EL DÍA AMANECE CON UN ESCÁNDALO. SE OYEN UNOS GRItos procedentes del césped. Hay problemas, y los problemas nos atraen como lo haría un presentador circense. Tras abrir mi ventana y asomarme por ella, cuento al menos una docena de chicas asomadas a otras ventanas, incluida Felicity. Es tan pronto que la señorita McCleethy está aún en camisón y lleva puesto su gorro de dormir. La señora Nightwing viste su habitual vestido oscuro con ese ridículo polisón en la parte de atrás. No me cabe duda de que duerme con él puesto. Por lo que sé, nació encorsetada.
Con una mano, el señor Miller lleva cogida del brazo a la Madre Elena y con la otra su cubo manchado de sangre.
—¡Hemos encontrado al vándalo y, como ya había dicho, es uno de ellos! —grita.
—Vamos, señor Miller. Suéltela de una vez —ordena la señora Nightwing.
—No volverá a decirme eso, señora, cuando sepa lo que ha hecho. Ha sido ella quien ha pintado las señales esas de brujería. Y quién sabe qué más.
La Madre Elena tiene el rostro demacrado y el vestido que lleva puesto le queda demasiado holgado.
—¡Intento protegernos!
Los gitanos salen en tropel del campamento hacia el césped alertados por el griterío. Kartik corre detrás de ellos mientras se sube los tirantes, con la camisa medio salida, y un repentino calor se me asienta en el estómago.
Una gitana da un paso adelante.
—Esa mujer no está bien.
El señor Miller no suelta el brazo de la Madre Elena.
—De aquí no se marcha nadie hasta que los gitanos no me digan dónde están Tambley y Johnny.
—Nosotros no los tenemos —contesta Ithal que ya baja por el césped subiéndose las mangas como si se dispusiera a pelear.
Agarra con fuerza a la Madre Elena por el otro brazo.
El señor Miller tira con tanta fuerza de la pobre mujer que ésta se tambalea.
—¿Qué clase de gente se dedica a dar tumbos por ahí? —grita—. ¡Pues la gente que no es de fiar, ésa! ¡No son mejores que los salvajes de la jungla! Os lo preguntaré una vez más: ¿dónde están mis hombres?
—¡Ya basta! —ruge la señora Nightwing exhibiendo su autoridad de directora, y se hace un silencio absoluto en el campo—. Señor Miller, la Madre Elena no está bien, por lo que sería muy conveniente que dejáramos que su gente se ocupara de ella. Espero no tener que volverla a ver en cuanto se encuentre en condiciones para viajar. —Se encara a Ithal—. Los gitanos ya no son bien recibidos en nuestras tierras. Y, en cuanto a usted, señor Miller, creo que tiene un trabajo del que ocuparse, ¿no es así?
—Quiero a mis hombres antes de que os vayáis —refunfuña el señor Miller a Ithal—. O me haré con uno de los tuyos.
Avanzado el día, la señora Nightwing cede y consiente que ayudemos a Brigid a preparar una cesta con comida y medicinas para la Madre Elena a modo de obra de caridad.
—La Madre Elena lleva tanto tiempo aquí como yo —nos explica nuestra directora mientras mete en la cesta un tarro con ciruelas en conserva—. Recuerdo a Ithal cuando era pequeño. No soporto pensar que tengan que marcharse.
Brigid le da una palmadita en el hombro a Nightwing, quien se tensa ante el gesto compasivo.
—Sin embargo, no perdonaré ningún acto de vandalismo.
—Pobre anciana demente —dice Brigid—. Parece tan maltrecha como mi pañuelo.
El rostro de nuestra directora trasluce remordimiento durante un breve instante. Añade un bote extra de comprimidos.
—Ya está. ¿Alguna voluntaria para llevar esto a...?
—¡Yo! —grito y paso el brazo por el asa de la cesta antes que nadie la coja.
El cielo amenaza lluvia. Las nubes se apiñan en grupos malhumorados dispuestos a descargar su furia. Atravieso los bosques corriendo hasta el campamento gitano mientras sujeto con fuerza la cesta. Las gitanas no parecen muy contentas de verme. Se cruzan de brazos y me miran con suspicacia.
—He venido para traer a la Madre Elena comida y medicinas —explico.
—No queremos su comida —dice una anciana con una larga trenza cubierta de monedas doradas—. Es marime; impura.
—Sólo quiero ayudar —digo.
Kartik le habla a la mujer en romaní. La conversación es acalorada —escucho la palabra gadje (forasteros) pronunciada en tono amargo— y, de vez en cuando, vuelven la vista hacia mí con el ceño fruncido. Sin embargo, finalmente, la mujer de la trenza larga me permite ver a la Madre Elena, así que corro a refugiarme en el carromato de la Madre Elena y tiro de la campanilla que cuelga de un clavo.
—Adelante —contesta con voz débil.
El carromato huele a ajo. Hay muchas cabezas de ajo en una mesa, junto a un mortero y un almirez. Los laterales del carromato están repletos de estantes que contienen tinturas y hierbas en tarros de vidrio. También hay pequeños amuletos de metal, y me sorprende ver una estatuilla de la diosa Kali entre dos botellas, aunque he oído que hace mucho, mucho tiempo, los gitanos vivían en la India. Recorro la figurilla con los dedos —los cuatro brazos, la lengua larga, la cabeza del demonio en una mano, y la espada sanguinolenta en la otra.
—¿Qué miras? —pregunta la Madre Elena.
Veo su rostro a través de una botella alargada y el vidrio distorsiona sus rasgos.
—Tiene un talismán de Kali —respondo.
—La Madre Negra.
—La diosa de la destrucción.
—La destrucción de la ignorancia —dice la Madre Elena corrigiéndome—. Es la única que nos ayuda a caminar a través del fuego del conocimiento, para conocer nuestras tinieblas que no deberíamos temer sino liberar, puesto que en nosotros anidan tanto el caos como el orden. Acércate para que pueda verte.
Se sienta en la cama y baraja un mazo de cartas desgastadas del tarot con aire distraído. Respira con dificultad.
—¿Para qué has venido?
—Le traigo comida y medicinas de parte de la señora Nightwing. Pero ellos me han dicho que no se la comerá.
—Soy una anciana. Haré lo que me apetezca.
Con un gesto de asentimiento me indica que abra la cesta. Le muestro el queso. Lo huele y hace una mueca horrible. Lo aparto y saco el pan, que sí acepta. Arranca pequeños trozos con sus manos sarmentosas.
—Intento advertirles —dice de repente.
—¿De qué intentaba advertirles?
Se pasa una mano por el pelo, que necesita un buen cepillado.
—Carolina murió en el incendio.
—Lo sé —respondo y trago saliva para eliminar el áspero cosquilleo que siento en el fondo de la garganta—. Pero eso sucedió hace mucho tiempo.
—No. El pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado —murmura. Se atraganta con el pan. Le lleno un vaso de agua y la ayudo a beber a sorbitos hasta que le remite el acceso de tos—. Lo que se abre de una manera puede abrirse de otra —susurra mientras acaricia el talismán que le cuelga del cuello.
—¿Qué quiere decir?
Los perros ladran. Oigo a Kartik tranquilizarlos y a una de las gitanas reprenderle por acariciarlos.
—Uno de ellos nos trae a los muertos.
Un escalofrío me recorre la columna.
—¿Uno de ellos nos trae a los muertos? —repito—. ¿Quién?
La Madre Elena no responde. Gira una carta del tarot. Contiene el dibujo de una torre elevada alcanzada por un rayo. Las llamas salen por la ventana y dos desventuradas caen a las rocas que hay debajo.
Pongo los dedos en la horrible carta como si pudiera evitarlo.
—Destrucción y muerte —explica la Madre Elena—. Cambio y verdad.
La cortina del carromato se abre de repente y doy un brinco. La gitana de la larga trenza me mira recelosa. Le hace una pregunta a la Madre Elena con brusquedad en su lengua materna. La Madre Elena responde. La mujer sostiene la cortina del carromato.
—Ya basta. Está enferma. Y ahora váyase. Y llévese esa cesta.
Avergonzada, hago ademán de coger la cesta y la Madre Elena me agarra del brazo.
—La puerta tiene que permanecer cerrada. Díselo a ellos.
—Sí, se lo diré —respondo y salgo precipitadamente del carromato.
Al pasar junto a Kartik lo saludo con un gesto de la cabeza. Me sigue detrás con los perros hasta que estamos bastante lejos del campamento y de la academia y nadie puede vernos.
—¿Qué tenía que decirte la Madre Elena? —pregunta.
Los perros olfatean la tierra. Se muestran inquietos. Un trueno retumba a lo lejos. El aire trae consigo el olor a cobre de la lluvia y se levanta viento. Me alborota el cabello.
—Ella cree que el ala este está maldita, que atraerá a los muertos. Que alguien quiere que vengan.
—¿Quién? —pregunta.
—No lo sé. No he entendido lo que me ha dicho.
—Está muy enferma —explica Kartik—. Esta noche ha escuchado el grito de la lechuza; la precursora de la muerte. No llegará al verano.
—Lamento oír eso —digo.
Uno de los perros me pone las patas en mi falda y se estira para que lo acaricie. Le rasco suavemente detrás de las orejas y me lame la mano. Kartik acaricia el pelo del animal y nuestros dedos se tocan durante unos instantes. Un chispazo me atraviesa el cuerpo.
—Anoche tuve un sueño —dice mientras mira a su alrededor por si alguien nos ve. Después de asegurarse de que nadie nos mira, se me acerca y me besa en la frente, los párpados y, finalmente, en la boca—. Estaba en un jardín. De los árboles caían flores blancas. Era el lugar más hermoso que he visto en mi vida.
—Me has descrito los reinos —respondo como puedo, pues tengo sus labios en los míos—. ¿Y aparecía yo en ese sueño?
—Sí —responde sin añadir nada más, excepto un rastro de besos bajo mi cuello que hacen que la cabeza me dé vueltas.
—¿Era malo? —consigo preguntar, pues de repente me asusto al pensar en lo que puede haber soñado.
Niega con la cabeza lentamente y se le escapa una sonrisa traviesa.
—Puede que tenga que ver esos reinos por mí mismo.
Un trueno se escucha más cerca; pequeñas brechas de luz crepitan en el cielo. Grandes gotas de lluvia salpican los árboles y me golpean en la cara. Kartik se ríe y me seca las mejillas con el dorso de la mano.
—Será mejor que entres en la academia.
La lluvia comienza a arreciar cuando llego a la cima del claro, pero me trae sin cuidado. Sonrío como una tonta. Alzo los brazos y levanto el rostro para recibir sus besos húmedos. «¡Hola, lluvia! ¡Feliz primavera para ti también!» Piso con fuerza un charco y me echo a reír cuando me salpico la ropa de barro.
Los hombres del señor Miller no parecen tan contentos. Se apresuran a ponerse sus abrigos y gorras, con los hombros pegados a las orejas para mantener alejado al viento lacerante de sus cuellos empapados. Reúnen sus herramientas y se gritan los unos a los otros por encima del estrépito de la tormenta.
—En realidad, no se está tan mal —comento, como si pudieran oírme—. Deberían darse una buena zambullida. Harían bien en...
Me sobreviene de forma tan repentina que apenas puedo respirar. De repente, veo la torreta y a los hombres y, acto seguido, se hace a un lado. Me hallo en un túnel donde se me ha empujado a entrar a toda prisa. Y, después, me encuentro dentro de una visión.
Estoy en una habitación pequeña. El olor es intenso. Doy arcadas. Los pájaros chillan. Wilhelmina Wyatt escribe en las paredes, parece una mujer poseída. La luz es demasiado tenue. Y todo cuanto alcanzo a ver se agita bruscamente como un juguete mecánico. Palabras: «Sacrificio. Mentiras. Monstruo. El nacimiento de mayo».
La escena cambia y veo a la pequeña Mina con Sarah Rees-Toome.
—¿Qué es lo que ves en la oscuridad, Mina? Enséñamelo.
Veo a Mina en el césped de atrás de la academia; sonríe a las gárgolas. Después la veo esbozar un retrato perfecto del ala este y dibujar las líneas que he visto trazadas en la tierra. La escena se diluye y ahora Wilhelmina redacta una carta cuyas palabras escribe con trazos furiosos: «Ha hecho caso omiso de mis advertencias... me veré obligada a desenmascararla...».
—¿Señorita? ¿Señorita?
Parpadeo y entreveo durante apenas un instante a los hombres del señor Miller, rodeándome en el césped, y de repente de nuevo me hallo en la habitación oscura. Wilhelmina se sienta en el suelo con la daga entre las manos. ¡La daga! Saca un pequeño rollo de cuero que, al desatarlo, muestra una jeringuilla y viales. Envuelve la daga en la bolsa de piel con sumo cuidado. ¡Así que ahí está! Todo cuanto tengo que hacer es...
Wilhelmina se sube la manga y deja el brazo al descubierto. Golpea los dedos contra las venas en la cara interna de la articulación del codo. Clava en ella la jeringuilla y vacía su contenido, tras lo que siento que algo me recorre el cuerpo con la velocidad del rayo.
—¡Señorita! —grita alguien.
Me hallo de vuelta en el césped tras la academia y bajo la lluvia que me cala hasta los huesos. El corazón me late con fuerza y desacompasado. Los dientes me rechinan. Me invade un extraño alborozo.
—Está sonriendo, así que debe de encontrarse bien —dice uno de los hombres.
Me siento muy rara. La cocaína. Me he metido en la piel de Wilhelmina Wyatt. Siento lo que ella siente. Pero ¿cómo? La magia. Está cambiando. Está cambiando lo que veo y lo que siento.
Los hombres me pasan los brazos por sus hombros y me conducen a rastras hasta la cocina de Brigid.
—María, madre de Dios, ¿qué ha pasado? —pregunta Brigid.
Me sienta en una silla cerca del fuego y manda apartar a los hombres.
—La hemos encontrado en los bosques, creo que ha tenido un ataque —dice un hombre.
Un ataque. Como Pippa. Sí, eso es. He tenido un ataque. Me río, aunque sé que no me conviene reírme.
—¿Está bien? —pregunta otro echándose hacia atrás.
—Ahora váyanse. Vuelvan al trabajo. Esto es cosa de mujeres —cloquea Brigid mientras observo las expresiones de alivio de los hombres por no tener que quedarse.
La cocina. La risa. El ataque. Los misterios que sólo las mujeres conocen.
Una colcha me envuelve los hombros. El hervidor está puesto. Oigo el chasquido de una cerilla; el horno encendido.
—Estás más nerviosa que un gato —me reprende Brigid.
Han llamado a la señora Nightwing. Se acerca a mí e, instintivamente, me echo hacia atrás. La carta de la visión: «La vi en su armario». ¿Acaso intentaba Wilhelmina prevenirme de Nightwing?
—¿Qué es todo este alboroto? —pregunta la directora.
—Nada —gruño.
Hace ademán de ponerme una mano en la frente y me aparto.
—Estese quieta, señorita Doyle, por favor —me ordena y su orden suena un tanto perversa.
—Sólo voy a dejar que me ayude Brigid —digo.
—¿Ah, sí? —Nightwing entrecierra los ojos—. Brigid no es la directora de la academia, sino yo.
Vierte un líquido nauseabundo en una cuchara.
—Abra la boca, por favor.
Como no lo hago, Brigid me separa los labios a la fuerza y el aceite espeso me baja por la garganta hasta que me dan arcadas.
—¡Me ha envenenado! —exclamo mientras me limpio la boca con una mano.
—Sólo es aceite de hígado de bacalao —dice Brigid con voz melosa.
No aparto los ojos de la señora Nightwing.
—La desenmascararé —digo en voz alta.
La señora Nightwing se da la vuelta.
—¿Qué ha dicho?
—La desenmascararé —repito.
La momentánea expresión de sorpresa de Nightwing se transforma en una de calma.
—Brigid, creo que la señorita Doyle debería quedarse hoy en la cama hasta que se encuentre mejor.
Aunque se me ha ordenado acostarme, no puedo dormir. Es como si alguien hubiera soltado unas hormigas por mi cuerpo. Por la tarde me duelen las articulaciones y me palpita la cabeza, aunque ya no me siento dominada por el hábito de Wilhelmina. No he disfrutado de esa visión, y me asusta poder tener otra.
La señora Nightwing en persona me trae el té en una bandeja.
—¿Cómo se encuentra?
—Mejor.
Me llega a la nariz el olor a tostadas con mantequilla y enseguida me doy cuenta de lo hambrienta que estoy.
—¿Azúcar? —pregunta con la cucharilla planeando cerca del azucarero.
—Sí, gracias. Tres... dos cucharadas, por favor.
—Puedo ponerle tres si es lo que quiere —dice.
—Sí. Entonces, tres. Gracias —respondo tragándome los mordiscos que le doy a la tostada con más rapidez de lo que se considera educado.
La señora Nightwing echa un vistazo a mi dormitorio y toma asiento, sentándose en el borde de la silla, como si ésta tuviera chinchetas.
—¿Qué quiso decir con el comentario de antes? —pregunta.
Su mirada es penetrante. La tostada se convierte de repente en un trozo enorme que no me pasa por la garganta.
—¿Qué comentario? —pregunto.
—¿No se acuerda de lo que me dijo?
—Lo lamento, pero no me acuerdo de nada —miento.
Me sostiene la mirada un buen rato y luego me pregunta si quiero leche en el té. Le digo que sí.
—¿Dijo la Madre Elena por qué dibujó esas marcas de brujería? —pregunta para cambiar de tema.
—Cree que servirán para protegernos —digo con cautela—. Cree que alguien intenta traer a los muertos.
La directora se muestra impasible.
—La Madre Elena no está bien —dice, haciendo caso omiso de mis palabras.
Me pongo una cucharada de mermelada en la tostada.
—Señora Nightwing, ¿por qué está reconstruyendo el ala este?
La señora Nightwing se sirve una taza de té sin leche ni azúcar para endulzarlo.
—No sé lo que quiere decir.
—Han pasado veinticinco años desde que se produjo el incendio —respondo—. ¿Por qué ahora?
La señora Nightwing se quita una pelusa de la falda y la alisa con la mano.
—Conseguir los fondos necesarios ha sido una labor de años; si sólo hubiera dependido de nosotras, lo hubiéramos hecho mucho antes. Tengo la esperanza de que la restauración del ala este sirva para quitarnos las telarañas de nuestra reputación y que se nos tenga en más alta estima. —Sorbe el té y hace una mueca; a pesar de que está demasiado amargo, no hace ademán de coger el azucarero—. Cada año pierdo alumnas que prefieren marcharse a escuelas más nuevas, como la de la señorita Pennington. Se considera a Spence una debutante envejecida, y su fortuna ha menguado. Esta escuela ha sido el trabajo de mi vida. Debo hacer cuanto esté en mis manos para que mi labor continúe.
»¿Señorita Doyle? —La señora Nightwing vuelve a mirarme fijamente. Me obligo a dibujar en mi rostro una expresión agradable—. No pretendía hablarle con tanta sinceridad, pero creo que puedo confiar en usted, señorita Doyle. Usted ha tenido que soportar privaciones. Eso curte, conforma el carácter.
Me obsequia con una tacaña sonrisa.
—¿Y también confía en la señorita McCleethy? —pregunto sosteniendo con fuerza mi taza y evitando su mirada.
—Qué pregunta. Por supuesto que sí —responde.
—¿Diría que como en una hermana? —insisto.
—Como en una amiga y compañera —me replica la señora Nightwing.
A pesar del té, tengo la garganta seca.
—¿Y qué hay de Wilhelmina Wyatt? ¿Confiaba en ella?
Esta vez me atrevo a mirar a la directora. Sus labios se contraen en una línea delgada.
—¿Dónde ha oído ese nombre?
—Era una chica de la academia, ¿no es verdad? La sobrina de la señora Spence.
—Sí, lo era —responde la señora Nightwing con los labios apretados.
No obtendré información de ella tan fácilmente.
—¿Por qué no ha venido a visitarla? —pregunto fingiendo inocencia—. Como haría cualquiera de las orgullosas hijas de Spence.
—Mucho me temo que no era una de sus orgullosas hijas, sino una de sus decepciones —se queja la directora—. Intentó impedir que restauráramos el ala este.
—¿Y por qué hizo semejante cosa?
La señora Nightwing dobla pulcramente su servilleta y la deposita encima de la bandeja.
—No lo sé. Al fin y al cabo, fue ella quien sugirió emprender la restauración del ala este.
—¿Que fue ella quien lo sugirió? —pregunto confusa.
—Así es. —La señora Nightwing da un sorbo a su té—. Y se llevó algo que me pertenecía.
—¿Que le pertenecía? —pregunto—. ¿El qué?
—Una reliquia confiada a mi cargo. Una pieza muy valiosa. ¿Más té?
La señora Nightwing levanta la tetera.
—¿Una daga? —inquiero.
La directora palidece.
—Señorita Doyle, le he ofrecido té, no que me interrogue. ¿Quiere más té o no?
—No, gracias —contesto y deposito mi taza en la bandeja con suavidad.
—Muy bien, pues —dice mientras lo recoge todo—. Descanse. Estoy segura de que mañana estará como una rosa, señorita Doyle.
Y, tras decir esto, la señora Nightwing se marcha llevándose consigo la bandeja y dejándome como siempre, con más preguntas que respuestas.
Estoy demasiado inquieta para dormir. Me dan miedo mis sueños y me asusta terriblemente tener otra visión. Como lo único que he comido en todo el día es una tostada, estoy hambrienta. Me comería hasta las sábanas de la cama.
Protegiendo la llama de mi vela con una mano, camino de puntillas por los pasillos fríos, oscuros y silenciosos de Spence y bajo a la cocina. La extraña colección de talismanes de Brigid aún sigue aquí. Las hojas de serbal en las ventanas y la cruz en la pared. Espero que no les haya dado todo lo que queda de comida a los duendecillos. Hurgo en la despensa y encuentro una manzana poco pocha. La engullo a grandes mordiscos. Acabo de empezar a atacar un trozo de queso cuando escucho unas voces. Apago la vela y bajo sigilosa hasta el vestíbulo. Una débil luz se filtra por los delgados resquicios de las puertas del gran salón.
Alguien baja por las escaleras. Me oculto tras las sombras temblando en la oscuridad mientras me pregunto quién andará por aquí a estas horas. La señorita McCleethy baja en camisón portando una vela. El pelo le cae suelto por los hombros. Me aprieto contra la pared hasta el punto de que temo que vaya a rompérseme la columna.
Se cuela en la estancia y deja la puerta levemente entreabierta.
—He entrado sin permiso —dice una voz masculina.
—Ya lo veo —responde McCleethy.
—¿Está en la cama soñando con los angelitos?
—Sí.
—¿Estás segura? —pregunta burlón—. La otra noche me hizo una visita en el Támesis. Ella y el hermano Kartik.
¡Fowlson!
—Te está mintiendo, Sahirah. Ella tiene la magia, estoy seguro. He sentido el golpe de su bota en mi cara.
Fowlson se levanta. Puedo ver su sombra reflejada en la pared.
—¿Te crees que no sé que la tiene? —contesta la señorita McCleethy con un tono de voz acerado—. Ya nos haremos con ella. Ten paciencia.
—Esa chica es peligrosa, Sahirah. Temeraria. Será nuestra perdición —insiste Fowlson.
La sombra de la señorita McCleethy se une a la de Fowlson.
—No es más que una niña.
—La infravaloras —responde él más tranquilo.
Sus sombras se acercan.
—En cuanto construyamos el ala este, la puerta secreta se iluminará para nosotros. Y entonces volveremos a apoderarnos de los reinos y la magia.
—¿Y después? —pregunta Fowlson.
—Después...
La sombra de Fowlson se acerca aún más a la de la señorita McCleethy. Sus rostros se encuentran y se funden en una sola sombra en la pared. Siento en el estómago el peso de todo el odio que ambos me producen.
—Estás un poco loca, Sahirah —dice Fowlson.
—Antes solía gustarte eso de mí —ronronea la señorita McCleethy.
—Yo no he dicho que ya no me guste.
Sus voces se convierten en suspiros y murmullos que siento en el estómago, y me sonrojo.
—Lo necesito, Sahirah —dice Fowlson suavemente—. Si soy el único al que se le permite estar contigo y con la Orden, podré poner un precio. Me considerarán un gran hombre por ello. No quiero volver a ser su mano dura. Quiero sentarme en el lugar que me corresponde con mi propio poder.
—Y lo harás. Te lo prometo. Déjalo en mis manos —responde la señorita McCleethy.
—El hermano Kartik es un problema. Intentó organizar una reunión. ¿Qué pasará si mi amo se entera que he dejado escapar a Kartik en lugar de matarlo como me ordenó?
—Tu jefe nunca lo sabrá. Y yo necesito ahora a Kartik.
Contengo la respiración. ¿Y si quieren perjudicarlo? Tengo que verle, advertirle...
—Él y yo tenemos un acuerdo —continúa la señorita McCleethy—. No olvida que fui yo quien pactó contigo para que lo dejaras vivir, que fui yo quien ha cuidado de él en Londres durante todos estos meses hasta recobrar la salud. Ahora está en deuda conmigo, y responderá por mí.
—Se suponía que tenía que espiar a la chica, comunicarnos todo lo que viera y escuchara, y no actuar por su cuenta a nuestras espaldas.
—Hablaré con él —promete la señorita McCleethy.
El peso de sus palabras me obliga a resbalar lentamente por la pared. La señorita McCleethy en el Salón Egipcio. La silueta en las sombras. Era Kartik. Ella lo envió para que me espiara... a mí. Una hiel caliente y ácida me sube por la garganta.
—No conseguiremos más que palabras. Déjame que le vuelva a echar el guante. Así es como se hacen las cosas, Sahirah.
—Así es como tú haces las cosas —dice la señorita McCleethy—. Prefiero seguir utilizando mis métodos.
—¿Estás segura de que no sospecha nada?
La voz de la señorita McCleethy suena tan segura como siempre.
—Nada en absoluto.
Oigo pisadas de botas en el suelo. Me quedo sentada en la oscuridad, paralizada, mientras la señorita McCleethy acompaña a Fowlson hasta la puerta y sube las escaleras para irse a acostar. Permanezco sentada un rato más, incapaz de moverme. Y cuando vuelvo a sentirme las piernas, me dirijo directamente al varadero, donde sé que lo encontraré.
No me he equivocado; ahí está, leyendo a Homero bajo la luz de un candil.
—¡Gemma! —exclama, pero su sonrisa se disipa en cuanto ve mi expresión—. ¿Qué sucede?
—Me has mentido ¡y no te atrevas a negarlo! ¡Lo sé! —digo—. ¡Trabajas para ellos!
No intenta fingir que es inocente ni ofrecerme una excusa para salvar el pellejo, como sabía que no haría.
—¿Cómo lo has averiguado? —pregunta.
—Eso no es lo más importante, ¿no crees? —espeto—. ¿Es ésa la otra cuestión de la que no querías hablarme mientras estábamos sentados en el muelle? Antes de que tú me...
Besaras.
—Sí —contesta.
—Así que ¿espiabas para ellos y me besabas al mismo tiempo?
—No quería trabajar para ellos —se defiende—. Quería besarte.
—¿Se supone que ahora tendría que caer desmayada y rendida a tus pies?
—No le he contado nada a la señorita McCleethy. Por eso te mantuve apartada de mí, así que no tenía nada que confesar. Sé que estás muy enfadada conmigo, Gemma. Lo comprendo, pero...
—¿Ah, sí? —La magia me chisporrotea en el estómago. Podría hacer que todo esto se olvidara, pero no funcionaría. No del todo. No para nada bueno. Lo sé. Uso toda mi concentración para contener la magia, y ésta se enrosca dentro de mí, como una serpiente dormida—. Sólo quiero que me digas por qué.
Se sienta en el suelo con las manos descansando en las rodillas dobladas.
—Amar era todo cuanto tenía en el mundo. Era un buen hombre, Gemma. Un buen hermano. Pensar en él atrapado en las Tierras Invernales, condenado por toda la eternidad... —Su voz se apaga—. Y entonces tuve esa horrible visión cuando Fowlson —traga saliva— me torturó. No me hubiera importado que en ese momento me hubiera matado. Fue la señorita McCleethy quien lo impidió. Me dijo que podría salvar a Amar con su ayuda. Que podría salvarte. Pero que necesitaba saber lo que estabas a punto de hacer. Ella sabía que no se lo dirías.
—Por muy buenas razones —espeto.
—Creía que podría salvarnos a los dos —dice.
—¡No necesito que me salves! ¡Necesito poder confiar en ti!
—Lo siento —se limita a decir—. La gente comete errores, Gemma. Actuamos de forma incorrecta por buenos motivos, y de forma correcta por motivos equivocados. Si quieres, mañana iré a ver a McCleethy y le diré que deje de amenazarme.
—Enviará a Fowlson —le recuerdo.
Se encoge de hombros.
—Pues que lo haga.
—No es necesario hablar con McCleethy —digo tironeando de un hilo suelto hasta que el dobladillo de mi falda se deshace aún más—. Pues sabrá que lo sé. De todas maneras, no voy a volver a contarte mis secretos. Y te equivocas. Amar no era todo lo que tenías en el mundo —replico parpadeando con la vista dirigida hacia las vigas de madera del varadero—. Nunca has confiado en mí.
Asiente, aceptando el golpe y dispuesto a propinar el suyo.
—Me pregunto si también tú te permites el lujo de confiar en alguien.
Las palabras de Circe acuden a mi mente: «Volverás a mí cuando no te quede nadie en quien confiar».
—Me voy. Y no volveré.
Me precipito hacia la puerta y la empujo con todas mis fuerzas, dejando que dé un portazo contra el lateral del varadero.
Kartik sale detrás de mí y me agarra de la mano.
—Gemma —dice—, no eres la única alma perdida de este mundo.
Es tentador mantener mi mano sujeta con fuerza a la suya, pero no puedo.
—Te equivocas.
Libero mis dedos de los suyos y los cierro formando un puño contra mi estómago antes de correr hacia la puerta secreta.
En los campos de amapolas, camino del Templo, paso junto a Neela, Creostus y dos centauros más. Tienen un celemín de amapolas, y discuten con los Hajin por el precio.
—¿Has venido para hacer negocios con los Hajin? —se mofa Neela.
—Eso no es asunto tuyo —espeto.
—Nos prometiste una parte —dice mientras se transforma en una réplica perfecta de mí y luego vuelve a ser ella misma.
—Os la daré cuando lo considere oportuno —digo—. Y si lo considero oportuno. ¿Cómo sé que no habéis hecho un pacto con las criaturas de las Tierras Invernales?
Los labios de Neela se contraen en una mueca.
—¿Nos estás acusando?
Como no respondo, Creostus da un paso adelante.
—Eres como los demás.
—Aléjate de mí —digo, pero soy yo quien se marcha, trepando por la montaña hacia el pozo de la eternidad.
Pongo las manos en el pozo y miro fijamente el plácido rostro de Circe.
—Quiero que me cuentes todo lo que sepas de la Orden y de los Rakshana. Y no omitas nada —le ordeno—. Y quiero que me digas cómo puedo dominar la magia.
—¿Qué ha sucedido? —pregunta.
—Tenías razón. Están conspirando contra mí. Todos ellos. No les permitiré que me quiten la magia.
—Me complace oír eso.
Me siento en el borde del pozo con las rodillas contra el pecho. El dobladillo de la falda flota en el agua, lo que me recuerda las flores de un funeral esparcidas por el Ganges.
—Estoy preparada —digo, más a mí misma que a ella.
—Primero hay algo que tengo que saber. La última vez que te vi, te dirigías a las Tierras Invernales. Dime, ¿encontraste el Árbol de Todas las Almas?
—Sí.
—¿Y es tan poderoso como el Templo?
—Sí —respondo—. Su magia es diferente. Aunque extraordinaria.
—¿Qué te enseñó? —pregunta, y un leve suspiro resuena en la cueva.
—Me mostró a Eugenia Spence. Está viva —contesto.
Circe se mantiene tan quieta que parece estar muerta.
—¿Qué quería? —pregunta al fin.
—Quiere que encuentre algo por mí. Una daga.
Hay una pausa momentánea.
—¿La has encontrado?
—Ya te he contestado bastantes preguntas. Ahora responderás las mías —espeto—. Enséñame.
—Eso te costará más magia —murmura.
—Sí, te pagaré. ¿Para qué la quieres? —añado—. ¿Qué puedes hacer con ella si no puedes abandonar el pozo?
Su voz emerge flotando de las profundidades.
—¿Qué te importa? Esto es una partida de ajedrez, Gemma. ¿Quieres ganarla o no?
—Sí, quiero.
—Pues entonces escucha atentamente...
Me siento durante horas junto a Circe, la escucho hasta que comprendo cuanto me dice, hasta que dejo de temer mi poder, hasta que algo se libera dentro de mí. Y, al salir del Templo, ya no me asusta el poder que anida en mi interior. Lo venero. Cerraré las fronteras de mi ser y las defenderé sin piedad.
Paseo entre los sauces y oigo el caballo de Amar a galope tendido detrás de mí. No corro. Me quedo quieta y me encaro a él. Se detiene cerca de mí; el aliento helado de su caballo me refresca el rostro.
—No voy a salir corriendo asustada —le digo.
—El nacimiento de mayo, joven mortal. Eso es lo que debería asustarte —responde, y se aleja a lomos del caballo que levanta una nube de polvo.
Los cuervos se posan en los sauces. Me muevo entre ellos como una reina pasando ante sus súbditos, y éstos mueven sus alas oscuras y me graznan. Sus gritos aumentan y sacuden los árboles como los lamentos de los condenados.