DESPERTAMOS EN UNA ESPLENDOROSA MAÑANA DE DOMINgo rebosante de color y moteada con una suave luz que emborrona el paisaje en una suerte de paleta que complacería al señor Monet. Después de un sermón horrorosamente aburrido y los saludos correspondientes al más muerto que vivo reverendo Waite, la señora Nightwing nos ofrece una recompensa por nuestra santa paciencia pidiéndonos que la ayudemos a preparar el baile de disfraces de Spence. Traspasamos las puertas con nuestras batas de pintor y los bolsillos llenos de pinceles. Al fondo del césped hay grandes lienzos extendidos sobre las mesas. Botes de pintura sujetan las esquinas de los mismos. La señorita McCleethy nos manda que pintemos escenas pastorales propias de un paraíso, para que podamos emplearlas como escenario para nuestras representaciones en el baile de disfraces. La única escena que acude a mi mente es la de un retozante Pan ataviado con calzones, el que se exhibe en la casa de mi abuela en Londres. Me niego a copiar esa monstruosidad, aunque la perspectiva de ataviarlo con un corsé es muy tentadora.
Felicity trabaja con afán. Su pincel se sumerge de bote en bote y, en cuanto veo aparecer el castillo, sonrío y añado las escarpadas montañas de las Tierras Invernales detrás. La señorita McCleethy se pasea entre las mesas con las manos a la espalda. Añade mejoras con ayuda de su pincel, corrigiendo un arbusto aquí y una flor allí. Es algo bastante molesto y me entran ganas de pintarle a la señorita McCleethy un bigote.
—¿Qué es eso? —pregunta la señorita McCleethy con el ceño fruncido ante nuestro dibujo aún no acabado de las Tierras Fronterizas.
—Un cuento de hadas —responde Felicity mientras añade unas cuantas bayas púrpura a un árbol.
—Los cuentos de hadas son bastante traicioneros. ¿Cómo acaba éste?
Felicity esboza una sonrisa retadora.
—Con un final feliz.
—Es un poco lúgubre.
La señorita McCleethy coge un pincel y le aplica un tono naranja rosado brillante sobre el cielo gris revuelto de mis lejanas Tierras Invernales. No lo ha mejorado; lo ha convertido en un batiburrillo turbio con un falso toque de color.
—Mucho mejor —dice—. Continúen.
—Monstruo —susurra Felicity entre dientes—. Prométeme que no le darás ni una pizca de magia, Gemma.
—No la compartiría con ella aunque mi vida dependiera de ello —prometo.
Por la tarde, las gitanas se nos acercan con cestas de mermelada y otros dulces. Untamos la mermelada en el pan, sin preocuparnos de nuestros dedos manchados de pintura. La señorita McCleethy pregunta si algún gitano está dispuesto a cortar leña para el fuego. Poco después llega Kartik y, al verlo, siento que me arde el rostro. Se quita el abrigo, se arremanga la camisa hasta los codos y empieza a talar un árbol.
La señorita McCleethy nos deja para informarse de los progresos del ala este, y me dedico a mirar a hurtadillas cómo trabaja Kartik. Tiene la camisa empapada y pegada al cuerpo. Le ofrezco un poco de agua. Echa un vistazo a McCleethy, quien no nos presta la más mínima atención. Satisfecho, se bebe el agua y se enjuga la frente con el dorso de la mano.
—Gracias —dice y me sonríe de una forma curiosa.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —pregunto.
—Acabo de recordar el sueño más extraño de mi vida —contesta mientras se pasa un pulgar por el labio inferior.
El rubor empieza por las uñas de mis pies y sube como una exhalación hasta el rostro.
—Bueno —digo sosteniendo con torpeza el cubo de agua—, sólo se trata de un sueño.
—Por si no lo recuerdas, yo creo en los sueños —replica mientras me mira de tal manera que me obliga a desviar la vista para no volverlo a besar.
—Yo... tengo que hablar contigo de un asunto urgente —digo—. Fowlson me hizo una visita en Londres. Nos invitaron a cenar a la Sociedad Hipocrática. Y él me estaba esperando fuera.
Kartik arranca el hacha del tocón del árbol donde descansaba. Su mandíbula se tensa.
—¿Qué quería?
—La magia. Le dije que se la había dado a la Orden, pero no me creyó. Me amenazó con causarme problemas y, a la noche siguiente, Thomas, al regresar a casa, me explicó que le habían pedido unirse a un exclusivo club de caballeros. En la solapa de su chaqueta llevaba prendida la insignia de los Rakshana.
—Que es algo que no se obtiene de forma gratuita. Alguien intenta embaucarlo —dice Kartik.
—Tengo que reunirme con los Rakshana —contesto—. ¿Puedes prepararme un encuentro?
—No —responde y baja el hacha con renovada resolución.
—¡Podrían lastimar a mi hermano!
—Ahora es uno de los suyos.
—¿Cómo puedes ser tan insensible? También tú tienes un hermano.
—Lo tuve.
Balancea el hacha una vez más y el tronco se parte en dos.
—Por favor... —le pido.
De nuevo, Kartik echa una ojeada al ala este y hace una señal de asentimiento hacia la lavandería.
—Aquí no. Allí.
Espero en el interior de la lavandería. Hoy no hay lavanderas; la vieja estancia de madera y piedra está vacía. Impaciente, paseo por la habitación y paso por delante del hornillo para planchar donde se alinean las planchas de hierro para calentarse. Rodeo las enormes tinas de cobre y me golpeo los nudillos contra los bordes de las tablas de lavar que hay dentro. Revoloteo al pasar con los ganchos donde cuelgan los posser —esos palos largos con extremos brillantes para empujar y remover la colada—. Le doy una vuelta a la rueda de la secadora. Sé que hace maravillas con la ropa mojada, eliminando cualquier gota de agua a medida que pasa a través de sus largos rodillos. Cómo me gustaría poder pasar mis pensamientos empapados por esa máquina y liberarme de la dura sobrecarga de su peso.
Por fin llega Kartik. Lo tengo tan cerca que puedo oler la hierba y el sudor que emana su piel.
—No sabes lo que son capaces de hacer los Rakshana —advierte.
—¡Motivo más que suficiente para mantenerlos alejados de Tom!
—¡No! Debes alejarte de Fowlson y los Rakshana. Gemma, mírame.
Como me niego, Kartik coge mi rostro en su mano y me obliga a mirarlo a los ojos.
—Si tu hermano sigue con esa estupidez, debes darlo por perdido. No te llevaré hasta los Rakshana.
Lágrimas furiosas pugnan por aflorar a mis ojos. Las reprimo con un parpadeo.
—He visto a Amar. En los reinos.
Recibe la noticia como si le hubiera dado un puñetazo.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
Afloja su mano en mi rostro y me pongo a salvo de él junto a una tina.
—En los reinos.
—Cuéntamelo todo. ¡Debo saberlo!
Hace ademán de acercarse pero mantengo la tina entre los dos.
—Antes tienes que ayudarme. Dispón un encuentro con los Rakshana y entonces te ayudaré a encontrar a Amar.
—Eso es chantaje.
—Sí. He aprendido mucho de ti.
Golpea la pared con el puño sacudiendo la tabla de lavar que allí cuelga y desconcertándome a mí también. En ocasiones su mal humor se asemeja al mío, y su temperamento es voluble.
—Necesitaré algún tiempo —contesta sin alterar la voz—. Cuando lo arregle, ataré mi pañuelo en la hiedra que hay bajo tu ventana.
—De acuerdo. Gracias.
Se limita a hacer un gesto de asentimiento.
—En cuanto acabe con este asunto, me marcharé. No volveremos a vernos nunca más.
Se abre paso entre las puertas de la lavandería y, al cabo de unos instantes, lo oigo golpear con el hacha el árbol del que hace astillas. Espero unos cuantos minutos. Los suficientes para que sus palabras se asienten en mi estómago como hierro colado, endureciendo mi interior.
—Gemma, ¿dónde has estado? —me pregunta Elizabeth mientras paso por delante de las mesas.
—Una dama no debe proclamar cuándo necesita estar a solas, ¿no es cierto? —digo deliberadamente para escandalizarla.
—¡Oh! Por supuesto que no —responde, y no vuelve a dirigirme la palabra, lo que ya me está bien.
McCleethy tenía razón: todo lo hago mal. Introduzco el pincel en el bote de pintura amarillo chillón y dibujo un sol enorme y feliz en el centro de su cielo rosa. Si lo que quieren son cielos soleados, les haré ese favor.
Ann se me acerca furtivamente.
—Acabo de ver a la señorita McCleethy y al señor Miller —dice sin aliento—. Ha desaparecido otro de sus hombres. Han llamado al inspector para que investigue. ¿Qué crees que ha podido sucederles?
—Te aseguro que no lo sé —me quejo.
Miro de reojo a Kartik, quien corta lo que queda del árbol y lo hace pedazos.
Una ráfaga de viento golpea el bote de pintura púrpura, que salpica el lienzo y destroza la escena del castillo de las Tierras Fronterizas.
—Mala suerte, Gemma —dice Ann—. Ahora tendrás que empezar de nuevo.
El inspector Kent nos hace una visita al anochecer; a pesar de que exalta nuestras pinturas puestas a secar junto al fuego, sabemos perfectamente que la suya dista mucho de ser una visita de cortesía. Con tres hombres desaparecidos, alguien tiene que encargarse del asunto. Se limpia el barro de las botas después de hablar con los hombres del señor Miller y los gitanos. Hace preguntas discretas a las chicas más jóvenes, y convierte la investigación en un juego para ver si alguna de ellas ha oído o visto algún indicio, por insignificante que sea. Al fin nos toca a nosotras, y nos acomodamos en el pequeño salón de acogedores muebles y cálido fuego. Brigid ha traído al inspector una taza de té.
Los ojos del inspector siempre brillan de alegría, pero ahora se trata de un asunto oficial del Yard, de modo que en esta ocasión parecen traspasarme y desvelar mis pecados. Trago saliva y tomo asiento. El inspector conversa animadamente con nosotras sobre cómo hemos pasado el día, las fiestas a las que asistiremos dentro de poco y el inminente baile de disfraces que se celebrará en Spence. Intenta tranquilizarnos, pero lo único que consigue es que mi aprensión aumente.
Saca una libreta de notas. Humedece el pulgar y lo emplea para pasar las páginas hasta que encuentra la que busca.
—¡Ah, aquí está! Bien. Señoritas. ¿Han escuchado algo extraño, como sonidos, avanzada la noche? ¿Han notado que algo no encaje? ¿Algo sospechoso?
—N-n-nada —tartamudea Ann.
Se mordisquea la cutícula hasta que Felicity le agarra la mano, sin duda apretándola con fuerza suficiente como para cortarle la circulación sanguínea del brazo.
—Estábamos dormidas, inspector. ¿Cómo íbamos a saber lo que les pasó a los hombres del señor Miller? —dice Felicity.
El lápiz del inspector se queda suspendido sobre la página. Sus ojos se mueven con rapidez del rostro de Ann al repentino apretón de mano. Sonríe cálidamente.
—El detalle más insignificante puede conducir a la clave más importante. No sean tímidas.
—¿Tiene algún sospechoso? —pregunto.
El inspector Kent me sostiene la mirada durante más tiempo de lo debido.
—No. Pero eso da credibilidad a mi teoría de que esos hombres, bajo la influencia del alcohol, se alejaron del campamento para dormir la mona y luego, temiendo la reprimenda del capataz, decidieron marcharse. O tal vez alguien intente que las sospechas recaigan en los gitanos.
—Quizás hayan sido los gitanos —añade Felicity rápidamente.
Me gustaría darle un puntapié.
—Eso sería muy oportuno —responde el inspector mientras vierte un poco de leche en su té—. Demasiado oportuno, aunque he descubierto que también uno de los suyos ha desaparecido esta noche.
Kartik. Se ha ido.
—Bien, la verdad saldrá a la luz. Siempre lo hace. —El inspector Kent bebe de su té—. Ah, esto es lo que devuelve la paz al mundo. Una buena taza de té.
Cuando volvemos a los reinos, me siento turbada. El problema con mi hermano, mi visita a Circe y mi disputa con Kartik, todo eso me preocupa sobremanera. Pero las otras están contentas y dispuestas a celebrar una gran fiesta. Felicity coge a Pippa de las manos y ambas dan vueltas sobre la gruesa alfombra de parras. Ríen como las buenas amigas que son. Las envidio. Enseguida las demás se les unen en una danza. Mae y Mercy cogen a Wendy de las manos y la guían hasta las otras. Hasta el Señor Darcy salta en su jaula como si quisiera hacerse con una pareja. Sólo yo me mantengo al margen. Y, en secreto, temo que siempre sea así, siempre a solas conmigo misma, sin pertenecer a nadie, ni a ninguna tribu, siempre fuera de la fiesta. Intento alejar ese pensamiento, pero la verdad ha hecho mella ya en mi alma. La tristeza de mi independencia se me clava en la sangre. Recorre mis venas con un estribillo implacable y pulsante: «Estás sola, sola, sola».
Felicity susurra al oído de Pip. Cierran los ojos y Pip grita:
—¡Gemma! ¡Para ti!
Detrás de mí, alguien me da una palmadita en el hombro. Me giro y veo a Kartik ataviado con una capa negra y, durante un instante, el corazón me da un brinco. Podría ser Kartik, pero no lo es. Las otras se ríen de la broma de Pip. A mí no me divierte. Pongo mi mano en su hombro y, tras recurrir a mi propia magia, se transforma en un viejo pirata senil con una pata de palo.
—Esa de ahí —digo señalando a Pippa—. Está deseosa de bailar. Y ahora largo de aquí.
Es una fiesta muy alegre, todas ríen, cantan y bailan, así que no se percatan de nada cuando me alejo sigilosamente y me encamino hacia el río, donde encuentro a la Gorgona que acaba de regresar de uno de sus viajes.
—¡Gorgona! —exclamo, pues la he añorado más de lo que soy consciente.
Se acerca a la orilla y baja la pasarela; subo a bordo, feliz de volver a ver sus serpientes retorcidas que, frenéticas, mueven sus lenguas hacia mí.
—Su Excelencia. Por lo que parece, te has ausentado de la fiesta —dice la Gorgona señalando con la cabeza hacia el castillo.
—Me he cansado de ella. —Me tiendo sobre la espalda y observo los pocos puntos de luz que asoman entre las nubes—. ¿Te has sentido alguna vez como si estuvieras sola en el mundo? —pregunto suavemente.
La voz de la Gorgona se tiñe de una tranquila tristeza.
—Soy la última de mi especie.
Una risa se escapa del castillo como si procediera de otro mundo. Más allá del cielo azul tinta aguado de las Tierras Fronterizas, las nubes de un gris profundo de las Tierras Invernales retumban con un trueno lejano.
—Nunca me has contado esa historia —le recuerdo.
Aspira profundamente.
—¿Estás segura de que quieres escucharla?
—Sí —respondo.
—Entonces, siéntate cerca de mí y te la contaré.
Hago lo que me pide y me siento junto a su enorme rostro verde.
—Sucedió hace muchas generaciones —empieza, cerrando los ojos durante un instante—. Todo el mundo temía a las criaturas de las Tierras Invernales y el caos que provocaron, así que, cuando el poder de la Orden empezó a aumentar, le dimos la bienvenida. La Orden unió a las tribus y, durante un tiempo, éstas prosperaron y los jardines florecieron; en tu mundo los hombres se vieron influenciados por ello y se hizo historia. Aun así, las criaturas de las Tierras Invernales no desaparecieron, y se llevaron más almas con ellas. La Orden se esforzó por detener la amenaza haciéndose aún más con el control.
»Al principio nos hicieron pocas concesiones. Nos denegaron ciertas libertades, según ellos para nuestro propio bien. Nuestros poderes se atrofiaron por falta de uso, y la Orden se hizo más fuerte.
—Estoy desconcertada —la interrumpo—. Yo creía que la Orden era buena, que la magia era buena.
—El poder lo cambia todo hasta el punto de que resulta difícil decir quiénes son los héroes y quiénes los malvados —replica—. La magia, en sí misma, no es ni buena ni mala; es el propósito de la misma lo que hace que sea de una manera u otra.
El castillo resuena con música y risas. La luz que brilla de sus ventanas no nos alcanza. La Gorgona y yo permanecemos sentadas en nuestro círculo de sombras.
—Surgió el descontento —continúa la Gorgona tras una pausa—. Hubo una rebelión, las tribus luchaban por lograr su propia supervivencia sin que les importara la suerte de las demás. Al final, la Orden triunfó, aunque no a cambio de nada. No se volvió a permitir a las tribus extraer magia de las runas. En tu mundo, las criaturas se quedaron varadas. Y los míos...
Deja de hablar y cierra los ojos con tanta fuerza como si estuviera sufriendo. Pasan los minutos sin que escuche nada más que la música procedente del castillo.
—Tu gente murió en la batalla —digo, pues no puedo soportar su silencio.
La Gorgona mira el suelo.
—No —responde con la voz más triste que he escuchado jamás—. Algunos sobrevivieron.
—Pero... ¿dónde están? ¿Adónde fueron?
La Gorgona baja su gran cabeza y las serpientes penden de ella como ramas de sauce.
—La Orden me condenó con un castigo ejemplar.
—Sí, lo sé. Por eso te encarceló en el barco y te obligó a contarle sólo a ella la verdad.
—Cierto. Pero eso sucedió después, como castigo a mi pecado.
Siento que un peso se me hunde en el estómago. La Gorgona nunca me lo ha contado, y no estoy segura de querer escucharlo ahora.
—Por aquel entonces yo era una gran guerrera. La líder de mi pueblo. Y orgullosa —escupe esta última palabra—. No quería que viviéramos como esclavos. Éramos una raza de soldados, y la muerte se consideraba la opción más honrosa. Sin embargo, mi gente aceptó los términos de la rendición de las sacerdotisas. Algo impropio en nuestro código moral. Me sentí avergonzada de su elección, y mi cólera se convirtió en mi justificación.
Su cabeza cuelga hacia atrás como si su rostro buscara un sol ausente.
—¿Qué sucedió?
En su sueño inquieto, las serpientes de su cabello reptan las unas sobre las otras.
—Mientras la Orden dormía empleé todos los hechizos que había usado contra muchos de mis enemigos. Subyugué a mi pueblo y los hice entrar en trance. Los convertí en piedras y, uno a uno, cayeron bajo mi espada. Los maté a todos, no tuve clemencia. Ni siquiera con los niños.
»Mi crimen fue descubierto. Como era la última gorgona superviviente, las brujas no me ejecutarían. En vez de ello, me condenaron a permanecer en este barco. Al final, perdí mi libertad, a mi pueblo y mi esperanza.
La Gorgona abre sus ojos amarillos, y vuelvo la cabeza, temerosa de mirarla a la cara ahora que sé la verdad.
—Pero has cambiado —susurro—. ¿No es cierto?
—Es la naturaleza del escorpión lo que le impele a picar. Que no tenga ocasión de hacerlo no significa que no pueda. —Las serpientes se despiertan llorando y la Gorgona las tranquiliza para que vuelvan a dormirse con un suave balanceo de cabeza—. Mientras permanezca en este barco, estaré a salvo. Ésa es mi condena y mi salvación.
Mueve sus ojos amarillos hacia mí y, aunque no lo deseo, aparto los míos.
—Ya veo que, después de todo, mi historia ha cambiado la opinión que tenías de mí —afirma con un deje de tristeza en la voz.
—Eso no es verdad —protesto, pero suena a falso.
—Deberías volver a la fiesta. Son tus amigas, y parece una celebración muy divertida.
Baja la pasarela chirriante y me precipito por ella hacia la luz polvoreada de nieve de la orilla.
—No nos veremos durante un tiempo, Su Excelencia —dice la Gorgona.
—¿Por qué? ¿Adónde vas?
Con el rabillo del ojo la veo arquear su majestuosa cabeza hacia el cielo de las Tierras Invernales.
—Río abajo, mucho más lejos de lo que he ido hasta ahora. Si se está tramando algo, no quiero que me coja desprevenida. Procura tener cuidado.
—Sí, lo sé. Tengo toda la magia —respondo.
—No —corrige—. Procura tener cuidado de que no te perdamos de vista.