. Estaba pensando en tu madre, pero ya no recuerdo en qué y no puedo acordarme de ello.

—Mejor así —respondo.

—Sí. Olvidémoslo —contesta—. ¿A quién le gustaría escuchar una historia?

Todos queremos escuchar una de las historias de padre, pues son realmente entretenidas.

—¿Os he contado alguna vez la del tigre...? —empieza a decir y sonreímos.

La conocemos de sobra; la ha explicado cientos de veces pero no nos importa. Nos sentamos y de nuevo nos dejamos atrapar por sus espléndidos relatos que, por lo que parece, nunca perderán su magia.