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DOS DÍAS DESPUÉS

Academia Spence

 

LA LLUVIA NOS VISITA UNA VEZ MÁS. DURANTE DOS DÍAS nos ha mantenido cautivas, empapando los bosques y transformando la hierba en un revoltijo enlodado. Azota la ventana de mi dormitorio y al fin quito la badana roja empapada que dejé ahí desde que volví de Londres y de nuevo la oculto bajo la almohada, fuera de la vista. Kartik siempre ha comparecido ante mí, pero no en esta ocasión. Primero temí que se hubiera ido a Bristol y embarcado en el Orlando sin molestarse en despedirse. Pero ayer lo vi desde mi ventana. Vio el trapo rojo y se alejó sin echarle un segundo vistazo.

Desde entonces he empezado tres cartas diferentes para él.

 

Querido Kartik:

Lamento tener que poner fin a nuestra relación. Te adjunto la badana. Por favor, úsala para secarte las lágrimas..., es decir, si es que tienes lágrimas que derramar, puesto que empiezo a ponerlo en tela de juicio.

Afectuosamente,

Gemma

 

Querido Kartik:

Estoy terriblemente preocupada pues he oído que te has quedado ciego. Así debe de haber sucedido, puesto que, de no ser así, habrías visto la badana roja en la ventana de mi dormitorio y comprendido que se trataba de una urgencia. Quiero que sepas que, aunque seas invidente como el señor Rochester, seguiré siendo amiga tuya y que haré cuanto esté en mi mano para visitarte en tu ermita.

Con todas mis condolencias,

Gemma Doyle

 

Señor Kartik:

Es usted un amigo indigno. Cuando me convierta en una gran dama y me lo encuentre en la calle, pasaré por delante de usted y me limitaré a dedicarle un simple asentimiento de cabeza. Si se muestra la mitad de amable con el Orlando, es muy probable que éste acabe hundiéndose.

Con pesar,

Señorita Doyle

 

De nuevo mi mano queda suspendida en la página, en busca de palabras que se adecuen a mi corazón, pero sólo hallo éstas: «Querido Kartik... ¿Por qué?». Rompo el papel en trocitos minúsculos y alimento con ellos la llama de mi vela mientras observo, en su avance sigiloso y negruzco, cómo transforma los bordes de mi dolor en algo oscuro y humoso que se convierte en cenizas.

 

 

Ann y Felicity han regresado por fin, y de nuevo estamos juntas en el gran salón. Felicity nos explica su visita a lady Markham mientras Ann nos habla de los horrores cometidos por Lottie y Carrie. Sin embargo, mis pensamientos se hallan en otra parte; mis problemas con Kartik, Fowlson y Tom me han puesto de un humor sombrío.

—Y entonces lady Markham me presentó a su hijo, Horace, quien es más lerdo que un cántaro. En realidad, creo que podría mantenerse una conversación más placentera con un cántaro.

Ann se echa a reír.

—¿Tan mal te fue?

—Ya lo creo. Pero me dediqué a sonreír con dulzura, procuré no bizquear y gané la batalla. Creo que he obtenido la confianza de lady Markham y su patrocinio.

—¿Sabéis qué me dijo Charlotte? —pregunta Ann—. «Cuando seas mi institutriz haré lo que me dé la gana. Y si no haces lo que te ordeno, le diré a mi madre que te he visto toquetear sus joyas, por lo que te pondrá de patitas en la calle sin referencias.»

Hasta Felicity parece horrorizada.

—¡Es un mal bicho! Deberíamos colgarla de los dedos de los pies. ¿No te alegra no tener que ser su institutriz?

—Sólo si obtengo una entrevista con el señor Katz —responde Ann mientras se mordisquea una uña—. Espero que mi carta llegue pronto.

—Estoy segura de que así será —dice Felicity con un bostezo.

—Gemma, ¿qué tal tus vacaciones? —pregunta Ann.

—Recibí la visita de Fowlson —digo—. Quiere chantajearme para que entregue la magia a los Rakshana reclutando a mi hermano, Tom, en la hermandad. Me da miedo de lo que le puedan hacer para llegar a mí.

—¡Los Rakshana! —exclama Ann.

—¿Por qué no conviertes a Fowlson en un sapo o haces que se interne en la jungla de Calcuta? —rezonga Felicity.

—¿No te das cuenta? En el momento en que dé pruebas de que la magia de los reinos obra en mi poder, me la quitarán. No puedo permitir que lo sepan.

—¿Qué harás? —pregunta Ann.

—Hay algo más. Cuando fui a Londres tuve otra visión, y se me apareció en ella la señorita McCleethy.

Les hablo de la dama y del carruaje fantasma. Las sombras de la lumbre se contorsionan en las cortinas de la tienda de Felicity como demonios.

—McCleethy —dice Ann con un estremecimiento—. ¿Y qué significa eso?

—Sí, ¿de qué sirve un mensajero si no lo entiendes? —se queja Felicity—. ¿Por qué, al menos una vez, uno de esos espectros no dice simplemente: «Hola, Gemma, lamento mucho tener que molestarte, pero creo que te gustaría saber que la señora X es de la única que debes procurar que... no te coma el corazón. ¡Adiós!».

Pongo los ojos en blanco.

—Muy amable. Gracias. Lamento que mis visiones no funcionen de esa manera. Me corresponde a mí asignarles un significado. No es que tenga una clave. Pero hay alguien que pudiera tenerla. Debemos asistir a la representación del Salón Egipcio y encontrar al doctor Van Ripple. Tengo que emplearme a fondo con LeFarge cuanto antes.

—De acuerdo —corean Ann y Felicity.

—Quiero enseñaros algo —añade esta última.

Abre una caja y aparta unas cuantas láminas de papel de seda. Dentro hay una exquisita capa de terciopelo azul noche con un ribete de piel alrededor del cuello y unas cintas de seda a modo de lazos.

—¡Oh! —jadea Ann—. ¡Qué afortunada eres!

Felicity sostiene la capa en alto.

—Mi padre quiere hacer un viaje corto con Polly. Yo me opuse, y él me regaló esto.

—¿Por qué te opusiste? —pregunta Ann sin apartar la vista de la prenda.

Fee y yo intercambiamos una mirada que ninguna de las dos está ansiosa por sostener. Las dos sabemos lo que para el almirante significa llevarse de viaje a su joven pupila. El horror de todo ello me silencia.

—Se la voy a regalar a Pip —dice Fee mientras la dobla con cuidado en el interior de su caja.

Ann abre la boca conmocionada.

—¿No se enfadará tu madre?

—Que se enfade —dice Felicity con los labios fruncidos en una dura línea—. Le diré que la lavandera la ha estropeado. Se enfadará y dirá que no cuido de mis cosas. Y yo le responderé que tampoco ella cuida de las suyas.

Felicity guarda la caja debajo de la silla.

—¿Y qué hay de esta noche? Gemma, ¿y los reinos?

Me miran esperanzadas.

—Sí. Los reinos.

Levanto una de las telas de la tienda y observamos a la señorita McCleethy. Está sentada junto a Nightwing y LeFarge, con quienes comparte té y buen humor. Nightwing echa miradas furtivas al reloj, sé que está deseando tomarse su jerez vespertino. Como mínimo tenemos que asegurarnos de que estará dormida cuando emprendamos nuestra aventura. Pero con McCleethy es diferente. Espera a que cometa un error para demostrar que tengo la magia y, después de mi visión, sospecho de ella aún más.

—Maldita McCleethy —gruñe enfadada Felicity—. Lo va a arruinar todo.

Ann se mordisquea el labio inferior, pensativa.

—¿Y si le lanzamos un hechizo? Podríamos hacerla caer en un sueño tan profundo que tuviera que quedarse en cama durante unos cuantos días.

Felicity resopla.

—¿Estás loca? Probablemente nos perseguirá para arrancarnos el pellejo ¡mientras aún lo llevamos puesto!

—No —respondo—. El más leve indicio de magia usado contra ella le haría descubrir la verdad. No podemos arriesgarnos precisamente ahora. No debe sospechar nada. Me temo que lo único que nos queda es esperar hasta que esté plácidamente dormida para poder entrar en los reinos.

—Pues no parece tener mucho sueño que digamos —se lamenta Ann.

Veo a Mademoiselle LeFarge levantarse de su silla.

—Hay que mantener a los lobos a raya —contesto mientras también yo me pongo en pie.

Doy alcance a nuestra profesora en la biblioteca, donde busca un libro entre los muchos que inundan los estantes.

Bonsoir, Mademoiselle LeFarge —logro decir—. Er... comment allez-vous?

Corrige mi pronunciación sin levantar la vista.

Comant’alé-vú.

—Sí. Ya sé que tengo que esforzarme más.

—Me contentaría, señorita Doyle, con que simplemente hiciera un esfuerzo.

Sonrío como un bufón.

—Sí. Tiene toda la razón. —Nuestra pequeña charla no ha tenido un gran comienzo. Podría destrozar otro idioma o criticar su atuendo o, Dios me perdone, ponerme a cantar—. Hace una tarde deliciosa, ¿verdad?

—Está lloviendo —señala.

—Sí, así es. Pero la lluvia es necesaria, ¿no es verdad? Hace que las flores crezcan hermosas y...

Mademoiselle LeFarge me lanza una mirada que conozco bien y guardo silencio.

—Entonces, desembuche. ¿Qué es lo que quiere, señorita Doyle?

Descubro que el compromiso con el inspector Kent ha agudizado las dotes detectivescas de LeFarge.

—Pensaba que quizá pudiera llevarnos a ver este espectáculo.

Desdoblo el trozo de papel del Salón Egipcio y se lo entrego. Lo pone debajo del candil.

—¿Un espectáculo de la linterna mágica? ¡Mañana por la tarde!

—¡Promete ser extraordinario! ¡Y sé cuánto le gustan este tipo de eventos!

—Que a mí... —Con un suspiro, dobla el papel—. No es nada edificante.

—Oh, pero...

—Lo lamento, pero la respuesta es no, señorita Doyle. Dentro de un mes irá a Londres para inaugurar su temporada social y podrá ir a ver lo que quiera. Y creo que debería emplear su tiempo en perfeccionar su reverencia. Después de todo, tendrá que saludar a su soberana. Será el momento más importante de su vida.

—Espero que no —murmuro.

Me ofrece una sonrisa amable junto a su advertencia, y maldigo mi suerte. ¿Y ahora cómo vamos a ir al Salón Egipcio a ver al doctor Van Ripple?

Podría hacer que haga lo que yo quiera. No, eso sería horrible. Pero ¿de qué otra manera encontraremos al doctor Van Ripple? Está bien, sólo por esta vez y luego nunca más.

—Querida Mademoiselle LeFarge —digo y le cojo la mano.

—¿Señorita Doyle? ¿Qué...?

La magia la hace callar.

—Usted quiere llevar a Felicity, a Ann y a mí al Salón Egipcio mañana por la tarde. Está ansiosa por acompañarnos. Será... edificante. Se lo prometo —canturreo.

Se escucha un golpe y pierdo el contacto con LeFarge en el preciso momento en que veo a la señorita McCleethy ante la puerta.

—Gemma, debería estar en la cama —dice la señorita McCleethy.

—S-sí, ahora mismo me i-iba —tartamudeo.

Me tiemblan las manos. La magia se ha despertado en mi interior y ahora quiere salir. Intento con todas mis fuerzas mantenerla bajo control.

Mademoiselle LeFarge blande el folleto por encima de su cabeza como si fuera la carta de un estimado pretendiente.

—¿No es maravilloso? Un espectáculo de la linterna mágica en el Salón Egipcio, mañana. Le pediré permiso a la señora Nigthwing para llevar a las chicas. Promete ser muy edificante.

—¿Un espectáculo de la linterna mágica? —La señorita McCleethy se echa a reír—. No creo que...

—Véalo usted misma: ¡Los hermanos Wolfson! —Le tiende el folleto a la señorita McCleethy—. La señorita Doyle me lo ha enseñado y me complace que lo haya hecho. Ahora mismo voy a decírselo a la señora Nightwing. Disculpe.

McCleethy y yo nos quedamos a solas.

—Me voy a dormir.

—Un momento —me dice mientras intento deslizarme delante de ella—. ¿Está usted enferma, señorita Doyle?

—N-no —digo con voz ronca.

No me atrevo a mirarla. ¿Puede saberlo? ¿Puede leerlo en mi rostro? ¿Puede olerlo en mí como si se tratara de un perfume?

—Todo esto es demasiado precipitado. Me pregunto por qué Mademoiselle LeFarge está tan excitada al respecto.

—A ella le en-encantan este tipo de cosas —consigo decir.

Tengo la frente perlada de sudor. La magia pugna por salir. Me volveré loca si sigo conteniéndola.

Durante un momento terriblemente largo, las dos permanecemos calladas. Finalmente, la señorita McCleethy rompe el silencio.

—Muy bien. Si tan edificante es quizá también yo me decida a ir.

Maldita sea.

Finalmente me libero de la mirada de McCleethy y me tambaleo hasta mi habitación, a punto de dar una arcada por tratar de contener la magia. Corro a abrir la ventana, me agacho ante el alféizar y levanto el rostro para que la suave lluvia me moje la cara, pero es inútil. La magia me llama.

«Vuela», me ordena.

Me quedo de pie en el estrecho alféizar, agarrándome con fuerza al marco de la ventana, con el cuerpo alejado de la misma. Y entonces me dejo ir. Mis brazos se convierten en las alas negro azuladas y brillantes de un cuervo, y vuelo alto por encima de Spence. Es estimulante. Podría vivir para siempre con este poder dentro de mí.

Paso volando por encima del campamento de los trabajadores; los hombres juegan a cartas o boxean. Carretera abajo, una troupe de cómicos deambula por el camino, borrachos, mientras se pasan de unos a otros una botella de whisky. Revoloteo por el campamento de gitanos, donde Ithal hace guardia y la Madre Elena tiene un sueño agitado en su tienda mientras murmura un nombre que se pierde en sus ensoñaciones.

Hay luz en el varadero y sé quién está dentro. Me poso en tierra con tanta suavidad como lo haría un copo de nieve y me desprendo de mi forma de cuervo. A través de la ventana mugrienta, lo veo con su candil y su libro. ¿Obtendré lo que deseo?

Empujo la puerta y Kartik repara en mi presencia, en mi rostro encendido y en mi pelo enmarañado.

—¿Gemma? ¿Qué ha pasado?

—Estás soñando —le digo.

Sus párpados aletean bajo mi convencimiento. Cuando abre los ojos de nuevo, se halla en una nebulosa de vigilia y sueño.

—¿Por qué no acudiste a mi llamada? —pregunto.

Su voz suena lejana.

—Soy un peligro para ti.

—Bueno, pues ya estoy cansada de mantenerme a salvo. Bésame —digo; doy un paso hacia adelante—. Por favor.

Cruza la estancia en dos zancadas y la fuerza de su beso me deja sin aliento. Sus manos descansan en mi pelo, echo la cabeza hacia atrás y sus labios se posan en mi cuello y en todas partes a la vez.

No es real; sólo magia. «No, no pienses en eso. Piensa sólo en el beso.» Sólo hay eso. Sólo eso. Beso.

Su lengua se desliza dentro de mi boca. Sorprendida y asustada, me aparto. Pero él me atrae hacia sí con otro beso, con mayor avidez en esta ocasión. Hace pequeñas incursiones con la punta de la lengua. Desliza una mano por mi torso y vuelve a subirla; la ahueca en mi pecho y gime. Apenas puedo respirar. Soy incapaz de controlar ni esta fuerza ni mis emociones.

—¡Ba-basta! —digo.

Me libera de su abrazo y, para no tener que apartarlo de mí con brusquedad, le ordeno:

—Ahora, duerme.

Se tiende en el suelo y cierra los ojos.

—Que tengas dulces sueños.

Salgo con sigilo del varadero; me toco con los dedos mis labios hinchados por su beso. A pesar de todo el poder que tengo, no puedo evitar sonreír abiertamente ante lo que ha florecido en ellos.

 

 

Al llegar a las Tierras Fronterizas, las chicas de la fábrica nos llaman con su familiar «Huu-uu». Les respondemos de la misma manera y aparecen ante nosotras, como por arte de magia, tras los árboles y la maleza. Las faldas de Mae y Bessie están salpicadas de manchas rojas.

—Nos comimos un faisán —dice Bessie buscando mi mirada—. ¿Te lo imaginas?

Sonríe y veo sus dientes afilados.

—¡Habéis vuelto! —exclama Pippa. Se levanta la falda hasta la cintura y forma con ella una bolsa que se comba con el peso de las bayas. Nos abraza de una en una y, al llegar a mí, susurra con dulzura—: Reúnete conmigo en la capilla.

—Pip, tengo un regalo para ti —dice Felicity mientras sostiene la caja en alto.

—Y estoy impaciente por verlo. ¡Sólo tardaré un momento!

El rostro de Felicity se ensombrece y Pip me lleva consigo, como por arte de magia, hasta las ruinas de la abadía tarareando una alegre tonada. En cuanto nos ponemos a salvo tras el raído tapiz, vacía las bayas en un cuenco enorme y me agarra de las manos.

—De acuerdo, estoy preparada para recibir la magia.

Me suelto de ella.

—Hola a ti también, Pip.

—Gemma —dice y rodea mi cintura con sus manos—. Ya sabes lo mucho que te quiero, ¿verdad?

—¿Me quieres a mí o a la magia?

Dolida, Pippa se refugia en el altar, arranca unas margaritas que crecen en el suelo y las arroja a un lado.

—¿No me negarás la felicidad, verdad, Gemma? Voy a tener que quedarme aquí atrapada durante toda la eternidad con la única compañía de esas chicas ordinarias y vulgares.

—Pippa —le digo con amabilidad—, quiero tu felicidad, de verdad que la quiero. Pero un día de éstos tendré que devolver la magia al Templo y hacer una alianza para salvaguardar su seguridad. No siempre estará al alcance de mi mano, como ahora. ¿Has pensado en cómo vas a pasar el resto de tus días?

Los ojos se le llenan de lágrimas.

—¿No puedo unirme a tu alianza?

—No lo sé —respondo—. Tú no estás... —me muerdo la lengua antes de pronunciar la siguiente palabra.

—¿Viva? ¿En ninguna tribu? —Un lagrimón desciende por su mejilla—. No pertenezco a tu mundo, y tampoco al de ellos. Tampoco formo parte de las Tierras Invernales. No pertenezco a ningún sitio, ¿no es así?

Es como si me hubiese perforado de lado a lado; ¿cuántas veces no me he sentido igual que ella ahora?

Pip entierra la cabeza en las manos.

—No sabes lo que esto significa para mí, Gemma. Me dedico a contar las horas que faltan para que vosotras tres regreséis.

—A nosotras nos pasa lo mismo —le aseguro.

Cuando estamos juntas todo nos parece posible, y no hay un final a la vista. Simplemente, seguiríamos así para siempre, bailando y cantando y corriendo por el bosque, riendo. Este único pensamiento basta para que la coja de las manos y comparta el poder con ella.

—Vamos —digo.

Estiro los brazos y ella viene a mí corriendo.

 

 

—¡Pip, tengo un regalo para ti! —exclama Felicity en cuanto regresamos.

Desenvuelve la capa ribeteada en piel.

—¡Oh! —suspira Pip abrazándose a la prenda—. ¡Es extraordinaria! ¡Querida Fee!

Le da un dulce beso en la mejilla y Felicity sonríe como si fuera la chica más feliz de la tierra.

Bessie Timmons se interpone entre ellas. Sostiene la capa en alto para examinarla.

—No parece tan especial.

—Vamos, Bessie —la regaña Pip y se la quita de las manos—. Eso no se hace. Una dama debe decir algo amable o limitarse a guardar silencio.

Bessie se apoya en una columna de mármol cuyas muchas grietas están cubiertas de hierba.

—Entonces, supongo que tendré que mantener la boca cerrada.

Pippa se levanta el cabello y deja que Felicity le ate las cintas de la capa alrededor de su cuello esbelto, y luego se atusa la prenda y se pasea con afectación.

Ann y las chicas de la fábrica se adueñan del altar. Les habla de Macbeth. Hace que parezca una historia de fantasmas, aunque supongo que eso es lo que es.

—Nunca he estado en un teatro de verdad —dice Mae Sutter cuando Ann termina de hablar.

—Tendremos uno para nosotras solas aquí —promete Pippa y se aposenta en el trono como si hubiera nacido para ello.

Felicity encuentra una cortina vieja. Al tocarla se transforma en una capa igual a la que ha regalado a Pip. Es preciosa, pero cuando se sienta junto a Pip se nota que sólo es una ilusión. No puede compararse a la auténtica.

—Nuestra Ann va a tener una audición con Lily Trimble.

—¡Anda ya! —se ríe Mae.

—Es verdad —responde Ann—. En el West End.

—Me gustaría volver allí —dice Mercy con una mezcla de admiración y celos—. ¿Recuerdas las patatas que nos ponían los miércoles, Wendy?

—Sí, grasientas.

—¡Goteando grasa e hirviendo! —La sonrisa de Mercy se desvanece—. Echo todo eso de menos.

—Pues yo no. —Bessie Timmons da un salto desde su lugar junto al fuego y se le pone delante—. Nada más que miseria. Trabajar desde antes que se ponga el sol hasta el anochecer. Y, sin embargo, nada que te espere en casa, excepto tu madre con un montón de bocas que alimentar y muy poco con que llenarlas.

Mercy descansa la vista en sus botas.

—No era tan malo. Mi hermana Gracie era una chica estupenda. Y yo tenía grandes sueños.

Los ojos se le llenan de lágrimas y llora mientras se limpia la nariz.

Bessie se acuclilla y gruñe en el rostro de la muchacha.

—Dolor de barriga y los dedos entumecidos por culpa del frío es lo que tenías, Mercy Paxton. No llores por eso.

Mae interviene.

—Aquí tenemos todo cuanto necesitamos, Mercy. ¿No lo ves?

—Mercy, ven aquí —ordena Pippa.

La joven se levanta del suelo con dificultad y se dirige hacia ella lentamente. Pippa ahueca la palma de su mano en el rostro de la chica y le sonríe.

—Mercy, ya no puede hacerse nada al respecto, así que sécate esas lágrimas. Ahora estamos aquí, y todo cuanto soñemos podrá cumplirse. Ya lo verás.

La chica se limpia la nariz en la manga y ese sencillo gesto le devuelve la juventud. No tiene más que trece años. Es horrible pensar que trabajara en esa fábrica de sol a sol.

—¿Quién quiere vivir una alegre aventura? —pregunta Pippa.

Las chicas estallan en gritos entusiastas. Hasta Mercy logra esbozar una sonrisa.

—¿Qué clase de aventura? —pregunta Ann.

Pippa se echa a reír.

—Tendréis que confiar en mí. Ahora, cerrad los ojos y seguidme. ¡No se puede mirar a hurtadillas!

Con Pip delante, nos arrastramos las unas cogidas de las manos de las otras, como si fuéramos una cadena humana de papel. Salimos del castillo. Siento en la piel el frío de las Tierras Fronterizas.

—¡Abridlos! —ordena Pip.

Ante nosotras hay un seto enorme, de más de dos metros de alto. En uno de sus extremos localizo una entrada.

Ann esboza una sonrisa.

—¡Es un laberinto!

—Sí —responde Pip aplaudiendo—. ¿No os parece espléndido? ¿Quién se apunta?

—Yo —contesta Bessie Timmons.

Echa a correr alrededor de una esquina y desaparece en el interior del laberinto.

—Y yo —dice Mae y corre detrás de ella.

—Cómo me gusta jugar al escondite. ¡Encuéntrame, Fee!

Tras estas palabras, Pippa se levanta las faldas y Felicity, riendo, va en su busca. Soy la última en apuntarme. No sé cómo las otras han podido desaparecer de mi vista tan deprisa. Voy de esquina en esquina, pero lo único que veo es un exasperante revoloteo de colores y luego nada. Las paredes del seto son las más extrañas que he visto en mi vida, hechas con tréboles fuertemente entretejidos y florecillas negras, juro que se desplazan cuando miro detrás de mí, pues el pasillo ha cambiado. El aislamiento envía a mi mente hasta extrañas esquinas y acelero el paso.

—¡Ann! —grito.

—¡Por aquí! —exclama detrás de mí.

El sonido proviene de todas partes a la vez, por lo que no estoy completamente segura de adónde debo dirigirme. Oigo murmullos. ¿Proceden de más adelante?

Giro por una esquina y veo a Felicity y a Pippa muy juntas, con las frentes unidas y haciendo palmas. Mantienen una conversación entre murmullos y sólo puedo escuchar una palabra aquí y una frase allá.

—... hay una manera...

—... pero cómo...

—... podemos... juntas... ¿lo ves?

—... Pip...

—... prométemelo...

—... te lo prometo...

Piso una rama. Se rompe con un ruidoso crujido. Al unísono, bajan las manos y me hechizan con unas sonrisas precipitadas.

—No deberías aparecer sigilosamente, Gemma —me riñe Fee con una mano en el pecho y rostro encendido.

Pippa interviene en la conversación, toda sonrisas.

—Fee me estaba enseñando cómo hacer una reverencia ante la reina. Es horrorosamente difícil, pero ella puede hacerlo a la perfección, ¿verdad, Fee?

De inmediato, Felicity se inclina hacia el suelo, con los brazos sujetándose las faldas y la cabeza baja. Sus ojos serenos se clavan en mí.

—Así que estabais hablando de reverencias —repito como una tonta.

—Sí —contesta Pippa luciendo una sonrisa que indica que miente.

—No importa. No tenéis que contármelo —contesto mientras me alejo.

—¡Gemma, no seas tonta! —grita Felicity—. ¡Estábamos hablando de la reverencia!

Las oigo cuchichear a mis espaldas mientras me alejo. Pues muy bien. Que tengan secretos. Doy vueltas y giro por las esquinas del laberinto. La magia se retuerce y se arremolina dentro de mí. Podría comerme el mundo, devorarlo entero. Necesito correr. Pegar. Herir y sanar a partes iguales.

Lo necesito, y eso es más de lo que puedo soportar.

Con pies ágiles, vuelo por el bosque. De todo lo que tocan mis manos nace algo nuevo. Flores extrañas tan altas como hombres. Una bandada de mariposas con alas de color amarillo brillante y bordes negros. Fruta púrpura oscura, gruesa y pesada, cuelga de una rama. Estrujo una en la mano y el zumo se convierte en gusanos. La arrojo rápidamente lejos de mí; las repugnantes criaturas escarban la tierra y ésta les responde con una cosecha de flores silvestres.

Unas luces parpadean en los árboles, y aparece una criatura semejante a un hada.

—¡Qué poder! —exclama, maravillada.

Siento la mente ligera; la magia me inunda. De repente, lo único que quiero es desembarazarme de ella.

—Aquí —digo, y extiendo una mano sobre su cabeza.

Está tan fría como la nieve, y vislumbro una vasta oscuridad antes de retirar la mano.

La criatura da vueltas y emite un centelleo.

—Ahhh, te conozco —ronronea y arrastra un dedo por mi corazón.

Niego con la cabeza.

—Nadie me conoce.

La criatura da vueltas a mi alrededor lentamente hasta que me siento mareada.

—Hay un lugar donde eres bien conocida. Amada. —Su frío aliento susurra en mi oído—. Buscada. Solamente tienes que seguirme.

Se adentra volando en los bancos de niebla que oscurecen las Tierras Invernales, y le doy alcance al permitir que la neblina me engulla hasta tal punto que la risa de mis amigas es apenas el débil recuerdo de un sonido. Me alejo más que nunca. Viscosas parras se deslizan entre mis pies desnudos como serpientes varadas; no me muevo e intento controlar la respiración.

La criatura semejante a un hada planea cerca de mi hombro. Sus ojos son dos piedras preciosas negras.

—Escucha —murmura.

Junto a mi oído, oigo una voz procedente de las Tierras Invernales, tan suave como el beso de buenas noches de una madre:

—Cuéntanos tus miedos y tus deseos...

Algo dentro de mí quiere responder. Siento tanta añoranza como si hubiera encontrado una parte de mí misma que no supiera que la había perdido.

La voz sigue hablando:

—Es aquí a donde perteneces, donde se halla tu destino. No hay nada que temer...

Los labios del hada esbozan una sonrisa.

—¿Has escuchado eso?

Asiento; soy incapaz de hablar. La atracción es muy fuerte. Lo único que deseo es unirme con lo que sea que me espera al otro lado.

—Puedo mostrarte el camino hasta el Árbol de Todas las Almas —dice la criatura de alas doradas y brillantes—. Y luego sabrás lo que es el verdadero poder. Nunca volverás a estar sola.

Las parras acarician mis tobillos; una me trepa por la pierna. La neblina se divide; la entrada de las Tierras Invernales me hace señas. Doy un paso hacia ella.

La pequeña criatura me ahuyenta con sus dedos larguiruchos.

—Eso es. Ve.

—¡Gemma!

Mi nombre avanza lentamente a través de la neblina y doy un paso atrás.

—¡No escuches! ¡Ve! —sisea la criatura, pero mis amigas me llaman de nuevo, y esta vez oigo algo más: el galope fuerte y rápido de unos caballos.

Me alejo de las Tierras Invernales y del hada y corro hasta que la niebla se disipa y me hallo cerca del castillo. Las chicas salen del laberinto.

—¿Qué es eso? ¿Qué sucede? —grita Ann, quien lleva a Wendy del brazo.

—¡Por aquí! —chilla Felicity y echamos a correr hacia el muro de zarzas.

Por el sendero se aproxima a toda prisa una manada de centauros con Creostus en cabeza. Al vernos enlentecen la marcha.

Creostus me señala.

—¡Sacerdotisa! Tienes que venir conmigo.

—No va a ir a ningún sitio con tipos de vuestra calaña —contesta Felicity, quien se mantiene firme a mi lado, como un soldado.

El centauro va acercándose dando zancadas con sus fuertes patas.

—Philon la ha mandado llamar. Tiene que dar muchas explicaciones.

—Te acompañaremos, Gemma —promete Ann.

—Pero nos estábamos divirtiendo —dice Pip haciendo pucheros.

—¿Podemos ir? —pregunta Felicity sin soltarse de la mano de Pip.

Pienso en las dos murmurando a mi espalda, compartiendo secretos, dejándome de lado. Pues bien, me gustaría tener un secreto para mí sola.

—No. Iré sola —respondo y me hundo en las zarzas para cruzar al otro lado.

—Sí, Gemma nos lo contará todo, ¿verdad? —dice Pippa mientras arrastra de nuevo a Felicity hasta el laberinto.

Creostus observa a Wendy con avidez.

—Me gustaría llevarte conmigo y convertirte en mi reina. ¿Has montado alguna vez a lomos de un centauro?

Mae aparta a Wendy.

—Vaya con cuidado, señor. Somos unas señoras.

—Sí, ya lo sé. Señoras. Mis favoritas.

—Creostus, si ya has acabado de cortejar a la señorita Wendy, te acompañaré hasta Philon —le interrumpo, y me pregunto qué es tan urgente como para que Philon me haya mandado llamar.

La estruendosa risa de Creostus hace que se me erice el vello de los brazos. Se me acerca.

—¿Celosa, sacerdotisa? ¿Deseas competir por mi afecto? Me gustaría verlo.

—Estoy segura de que sí. Pero antes tendrías que estar muerto, así que llévame hasta Philon, por favor.

—Me adora —dice guiñando un ojo.

Siento la imperiosa necesidad de ponerle una gorra y pintarlo bailando al son de las flautas que cuelgan de la pared de cierta dama elegante.

—Creostus, ¿nos vamos o no?

Me roza el cuerpo con el suyo al pasar junto a mí.

—Te mueres de ganas por estar a solas conmigo, ¿verdad?

—De buena gana te convertiría en una mariquita. No me des pie a demostrártelo.

Sin esfuerzo evidente, Creostus me monta en su lomo. Mientras cabalgamos hacia el bosque, me agarro a su cintura para salvar mi vida. Sea cual sea la razón de esta visita, no puede ser para nada bueno. Abajo, en el río, veo a la Gorgona navegar a toda velocidad para avanzar al mismo ritmo que nosotros.

No, esto no presagia nada bueno.