29

 

 

 

AHORA QUE HA VUELTO CON NOSOTRAS, LA SEÑORITA MC Cleethy no pierde el tiempo y hace que se note su presencia. Su látigo restalla a la mínima. Hay una manera correcta y otra incorrecta de hacer las cosas, y la manera correcta, según parece, siempre es la de la señorita McCleethy. A pesar de su voluntad de hierro, es única organizando excursiones y, como a medida que pasan los días todo está más verde, agradecemos las salidas fuera del ambiente viciado de las estancias de Spence.

—Creo que hoy dibujaremos fuera —anuncia.

Como hace un día maravilloso, recibimos la noticia con entusiasmo. Nos ponemos nuestros sombreros para proteger nuestra pálida piel de la terrible amenaza de las pecas, aunque en mi caso ésta es una cuestión debatible. Rememoro los días espléndidos y calurosos vividos en la India, corriendo por la tierra agrietada con los pies desnudos, el tatuaje del sol, recuerdo de esos días en forma de diminutas manchas marrones, como si los dioses me hubieran arrojado en el rostro húmedo un puñado de arena, salpicando mis mejillas y mi nariz.

—El sol la ha bendecido —solía decir Sarita—. Mire cómo ha dejado sus besos en su rostro para que todos lo vean y se pongan celosos.

—El sol te quiere más a ti —le respondía y, pasando mis manos por sus brazos resecos y su piel ajada del color del vino mate, ella se echaba a reír.

Pero esto no es la India, ni se nos valora por nuestras pecas. Al sol no se le permite demostrarnos su amor.

La señorita McCleethy dirige la marcha por la hierba embarrada que nos estropea las botas.

—¿Adónde vamos? —refunfuña Elizabeth, caminando detrás de nosotras.

—Señorita McCleethy, ¿queda mucho? —pregunta Cecily.

—El paseo le hará bien, señorita Temple. No quiero oír más quejas —responde la señorita McCleethy.

—No me estaba quejando —rezonga Cecily, pero ninguna de nosotras la secunda.

Si hubiera un campeonato de lloricas, se llevaría el primer premio.

La señorita McCleethy nos guía a través de los bosques, pasamos por el lago donde se refleja el cielo gris y descendemos por un camino angosto y tortuoso que no habíamos visto antes, y que serpentea durante un buen trecho antes de llegar a una colina. Vislumbramos un cementerio en la cima de la colina, y es allí hacia donde nos lleva la señorita McCleethy.

Extiende una manta entre las lápidas y monta nuestro picnic allí mismo.

Elizabeth sostiene con fuerza su capa contra ella.

—¿Por qué hemos venido hasta este lugar tan horrible, señorita McCleethy?

—Para recordarles que la vida es breve, señorita Poole —responde la señorita McCleethy mientras me observa durante un instante—. Además es un lugar encantador para un picnic. ¿A quién le apetece un poco de tarta y limonada?

Con una floritura abre la cesta y el celestial aroma de la tarta de manzana de Brigid asciende de su interior. Gruesas porciones de bizcocho pasan de mano en mano. Se sirve la limonada. Dibujamos y comemos con lasitud. La señorita McCleethy bebe a sorbitos su refresco. Contempla la extensión de onduladas colinas verdes, las agrupaciones de árboles como mechones rebeldes en la cabeza de un calvo.

—Esta tierra tiene algo especial.

—Es precioso —secunda Ann.

—Un poco embarrada —se queja Cecily con la boca llena de tarta—. No es tan bonito como Brighton.

La imagino sacando brillo a su trofeo de llorica.

Ann eleva la voz.

—Brigid dice que puede que Jesús caminara por estas colinas con su primo, José de Arimatea, y que los agnósticos también pasaron por este lugar.

—¿Quiénes son los agnósticos? —pregunta Elizabeth entre risas.

—Una secta mística cercana a los cristianos, aunque en realidad es más pagana que cristiana —responde la señorita McCleethy—. También yo he escuchado esa historia, señorita Bradshaw. Muchos británicos creen que Camelot pudo haberse erigido en esta región, y que Merlín escogió este lugar porque el terreno está encantado.

—¿Cómo puede la tierra estar encantada? —pregunta Felicity con la boca demasiado llena; McCleethy la censura con la mirada.

—Señorita Worthington, no somos salvajes, por favor —la reprende mientras le pasa una servilleta—. Muchos antiguos creían que había aquí yacimientos de un poder extraordinario. Por eso veneraban este lugar.

—¿Significa eso que si me pongo un rato en el centro de Stonehenge, seré tan poderosa como el rey Arturo? —pregunta Cecily riendo.

—No, no creo que ese poder se le ofreciera a todo el mundo de forma indiscriminada, sino que estaba custodiado por quienes más sabían —dice deliberadamente—. Cuando leemos sobre la magia en los cuentos de hadas o en la mitología, también leemos sobre el avance del tiempo y éste está sujeto a leyes estrictas, de lo contrario se produciría el caos. Miren hacia allí. ¿Qué ven?

La señorita McCleethy extiende una mano hacia el verde horizonte.

—Colinas —afirma Ann—. Caminos.

—Flores y arbustos —añade Cecily, y se queda mirando a la señorita McCleethy como si hubiera un premio para quien diera con la respuesta correcta.

—Lo que tenemos ante nosotras es una prueba. La prueba de que el hombre puede conquistar la naturaleza, que el caos puede detenerse. Vemos la evidencia de la importancia del orden, de la ley. Lo necesitamos para vencer al caos. Y si detectamos su presencia en nuestro interior, debemos arrancarlo de raíz y sustituirlo por una disciplina férrea.

¿De verdad podemos vencer al caos con tanta facilidad? Si así fuera, debería ser capaz de reducir el alboroto de mi alma a algo pulcro y ordenado en lugar de este laberinto de carencias, necesidades y dudas que constantemente me hace sentir como si no pudiera encajar en el paisaje de las cosas.

—Pero ¿acaso muchos jardines no son hermosos porque son imperfectos? —contesto mirando a McCleethy—. ¿No son las flores extrañas y exóticas que brotan por error o accidente tan placenteras como las que están bien cuidadas y delineadas?

Elizabeth frunce los labios.

—¿Estamos hablando de arte?

La señorita McCleethy esboza una amplia sonrisa.

—Ah, una perfecta transición a un tópico cercano. Tomen como ejemplo el arte de los maestros y verán que su obra ha sido creada siguiendo unas reglas estrictas: tenemos una combinación de líneas, luz y color. —Me sostiene la mirada como si estuviera a punto de hacerme jaque mate—. El arte no puede crearse sin un orden.

—¿Y qué me dice de los impresionistas de París? Según parece, por lo que se desprende de sus pinceles no es todo tan ordenado —dice Felicity mientras se come la tarta con los dedos.

—Supongo que siempre hay rebeldes y radicales —admite McCleethy—. Aquellos que viven al margen de la sociedad. No obstante, ¿en qué contribuyen a la misma? Se apropian de su recompensa sin sufrir sus costes. No. Sostengo que el trabajo duro y fiel de los ciudadanos que dejan a un lado sus propios deseos egoístas por el bien de la mayoría es el sostén del mundo. ¿Qué sucedería si decidiéramos alejarnos de todo y vivir libremente sin pensar ni preocuparnos por las reglas de la sociedad? Nuestra civilización se desmoronaría. Hay que sentir alegría ante el deber y seguridad al saber el lugar de cada uno. Ésa es la forma de obrar inglesa. Es la única forma.

—Así es, señorita McCleethy —contesta Cecily.

Sé que eso es el punto final de la discusión, pero no puedo permitir que termine así.

—Sin embargo, sin los rebeldes ni los radicales no habría cambios, no habría nadie que se opusiera. No habría progreso.

La señorita McCleethy niega con la cabeza, pensativa.

—El verdadero progreso sólo puede producirse cuando primero hay seguridad.

—¿Y si la seguridad... sólo es una mera ilusión? —digo, pensando en voz alta—. ¿Y si no existe nada semejante?

—Entonces nos desmoronamos —dice la señorita McCleethy mientras estruja lo que le queda de tarta, y ésta cae en pedacitos—. El caos.

Doy un pequeño mordisco a mi trozo de bizcocho.

—¿Y si eso es sólo el comienzo de algo nuevo? ¿Y si cuando lo dejamos ir nos liberamos?

—¿Adoptaría esa postura, señorita Doyle?

La señorita McCleethy me sostiene la mirada hasta que me veo obligada a apartar la vista.

—¿De qué estamos hablando? —cloquea Elizabeth.

—Señorita McCleethy, este suelo está muy duro. ¿Podríamos regresar a Spence? —se queja Martha.

—Sí, de acuerdo. Señorita Worthington, le cedo el mando. Chicas, sigan a su guía. —La señorita McCleethy deposita las migas de tarta en una servilleta y la ata pulcramente—. Orden: ésa es la clave. Señorita Doyle, necesito que me ayude a recoger las cosas.

Felicity y yo intercambiamos una mirada. Cruza un dedo por su garganta como si fuera un cuchillo y tomo nota para recordarle después lo ingeniosa que me ha parecido su broma. La señorita McCleethy coge un ramillete de flores silvestres y me conmina a seguirla más allá del cementerio. Hay una cuesta empinada hasta la cima de la colina. El viento sopla con fuerza. Hace que se le suelten algunos mechones de su peinado y le fustigan el rostro con fuerza, lo que le resta austeridad. Desde donde me hallo, puedo ver a las chicas caminando entre los árboles en una alegre fila, con Ann cerrando la retaguardia. A lo lejos, Spence se alza de la tierra como si fuera parte de ella, como si siempre hubiera existido, como los árboles o los setos del lejano Támesis.

La señorita McCleethy deposita las flores encima de una sencilla lápida. Eugenia Spence, bien amada hermana. 6 de mayo de 1812-21 de junio de 1871.

—No sabía que ésta era la tumba de la señora Spence.

—Así es como quería ser recordada: con sencillez, sin ceremonias.

—¿Cómo era? —pregunto.

—¿Eugenia? Tenía una mente ágil y un gran conocimiento de la magia. En sus tiempos, era la mujer más poderosa de la Orden. Cordial pero firme. Creía que las reglas debían acatarse sin excepción, que desviarse en algo era exponerse al desastre. Esta escuela fue la labor de su vida. Aprendí mucho de ella. Fue mi mentora. La quería muchísimo.

Se limpia las manos y se pone los guantes.

—Lamento su pérdida —digo—. Lamento que mi madre...

La señorita McCleethy se abotona la capa con dedos ágiles.

—El caos acabó con su vida, señorita Doyle. El quebrantamiento de las reglas por parte de dos muchachas fue lo que se llevó a nuestra querida maestra. Recuérdelo.

Me trago la vergüenza, pero mis mejillas ruborizadas no pasan desapercibidas.

—Lo siento —dice—. Fue demasiado duro para mí. He de confesar que cuando averigüé que quien tenía la llave de los reinos era la hija de Mary, me sentí decepcionada. Que alguien cuya desgracia condujo a Eugenia a la muerte pudiera haber alumbrado a nuestra salvadora... —Niega con la cabeza—. Parecía como si el destino me hubiera gastado una broma cruel.

—No soy tan mala, al fin y al cabo —protesto.

—Una cosa es estar preparado para la grandeza y otra muy distinta que provenga de usted. Temía que la sangre de su madre la llevara a tomar decisiones arriesgadas... —Dirige la vista hacia Spence, donde los hombres martillean a lo lejos, reconstruyendo las ruinas del ala este—. ¿Todavía no es capaz de entrar en los reinos ni de recuperar la magia del Templo?

—Me temo que no.

Observo con detalle la tumba de Eugenia Spence con la intención de que la señorita McCleethy no se percate de la mentira reflejada en mis mejillas ruborizadas.

—Me pregunto por qué me cuesta tanto creerla —dice.

—¿No hay otra manera de entrar en los reinos? —pregunto para cambiar de tema.

—No que yo sepa —responde la señorita McCleethy. Pasa una mano por mi pelo, y me pone detrás de la oreja un rizo caprichoso—. Deberemos tener paciencia. Estoy segura de que recuperará el poder.

—A no ser que los reinos no me hayan escogido para continuar —le recuerdo.

Sonríe con suficiencia.

—Lo dudo mucho, señorita Doyle. Vamos, recojamos nuestras cosas.

Se encamina de regreso al lugar donde hemos montado nuestro picnic, y la sigo.

Libero el rizo que ella me ha puesto detrás de la oreja con tanta pulcritud y lo dejo que oscile libre y suelto.

—Señorita McCleethy, si la magia bullera dentro de mí... y si fuera capaz de entrar de nuevo en los reinos... ¿se aliaría la Orden con las tribus de los reinos?

Le brillan los ojos.

—¿Quiere decir aliarnos con quienes han intentado destruirnos durante siglos?

—Pero si las cosas hubieran cambiado...

—No, señorita Doyle. Hay cosas que no cambian nunca. Hemos sido perseguidas por nuestras creencias y nuestro poder tanto fuera como dentro de los reinos. No cederemos tan fácilmente. Nuestra misión es devolver la magia al Templo, reconstruir las runas y hacer que los reinos vuelvan a ser lo que eran antes de que esta terrible tragedia destruyera nuestra seguridad.

—¿Alguna vez fueron verdaderamente seguros? No lo parece.

—Por supuesto que lo fueron. Y lo serán de nuevo en cuanto vuelvan a ser como antes.

—Pero no podemos volver atrás. Sólo podemos ir hacia adelante —digo, y me sorprendo al escuchar salir de mi boca las palabras de la señorita Moore.

La señorita McCleethy emite una risa triste.

—¿Cómo hemos podido llegar a esto? Su madre estuvo a punto de destruirnos, y ahora usted también pretende dar un paso hacia nuestra destrucción. Ayúdeme con esta cesta, por favor.

Al coger la jarra de limonada, chocamos, y la jarra se rompe en pedazos demasiado pequeños para poder unirlos de nuevo.

—Lo siento —digo y los apilo en un montón.

—Hasta las cosas más sencillas las hace complicadas, señorita Doyle. Déjeme a mí. Ya me encargo yo.

Me alejo hecha una furia, zigzagueando peligrosamente entre las antiguas lápidas con inscripciones dedicadas a quienes sólo se ama cuando se marchan.

 

 

A mi regreso, en el ala este se produce un motín. Felicity corre hacia mí y me arrastra hasta el grupo de chicas que observa la escena, desperdigadas bajo la protección que proporcionan los árboles. Los hombres han abandonado sus tareas. Se mantienen agrupados, con la gorra puesta y los brazos cruzados contra el pecho, mientras el señor Miller ladra órdenes con el rostro encendido.

—¡Yo soy el capataz, y digo que hay que acabar el trabajo o ninguno de vosotros cobrará! ¡Y ahora, a trabajar!

Los hombres dan pataditas en el suelo arrastrando los pies. Juguetean con las gorras. Uno escupe en la hierba. Un tipo alto con pinta de boxeador da un paso al frente. Ansioso, mira a sus compañeros.

—No está bien, señor.

El señor Miller se lleva una mano a la oreja y frunce el ceño.

—¿Qué has dicho?

—Los hombres y yo hemos estado hablando. Hay algo en este lugar que no está bien.

—¡Lo que no va a estar bien es no poder guardarte la paga en el bolsillo! —grita el señor Miller.

—¿Adónde ha ido Tambley? ¿Y por qué Johnny se marchó anoche y no ha vuelto esta mañana? —grita otro trabajador que parece más asustado que enfadado—. Los hombres desaparecen o se van sin decir nada, ¿y a usted no le parece extraño?

—Son las charlas como éstas las que probablemente les hayan asustado. ¡Pues adiós y muy buenas! Cobardes. Y por si quieres saberlo, creo que lo que tenemos que hacer es limpiar los bosques de esos mugrientos gitanos. No me sorprendería que estuvieran detrás de esto. Vienen a nuestro país y nos quitan el trabajo a los ingleses decentes. ¿Les permitiréis que os echen maldiciones sin pelear?

—Sus hombres beben. Ésa es su maldición —dice Ithal mientras se pavonea colina abajo.

Tras él, le siguen la estela una docena de gitanos, entre los que también se halla Kartik. El corazón empieza a latirme un poco más fuerte. Los gitanos superan en número a los hombres del señor Miller.

Miller sube la colina de una carrera. Trata de golpear a Ithal, quien le esquiva y zigzaguea como un boxeador experimentado. Dos hombres se pelean e incitan a ambos bandos a hacer lo mismo. Ithal golpea con fuerza al señor Miller en la mandíbula y éste se tambalea. Kartik mantiene la mano cerca del puñal que guarda en la bota.

—¡Basta! ¡Deténganse! —grita Brigid.

La escuela entera se vacía para ver a los hombres luchar. Se propinan más golpes. Ahora todos participan de la pelea.

—¿Por qué ninguno de los vuestros ha desaparecido? —grita uno de los hombres del señor Miller.

—Eso no prueba nada —contesta Ithal esquivando un puñetazo.

—¡Para mí es prueba suficiente! —gruñe otro hombre.

Salta sobre la espalda de Ithal y le rasga la camisa como un animal. Kartik se lo quita de encima. El hombre intenta agarrarlo y, rápido como el rayo, la pierna de Kartik pivota bajo el hombre y le hace perder el equilibrio. El caos estalla en el césped.

—¿No es excitante? —dice Felicity con los ojos brillantes.

La señora Nightwing se acerca. Cruza el césped a grandes zancadas, como la reina Victoria reprendiendo a su guardia.

—¡Esto está fuera de lugar, señor Miller! ¡Está completamente fuera de lugar!

La Madre Elena sale del claro a trompicones. Grita a los hombres que se detengan. Está muy débil y se apoya en un árbol para sostenerse.

—¡Es este lugar! ¡Se llevó a mi Carolina! ¡Llamad a Eugenia, pedidle que detenga todo esto!

—Está loca de remate —murmura alguien.

La pelea se interrumpe momentáneamente. Kartik da un paso hacia adelante. Tiene un corte en el labio inferior.

—Si unimos las fuerzas nos será más fácil atrapar a quien está causando problemas. Podemos hacer guardia mientras ustedes duermen...

—¿Permitir que tipos como vosotros estén a cargo de la vigilancia? ¡Nos despertaríamos con los bolsillos vacíos y las gargantas cortadas! —grita un trabajador.

Los gritos se incrementan; se lanzan acusaciones y una nueva pelea amenaza con producirse.

La señora Nightwing se entromete en la disputa.

—¡Caballeros! La propuesta es muy sensata. Los gitanos vigilarán de noche para que ustedes puedan descansar.

—No permitiremos que nos vigilen —dice el señor Miller.

—Pues nosotros vigilaremos —replica Ithal—. Para protegernos a nosotros mismos.

—Qué escándalo —protesta la señora Nightwing, haciendo chasquear la lengua—. ¡Chicas! ¿Por qué están aquí con las bocas abiertas como bobas? Vayan a clase inmediatamente.

Paso por delante de Kartik con la vista clavada en las otras chicas. «No le mires, Gemma. No acudió a tu llamada. Sigue caminando.»

Logro llegar a las puertas de Spence antes de permitirme echar un vistazo por encima del hombro, y veo a Kartik que me observa mientras me alejo.

—¡Cartas! ¡Cartas! —exclama Brigid, quien llega con el correo semanal que ha traído del pueblo.

Nos olvidamos del estudio y la rodeamos con un clamor, con las manos extendidas en busca de alguna palabra de casa. Las más pequeñas lloran y sollozan encima de las cartas de sus madres, tal es la añoranza que sienten. Sin embargo, las más mayores estamos ansiosas por los cotilleos.

—¡Ajá! —Felicity, triunfante, sostiene en alto una invitación—. Regálate la vista.

—«Está cordialmente invitada a un baile turco en honor de la señorita Felicity Worthington, que tendrá lugar en la mansión de lord y lady Markham, a las ocho en punto de la noche» —leo en voz alta—. ¡Oh, Felicity, es maravilloso!

La aprieta contra su pecho.

—Casi puedo saborear mi libertad. ¿Qué has recibido tú, Gemma?

Intento leer el remite.

—Una carta de mi abuela —digo mientras me la guardo en mi libro.

Felicity enarca una ceja.

—¿Por qué no la abres?

—Ya lo haré. Luego —contesto mirando a Ann.

Todas hemos recibido carta menos ella. Cada vez que se entrega el correo es terrible para Ann tener que irse con las manos vacías, sin que un alma caritativa le escriba para decirle que la echa de menos.

Brigid, con el ceño fruncido, sostiene una carta contra la luz.

—¡Oh, este hombre ha perdido el juicio! Ésta no es vuestra. Señorita Nan Washbrad. Aquí no hay ninguna Washbrad.

Por poco Ann no se abalanza sobre la carta.

—¿Puedo verla?

Brigid la aparta de ella.

—Vamos, vamos. Es la señora Nightwing quien tiene que decidir qué hacer con ella.

Impotentes, contemplamos la escena mientras Brigid introduce la tan esperada carta de la señorita Trimble entre la correspondencia de Nightwing y se la guarda en el bolsillo de su mandil.

—Debe de ser del señor Katz. Tenemos que recuperarla —dice Ann desesperada.

—Ann, ¿dónde deja Brigid las cartas de Nightwing? —pregunto.

—En su escritorio —responde Ann, tragando saliva—. Arriba.

 

 

Las circunstancias nos obligan a esperar hasta las plegarias vespertinas para intentar recuperar la carta de Ann. Mientras las chicas recogen sus chales y libros de oraciones, nosotras nos escabullimos y nos introducimos en el despacho de Nightwing. Es viejo y de apariencia encorsetada, bastante parecido al polisón pasado de moda de su vestido.

—Démonos prisa —digo.

Abrimos los cajones fisgoneando en busca de alguna evidencia de la carta de Ann. Abro un pequeño armario y echo un vistazo en su interior. Las estanterías están llenas de libros: Cuando el amor es verdadero, de la señorita Mabel Collins. He vivido, he amado, de la señora Forrester. La pasión más poderosa. El honor de Trixie. El crimen de Elsie la Ciega. Un galope glorioso. La espera recompensada.

—No creeréis lo que acabo de encontrar —digo riendo—. ¡Novelas románticas! ¿Os imagináis?

—Gemma, por favor —me reprende Felicity desde su puesto de vigilancia en la puerta—. Tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.

Avergonzada, me dispongo a cerrar la puerta del armario cuando veo una carta cuya fecha data de 1893. Es demasiado antigua para ser la carta de Ann. Sin embargo, la caligrafía me resulta extrañamente familiar. Le doy la vuelta y veo un lacre de cera roto con la impresión de un ojo con forma de medialuna, por lo que saco la carta del sobre. El texto no lo introduce saludo alguno.

 

Ha hecho caso omiso de mis advertencias. Si persiste en llevar a cabo su plan, me veré obligada a desenmascararla...

 

—¡La he encontrado! —exclama Ann, feliz.

—¡Alguien está subiendo por las escaleras! —grita Felicity, aterrorizada.

Enseguida, pongo todo tal como estaba y cierro las puertas del gabinete. Ann coge su carta y bajamos al vestíbulo a toda prisa.

Ante la puerta de paño, Brigid nos recibe con el ceño fruncido.

—¡Ya saben que no pueden estar aquí!

—Creímos oír un ruido —miente Felicity melosa.

—Sí, estábamos muy asustadas —añade Ann.

Brigid baja la vista hacia la sala con una mezcla de sospecha y turbación.

—Pues entonces avisaré a la señora Nightwing y...

—¡No! —exclamamos al unísono.

—No es necesario —digo—. No era más que un erizo que se había colado dentro.

Brigid palidece.

—¿Un erizo? ¡Traeré la escoba! ¡No dejaré que campe a sus anchas por mi casa!

—Eso es lo gracioso, Brigid —le digo mientras se aleja—. ¡Creo que era un erizo francés!

—¿Un erizo francés? —repite Felicity con una expresión perpleja.

Oui —respondo.

Ann aprieta la carta contra su pecho.

—Ya tenemos lo que hemos venido a buscar. Vamos. Quiero saber cuál es mi destino.

Aún quedan restos de luz mientras nos dirigimos a toda prisa hacia la capilla, aunque el sol se hunde tras el horizonte con rapidez.

—¿Qué pone?

Felicity intenta echar un vistazo a la carta de Ann, pero ésta no cede ni un ápice.

—¡Ann! —protestamos Fee y yo.

—Está bien, está bien. —Ann nos pasa la carta y, llevadas por la codicia, se la arrancamos de las manos—. Leedla en voz alta. ¡Quiero comprobar que no estoy soñando!

—«Querida señorita Washbrad —empezamos a leer Fee y yo a la vez. Con los ojos como platos y los labios esbozando una amplia sonrisa, Ann deletrea cada palabra—. Espero que al recibir esta carta se encuentre bien. He hablado con el señor Katz, y está dispuesto a concederle una entrevista el próximo lunes a las dos de la tarde. Le aconsejo no llegar tarde, querida, pues no hay nada que ponga de peor humor al señor Katz que la falta de puntualidad. Le he hablado de su talento. Pues su belleza habla por ella misma.

»Afectuosamente, Lily Trimble.»

—¡Oh, Ann, es maravilloso! —exclamo mientras le devuelvo la carta, que enseguida se introduce en el vestido, cerca de su corazón.

—Sí, sí, lo es, ¿verdad?

La alegría de Ann la transforma. Camina más erguida ante esa señal de esperanza.

Cogidas de las manos, corremos hacia la capilla a medida que el día se libera de sus amarras y se hunde bajo el césped, dejando tras él una estela rosa intenso.

 

 

Una de las chicas más jóvenes lee la Biblia en el púlpito. Es una cosita pequeña, no tendrá más de diez años, y cecea al leer, lo que amenaza con transformar nuestras plegarias en risas de un momento a otro.

—«Y la zerpiente le dijo a la mujer: zin duda no moriréiz...»

—Gemma —murmura Ann—. Es muy probable que no pueda acudir a la entrevista con el señor Katz.

—¿Qué quieres decir? —susurro tras mi Biblia.

Una nube repentina ensombrece su rostro, llevándose consigo su alegría.

—El señor Katz cree que soy Nan Washbrad.

—Solamente es un nombre. Lily Trimble también se cambió el suyo.

Cecily me manda callar y hago cuanto puedo por ignorarla.

—Pero es que ella ha dicho: «Su belleza habla por ella misma». ¿No lo ves? Yo no soy esa chica. Una cosa es crear una ilusión, pero cómo... ¿cómo puede vivirse esa ilusión para siempre?

—«Ez que zabe Dioz que el día que de él comáiz ze oz abrirán los ojoz y zeréiz como Dioz, conozedores del bien y del mal.»

—Zeremoz como Dioz —imita Felicity, y de repente surge una retahíla de toses de nuestro banco que tratan de ocultar nuestras risas ahogadas.

La señorita McCleethy estira el cuello y entrecierra los ojos al vernos. Alzamos nuestras Biblias como si estuviéramos en una escuela de misioneras. Dirijo la vista hacia la señora Nightwing. Se mantiene erguida en su asiento, la mirada hacia el frente y la expresión de su rostro tan inescrutable como la de la Esfinge.

Mis pensamientos se retrotraen a la carta oculta en su armario. ¿Qué advertencias podía haber ignorado la señora Nightwing? ¿Qué plan?

De repente, las letras de mi Biblia se vuelven borrosas y, una vez más, el mundo se ralentiza hasta detenerse. En el atril, el torturante recitado de la niña se detiene. La atmósfera de la sala es sofocante; estoy empapada en sudor.

—¿Ann? ¿Felicity? —las llamo, pero parecen pertenecer a otra dimensión.

Un siseo almibarado resuena en la capilla.

—F-Fee —murmuro, pero no me oye.

El siseo vuelve a escucharse, esta vez con mayor intensidad. Proviene de mi derecha. Me giro lentamente, el corazón me late cada vez más deprisa. Mis ojos abarcan la distancia imposible del suelo hasta la vidriera con el ángel y la gorgona dibujados.

—¡Oh, Dios...!

El pánico hace que me precipite hacia atrás, pero la inmovilidad de las chicas me bloquea el camino, así que lo único que puedo hacer es observar horrorizada cómo la vidriera cobra vida. Como si se tratara del espectáculo de la linterna mágica de los hermanos Wolfson, el ángel avanza hacia mí con la adusta cabeza de la gorgona suspendida encima. Entonces, la cosa abre los ojos y habla.

—Cuidado con el nacimiento de mayo —sisea.

Doy un grito y me caigo de espaldas; el mundo vuelve a recuperar su ritmo habitual. Choco contra Ann, quien se golpea contra Felicity, y así sucesivamente, como una hilera de fichas de dominó.

—¡Gemma! —exclama Ann y me doy cuenta de que la tengo fuertemente cogida.

—Lo-lo siento —digo y me seco el sudor de la frente.

—Puaj. Toma —dice Felicity mientras me tiende un pañuelo.

La explosión fallida de unas cuantas notas del órgano nos conmina a cantar; espero que los chillones timbres del instrumento oculten los desesperados latidos de mi corazón. Alzamos los libros de salmos y las voces infantiles se elevan sin rechistar como un baluarte a punto de desmoronarse. Muevo los labios pero no puedo cantar. Estoy temblando y empapada en un sudor frío.

«No mires.» Pero tengo que... tengo que...

Dirijo la vista cautelosamente hacia la derecha, donde el sangriento trofeo de un ángel me acaba de sisear una advertencia que no he comprendido. Sin embargo, el rostro del ángel se muestra tranquilo. La cabeza de la gorgona duerme. No es más que la pintura de una vidriera, no es más que vidrio coloreado.

 

 

Aún tengo la sangre alterada, así que me siento, sola, y leo la carta de casa que antes dejé de lado. Se trata de las mismas tonterías de siempre de la abuela, en que menciona una fiesta, una visita y los últimos chismorreos, pero ahora no estoy de humor para eso. Me sorprende leer que Simon Middleton preguntara por mí y, durante un instante, se disipa mi tristeza, aunque luego me odio a mí misma por permitir que un hombre pueda cambiar con tanta facilidad mis pensamientos; con la misma rapidez, me olvido de odiarme a mí misma y leo la frase tres veces más.

Detrás de la carta de la abuela hay una nota de Tom.

 

Querida Gemma, la Dama de la Lengua Afilada. Te escribo esta nota bajo coacción, pues la abuela no me dejará tranquilo hasta que lo haga. Muy bien, cumpliré con mis obligaciones de hermano. Confío en que estés bien. En cuanto a mí, simplemente estoy espléndido, nunca me he encontrado mejor. Mi club de caballeros ha expresado un gran interés en mi persona, y me han comunicado que deberé afrontar una rigurosa iniciación a sus ritos sagrados antes de que comience la temporada. Han sido tan amables que se han interesado por ti haciéndome toda clase de preguntas, aunque no imagino el motivo. Les he explicado lo desagradable que puedes llegar a ser. Así que, como ves, al fin y al cabo Padre y tú estabais equivocados respecto a mí, aunque intentaré ser amable y saludarte cuando te vea por la calle, bien con un gesto o con una sonrisa cuando me convierta en lord. Y, ahora, ya puedo dar por concluidas mis obligaciones, así que me despido. Con todo mi afecto, si es posible dado tu temperamento intempestivo,

 

Thomas

 

Arrugo la nota y la arrojo al fuego. Necesito desesperadamente que alguien me aconseje sobre mi hermano, la Orden, Wilhelmina Wyatt, los reinos y la magia que chisporrotea dentro de mí y que tanto me asombra como me asusta. Sólo hay una persona a quien puedo recurrir y que puede dar respuesta a mis preguntas. Y debo ir en su busca.